Tras el fin de la pandemia estaremos ante una encrucijada: por un lado podría producirse una deriva autoritaria de los estados, cuyo estado de alarma podría fácilmente convertirse en la norma para mantener con vida un sistema económico en estado terminal, protegiendo las grandes corporaciones: un estado de excepción permanente. Es un peligro concreto, que engendraría violencia.
Por el otro podrían germinar las semilla de la solidaridad y el apoyo mutuo presentes en la sociedad para dar vida a un cambio profundo: la organización de una sociedad entre iguales cuyo elemento fundamental sea la vida.
La economía neoliberal ha creado una fragilidad inmensa, en particular entre la clase trabajadora y el número creciente de personas que viven en los márgenes de la sociedad.
La progresiva destrucción del estado social con la privatización de la sanidad, la mercantilización de bienes primarios tales como la vivienda, la precarización laboral y más en general de la vida, son armas de destrucción de masa, bombas de relojería a punto de estallar. Cualquier evento adverso, cuya causa es directa o indirectamente humana, se convierte en el detonador.
El COVID19, como todo evento destructor, visibiliza y amplifica los puntos débiles de la sociedad. Y como todo evento destructor está afectando especialmente a las clases más frágiles, devastándolas, produciendo el derrumbe socio-económico al colapsar su cimiento, la clase trabajadora.
Esta misma fragilidad es también la responsable de la explosión de solidaridad que estamos viviendo en todo el planeta, una antibomba de relojería que llevaba tiempo reprimida en los cuerpos, que si llega a superar el umbral crítico podría desencadenar una reacción en cadena, dando vida a semillas para que nazca una sociedad entre iguales cuyo centro sea la vida. La incógnita es su capacidad de alcanzar el umbral crítico que impida su involución y muerte tras el fin de la pandemia.
Esta misma fragilidad es también la responsable de la explosión de solidaridad que estamos viviendo en todo el planeta, una antibomba de relojería que llevaba tiempo reprimida en los cuerpos
Por un lado, pues, la autoorganización sin jerarquía. Cientos de miles de personas han (re)descubierto de forma espontánea la imprescindibilidad para la vida humana del apoyo mutuo, la solidaridad desinteresada. Desde las redes de apoyo mutuo que se han creado en España hasta los cientos de miles de voluntarios para eludir las carencias del sistema de salud público en Reino Unido, desde las innumerables iniciativas open source y peer to peer para producir respiradores y mascarillas hasta la cooperación entre centros de investigación científica de todo el planeta. El apoyo mutuo compensa las carencias muy graves del sistema de salud público debido a los recortes de la última década, cuestiona la habitual rivalidad y mercantilización de la investigación científica, llena de presencia las soledades, de palabras los silencios.
La clase trabajadora —la clase social que ahora está demostrando, por si fuera necesario, su imprescindibilidad para la existencia— está también evidenciando la completa superfluidad de los que se viene llamando bullshit jobs: consultores de recursos humanos, expertos en marketing, analistas financieros, abogados corporativos, expertos en relaciones públicas, etc.. Más que de superfluidad debería empezarse a hablar a amplia escala de su carácter perjudicial para la vida en común al sustraer energías importantes que podrían contribuir al bienestar colectivo.
Por otro lado el sistema neoliberal sigue demandando crecimiento. Las resistencias de los estados a parar la producción son altas: esta economía está literalmente vendiendo vidas por beneficio. El sistema se ha quitado la máscara sonriente, el ataque es ahora frontal: mors tua beneficium meum. La violencia se vuelve evidente.
Lo que fue durante siglos la cotidianidad del colonialismo, y ahora continúa inalterado en el neocolonialismo, lo podemos ver y vivir de cerca, sin las distancias geográficas: la vida de la mayoría de las personas no tiene valor alguno. El hecho de vivirlo aquí y ahora, bajo la luz dramática de una pandemia, hace que el rechazo a las dinámicas neoliberales ya no se limite a un grupo reducido de personas capaces de ver tras las miles máscaras del neoliberalismo (los llamados radicales, que tienen la culpa de ir a la raíz de los problemas rechazando las falsas soluciones), sino que se extiende rápidamente a la mayoría de las personas, a la sociedad en general.
Lo está viendo todo el mundo, lo está viviendo todo el mundo. En un cualquier evento futuro más dramático —piénsese en las consecuencias de la catástrofe climática que se acerca rápidamente a nuestro presente ante la inactividad suicida de los estados— la violencia de este sistema económico será infinitamente mayor. El COVID19 es un ensayo de lo que podría ser a escala amplificada.
Tras el fin de la pandemia estaremos ante una encrucijada: la producción de una deriva autoritaria o el nacimiento de una sociedad cuyo elemento fundamental sea la vida
Tras el fin de la pandemia estaremos ante una encrucijada: por un lado podría producirse una deriva autoritaria de los estados, cuyo estado de alarma podría fácilmente convertirse en la norma para mantener con vida un sistema económico en estado terminal, protegiendo las grandes corporaciones: un estado de excepción permanente. Es un peligro concreto, que engendraría violencia.
Por el otro podrían germinar las semilla de la solidaridad y el apoyo mutuo presentes en la sociedad para dar vida a un cambio profundo: la organización de una sociedad entre iguales cuyo elemento fundamental sea la vida. Habrá vientos contrarios. La única forma de resistir a un viento arrasador es crear una resistencia compacta, repartiendo la fuerza contraria entre un elevado número de plantas. La participación sinérgica es esencial.