Este filósofo y sociólogo alemán defiende que la alienación de las sociedades desarrolladas está relacionada con la lógica del crecimiento continuo bajo la que funcionan.
El Salto
Hartmut Rosa (Lörrach, 1965) está apurando un desayuno contundente en la cafetería del hotel en la que va a tener lugar la entrevista. El sonido de la cubertería en la grabación prueba un hecho: todavía no se ha expandido el covid-19 y la gente sigue haciendo lo que hacían hasta las primera semana de marzo. En este caso, promocionar un libro durante unos días antes de volver a sus clases de sociología y filosofía en la universidad. A Rosa se le considera una figura de la tercera generación de pensadores de la Escuela de Frankfurt y se le reconoce desde 2005, año en que publicó Aceleración: una crítica social del tiempo.
Ha llegado a Madrid antes del virus que lo cambia todo para presentar Remedio a la aceleración, ensayos sobre la resonancia, un pequeño ensayo publicado por Ned ediciones en el que sintetiza algunas ideas sobre qué es la “vida buena” y qué es lo que nos impide alcanzar ese objetivo. Es en esas reflexiones donde aparece el concepto de “resonancia”, una idea para la que se inspiró en los sentimientos que provoca la música. En un momento del ensayo, Rosa lanza un fogonazo que sirve para discernir un poco mejor qué es eso de la resonancia: “No queremos simplemente que nos quieran, que nos respeten, que nos admiren o nos aprecien; también queremos que nos conmuevan y conmover, buscamos conectar”.
Rosa no es un filósofo new age ni un gurú del buen vivir, aunque sus preocupaciones afectan a aquello que trasciende lo material. Habla de una crisis de las relaciones con la naturaleza, “evidente con la crisis ecológica”, con nosotros mismos —como ejemplo el uso de medicamentos en los países desarrollados— y con los demás. Una crisis producida por la primera característica de nuestras sociedades, el hecho de que “sólo son capaces de estabilizarse de manera dinámica, lo que significa que necesitan crecer, acelerarse y condensar la innovación incesantemente para mantener, según sea el caso, su estructura o statu quo”.
¿Qué dice de estas sociedades el aumento constante de enfermedades como la ansiedad o el agotamiento, que en el libro aparece nombrado como burnout?
La profesión médica y los psiquiatras dicen que hay un incremento claro de enfermedades como el burnout, pero también de depresión, de todo tipo de desórdenes depresivos, y de ansiedad. Y también se ve cómo entre gente cada vez más joven, en institutos o universidades, entre los adolescentes también de los lugares más prósperos, han crecido las tasas de depresión e incluso de pensamientos suicidas, y también de hecho, crecen los suicidios. Pero como sociólogo, encuentro también interesante que hay mucha preocupación sobre estos temas, particularmente sobre el “estar quemado”. Mucha gente que para nada está enferma, está pensando o hablando sobre ello permanentemente. Se ha convertido en una especie de idea o de conversación cotidiana, algo así como “no puedo más, estoy a punto de petar”. Y creo que es interesante, es una llamada de atención a la que hemos llegado como cultura, estamos en ese “burnout” colectivo, lo que tiene implicaciones políticas. De hecho, mi teoría es que hay una conexión entre el cambio climático —el “incendio” atmosférico— y esa “quemazón” colectiva, creo que ambas son consecuencias de lo que he llamado la lógica de la aceleración.
No es que seamos avariciosos y que siempre queramos más, el hecho es que tenemos que correr más rápido para permanecer en el mismo punto en el que estamos
De alguna manera parece que estamos luchando contra la obsolescencia de la humanidad.
Parece que estamos dirigidos a nivel estructural para correr permanentemente contra el tiempo. Para la mayoría de la gente —excepto quizá para quienes tienen una enfermedad o están en paro; que tienen el problema de que quizá tienen mucho tiempo pero se considera que su tiempo no tiene ningún valor, está devaluado—, pero para las otros, decía, hay una explosión de listas de cosas para hacer. Hay un montón de “oh, tengo que hacer esto” o “debería hacer esto otro”. Y eso nos lleva a un movimiento frenético que se convierte en estructural, lo que llamo la “estabilización dinámica”.
¿En qué consiste?
En nuestra sociedad moderna solo puede hallarse la estabilización en la velocidad y la innovación. No es que seamos avariciosos y que siempre queramos más, el hecho es que tenemos que correr más rápido para permanecer en el mismo punto en el que estamos. Me gusta emplear la imagen de las escaleras automáticas descendentes: si tratas simplemente de permanecer donde estás, si dices “tengo lo suficiente, mi ropa no está mal, con el ordenador que tengo me basta, mi sueldo es suficiente”, entonces gradualmente vas descendiendo. Así que tienes que correr más rápido hacia arriba. Sólo para mantenerte en el sitio. Y eso tiene condicionantes estructurales, pero creo que también tiene un elemento cultural: queremos ir rápido, no es solo que lo podamos hacer. Y sí, eso está relacionado con la obsolescencia de ser humanos, porque sabemos que vamos a morir un día. Incluso en quienes aún creen en sus religiones, el foco de atención es la vida antes de la muerte. Creemos en que, si corres aún más rápido, si superas la velocidad de la sociedad, puedes ir al doble de sitios, leer el doble de libros que la gente lenta. Es como incrementar la esperanza de vida, “puedes” vivir dos vidas en una si eres lo suficientemente rápido. Y si eres infinitamente rápido puedes tener una especie de “vida eterna”. Así, estamos obligados a correr cada vez más rápido por la lógica de la competición: competición económica pero también social.
¿Qué efecto tiene?
Eso nos conduce a estar permanentemente optimizándonos. Quieres ser mejor en todos los aspectos: dar diez mil pasos al día y tener buen aspecto, vigilar tu peso, la presión sanguínea y demás. En tu trabajo también, tienes que ser más eficiente, más rápido, saber más. Es una optimización a todos los niveles. Y este es el impulso cultural que relaciona la velocidad con nuestros conceptos de libertad, felicidad y afinidad.
En Remedio a la aceleración explicas que no eres un gurú de la vida contemplativa.
En mi anterior libro, Alienación y aceleración, realicé esa crítica de la velocidad, el permanente crecimiento y el concepto de la innovación y a raíz de eso, particularmente en Alemania, pero también en Francia, se interpretó que estaba abogando por el movimiento de la “slow food” o por la desaceleración. Yo pensé que nunca había dicho tal cosa por dos motivos: en primer lugar, vivimos en un sistema, particularmente en una estructura económica capitalista, que necesita crecer para mantener el statu quo, pero sin crecimiento y aceleración no podemos mantener el sistema educativo, el sistema de pensiones, el sistema sanitario, etcétera. Así que no podemos decir simplemente “vamos a ir más lento”. Claro que hay gente que encuentra pequeños nichos, como la slow food, pero eso funciona una vez a la semana: los sábados nos tomamos un montón de tiempo para cocinar (y así pedir comida rápida durante el resto de la semana). No podemos esconderlo, no podemos ralentizarlo todo así tal cual. Necesitamos una reforma política y económica profunda.
La gente está frustrada. No obtenemos de la vida aquello que se nos prometió y creo que esto no es algo que se explique solo por las privaciones económicas
Entonces la lentitud no es algo intrínsecamente positivo.
Sí, también argumenté que la lentitud no es en sí un valor. Quiero decir, no es un avance tener una conexión lenta a internet, o viajar en un tren lento o tener un cuerpo de bomberos que trabaja despacio. Eso me llevó a mis siguientes reflexiones acerca de la resonancia. Y es que, cuando la gente proyecta sus sueños la idea de un mundo a otro ritmo, esto no significa necesariamente que todo funcione lentamente, sino que trata de una forma distinta de relación con el resto. Mi lógica entonces fue que la aceleración crea problemas cuando conduce a la alienación, a perder capacidad para establecer conexiones con otras personas o lugares. Creo que a ti y a mí nos gusta trabajar y escribir, si tenemos suficiente tiempo para pensar en ello. Pero si lo tienes que hacer en diez minutos, eso crea un momento de alienación. Así que buscando lo opuesto a esa alienación es como llegué a la idea de resonancia, y por eso digo que la solución no es la lentitud sino una forma distinta de ser, de trabajar y de escuchar.
Respecto a la idea de resonancia como algo que conecta, da la impresión de que es algo que la extrema derecha ha sabido encontrar. Gente como Steve Bannon ha hecho una carrera de saber pulsar los nervios sensibles de la sociedad, de aprovechar sus inquietudes ¿Es eso resonancia?
Es interesante, esa habilidad de los populistas como Steve Bannon o Matteo Salvini. Creo que su éxito es una reacción a los sentimientos de alienación. La gente está frustrada. No obtenemos de la vida aquello que se nos prometió y creo que esto no es algo que se explique sólo por las privaciones económicas. Por supuesto que hay gente que está realmente bien en la economía capitalista, pero creo que hay una frustración mayor que viene de la alienación política, ética y material. La gente que vota a Trump o Boris Johnson no se siente ya conectada a la política. Lo describo desde el punto de vista de la alienación, porque ese es un estado en el que no te encuentras conectado, no sientes que tu voz tenga ningún alcance. Mi momento favorito respecto a Trump es cuando aceptó la nominación para las presidenciales por parte de los Republicanos, un discurso que desafortunadamente tuve que ver, en el que dijo a los trabajadores americanos, a los del sur profundo, “yo soy vuestra voz”. Cada persona debería tener una voz para conectar con el mundo, pero lo interesante es que Trump no dijo “os daré voz”, lo que estaría relacionado con la resonancia, si no “yo soy vuestra voz”, que, en realidad, lleva un implícito “callaos la boca”.
Apropiarse de esa voz.
Por eso creo que lo que hacen los populistas de derechas no forma parte de la resonancia, porque, déjame explicarlo en pocas palabras, la resonancia para mí consta de cuatro elementos. El primero es que yo escucho a alguien que me habla de una forma diferente de cómo recibo los mensajes de otras personas: me afecta de alguna manera. El segundo elemento es que tú puedes emitir una respuesta, yo puedo llegar a ti y conectar contigo. El tercer elemento es, en este tipo de diálogo, en esta conexión, me transformo, yo no permanezco igual que antes. Y el cuarto es que no puedo controlar o planificar lo que sucede después. Así que, cuando Trump dice “soy vuestra voz” no hay ningún tipo de resonancia, creo que hay una relación de eco: porque él no quiere oír o escuchar a los otros, de hecho hay voces, las de los negros, musulmanes, LGTB, etc, que desea acallar. Si dices “soy tu voz” no provocas ningún sentimiento de autoeficiencia, que es el segundo elemento que comentaba antes, ya que solo hay una voz, la del líder y no quiere que haya transformación alguna, quiere de hecho que la identidad se solidifique.
Muchas personas reconocen que les gusta su trabajo si son capaces de hacerlo adecuadamente, si son capaces de conectar con los demás o con su actividad
En España el pensamiento feminista plantea un programa político de reivindicación de vidas que merecen la pena ser vividas, ¿Crees que conecta con lo que propones tú a través de la resonancia?
Sí, creo que eso es exactamente lo que estoy tratando de hacer. Creo que, de alguna manera, estamos intentando recrear una sociedad que nos dé la oportunidad de conseguir “buenas vidas”, vidas que merezcan la pena. He desarrollado este concepto de la resonancia porque creo que es importante discutir sobre lo que podría ser una vida buena, porque habitualmente las luchas políticas están orientadas por la idea del crecimiento continuo, por supuesto también en la izquierda. Están dirigidas a lo que llamo la lógica de la disponibilidad, la idea de que necesitamos más dinero, o más apartamentos o casas mejores. Y no digo que no sea importante, pero creo que desde esas posiciones también se tiene que hablar de la depresión, y también de la frustración. Mucha gente está deprimida o frustrada incluso aunque tengan dinero. Creo que el concepto de resonancia puede significar un cambio, una reforma, sobre la forma que tenemos de estar en el mundo. No es solo una reforma política, aunque es importante que se dé un incremento salarial, pero creo que hay que capturar el sentido de lo que significa vivir una buena vida. Porque veo cierta arrogancia, también en los partidos socialdemócratas, de pensar que una persona que no tiene educación superior o un sueldo alto no vive bien… y eso no está claro, ¿verdad? Creo que, una vez tienes cubiertas la comida, la vivienda, eso no depende exclusivamente de los recursos.
Por supuesto que es necesaria una reforma económica y política del sistema capitalista, pero es necesario también explorar en esas otras cuestiones. Muchas personas ─no sólo en las actividades “intelectuales”, también en las fábricas─ reconocen que les gusta su trabajo, por supuesto las personas que se dedican a la enseñanza también, si son capaces de hacerlo adecuadamente, si son capaces de conectar con los demás o con su actividad. Creo que hay que utilizar esa resonancia para luchar contra el sistema y llevar a cabo esa transformación. También hay que cambiar la forma en la que conectamos con la naturaleza para afrontar la crisis ecológica.
Hace unos meses salió la sentencia de France Télécom, que condenaba a sus responsables por una política de acoso laboral. ¿Seguiste el caso?
Por supuesto, France Télécom es un gran ejemplo. ¿Viste las tasas de suicidio que tenían en aquella época? Inculcaron exactamente la idea de que la gente no debe tener esa resonancia: les dijeron “cada tres años te tienes que cambiar de ciudad porque sino echas raíces, haces amigos…” y la empresa no quería eso, quería optimizar. Pero las consecuencias fueron depresiones y enfermedades.
Hay un riesgo de que esa resonancia sea interpretada desde una perspectiva consumista, en el sentido de una búsqueda de emociones auténticas.
Estoy un poco preocupado por ese tema. Mientras escribía el libro era una pesadilla para mí que se interpretase que el ensayo te iba a dar “más resonancia en tu trabajo, o mayor resonancia con las mujeres”… Por eso escribí un pequeño ensayo en el que explico que la resonancia no es algo que puedas comprar o fabricar. Creo que es muy interesante abordarlo desde el punto de vista del consumismo, porque es cierto que prácticamente todos los productos que compramos tienen implícita la promesa de la resonancia. Cuando compras un coche, por ejemplo, que te va a permitir sentirte seguro o en “conexión” con el desierto o la montaña, o cuando compras unas patatas fritas, que vas a sentir la verdadera amistad. Creo que el consumismo está viviendo literalmente de esos deseos de resonancia. Ese deseo de resonancia se transforma en un deseo del objeto. Y, por supuesto, terminamos frustrados porque las patatas fritas no nos dan la amistad que deseamos. Lo más interesante sobre cómo funciona el capitalismo es que, aunque estemos defraudados con los objetos, no dejamos de comprar, porque si estuviéramos satisfechos con lo comprado, no compraríamos más. Así que nos defraudan los objetos pero no el plan general, así que vamos a por el siguiente objeto. Es un sinsentido, pero así funciona.
Incluso quienes tienen lo que desean están frustrados: tienes Spotify, con sus 60 millones de canciones, y no encuentras lo que la música te prometía
Estamos a las puertas de lo que algunos teóricos llaman el colapso, evidenciado en la crisis climática y energética, ¿Hay tiempo para una reforma como la que propone ese remedio a la aceleración?
En mi universidad, la universidad de Jena, durante los últimos ocho años hemos estado trabajando en un proyecto sobre las sociedades del post-crecimiento. Y nuestro punto de partida es que más tarde o más temprano vamos a tener que cambiar de sistema. Así que la pregunta es ¿esa transformación va a ser diseñada o va a ser fruto del desastre? Podemos esperar a que acontezca la catástrofe o podemos comenzar a pensar en cómo hacerlo de una forma distinta. Es muy interesante la pregunta, desde el punto de vista de la sociología, de si las sociedades cambian. ¿Cambian en los buenos tiempos, cuando hay recursos suficientes o cambian cuando vienen mal dadas? No está nada claro, ya que probablemente es verdad que si estamos en una crisis, que puede ser ecológica, o una guerra, o una enfermedad, la gente trata de volver a la normalidad, tratan de adherirse a sus rutinas. Probablemente la autocalificada revolución del año 68 fue una revolución hecha en los buenos tiempos.
También fue una respuesta al miedo nuclear y la guerra fría.
Sí, sí, en efecto, la guerra de Vietnam y la guerra fría. Pero creo que Vietnam estaba demasiado lejos, en realidad, para los europeos. Y la guerra nuclear era una amenaza solo en el horizonte, no era algo que tuviera un impacto real en el día a día de la gente. Creo que la revolución comenzó porque hubo una conciencia de que había algo mal. En un desastre real no tienes suficiente tiempo para pensar en lo que está mal, lo sabes, es el hambre o algo por el estilo. Por eso pienso que toda nuestra reflexión, nuestro pensamiento, tiene que partir de ese algo que no está yendo bien, y creo que ahora ese sentimiento es muy vívido entre la gente. Y lo que he intentado hacer con este libro acerca de la resonancia es identificar ese sentimiento. Como sociedad identificamos esos errores pero siempre los trasladamos al área económica. Creo que temas como la desigualdad son problemas gigantescos. España es un ejemplo de cómo hay suficientes pisos y apartamentos y, simplemente, no han sido distribuidos correctamente. Pero también pienso que la frustración actual viene de otras fuentes, de la alienación, de la falta de conexión. Incluso quienes tienen lo que desean están frustrados: tienes Spotify, con sus 60 millones de canciones, y no encuentras lo que la música te prometía. Hay que encontrar ese problema para ensayar una solución.
Quizá hemos entrado en una pulsión de muerte del capitalismo, ¿el próximo paso es un capitalismo sin conexión con la democracia?
Sí, eso es lo que parece. Siempre se ha pensado que el capitalismo y la democracia caminaban juntos y bueno, estamos viendo claramente que no es así. El capitalismo ha tenido siempre esa lógica de acumulación que se basa en una especie de revolución permanente o cambio constante desde el punto de vista económico, organizativo y tecnológico. Desde el punto de vista capitalista, el hecho de que los ricos se hagan cada vez más ricos y los pobres se queden así no es malo, puesto que los pobres indirectamente se benefician de esa riqueza. Pero si ya no hay crecimiento, entonces la tensión crece abruptamente, porque entonces la acumulación sólo se produce a costa de quienes están en las posiciones de abajo. Sin embargo, hay otro punto de vista para acercarse al desastre. Lo he tratado de desarrollar en un libro sobre la indisponibilidad. Mi idea es que la modernidad se ha basado siempre en la disponibilidad de las cosas, ampliando el horizonte de lo que es accesible, controlable y disponible. Lo interesante es que en este momento experimentamos el hecho de que nuestros intentos de controlarlo todo, desde el punto de vista de la ciencia, la tecnología, la política, la legalidad, nos ha llevado a lo opuesto. Ha creado un mundo progresivamente más caótico. Lo vemos claramente en la esfera medioambiental. También en el “control” de los átomos a través de la energía nuclear. Hemos descubierto que controlando la naturaleza, podemos destruirla y con ello destruirnos a nosotros. Incluso en nuestra vida diaria, vemos que no podemos planificarla, tú, como periodista muy probablemente no puedas saber qué harás dentro de dos años. Por eso creo que hay que regresar a la indisponibilidad, que es una capacidad indispensable para el ser humano.