Aspectos sanitarios para una necesaria y urgente reconversión agroecológica como paradigma eco-social.
Antonio Berni, artista e investigador que entrelazó su lenguaje visual con la materialidad del desastre ambiental de nuestras ciudades ocultas, describió a Juanito Laguna como un chico pobre y agregó “es un chico pobre pero no es un pobre chico”. Juanito intuye habitar un mundo cargado de porvenir y se pasea entre las ciudades miseria de Nuestramérica; desde Guayaquil hasta Río de Janeiro, desde Santiago de Chile hasta Buenos Aires.
60 años después nos encontramos frente esta pandemia global sin precedentes. Nuestro vivir-convivir con el coronavirus lleva 2 meses, y los debates del mundo por venir pasada la emergencia se impregnan de olor a desafíos y oportunidades de re-existencia para los pueblos.
Leonardo Rossi, integrante del Colectivo de Ecología Política del Sur, investigador de la agroecología y las tramas políticas comunales, nos acerca un análisis para mirar a un Juanito Laguna del 2020, en un presente enfermo y enfermizo donde se vislumbran horizontes diferentes.
Por Leonardo Rossi para Huerquen
Debemos comenzar por marcar que las grandes ciudades modernas se han presentado ante la pandemia como territorios eminentemente problemáticos en términos sanitarios, “verdaderas trampas mortales”, dicen las voces críticas. No es casual que paradigmas de la urbanidad capitalista como Nueva York se conviertan en focos de contagio masivo, o que aquellas que pudieron contener la expansión del virus debieran extremar al tope el aislamiento físico. Decimos que no es casual porque las megalópolis nos ofrecen a diario causas estructurales para esperar diversos colapsos sanitarios: hacinamiento, sedentarismo, enfermedades pre-existentes asociadas a la mala calidad alimentaria, escasez o contaminación del agua, y altos niveles de polución ambiental (1) , entre otros factores que bien aplican a las grandes capitales de provincia argentina. Sobre la contaminación del aire urbano, algunos análisis ya esbozan la relación entre zonas de mayor polución atmosférica y mayor incidencia de mortalidad por coronavirus (2). Asimismo hemos visto como los “parates económicos” han reflejado de forma elocuente la toxicidad de la “vida normal” de las urbes. En el caso argentino, se reportó mayor polución allí donde existe mayor tamaño de la ciudad (3). Ignorar estos datos como parte de los sistemas sanitarios, sus implicancias directas en la vida de millones de personas, la drástica afección que implica en la infancia (4), es cuanto menos negligente.
Estos cuadros se agravan al extremo en el contexto de sociedades empobrecidas, con deficientes sistemas de salud pública, y masivos sectores de la población malnutridos, expuestos a contaminación fuera y dentro de su hogar. Lo acontecido en Guayaquil o Manaos merecerían atención en esta línea. Pero incluso al interior de las ciudades, la afectación causada por la pandemia tiene, como todo problema sanitario, distinto impacto según la estratificación social. Es decir, en el mediano plazo, los más afectados son los grupos empobrecidos de las ciudades, una pandemia “transclasista”, donde la ciudad neoliberal deja la mesa servida al virus, como dice el epidemiólogo ecuatoriano Jaime Breilh (5). “Las diferencias más extremas de salud ya no se encuentran entre la ciudad y el campo, sino entre las burguesías urbanas y los pobres urbanos”, apunta el geógrafo Mike Davis (6), quien se ha dedicado a investigar la insostenibilidad social, ecológica y sanitaria de los actuales modelos urbanos dominantes. En ese mismo sentido hay que decir que “el Covid-19 tiene todas las características para que la consideremos no solo una pandemia vírica sino una ‘pandemia de la desigualdad’”, que encuentra causas en la urbanización violenta y desorganizada y la destrucción sistemática de ecosistemas y culturas campesinas, por un lado, y cierra su ciclo afectando de forma más virulenta a quienes habitan la marginalidad de las grandes urbes, como apunta el salubrista catalán Joan Benach (7).
En esta dinámica, organismos internacionales marcan que tres cuartas partes del peso del futuro crecimiento de la población mundial recaerán sobre áreas urbanas con escasa o nula planificación para acomodar y brindar servicios básicos, una tendencia bien conocida en los conurbanos argentinos, y no sólo de las grandes capitales sino ya de varias ciudades intermedias. Esa es la dinámica en un mundo donde el mercado ha regulado el uso y ocupación de la tierra, rural y urbana. Entre otras consecuencias directas, esto implica en América Latina que el noventa por ciento de la basura termine en ríos y arroyos sin ningún tratamiento previo, con las consecuencias sociales y sanitarias esperables. En este sentido queda claro que justicia social y justicia ecológica no pueden seguir escindidas. Los barrios más pobres de nuestros territorios actúan como verdaderas cloacas colapsadas de este planeta de ciudades miseria, como les llama Davis.
En definitiva, estos modelos de urbanidad se constituyen sobre la negación permanente de las condiciones biofísicas, por lo tanto sanitarias, que necesita un territorio para poder ser habitable por comunidades humanas. No se puede pensar todavía hoy a la salud como una abstracción desligada de nuestra condición de especie, y nuestros requerimientos vitales (aire, agua y alimento sano). En ese sentido, la medida profiláctica de extensión de las cuarentenas con mayor restricción a conglomerados de más de 500 mil habitantes debiera permitir hacer un análisis más profundo sobre las bases ecológicas y sociales de largo alcance que subyacen a esa acción de coyuntura, con las especificidades vividas en los asentamientos y barrios hacinados. Asimismo esto debe movilizar de forma urgente y sin excusas, las alternativas para desarticular estas cartografías.
No se trata de hacer una reivindicación ingenua de la ruralidad, porque justamente el tipo de patrón rural que ha ido acompañando al crecimiento de estas megalópolis es el del agro de grandes extensiones de monocultivos, con saturación de tóxicos en tierra y agua (8) (9), con erosión y voladura de suelos, sequías extremas e inundaciones, deforestación, zoonosis asociadas (10), producción de alimentos cargados de pesticidas para el consumo masivo (11), y desnutrición y muerte de niños como recientemente hemos padecido en Salta. En ese proceso se potenció la desposesión de las prácticas agroculturales que brindaban autonomía alimentaria, diversidad en la producción, y en las dietas ajustadas a las diversas eco-regiones, con sus implicancias en la conformación de sistemas inmunológicos adecuados al territorio habitado (12). Como correlato, se coadyuvó al hacinamiento en los márgenes urbanos, por un lado, y se estructuró un sistema agroalimentario cada vez más deslocalizado, altamente contaminante e insostenible en términos energéticos, potenciando las tasas de contaminación y el calentamiento global (13), como así también la conformación de dietas estandarizadas hechas para el mercado y no para nutrir. Sobre este punto, el país presenta un panorama realmente dramático en términos de exceso de peso –incluye las categorías de sobrepeso y de obesidad- tanto en niñas y niños (13, 6 %), adolescentes (41,1 %) como adultos (67,9 %). “La epidemia de sobrepeso y obesidad es la forma más frecuente de malnutrición y se confirma que continúa aumentando sostenidamente en Argentina”. Además los sectores con menos ingresos son los más afectados, por ejemplo la prevalencia de obesidad en adultos fue un 21% mayor en el quintil de ingresos más bajos respecto del más alto (Segunda Encuesta Nacional de Alimentación y Salud Argentina; Secretaría de Salud, 2019). En el paroxismo de este modelo urbano hallamos hoy pequeñas comunidades en zonas eminentemente rurales, que replican todos los vicios de las grandes ciudades, como la cementación y estructuración en función del automóvil, creación de mega-basurales, consumo masivo de alimentos ultraprocesados, y la importación extra-regional de alimentos de fácil producción como buena parte de frutas y verduras.
Es justamente esta relación la que debe comenzar a invertirse como parte de una política sanitaria de fondo. Todo ese camino hay que desandar para efectivamente “elegir la salud” más allá del corto plazo. Las medidas profilácticas podrán correr el problema hacia adelante pero un sistema sanitario de calidad y socialmente justo sólo podrá empezar a construirse desde bases ecológicas y comunitarias saludables, donde el sistema agroalimentario pensando desde principios agroecológicos es la primera barrera inmunológica que debemos sostener. El alimento, el agua y el aire son la principal vía de salubridad de los organismos. Lo que se decida sobre el modelo de planificación territorial en torno a estos ejes será crucial para configurar un sistema de salud acorde al tiempo histórico que atraviesa la humanidad, que es el de un planeta ecológicamente devastado, listo para las próximas pandemias y con el cambio climático como principal problemática sanitaria debido a las múltiples derivas de mortalidad que acarrea, tal como advirtió hace semanas la OMS (14). El modo de vida urbano-céntrico, y su contraparte del agronegocios son los motores básicos de este problema que deben empezar a desarmarse, si al menos queremos mitigar los daños que ya están en marcha. En el mismo sentido, un colectivo científico internacional publicó un artículo de gran impacto donde se definió como “sindemia global” (15) este modelo agroalimentario actual, que deriva en tasas de desnutrición y obesidad sin precedentes e interactúan con un calentamiento climático creciente provocado por este mismo sistema productivo. Un proceso de emanación constante de enfermedades a escala planetaria.
No se puede insistir en concebir la salud desde la atención de la enfermedad, como si habitar sociedades crónicamente enfermas fuese la normalidad. La pandemia nos muestra que no es viable continuar escondiendo esta estructural injusticia social, sanitaria y ecológica bajo el relato del ‘capitalismo sustentable’, ‘las buenas prácticas agrícolas del agronegocios’, y ‘sellos de ciudades eco’. Para la construcción de sociedades saludables, indefectiblemente se deben habitar territorios que garanticen esas condiciones. Esto implica una distribución territorial adecuada, la reconversión y salida de ramas productivas de alto impacto ambiental, la definición de “actividades esenciales” para esas transiciones, y la construcción de masivos programas de educación y cultura tendientes a desalentar el consumismo, una educación eco-social con cultura agroalimentaria de enfoque agroecológico, revalorización de formas de vida centradas en el ‘cuidado común’, que den cuenta de la innegable inviabilidad ecológica del actual modelo de producción-consumo. Se trata de reconstruir una forma de habitación territorial donde el horizonte deseable sea una nueva rur-urbanidad acoplada al territorio, a la bio-región, donde, parafraseando a Jorge Riechmann, el objetivo sea “producir vida digna” para muchas generaciones humanas, y “no producir mercancías” para un presente de insatisfacción e insalubridad permanente. En este sentido, y como recomendara la Relatora de Derecho a la Alimentación en una reciente visita a Argentina (2018) (16 17), y principalmente como dan cuenta infinidad de experiencias (UTT, MTE-Rural, Renama, MNCI) promover territorios concebidos desde la agroecología, y su multi-dimensión alimentaria, ecológica, sanitaria, social y política, se torna un desafío fundamental. Se trata, en el horizonte, de empezar a habitar comunidades que hagan de la salud de la tierra, de los cuerpos, y de los vínculos humanos el ethos político para la pos-pandemia.
Córdoba, mayo de 2020
(*) Leonardo Rossi integra el Colectivo de Ecología Política del Sur (Citca-Conicet)