La incursión de ex-militares y civiles, producto de un contrato entre sectores opositores y una empresa de seguridad con sede en Miami, presupone una absurda tercerización de la acción armada contra el gobierno de Nicolás Maduro en una firma privada. Al mismo tiempo, este tipo de acciones improvisadas no solo son contrarias a una salida pacífica, sino que terminan por fortalecer las políticas más represivas del gobierno venezolano, aun un contexto de permanente descomposición social e institucional del país.
Si yo quisiera ir a Venezuela, no lo haría en secreto (…) no mandaría a un pequeño grupo. No, no. Sería un ejército (…) y eso sería llamado una invasión. Donald Trump
El mes de mayo encontró a Venezuela sumergida en una crisis de enormes dimensiones. Con el salario mínimo en dólares más bajo del planeta (alrededor de cinco dólares mensuales), la pobreza extrema no hace más que crecer. En ese escenario dramático surgieron noticias alarmantes, como la masacre de 47 reclusos en la cárcel de Guanare (que se sumó a un incendio en un penal de Valencia donde murieron 66 personas) y un largo enfrentamiento armado entre bandas delincuenciales con armamento militar, en la zona norte de la extendida barriada popular de Petare. La gasolina otrora casi gratuita ha desaparecido y miles de personas hacen colas de hasta cinco días para llenar un tanque (ahora se contrabandea la gasolina de Colombia hacia Venezuela). Finalmente, un apagón de carácter nacional que afectó a 17 estados por varias horas ha dejado un severo racionamiento eléctrico en muchas partes del país.
En ese maremágnum, apareció una extraña noticia entre el 3 y el 4 de mayo: la Policía y el Ejército habían capturado dos pequeñas lanchas con civiles (incluidos dos estadounidenses) y militares desertores que habían llegado, provistos de armas de alto calibre, a combatir al gobierno de Nicolás Maduro. La sorpresiva información llenó de estupor a la oposición democrática que lucha por la paz y por una resolución negociada de la crisis política. La rápida neutralización de las dos embarcaciones le brindó al gobierno una especie de pequeña «Bahía de Cochinos», que explotada por el aparato mediático de las izquierdas bolivarianas, se vendió como una gesta histórica protagonizada por humildes pescadores, pertenecientes a la milicia, que repelieron la invasión y capturaron a los mercenarios.
El ala de la oposición que insiste en la legitimidad de la presidencia de Juan Guaidó, «reconocida por más de 50 países», cayó en el desconcierto. Al inicio dijeron que fue una «olla», un vil montaje de la narcodictadura. Poco después expresaron que la narcotiranía había masacrado a valerosos combatientes por la libertad. Más tarde comentaron que la operación era una charada, pero que defenderían los derechos humanos de personas que estaban equivocadas. Al final dijeron que la supuesta «invasión» había sido diseñada y ejecutada por Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, para inculpar a la oposición.
¿Qué sucedió realmente? ¿Qué consecuencias trae esta nueva aventura paramilitar? Veamos.
Desde el 23 de enero de 2019, día en el que el diputado y presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó se autojuramentó como presidente de la República (encargado) en un mitín popular en la plaza Juan Pablo II, ha habido un crecimiento del discurso belicista del ala más extremista de la oposición, que constantemente es aupada por Donald Trump y por las insinuaciones de que «todas las opciones están sobre la mesa». La vía electoral y la lucha democrática contra el régimen chavista fueron consideradas entonces como colaboracionistas y gallináceas. Había que ir a la acción directa inmediata, el pueblo no aguanta más.
En febrero de 2019, las encuestas decían que Guaidó tenía hasta 80% de aceptación popular. Los gobiernos aliados de Estados Unidos salieron inmediatamente a aplaudirlo y el joven varguense fue portada de diarios y revistas en todo el orbe. El 23 de febrero debía ser una especie de break point: la ayuda humanitaria internacional estacionada en Brasil, y sobre todo Colombia, ingresaría «sí o sí». Cuatro camiones entrarían con equipamiento médico elemental y cajas de comida desde Cúcuta. El plan era que la gente se abalanzara sobre los camiones y el Ejército se uniera a la insurrección popular. Se había contactado a militares de baja gradación para atraerlos a la rebelión. Este desaguisado fue un rotundo fracaso: no se pudo hacer ingresar ni una caja en una frontera donde el contrabando de gandolas de gasolina y alimentos es inmenso.
Cuando se creía que el intento frustrado de asesinar a Maduro con un dron cargado de explosivos, el pasado 4 de agosto de 2018 en la Avenida Bolívar, era la última intentona subversiva, amanecimos el 30 de abril de 2019 con un conato de golpe de Estado protagonizado por Guaidó, que traía la novedad de haber liberado al líder de Voluntad Popular Leopoldo López. El joven «presidente» aseguraba haber tomado, o estar dentro, de la base aérea La Carlota, ubicada en el corazón de Caracas. Rodeado de un pequeño grupo de civiles y militares de baja gradación, Guaidó habló de una insurrección militar, de un alzamiento. Pocas horas después, y sin un solo tiro, la sedición fue aplacada. Varios de los militares se entregaron aduciendo que los habían engañado y otros huyeron a embajadas extranjeras esa misma tarde. Nadie se responsabilizó del bochornoso coup d’état, que terminó ampliamente ridiculizado en redes sociales. En 2018 ya habíamos presenciado la masacre del grupo armado encabezado por Óscar Pérez, ex-comando policial famoso por disparar contra el Tribunal Supremo de Justicia y robar armas de alto calibre en el Fuerte de Paramacay. La subestimación del poder militar y policial del gobierno bolivariano es realmente asombrosa.
En intervenciones militares previas de Estados Unidos en América Latina, incluyendo Bahía de Cochinos, los oficiales de Washington también negaron categóricamente, en un inicio, su participación. Asimismo, en el caso de la operación ilegal para financiar la guerra terrorista de los «contras» en Nicaragua en los años 80, Washington negó su involucramiento hasta que el contratista de la CIA Eugene Hasenfus fue abatido cuando transportaba armas en un avión. El guion siempre será aferrarse a una rígida desmentida, aunque parece imposible pensar que Estados Unidos, más allá de su participación, no supiera del contrato que «legalizaba» la invasión y que se había firmado en Miami (había literalmente un contrato comercial). Hay que recordar que Washington acusó a Maduro de narcoterrorismo y le puso precio a su captura: 15 millones de dólares.
El contrato fue un secreto bien guardado hasta que el mayor general retirado Clíver Alcalá Cordones habló frontalmente de su existencia a finales de marzo de 2020. Esto ocurrió luego de que este militar cercano a Chávez, y uno de los desertores de más alto rango, fuera sorprendido por la policía colombiana con una gran cantidad de armas, y después de que la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) ofreciera 10 millones de dólares por su captura, ya que lo vincula con carteles de droga en Venezuela. Su reacción fue subir un video a las redes sociales donde admitía haber estado armando y entrenando a un comando rebelde de venezolanos en Colombia para tumbar al régimen. En su relato, Alcalá Cordones habló de un contrato firmado por Guaidó y un estadounidense dueño de una empresa de seguridad que había estado entrenando a tropas venezolanas rebeldes en Colombia. Días después, Cabello cuenta que saben de todas esas operaciones subversivas y que conocen al contratista estadounidense, que es nada más y nada menos que Jordan Goudreau.
Goudreau había sido contratado en febrero de 2019 para dar seguridad al concierto de Cúcuta financiado por el millonario británico Richard Branson. La empresa Silvercorp participó como proveedora de seguridad en mítines políticos de Trump. Tan íntima relación le permitió ser recomendado por la Casa Blanca para ofrecer seguridad en el concierto y asesorar a Guaidó en su lucha para derrocar a Maduro. Goudreau es bastante amigo de las redes sociales y saltó al estrellato mediático por la estrafalaria sugerencia de «poner a policías antiterroristas en las escuelas disfrazados de maestros». El mediático contratista también tuvo la delicadeza de amenazar de muerte a la periodista venezolana Érika Ortega, afirmando que a los mercenarios se les paga para matar, aunque ellos podrían hacerlo gratis en un tuit que provocó el cierre de su cuenta.
En una operación en Jamaica a finales de 2019, este veterano de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos ya había incorporado a otros dos ex-boinas verdes y ex-compañeros de equipo, Airan Berry y Luke Denman, los dos estadounidenses actualmente presos por la incursión militar fallida. En esa ocasión, Goudreau los convenció de lo fácil y lucrativa que sería la operación contra Maduro. Es sabido que el contrato firmado al parecer por el propio Guaidó se estaba mostrando a personas en el campamento en Jamaica dirigido por Goudreau como una tentadora oferta laboral. Cuando se le preguntó a Goudreau cuál era su plan, dijo que se proponían lanzar una incursión armada en Venezuela para capturar y/o eliminar a objetivos de alto valor. Es conocido que un veterano combatiente que estaba en proceso de ser reclutado se mostró muy escéptico con la oferta de Goudreau, ya que Silvercorp no tenía ni una sola ametralladora en ese momento, lo cual es normal porque esa empresa (constituida en 2018) provee seguridad en eventos públicos, no realiza operaciones militares. Es bastante verosímil el rumor de que la CIA se había enterado de la operación que Goudreau planeaba en Jamaica y advirtió en numerosas ocasiones a Silvercorp que no lo llevara a cabo porque era un suicidio.
En un documento publicado recientemente por el diario The Washington Post, sale a la luz que miembros de la oposición de Venezuela negociaron en octubre un acuerdo con una compañía de seguridad de Florida para derrocar a Maduro. En ese documento aparece la firma de Guaidó, comprometiéndose con Goudreau a acometer una operación militar que capture o elimine a Maduro y a varios de los miembros de su gabinete. Ese era el contrato al que Alcalá Cordones había hecho alusión antes de entregarse a la DEA y que Guaidó había negado. El general desertor afirmó en una entrevista antes de entregarse que el contrato había sido incumplido pese a que las operaciones estaban bastante adelantadas.
Cuando Goudreau llegó el 7 de septiembre a la oficina de Juan José Rendón, alto comisionado presidencial de Guaidó radicado en Miami, el comité de estrategia ya se había reunido con un puñado de empresas de gestión paramilitar que ofrecían los servicios de eliminación o captura de Maduro y su entorno. Algunas querían hasta 5.000 millones de dólares por el trabajo. Goudreau, por el contrario, ofreció un plan con un par de pequeños anticipos y un pago total mucho más económico –212,9 millones de dólares–, considerando que iban a invadir un país de 30 millones de habitantes, con una Fuerza Armada de alrededor de 150.000 combatientes y 916.000 kilómetros cuadrados. El contrato contemplaba el cobro de 75% del contrato después del derrocamiento de Maduro y de la toma de control pleno del país. El dinero restante de la operación crediticia que dejaba el pago central en cómodas cuotas provendría de futuras exportaciones de petróleo bajo un gobierno de Guaidó.
El curioso contrato tiene ocho páginas principales y 42 más de anexos, según varias fuentes relacionadas con el caso, aunque en una entrevista con Patricia Poleo Goudreau asevera que el documento posee más de 70 páginas. El contrato para una invasión a la carta tuvo un testigo formal: el abogado Manuel J. Retureta, un reconocido penalista especializado en la defensa de afamados narcotraficantes latinoamericanos. El litigante que firmó como testigo no ha dicho aún una sola palabra a ningún medio de comunicación.
Rendón admitió abiertamente haber firmado el contrato, pero dijo que Guaidó nunca lo hizo. Rendón confesó que el documento, rubricado en octubre de 2019, «era una exploración para ver la posibilidad de captura y entrega a la justicia de miembros del régimen que tienen orden de captura emitida por tribunales de Estados Unidos». Pero esas esas órdenes de captura fueron emitidas cinco meses después de la firma del contrato, es decir, en marzo de 2020.
El contrato promete un adelanto primario a Silvercorp de 1,5 millones de dólares. Luego el texto contempla un anticipo de 50 millones para servicios como planificación estratégica, adquisición de equipos y «asesoría para la ejecución de proyectos». Resulta llamativo que el contrato afirma que Silvercorp no combate sino que solo asesora. La idea primigenia era que la incursión, sumada a acciones de propaganda armada, desmoralizarían a la Policía y a la Fuerza Armada. Como un castillo de naipes, el gobierno caería rápidamente y ellos podrían secuestrar a personeros solicitados por la DEA y exigir sus respectivas recompensas. Al ver eso, el pueblo saldría a las calles y expulsaría al dictador. Guaidó sería por fin presidente de verdad y el cuento se acabaría.
Como era de esperar, las cosas no salieron bien. El domingo 3 de mayo, horas después de la primera incursión, la periodista Patricia Poleo publicó el acuerdo. Además, en el informe, difundido en la cuenta @FactoresdePoder en Twitter, Goudreau explica que Guaidó mentía al decir que la operación en Macuto era «una farsa del régimen» y que su empresa había diseñado las operaciones. Goudreau habló de la firma de Guaidó y mostró un video donde se puede escuchar el momento en que todos presentes firman el contrato (en Miami) y el «presidente encargado» dice que enviará su firma escaneada, por email, desde Caracas.
Como comentó Goudreau, el costo de de esta misión sería de 212,9 millones de dólares. Esa parte del plan duraría 495 días, porque ellos continuarían como «fuerza de seguridad del gobierno» mientras estabilizaban la situación. Ahí se acuerda pagar mensualmente al contratista, después de la culminación del proyecto, entre un mínimo de 10.860.000 y un máximo de 16.456.000 dólares. De ser exitoso el plan, la empresa recibiría un bono de 10 millones por buen desempeño. En el contrato destacan algunas cláusulas muy llamativas:
– el Comité Estratégico tendrá autoridad para aprobar cualquier ataque y activar el fuego contra objetivos militares y no militares, «infraestructura y objetivos económicos venezolanos», «vías y medios de comunicación»;
– en el anexo B, numeral catorce, punto a, se establece que se podrán usar minas antipersonales en todo el territorio según disposición de la empresa;
– en el anexo L, se establece que Silvercorp no será responsable ante la ley de ningún acto de violencia o destrucción durante la ejecución del contrato. Si demandan a Silvercorp en Estados Unidos, el gobierno de Guaidó deberá pagar todos los gastos de defensa y asumirá la responsabilidad financiera;
– en el anexo N se señala que la cadena de mando de la operación está compuesta de la siguiente manera: comandante en jefe, Juan Guaidó; supervisor del proyecto, Sergio Vergara; jefe de estrategia, Juan José Rendón; comandante en el sitio, por determinar (aunque en el desembarco efectivo fue el capitán Antonio Sequea quien estuvo a cargo; como ex-oficial de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), Sequea aparece en videos y fotos protagonizando junto con Guaidó el intento de golpe del 30 de abril);
– en el anexo B, numeral 1, punto c, se explicita: «El personal del Proveedor de Servicios solo tiene capacidad de asesoramiento. No son combatientes»;
– en el anexo D, numeral 4, se ratifica lo anterior de manera taxativa: «El personal del Proveedor de Servicios son solo asesores, no son combatientes. Sin embargo, se les permite defenderse».
Es evidente que el contrato viola todo estamento legal conocido, empezando por la carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Venezuela es signataria de la Convención Internacional de la ONU contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios. La resolución 57/196 de la Asamblea General de la ONU establece que se condena «a todos los Estados que permiten o toleran el reclutamiento (…) de mercenarios con el objetivo de derrocar a los gobiernos de Estados miembros de las Naciones Unidas».
La aparición que Goudreau hizo en televisión fue para dar un rostro a la incursión. Para combatir el rumor opositor que hablaba de una operación de bandera falsa. La intención de el ex-militar estadounidense era denunciar a Guaidó y a sus acólitos por incumplir el contrato. Según Goudreau, él nunca recibió el dinero estipulado en el contrato, ni siquiera los 1,5 millones de anticipo. Por eso se sintió estafado y delató a todos los firmantes y dijo que nunca en su vida vio un nivel de traición y de indiferencia como ante esta situación. Cuando la periodista le preguntó lo evidente: ¿por qué habían llevado adelante la operación aun sin cobrar?, su respuesta fue inverosímil: «Lo hicimos porque estamos comprometidos con la libertad de Venezuela».
Los hechos fueron los siguientes: entre el 3 y el 4 de mayo entraron por la bahía de Macuto y de Chuao un par de peñeros con alrededor de 22 personas. Ahí estaban ex-militares armados, había uniformes, equipos y todos portaban sus documentos de identidad. Entraron por el litoral central a plena luz del día, a pocos kilómetros del mayor puerto del país y de una base naval, en un área densamente poblada. Ingresaron en medio de una rígida cuarentena llena de militares y policías desplegados en las calles, con escasez total de gasolina, con vías desérticas y con las carreteras llenas de puestos de control. No parece haber un momento más absurdo que este para una incursión.
Como era de esperarse, antes de llegar a su punto de desembarco, fueron fácilmente divisados por las fuerzas de seguridad venezolanas. Según el gobierno, la lancha se acercó a la costa y sus integrantes abrieron fuego. La versión oficial habla de un combate que duró unos 45 minutos. La embarcación zozobró, con el resultado de ocho fallecidos y solo un par de apresados. Un día después, el 4 de mayo, otros 13 atacantes fueron capturados en Chuao (estado de Aragua) en una rendición sin enfrentamientos. Entre los detenidos destacan los estadounidenses Luke Denman y Airan Berry, empleados de Silvercorp. A la fecha, hay alrededor de 40 apresados y varias órdenes de captura adicionales. Poco a poco, las fuerzas de seguridad han ido arrestando a presuntos guerrilleros asociados a la incursión, que salieron a buscar comida o estaban dando vueltas por la zona.
Horas después, la televisión estatal venezolana, VTV, emitió un video en el que uno de los dos estadounidenses detenidos «confiesa» que el plan era capturar a Maduro y llevarlo a Estados Unidos. Al ser interrogado sobre quién le daba las órdenes a Goudreau, Denman responde: Donald Trump. De manera increíble, declara: «se me contrató para llegar a Caracas, asegurar un aeropuerto y seguir el plan, mi misión era tomar un aeropuerto hasta que pudieran hacer un traslado seguro de Maduro hasta un avión que lo llevara hacia Estados Unidos». Posteriormente, Maduro destacó el arresto de Adolfo Baduel, hijo del ex-ministro de Defensa de Chávez Raúl Baduel, quien actualmente también está en la cárcel. Pocos días más tarde, el Ministerio Público solicitó órdenes de aprehensión contra Rendón, Sergio Vergara y Goudreau por su implicación en el diseño, financiamiento y ejecución de los planes de golpe de Estado. Extrañamente, el fiscal general no mencionó a Guaidó. Esto último hizo enfurecer a la base chavista que pide su encarcelamiento.
La comunidad internacional ha guardado un atronador silencio ante las operaciones paramilitares en Macuto. Los partidos y gobiernos europeos que han apoyado de manera frontal al «gobierno interino» no se han pronunciado. Quienes se consideran demócratas y han empleado grandes recursos del erario público para financiar a los protagonistas de estos hechos no los han condenado. Pareciera que hay muy poca claridad en cuanto a la verdadera situación en Venezuela y muy poco compromiso con el respeto al derecho internacional. En ese escenario de silencio sombrío, la carta de tres senadores demócratas estadounidenses es importante porque es de los pocos pronunciamientos que han llamado de atención a la oposición extremista y a la política belicista de la Casa Blanca. Estos senadores recuerdan que en la ley VERDAD (Venezuela Emergency Relief, Democracy Assistance and Development Act), promulgada por Trump en diciembre pasado, Washington dice que busca «avanzar en una solución negociada y pacífica a la crisis política, económica y humanitaria de Venezuela (…) Los ataques armados, incluso si son realizados por actores independientes, van en contra de esa política (…) incursiones de ese tipo perjudican las perspectivas de una transición pacífica y democrática en Venezuela al insinuar que una intervención armada es una opción viable para resolver la crisis».
Por todo lo anterior, es esencial el papel de agentes de paz internacionales, de negociadores experimentados y de la comunidad internacional en general. Sería extremadamente importante que actuaran para evitar el continuo escalamiento de un conflicto que podría culminar en un escenario catastrófico de guerra civil. El reinicio de las conversaciones en Oslo es fundamental para esta labor. Aunque, eso sí, es imprescindible que la oposición democrática se desmarque del liderazgo belicista que ha manifestado su aversión a los diálogos y que los ha saboteado continuamente. En ese sentido, ha sido funcional a la estrategia del gobierno de usar de manera oportunista estas instancias. La oposición sensata debería pensar en la posibilidad de construir un frente amplio que aglutine a las fuerzas democráticas y constitucionales. Un frente que condene acciones paramilitares y terroristas, y se concentre en la lucha pacífica por la reconstrucción de una República ahogada en una mar de problemas que no paran de crecer.
De no avanzarse en un proceso de negociación que conlleve micro acuerdos humanitarios que conduzcan a un acuerdo político-humanitario a gran escala, el gobierno podría resistir, apelando a distribuciones de alimentos, si bien disminuidas respecto del pasado, manteniendo algunos subsidios e incrementando la fuerza represiva del Estado. El problema es que sin una mejora de la situación económica en el mediano plazo, la economía podría deteriorarse mucho más y una pobreza extendida estructuraría la vida social en los siguientes años.
* Economista y director del Centro de Investigación y Formación Obrera (CIFO), Caracas.