Una entrevista realizada por Massimiliano Lenzi para el periódico italiano Il Tempo (17 de abril de 2020, p. 6).
Italia es ahora un país gobernado por virólogos. La política ha delegado toda responsabilidad a la ciencia, a causa del coronavirus. ¿Te parece normal?
La ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, en la que los hombres creen creer y, como en todas las religiones, el confín que la separa de la superstición es muy delgado. Si dije «creen creer» es porque lo que la gente común recibe de la ciencia es aún más vago y aproximativo que lo que los niños reciben del catecismo. Cualquiera que tenga alguna noción de epistemología no puede, por ejemplo, dejar de sorprenderse por la forma en que se dan las cifras de los decesos, no sólo sin relacionarlas con la mortalidad anual en el mismo período, sino incluso sin especificar las causas efectivas de la muerte. En cualquier caso, confiar las decisiones que en última instancia son políticas a médicos y científicos es extremadamente peligroso. Los científicos persiguen sus propios fines, justos o equivocados, y no están dispuestos a detenerse por consideraciones de orden ético, jurídico o político. ¿Debo recordar que científicos considerados absolutamente serios en ese momento se aprovecharon de los lager nazis para poder llevar a cabo experimentos letales que de otra manera no podrían llevarse a cabo en seres humanos y que consideraron que tenían que hacerlos en interés de la ciencia? ¿De qué otra manera se puede explicar que un virólogo que tiene una grave responsabilidad en la situación que se ha creado en Italia pueda proponer que todos los individuos sanos positivos a la COVID-19 sean sacados de sus casas y encerrados en algo que sólo se puede definir como celdas de aislamiento? ¿Es posible que no se den cuenta de que están violando de esta manera no sólo todos los principios de nuestra Constitución y nuestro sistema legal, sino también la simple humanidad? ¿Y cómo es posible que no haya ningún jurista ni juez que haya levantado la voz para recordárselo?
¿Cómo ha podido ocurrir lo que estamos viviendo, la suspensión de las libertades y el vivir con miedo? ¿Sólo por el terror de morir?
En realidad, estamos acostumbrados a vivir en un estado de emergencia perpetuo desde hace décadas. Como sabes, los decretos de emergencia, que el gobierno ha utilizado, son el sistema normal de legislación en nuestro país, a través del cual el poder ejecutivo ha reemplazado al poder legislativo, aboliendo de hecho aquella división de poderes que define la democracia. En este caso, el terror que difunden irresponsablemente los medios de comunicación ha sido uno de los factores determinantes. Otro es la transformación de la representación de nuestro cuerpo como resultado de la creciente medicalización. La ciencia nos ha acostumbrado desde hace tiempo a dividir la unidad de nuestra experiencia vital, que es siempre tanto corporal como espiritual, en una entidad puramente biológica por un lado y una vida afectiva, cultural y social por el otro. Ésta es una abstracción, pero una abstracción que la ciencia moderna ha realizado a través de los dispositivos de resucitación, que, como es sabido, pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa durante mucho tiempo. Lo que sucede hoy es que esta condición, que sólo tiene sentido si permanece dentro de sus propios límites espaciales y temporales, ha salido de la cámara de resucitación para imponerse como una especie de principio de organización social. En términos más generales, creo que lo que nos permite palpar la situación que estamos viviendo es que nuestra sociedad estaba enferma, no en un sentido médico, sino humana y políticamente, y que de alguna manera, sin darse cuenta, lo sabía. Sólo esto puede explicar por qué millones de hombres aceptaron sentirse apestados. Evidentemente, en otro sentido, realmente lo eran.
El filósofo francés Michel Foucault advirtió en sus escritos sobre el poder de la ciencia. ¿Ya no creemos en Dios y creemos en los virólogos?
La Iglesia, transformándose en una sierva de la ciencia, ha traicionado sus principios esenciales. Ha olvidado que Francisco abrazaba a los leprosos, que visitar a los enfermos es una de las obras de la misericordia, que dejar morir a los hombres sin funerales es inhumano, que los sacramentos sólo pueden darse en presencia.
¿El hecho de que no haya un fin para esta emergencia, al menos un fin indicado por la política que ha suspendido nuestras libertades por decreto, no pone en riesgo la democracia?
La democracia no está en riesgo. Desde hace tiempo se ha convertido en algo que los politólogos estadounidenses llaman el Security State, en el que cualquier existencia política se hace de hecho imposible y, a través de la omnipresente frase «por razones de seguridad», nos hemos acostumbrado gradualmente a renunciar a nuestras libertades. Una situación como ésta que estamos viviendo ahora sólo empuja al extremo los dispositivos de control que ya estaban presentes y que harán que nos parezcan inocentes los dispositivos de los Estados totalitarios, que, después de todo, como ocurrió con China, se señalan como modelo. La gente tiene que darse cuenta de que las medidas de control tal y como existen hoy en día no existían bajo el fascismo. Y es evidente que no se trata de una emergencia temporal, ya que las mismas autoridades que ahora nos impiden salir de casa, no se cansan de recordarnos que, incluso cuando la emergencia haya sido superada, habrá que seguir observando las mismas directrices y que el «distanciamiento social», como se ha llamado con un eufemismo significativo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Lo que se está preparando no es una sociedad, sino una masa disgregada cuyos miembros tendrán que mantenerse a distancia para evitar el contagio, pero de hecho para hacer imposible no sólo la amistad, el amor y las otras relaciones humanas, sino sobre todo lo que antes se llamaba la vida política. Pero no está claro con qué dispositivos jurídicos se pueden imponer estas medidas de manera estable. ¿Con un estado de excepción permanente?