En las fogatas intercambiamos la palabra, cuando se intercambia la palabra se siente uno más seguro, pensamos que no estamos solos y que todos nos cuidamos, por eso, tanto las fogatas, como la asamblea de los barrios, son una parte esencial de nuestra comunidad.
Jose A. Miranda
joseamirandapoesia.wordpress.com
En las fogatas intercambiamos la palabra, cuando se intercambia la palabra se siente uno más seguro, pensamos que no estamos solos y que todos nos cuidamos, por eso, tanto las fogatas, como la asamblea de los barrios, son una parte esencial de nuestra comunidad.
La fuerza del fuego. La lucha por la autonomía de Cherán K’eri. Editorial Milvus (2019). Pág. 55. (Extraído de Zamora, N. Cherán, seis años de reconstrucción a través de sus usos y costumbres, 2017. subversiones.org)
Durante años se viene aplicando la misma fórmula, inversamente proporcional, según la cual, cuanto más adentro y en mayor cantidad penetra el sistema en nuestra vida cotidiana, más nos alejamos los unos de los otros, mayor empobrecimiento de las relaciones sociales. Ya antes de la crisis no justificada por la “pandemia” Covid 19 parecíamos estar llegando a la culminación distópica de esta afirmación. Ahora y después, qué duda cabe, habremos de hablar de un antes y un después de este doloroso y a la vez absurdo proceso.
Tras abolir el derecho de reunión —uno de los supuestamente más importantes de toda constitución que se precie— de un plumazo, gracias al conocido Estado de Alarma, todo hacía pensar que su temporalidad quedaba fuera de toda duda. Sin embargo, a medida que ha ido avanzando el tiempo, hemos podido comprobar que algunas de estas medidas han sido ideadas para permanecer en nuestra vida diaria. Algunos vemos, por ejemplo, con estupor cómo en la famosa desescalada del gobierno se permite salir a pasear pero sigue estando prohibido visitar a familiares y amigos y en las fases subsiguientes se permitirán estas visitas pero con un número inferior a 10 y tomando las medidas consabidas.
De esta manera, el sistema parlamentario del Estado, echando mano de su propia legalidad totalitaria, ha puesto cerco —o una soga al cuello— a todo atisbo o posibilidad remota de democracia directa que esta desestructurada sociedad pudiera llegar a construir.
En este punto es importante explicar que este discurso no se sostendría, quizás, si no se tuvieran en cuenta un buen número de teorías biológicas que, prácticamente desde el comienzo de los estudios microbianos, con Antoine Béchamp (1816-1908) a la cabeza, vienen sosteniendo, desde la misma excelencia investigadora y mucha más credibilidad moral que la ciencia capitalista oficial, que los llamados virus (y por supuesto las bacterias) no tienen una función agresiva que ataca la inmunidad del organismo, sino probablemente todo lo contrario. Lynn Margulis, James A. Shapiro o Máximo Sandín en España son algunos de los exponentes de estas investigaciones. Tener en cuenta estas teorías y poder contrastarlas sin prejuicios con las oficiales podría ser un buen punto de partida para una ciencia que se pueda tener por tal. En su lugar, y como es de suponer, el statu quo de la farmaindustria prefiere ignorarlas o directamente perseguirlas. De esto no diré mucho más porque no soy el más indicado para ello, el que quiera conocer que investigue. Y para el que piense que estoy delirando, puede que sea el momento de dejar de leer.
Pero aun sin valorar esta premisa, sólo un vistazo rápido a las decenas de medidas contradictorias o irrisorias que se han ido imponiendo durante los días de confinamiento y en la posterior desescalada deberían servir para comprender que algo no marcha como se nos pretende hacer creer. Decenas de epidemiólogos, virólogos, biólogos, miles de médicos y sanitarios en todo el mundo así lo atestiguan y lo denuncian. Sus voces no sólo no son escuchadas por las autoridades de los diferentes estados, sino que son silenciadas por los medios de comunicación de masas y acallados, a través de la censura más descarada, con la colaboración inestimable de las empresas de Silicon Valley.
Aclarado esto, no debe cabernos la menor duda de que el llamado “distanciamiento social” significa la consumación más aberrante de aquello que los situacionistas llamaron, en la década de los 60 del pasado siglo, separación.
«Con la separación generalizada del trabajador y de su producto se pierde todo punto de vista unitario sobre la actividad realizada, toda comunicación personal directa entre los productores. A medida que aumentan la acumulación de productos separados y la concentración del proceso productivo, la unidad y la comunicación llegan a ser el atributo exclusivo de la dirección del sistema. El éxito del sistema económico de la separación es la proletarización del mundo.»
Guy Debord. La sociedad del espectáculo (1967). Tesis #26. Véanse también las tesis números 25 y 33. https://sindominio.net/ash/espect1.html
Una vez separado del producto al que él mismo contribuye a crear y del mundo en el que se ve obligado a vivir, la comunicación del individuo con sus iguales se ha venido haciendo cada vez más precaria y más estigmatizada por el medio, ya sea urbano o digital, en la que esta comunicación se ve constreñida a desenvolverse. Así, hemos visto cómo en las últimas dos o tres décadas el número de contactos reales que las personas tienen con sus allegados, familiares o amigos, se ha venido reduciendo a la par que crece el contacto ilusorio y nada humano de las redes sociales y las relaciones comerciales.
«El capitalismo, en la fase tardía de la globalización, ha suprimido todo vínculo comunitario, cultura autónoma, sociabilidad, práctica colectiva, identidad de grupo, etc., despojando a los individuos de cualquier relación directa y profunda con sus semejantes y con su entorno, enfrentando a los unos con los otros.»
Miquel Amorós. “La fase crepuscular”, Geografías de combate, Editorial Milvus 2018.
Tres años después podemos decir que el sistema estatal-capitalista —apretando la suela del zapato contra el enlosado con cortos movimientos a izquierda y derecha— se ha asegurado de que no vaya a existir un despertar imprevisto (o previsto) de ningún tipo de relaciones humanas que ponga en peligro la prevalencia totalitaria y despótica de las relaciones económicas y las paternalistas ayudas e injerencias estatales.
El poder se fortalece en todos los frentes como si algo temiera —flaqueza que constituye el único aspecto positivo que desde mi punto de vista puede entrañar esta situación— y no duda en endurecer, en plena “pandemia vírica”, la represión legislativa, militar-policial y propagandística. La salud se deja, como vemos, en un segundo plano, a pesar de que se trata de una crisis eminentemente —o supuestamente— sanitaria. En cuanto a las medidas de índole legislativo, a los dirigentes de todo el mundo no parece haberles temblado la mano a la hora de eliminar todas las libertades concedidas por el Estado de Derecho y que el propio Estado de Derecho autoriza, en un momento dado, a saltarse a la torera. Como ya hemos dicho en otro sitio, tienen todas las herramientas y no han dudado en utilizarlas. La situación se agrava, como muchos nos temíamos, conforme la epidemia va remitiendo y las voces dirigentes que advierten desde sus púlpitos televisivos de que las cosas no van a volver a ser como eran se multiplican e intensifican. En efecto, así comenzamos a comprobarlo en esta paulatina vuelta a la “nueva normalidad”, término acuñado por el gobierno español que, como un amigo decía acertadamente, no hace referencia más que a la “vieja tiranía”.
A ninguno de los miembros de la izquierda ahora en el poder se le ocurre plantearse o plantear la posibilidad de la derogación de la famosa “Ley mordaza”, por supuesto, eso sería una imprudencia temeraria de consecuencias electorales inimaginables. Ésta, como algunas de las normas de “convivencia” que se han ido implementando durante estos dos meses, han venido para quedarse. En Estados Unidos, Anthony Fauci, principal experto en enfermedades infecciosas de la nación, nos recordaba el 13 de abril en una rueda de prensa en la Casa Blanca, tal como se recoge en un medio digital, que «a corto plazo, al menos hasta que esté disponible una vacuna o un medicamento efectivo, cualquier negocio o evento que involucre reuniones de un gran número de personas en espacios cerrados será el más afectado, desde escuelas y universidades hasta iglesias, estadios de fútbol, centros comerciales, restaurantes, parques de atracciones, aerolíneas y cruceros.» [El subrayado es del medio] Evidentemente no se mencionan asambleas, concentraciones, manifestaciones o cualquier otro tipo de reunión política o social, pero es obvio que ronda sus cabezas.
El Estado español, como sin duda los demás Estados, no se corta un pelo para, aprovechando la coyuntura, llevar a cabo medidas represivas de cara a mantener en buen orden la sociedad durante este estado excepcional, pero sin duda también en futuras crisis sociales de todos los tipos imaginables. En ese sentido, no parece nada fuera de lugar la noticia del 12 de abril, aparecida en algunos medios digitales, de que el Ministerio del Interior dotará a la Policías Nacional y la Guardia Civil de 1.200 pistolas eléctricas. Eso sí, siempre dejando claro que el uso de este material «se ajusta a la legalidad nacional e internacional», creada por los mismos Estados que las utilizan, como un guante de boxeo.
Por supuesto, para una práctica totalitaria de tal magnitud, ha sido necesario, además de las oportunas reglas punitivas, llevar hasta su máximo apogeo ese otro concepto que también y tan bien denunciaron y describieron los situacionistas: el espectáculo. Tengamos en cuenta que aquella sociedad del espectáculo de la que hablaba Debord estaba en regional preferente comparada con los desmesurados medios tecnológicos de los que ahora dispone la actual. Y aunque no debiera pillarnos por sorpresa, no deja de ser significativo, o simbólico, el nada desdeñable “donativo” de 15 millones de euros que el Gobierno español tuvo a bien conceder a las principales televisiones privadas sólo un par de semanas después de la redacción en el BOE del primer Estado de Alarma. Una vez más, contemplamos sin la menor estupefacción cómo los poderes estatal, capitalista, industrial, tecnológico, espectacular forman un gran sistema reticular con medios e intereses comunes. Y entre esos intereses no se encuentran, como venimos diciendo, la salud y el bienestar —que sin libertad, por otra parte, no se pueden tener por tales— del ciudadano o elector.
Con el pretexto de un virus para el cual ni siquiera tienen las herramientas necesarias para su detección fiable, ya que los test dan tantos falsos positivos como falsos negativos, lo que no hace de los aciertos más que eso, aciertos en un más que imprudente juego de azar y que, al parecer, los que detectan pueden ser cualquier tipo de coronavirus, es decir, gripes o constipado común, no necesariamente Covid-19; con ese pretexto se nos impone, de manera autoritaria o disuasiva, unas medidas de distanciamiento social que afectan a cada individuo como tal pero también a la sociedad en su conjunto. Las relaciones sociales individuales quedarán gravemente dañadas y disminuidas después de este inesperado golpe de efecto. Si las capacidades volitivas ya estaban seriamente perjudicadas como consecuencia de la sociedad industrial y sus perfeccionamientos espectaculares, desarrollistas y consumistas, las perspectivas de lo que se avecina son ciertamente aterradoras. La servidumbre voluntaria ahora no se produce por dejadez o miedo al enfrentamiento, sino que directamente se exige. En ese punto no parece haber vuelta atrás. Hemos de aprender a convivir con un espécimen humano del que hasta estos momentos sólo conocíamos un germen poco evolucionado y cuyo único parangón sólo podemos localizar en los totalitarismos de la Europa de entreguerras. Hannah Arendt o Günther Anders, entre otros, ya tomaron muestras y nos advirtieron de este peligro.
Es sintomático de todo este descalabro ver cómo, en los popularizados aplausos de las 8, los vecinos totalmente alienados y alineados con la versión oficial sustituían con el calor y las vibraciones producidas por sus propias manos todo el afecto sustraído por las medidas en cuestión. Versión invertida y empobrecida de los dos minutos de odio del 1984 de Orwell cuya utilidad no parece haber pasado desapercibida a quienes lo impulsaron o institucionalizaron.
En un nivel colectivo, las medidas liberticidas atacan un frente ya de por sí bastante debilitado y menguado: la asamblea horizontal como principal órgano decisorio de la democracia directa. Si éstas se encuentran ya evidentemente mermadas, ahora se hacen prácticamente imposibles. Su generalización es esencial, aunque no exclusiva, para que un movimiento insurreccional y autogestionario pueda tener lugar. Por supuesto, para que éstas puedan llegar a producirse es esencial una abundancia comunicativa que sólo la reunión de individuos libres y autónomos puede originar. Reuniones libres sin intermediarios tecnológicos, cara a cara, volviendo a sentirnos los unos a los otros. Nunca se reincidirá lo bastante en esta materia. Es urgente que se retomen los encuentros entre afines cuanto antes. Cuanto más tiempo se pierda más contundente será nuestra derrota.
Hace unos años, a modo de presentación, escribía para el Grupo Acción y Reflexión de Almería —donde ya nos planteábamos, por cierto, el importante papel que en la dominación juega la medicina— el siguiente texto:
«En una sociedad que destruye todo contacto real entre los seres humanos, en una sociedad que elimina desde la más tierna infancia toda capacidad de reflexión crítica y creativa, en una sociedad donde la acción directa es estigmatizada por el miedo a la represión latente y puntualmente explícita de las fuerzas de “seguridad” del Estado…
la REUNIÓN de las personas de forma libre, es decir, intentando purgarnos de todo el adoctrinamiento que educación, publicidad y propaganda nos han ido insuflando durante años; en igualdad, es decir, donde nadie es más que nadie, donde las decisiones del GRUPO se toman horizontalmente, en asamblea, pero donde nadie está obligado a acatar decisiones en las que no se siente implicado o realizado;
para buscar en la ACCIÓN no cambios insustanciales y reversibles en el modelo de sistema de poder que nos gobierna, ni cambiar unos dirigentes por otros, ni un parlamento por otro, ya sea más local o regional, ni una constitución por otra, ni un código penal por otro;
sino para buscar, o al menos saber de su posibilidad, a través de la REFLEXIÓN colectiva, recuperar o crear una sociedad autogobernada, autogestionada por nosotros mismos, los que la sostenemos con nuestro trabajo manual e intelectual, sin intermediarios, sin representantes, sin burocracias sindicales o partidistas, sin amor hacia el poder sino hacia la humanidad, para recuperar los saberes que la especialización extrema de este sistema nos ha ido arrebatando, y crear mediante el trabajo colaborativo otros medios, otras formas de vida no agresivas con el medio ambiente y por tanto tampoco con nosotros mismos, con lo mejor del pasado y hacia lo mejor del futuro, recuperando la esencia de nuestras vidas y creando una red de relaciones interpersonales que facilite la puesta en práctica de las posibilidades cualitativas de la humanidad liberada; la reunión es el primer paso y último, fin y medio, con un sinfín de estrategias y acciones que se nos escapan pero intuimos, para destruir este sistema y crear simultáneamente una sociedad que merezca ese nombre, donde la vida no sea ya más una obligación sino una pasión.»
Pero no podemos engañar a nadie, y mucho menos a nosotros mismos, en estos momentos el panorama es desolador y las perspectivas que se nos presentan, si no hacemos algo que cambie de rumbo, mucho peores. Si no podemos, como en Cherán, alumbrarnos alrededor de una fogata, real o simbólica, si no podemos mirarnos a los ojos y sentir el aliento y el calor de los nuestros, discutir y acordar, comer y beber juntos, tocarnos y abrazarnos cuando lo necesitemos, consensuar decisiones y limar asperezas, si no podemos ni siquiera reunirnos —suena macabro—, ¿cómo podemos soñar con un mundo nuevo o con una sociedad combativa sin tener la tentación de echarnos a llorar? Podemos culpar a los microorganismos, pero lo cierto es que los únicos culpables son los mecanismos de represión del poder estatal, y nuestro propio miedo.