Vivimos ahora bajo la consigna de la disciplina social en la peor de sus acepciones: concentración del poder, obediencia sin posibilidad de réplica, usurpación de los espacios de encuentro, de experiencia y de debate, reducción del individuo a su dimensión biológica cientifista, humillación de toda expectativa de liberación y cambio.
Nuestra única posibilidad es convertir este reinicio del sistema en una ventana de oportunidad. Continuar con la lógica de explotación capitalista ya no es una opción, la obediencia tampoco. Hemos de hacer mutar el meme de la “disciplina social” y darle otra forma, dotarnos de los anticuerpos de la crítica, recuperar los espacios que nos han sido hurtados, recomponer los afectos y empezar entre todas a construir sobre estas ruinas y desde nuestras propias bases ese mundo nuevo con el que no nos dejan soñar.
“Si algo ha de matar a más de 10 millones de personas en las próximas décadas, probablemente será un virus muy infeccioso más que una guerra. No misiles, sino microbios”, anticipaba Bill Gates en una TED Talk impartida en 2015. El cofundador de Microsoft es buen conocedor de las dinámicas víricas, bastante análogas a las de los “virus” electrónicos y, en general, al modelo de comunicación predominante en las sociedades de la información, y siempre se ha mostrado preocupado por este tipo de amenaza, por lo que en el año 2000 fundó la mayor fundación privada del mundo, hoy conocida como Bill & Melinda Gates Foundation. Ésta, junto al Centro Johns Hopkins para la Seguridad en la Salud y el Foro Económico Mundial, organizaron en octubre del año pasado el que se conoce como evento 201, una simulación de la aparición de un nuevo coronavirus incubado por murciélagos y que, al transmitirse a las personas, ocasionaría una pandemia con fuertes efectos económicos y sociales.
Apenas unas semanas después la alarma saltaba en Wuhan, una de las ciudades más superpobladas de China, donde se detectaron los primeros casos de una neumonía causada por una mutación desconocida de virus “con corona”, los mismos que desde principios de siglo han provocado epidemias bien publicitadas como el SARS, la gripe aviar o el ébola, entre otras. Todas ellas causaron un gran revuelo mediático, pero no alcanzaron a convertirse en la temida pandemia largamente anunciada. Ésta ha llegado por fin, y el seguimiento mediático de sus manifestaciones ha sido constante y obsesivo tras detectarse un brote agudo en la región de Lombardía que pillaba desprevenidos a los italianos, y desde allí empezaba a extenderse por toda Europa.
Tras varios días de estupefacción e incredulidad, el pánico se ha desatado y los gobiernos han empezado a dictar fuertes medidas de choque que plantean casi un escenario de guerra. Así, en España cada día se desgrana una nueva medida que apunta a fiscalizar la vida del los ciudadanos: cierre de fronteras, concentración centralizada de todos los poderes, anulación de derechos individuales como los de reunión y tránsito, confinamiento de la población en sus viviendas, movilización de la policía y el ejército para asegurar estas medidas, y una paralización del sistema productivo que amenaza la propia supervivencia del sistema y de la vida tal y como la conocemos.
El virus se ha convertido en la representación suma del miedo en el siglo XXI. Esto tiene que ver con los imaginarios postcapitalistas y la forma en que los producen los medios de comunicación. Siguen las dinámicas de replicación y diseminación del dinero y las mercancías. El capitalismo los crea con la explotación industrial del planeta y del mundo vivo y los teme porque los reconoce como su propio trauma. Hasta ahora habían afectado casi siempre a los países menos desarrollados económicamente, y con un impacto mucho mayor, pero el covid19 se transmite a través de aeropuertos, transacciones comerciales, congresos y grandes eventos masivos. Todavía no sabemos de qué forma puede afectar este virus de última generación a las zonas del sur del planeta, tanto humana y económicamente como en el plano político, pero sí sabemos cómo le ha afectado el neoliberalismo. Previsiblemente el impacto será más fuerte y las medidas que se han tomado en Europa no tendrán aplicación allí. En general, estas medidas contienen algunos supuestos que no son universales ni siquiera en nuestras sociedades europeas: que se tiene casa donde confinarse, y el suficiente colchón económico para permitirse no salir a trabajar durante meses.
A ello se suma un miedo creciente al otro, al que se considera un invasor, un posible portador, un transmisor de fenómenos emergentes que perturban los cada vez más frágiles y precarios equilibrios de nuestras vidas. Y ahí están los medios para recordárnoslo a cada instante, para excitar con cada nuevo detalle morboso los peores instintos del espectador sin permitir que su cerebro se distraiga en sus habituales rutinas y pasiones, para construir a través de refuerzos constantes y variados un escenario apocalíptico, para contar los muertos en tiempo real en horarios de máxima audiencia. La humanidad, como decía Walter Benjamin, se ha convertido en su propio espectáculo y vive su autodestrucción como un goce estético de primer orden.
“Si el ser humano no hablara no habría insectos”, reza el primer versículo del glorioso Libro de los mandarines, según Espinosa. Burroughs iba más allá cuando afirmaba que el propio lenguaje es un virus. Este virus del lenguaje habría reescrito en algún momento de nuestra historia el código genético de su hospedador humano con el objetivo de alcanzar la simbiosis y reproducirse indefinidamente a su costa. El lenguaje y todo el cuerpo de cultura a que ha dado lugar no sería sino la secuela de una enfermedad terrible que asoló a la humanidad llegando a producir un profundo cambio en el destino biológico de la especie. Así como el mercado invade la política infectándola para seguir propagándose en la sociedad, el lenguaje actúa como un virus altamente pregnante y contagioso que invade las conciencias y se replica entre ellas orientándolas en función de los intereses de un agente extraño. El control está inscrito en este código. La necesidad de atrapar y reconstruir la realidad a través del concepto es un proceso mecánico instalado en las neuronas. No existen percepciones inmediatas, sino noticias transmitidas por un mediador que marca la pauta.
Lo que subyace a esta ficción científica y la justifica es que el propio virus se estructura como una escritura, y no es en el fondo más que una unidad de información. La misión de la partícula vírica que logra alcanzar la célula sin ser reconocida es modificar su código genético en un sentido que facilite su propia replicación. Pero este fraude de escritura, este desvío clandestino del espacio ocupado producirá en el organismo que lo soporta el síntoma mediante el que el virus se expresa, y únicamente a partir del cual será diagnosticada su existencia. El síntoma es la emergencia en un plano de realidad de algo que acontece en otro plano de realidad, la noticia de lo trascendente o la novedad comunicable. Lo nuevo no tiene forma propia. Emerge como amenaza y como posibilidad límite de redención para la mónada invadida, cuya forma toma prestada para producir otra escritura del ser. El virus es el límite del ser y la posibilidad de transgredirlo.
La extensión pandémica del COVID-19 ha propiciado la tormenta perfecta, con efectos psicológicos, económicos, sociológicos y en suma culturales capaces de resetear a gran velocidad el sistema, esto es nuestra percepción del mundo y nuestra forma de habitarlo. Pero esta nueva generación de virus no serán los mensajeros de la buena nueva decrecentista ni los encargados de acabar con todo aquello que no hemos sabido abolir por nuestros propios medios. Más bien han venido para cumplir otra misión. Los dirigentes de la economía y su ejército de expertos, políticos, periodistas y fuerzas armadas tratarán de orientar este reinicio del sistema en función de intereses bien planificados. Hace tiempo que se anuncia un nuevo crack económico para el que había que buscar una justificación y una oportunidad de reajuste. Éste se resolverá de la misma forma en que lo ha hecho durante otras crisis: expropiando nuestros recursos comunes y nuestros derechos básicos, utilizando el dinero público para aliviar el sistema financiero, cargando el sufrimiento y la austeridad sobre los más vulnerables con la excusa de lo contrario. Es necesario que todo cambie para que todo siga igual. El sistema no va a caer delante de nuestros ojos, sino sobre nuestras espaldas. Es infantil pensar que un simple virus va a hacernos los deberes cuando no hemos sido capaces de generar una alternativa.
Vivimos ahora bajo la consigna de la disciplina social en la peor de sus acepciones: concentración del poder, obediencia sin posibilidad de réplica, usurpación de los espacios de encuentro, de experiencia y de debate, reducción del individuo a su dimensión biológica cientifista, humillación de toda expectativa de liberación y cambio. Y frente a ello, nula capacidad de respuesta. La posibilidad de que los drásticos reajustes necesarios para mantener en movimiento al zombi capitalista provoquen una rebelión en las plazas similar al 15M ha sido neutralizada de antemano, como está ocurriendo ahora en Chile o en Francia. En lugar de ello, el sujeto sometido a cuarentena saldrá de ella en estado de shock, incapaz de organizarse en movimientos de masas, educado en la obediencia a las autoridades, con el miedo y la desconfianza inoculados en su cuerpo y con un rechazo irracional a todo el que es o piensa de modo diferente.
Nuestra única posibilidad es convertir este reinicio del sistema en una ventana de oportunidad. Continuar con la lógica de explotación capitalista ya no es una opción, la obediencia tampoco. Si los virus se despliegan como una escritura, y si esa escritura es lo que determina nuestra visión del mundo, es el momento de desviar el discurso. Pero para eso hemos de hacer mutar el meme de la “disciplina social” y darle otra forma, dotarnos de los anticuerpos de la crítica, recuperar los espacios que nos han sido hurtados, recomponer los afectos y empezar entre todas a construir sobre estas ruinas y desde nuestras propias bases ese mundo nuevo con el que no nos dejan soñar.
Luis Navarro