Esa forma de vida es el mundo moderno, como nicho de realización de las expectativas exponenciales de este virus llamado capital-ismo. No en vano decía Marx que el capital nace chorreando sangre por todos los poros, porque es parido en el genocidio del Abya Yala y, desde entonces, para darle vida –que no la tiene– hay que privársela a otros: la humanidad y la naturaleza; por eso concluía lógicamente: “la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre”.
Si muere el capitalismo, ha de ser por una decisión humana; cuando la propia humanidad despierte y adquiera consciencia de que no es ella la que le debe su vida al capital sino al revés. Entonces el mundo se pondrá de pie y será verdaderamente mundo, como una Casa Grande, hogar natural de toda la humanidad; “donde todos quepan”, “donde todos vayamos juntos y nadie se quede atrás” y, donde “los que manden, manden obedeciendo”.
Casi todas las descripciones del más que probable infausto desenlace mundial de la cuarentena global, insisten todavía en certificar una realidad que ya no tiene sentido. Porque es lo que, precisamente, la plan-demia global ha desmoronado definitivamente: un “mundo post-covid” ya no tiene sentido como “mundo”; y menos en los términos que la modernidad se ufanaba de prometer, desde el liberalismo hasta la globalización. Esa idea de “mundo”; que se acuñó en la filosofía con Husserl (lebenswelt) y Heidegger (sein-in-der-welt), ha dejado lugar a un sombrío escenario indeseable que ya no puede ser considerado un “mundo” (al menos ya no, literalmente, para todos).
El fracaso de la modernidad no podía haber sido más fehaciente. Amanece con el genocidio de la Conquista, genocidio que es esencial para dar vida al verdadero virus que porta la expansión europea desde 1492; porque le brinda, parasitariamente, la posibilidad de una “acumulación pre-originaria” (el trabajo impago y jamás reconocido de 100 millones de indios y afros) para financiar toda una forma de vida donde ese virus se pueda realizar en toda su plenitud.
Esa forma de vida es el mundo moderno, como nicho de realización de las expectativas exponenciales de este virus llamado capital-ismo. No en vano decía Marx que el capital nace chorreando sangre por todos los poros, porque es parido en el genocidio del Abya Yala y, desde entonces, para darle vida –que no la tiene– hay que privársela a otros: la humanidad y la naturaleza; por eso concluía lógicamente: “la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre”.
Pregona la modernidad de boca para afuera: “liberté, egalité et fraternité”, y declara que: “todos los hombres son creados iguales”; porque, de boca para adentro, lo que considera humanidad es apenas el recorte racializado que establece como su propia y más acabada antropología: “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros”. Aquella observación de Orwell no es imputable a un sistema de gobierno sino a un sistema-mundo; por eso Benjamín Disraeli sentenciaba ya en su tiempo: “a los derechos humanos preferimos los derechos de los ingleses”.
La hegemonía expansiva que logra, bajo el diseño –no sólo geopolítico sino también antropológico– centro-periferia, le otorgó una legitimidad que se fue diluyendo ya en el siglo XX; fue el siglo de las “exposiciones universales” (que comienzan en París, en 1878) que, promoviendo la religiosidad del progreso infinito, desplazaba su ficción civilizatoria a un futuro donde sea posible todo, hasta la vida eterna. Su liberal creencia hasta piadosa en el progreso y el desarrollo, pedía confiar en la ciencia y la tecnología, como los mediadores mesiánicos de un ascenso evolutivo hacia la perfección absoluta (la misma crédula insistencia neoliberal de la fe en el mercado, como la moneda de salvación milenarista).
Esas creencias, como sus dogmas de fe, constituían la base de legitimidad de la sociedad moderna; por eso podía auto-denominarse “sociedad del progreso”, como el verdadero “mundo libre”; o “sociedad del futuro”, como la auténtica “tierra prometida”. Pero, ahora, todo eso ha fracasado.
“El mundo ya no volverá a ser el mismo”, dicen los que le hacen el coro a la narrativa imperial; aunque lo que debieran subrayar es que: nunca el mundo había sido literalmente clausurado para el ser humano, y de modo indefinido. La “globalización” ya fue la culminación de una expansión irrestricta del capital y del mercado, y un arrinconamiento coercitivo de la humanidad, vendida al mundo entero como la apoteosis de la libertad y la riqueza para todos.
No hay un “mundo post-covid”, porque después de la cuarentena (que no es sino un Estado de sitio no declarado), lo que se puede vislumbrar es un Estado de excepción global, donde quedarían conculcadas, de facto, todas las libertades y derechos, civiles y políticos en todo el mundo. Esto significa acabar, definitivamente, con la idea de “mundo”. Porque si el mundo es un algo común, un orbe válido y accesible para todos; después de la cuarentena, quedará confirmado que el mundo se deshizo ante nosotros y lo único que nos queda, es un orden impuesto, ajeno a todo lo que podía significar un “mundo”.
La misma etimología del concepto de economía, nos sugería la administración de una casa común; porque en la idea de mundo se compendiaba siempre la posibilidad del cómo del existir plenamente humano; ya sea como facticidad o como historicidad, el mundo constituía el horizonte irrebasable de toda experiencia, incluso como trascendencia. La negación de todo ello era el tan promovido “fin de la historia” (la pueril efusividad de Fukuyama no le permitía advertir que esa idea significaba, en realidad, el fin de la humanidad).
En ese sentido, el fin del mundo no es la destrucción de la vida sino el sinsentido globalizado de la existencia. Si con el lawfare se acabó con la presunción de inocencia, con el health-fare se criminaliza la salud, es decir, si todos somos susceptibles de contagio, el estar sano es motivo de sospecha; para universalizar la vacuna que pretenden instalar como la nueva identidad, nadie puede pretender siquiera creerse sano.
En semejante situación, con la infección como el nuevo enemigo invisible, la delación se convierte en la nueva moneda de admisión ciudadana. La lucha contra el terrorismo se legitima por otros medios: el terror se interioriza y todo resto de vida que queda sólo consiste en asegurar una condición aséptica siempre dudosa. La ficción kafkiana nos enseñó que uno podía ser culpable de un crimen inexistente; la narrativa actual nos muestra que el enemigo somos todos, es decir, el pecado original resignificado nos convierte en culpables perpetuos, siendo la desobediencia al aislamiento el nuevo terror que hay que denunciar.
De ese modo, la lucha imperial “del bien contra el mal” alcanza su más plena consagración sacrificial: para que vivas, tenemos que deshacernos de otros. Sólo entonces, la propia humanidad, admitiría como inevitable el fatalismo imperial, legitimando su propia eliminación. En tal caso, ya no hay “mundo” sino un virtual purgatorio y la vida es sólo el reflejo de algo inevitablemente perdido.
Sólo así, el sistema económico, la ciencia y su forma de vida –moderna– se redimen, transfiriendo su fracaso a toda la humanidad como “culpable” y a la naturaleza como “vengativa”. La tesis de la zoonosis como causa del actual virus responde a esa típica “externalización” de responsabilidades que, el neoliberalismo, tiene como dogma de las propias miserias que ha venido provocando; pues, de ese modo, busca siempre transferir obligaciones suyas –nunca admitidas– al resto afectado.
El concepto de “cambio climático” formaba parte de esa estrategia discursiva imperial acorde a esa transferencia de responsabilidades, como el contenido real de la política de “gestión de riesgos” (mi riesgo lo asumen los afectados) que ejecuta sistemáticamente, desde la crisis del 2008, el poder financiero; haciendo aparecer como “natural” una situación que no tiene un origen natural sino de intervención irracional del factor financiero/petrolero en el ecosistema; por ello los poderes fácticos acuñan, para lavarse las manos, el concepto de “resiliencia”, como la adaptación resignada y fatalista de algo que supuestamente no tendría causantes con nombre y apellido.
El actual infierno producido ya no es la lucha de todos contra todos, sino la indolencia e indiferencia del sacrificio global. Y eso ya no constituye “mundo” alguno. Si la vida es sólo posible haciendo imposible vivir “en sociedad”, entonces el “nuevo orden” es, en realidad, un laboratorio aséptico donde todos son condenados a existir en tubos de ensayo, como la única posibilidad de realización confinada de las fantasías individuales.
La cuarentena ya es, como ejercicio militar de disuasión estratégica, el adiestramiento obligado de la “vida virtual”, como única vida posible. Para instalar definitivamente la necesidad de la digitalización de todo y la inminencia de la “inteligencia artificial”, se requería provocar este tipo de ejercicios globales que hagan inevitable la cesión consentida e inevitable de los derechos y las libertades humanas.
Eso ya fue ensayado con el auto-atentado a las torres gemelas, el 2001. Aquella conculcación de los derechos y libertades civiles en USA fue justificada por la apoteósica guerra contra el terrorismo, acuñada religiosamente como “la lucha del bien contra el mal”. Para amplificar aquello al resto del planeta, tenían los poderes fácticos que imaginar una situación resignada de aceptación mundial de un Estado de excepción de alcances globales. La pandemia, como plan-demia, era lo más oportuno para imponer la doctrina neoliberal del “there is no alternative”. No les quedaba otra. El neoliberalismo fracasó, porque se hace ya imposible su continuidad por vías democráticas (aunque sean fraudulentas), porque ya ni en el primer mundo creen en la narrativa neoliberal.
Pero el fracaso del neoliberalismo es también fracaso del capitalismo; pero no por acumulación de crisis, pues el capitalismo siempre ha estado en crisis, es más, necesita de la crisis para seguir su espiral acumulativa, es decir, necesita poner en crisis todo, para legitimar su afán exponencial. Lo que hace ahora que este fracaso sea definitivo son los mismos límites finitos de la vida, que se han venido encargado, desde fines del siglo XX, de hacer ya imposible las expectativas exponenciales, es decir, infinitas, del capital.
De los límites naturales pasamos a los límites humanos; el desangramiento de los pobres del planeta ya no era suficiente para el casino financiero, ahora su gula infinita se dirigía contra los propios ahorros en el centro. Después del asalto al sistema global de pensiones, ya no queda casi nada para la voracidad del casino financiero global. La ultima inyección de “dinero fiat” que la FED está realizando en la economía gringa, sólo hace periclitar aún más el irracional sistema económico mundial. Ya no hay más posibilidades de que el capital siga creciendo. Pero si el capital no crece, muere. Y esta amenaza es lo que se confunde con la muerte de todo, incluso de la vida misma.
Esta su tendencia interna, a crecer indefinidamente, es inobjetable para el sistema económico (y es la base de sustentación del mismo desarrollo), por eso, la imposibilidad del crecimiento económico es la amenaza que obliga a los poderes fácticos a un nuevo sacrificio, esta vez, de características universales. Por eso señalamos que la racionalidad económica moderno-capitalista provoca irracionalidades, y esa es la realidad que yace detrás de la plan-demia.
Para que el capital no muera, el sistema económico mundial –llamado por eso capital-ismo– debe, como siempre ha hecho, sacrificar nuevos chivos expiatorios sobre los cuales transferir su crisis y sus fracasos. Lo novedoso de la situación actual y del neomaltusianismo que promueven los poderes fácticos con nuevos eufemismos, es la arrogante administración etaria que están imponiendo. El robo al sistema global de pensiones es la instauración fatídica de la política de eutanasia amplificada como solución del crónico decrecimiento económico: reducimos ya no sólo la población sino la esperanza de vida, para que el capital siga viviendo. Bajo el mismo tenor que se colige del aborto promovido como bandera de liberación femenina, esta política de reducción de la esperanza de vida, pone en evidencia la cancelación y abolición de todo futuro posible: la humanidad ya no tiene derecho a vivir más de lo que el capital exige.
Este fracaso desmiente las promesas iluministas, del Renacimiento y la Ilustración (la mitología moderna del autodenominado “mundo libre”), a su vez que desencubre la lógica suicida del capital, arrinconando a la humanidad en la falsa disyuntiva maltusiana. El problema no son los pobres o los viejos. Sin vida no hay ser humano y sin trabajo humano no hay riqueza alguna; el capital es posible porque hay trabajo y hay vida, en consecuencia, jamás el capital es lo primero sino la vida, es decir, el capital no puede ser criterio de la vida sino al revés. El fetichismo económico es el que ha puesto al mundo de cabeza y ahora pretende “racionalizar” hasta la esperanza de vida.
La política de eutanasia implícita hace colapsar los cimientos mismos de la “sociedad del progreso”. Porque matando a los viejos no se mata al pasado. Se mata al futuro. Si el mensaje es: vive ahora porque mañana te eliminamos; el mañana deja de existir. El mundo ya no se recorta sólo en su espacialidad, como sucede con la globalización, donde sólo posee carta de tránsito el dólar y sus portadores; sino ahora en su temporalidad: ya no hay lugar para los viejos.
Si todo lo que se espera humanamente como deseable, se lo transfiere al futuro (por eso, por ejemplo, se ahorra); ahora esa última esperanza, de quienes todavía encuentran algún sentido en el sacrificio presente, ha sido hecho trizas. Interpretar a los viejos como una “carga para la economía”, es amputarse los supuestos históricos reales de la economía, pue sin el trabajo precedente no hay riqueza presente. Entonces, deshacerse de los viejos es poner a todo el sistema económico en el campo de la pura ficción. Por eso no es raro que los estrategas tecnocráticos de los organismos internacionales sean, curiosamente, jóvenes (como los nuevos astros del futbol). Mientras más jóvenes, más fáciles de manipular y de usar, pero, además, mas proclives a imaginar un mundo sin pasado y sin historia. Con el mundo de la post-verdad se exaltó definitivamente el instante como criterio de toda experiencia posible, dejando a la experiencia misma sin sentido.
El futuro no es la niñez sino la vejez, porque dejamos atrás la infancia y siempre nos proyectamos, vía experiencia, hacia la madurez. Todo lo que se puede lograr en la vida, sólo se lo puede gozar en la vejez. Pero el capitalismo, como un auténtico parásito, le extrae a uno no sólo fuerza física sino fuerza vital, de modo que uno llega a viejo ya no para acopiar lo logrado sino para ser escupido y despreciado por una sociedad que no acepta a los “inútiles”.
Desde el colapso de la Unión Soviética (provocado también por la geopolítica imperial), el capitalismo ya no necesitó mostrarse “humano”; por ello también el neoliberalismo ha sido concebido como “capitalismo salvaje”. El posmodernismo (surgido en Francia bajo auspicio de la CIA, como ya se sabe actualmente), constituyó su ideología, filtrándose hasta en los movimientos de resistencia anarquista y socialista, para desarmar al bloque popular unificado y minar, a su vez, toda posibilidad de la creación del poder popular. El mundo de la post-verdad es la apoteosis de toda esa estrategia geopolítica de cooptación ideológica que desubicó completamente a la izquierda mundial, llegando a la situación actual, donde hasta los supuestos críticos no hacen sino confirmar su consciencia periférica-satelital, haciendo eco de la narrativa imperial.
Cuando el Imperio actúa, crea su propia realidad. Para eso diseña todo un sistema académico que piensa las necesidades imperiales como necesidades humanas y planetarias. La intelectualidad periférica sólo se dedica a estudiar, o sea, a “interpretar” esa realidad. Como sólo “interpretan” (hasta “decolonialmente”) y nunca “transforman” esa narrativa, el Imperio y sus mandarines actúan y crean nuevas realidades, para el consumo comedido de la consciencia periférica-satelital. Así suceden las cosas, como en la actual plan-demia; mientras el Imperio actúa, la izquierda global sólo se dedica a “interpretar” la escenografía que el Imperio dispone para naturalizar su nuevo embuste.
Lo cual se evidencia en la repentina lucidez que adquieren incluso sectores conservadores, a la hora de verificar que, detrás de la cuarentena global, se encubre una planificada política de imposición de un “nuevo orden”. Para aclarar a los despistados izquierdistas, que se han creído la ficción sobredimensionada de una epidemia que, hasta numéricamente, no alcanza mundialmente los niveles tangibles para provocar semejante zozobra global; ésta es una nueva lucha de capitales que la patrocina el capital financiero, en contra hasta del capital productivo, donde, curiosamente, se recluyen sectores conservadores que en plena globalización, vieron su desplazamiento definitivo del liderazgo capitalista, nacional y global. Por eso no es de extrañar la aparición de personajes como Trump que, en plena carrera electoral, prorrumpía con una demagógica retórica anti Estado profundo. Son los capitales nacionales, desplazados por el financiero –que ahora son el poder detrás del trono– los que tratan infructuosamente de sobrevivir en esta nueva recomposición del proceso de acumulación capitalista.
Este nuevo diseño global ya fue descrito por Kissinger y, sobre todo, por Brzezinski. La cuarentena tiene, como uno de sus objetivos, hundir la economía de la gran mayoría de los Estados, incluso del primer mundo. Siguiendo la lógica de la mafia, para el casino financiero, los Estados se han ido reduciendo a meras empresas fantasma, cuyo fin ya nunca ha sido generar nada, sino “lavar” el origen espurio del verdadero capital que tiene a un Estado particular como garante de todos sus movimientos; es decir, son creados para la quiebra, mientras las verdaderas ganancias se canalizan por otros medios. La quiebra multiplicada de los Estados, sobre todo periféricos, es lo que se viene; por eso no es raro el comedimiento del FMI y su “flexibilización” crediticia. Ya no queda más para robar, por eso el capital financiero apuesta por robar el futuro, colapsando toda la economía mundial.
Pero, poco a poco, se va develando esta política profunda, y los planes del 1% de billonarios mundiales –que también compiten, como buitres hambrientos– se van desenmascarando por las propias filtraciones de información que jamás podrían denunciarse en los mass-media mundiales, comprados por el dinero del 1%. Una vez más, le toca al pueblo, extendido ahora como humanidad desplazada de lo que podía considerar su mundo, resistir y transformar el diseño financiero de un “nuevo orden” exclusivo para la locura suicida del capitalismo.
En Chile perdieron los ojos para que abras los tuyos. En Ecuador, las muertes sólo serán muertes si los vivos no despiertan. En Bolivia lo que se está quebrando no es el pueblo, sino la derecha antinacional que promovió el racismo golpista. En España e Italia ya no se habla del covid sino del cómo recuperar lo que se ha perdido. En Francia e Inglaterra vuelven las protestas. En Alemania y Rusia ya se asevera que la epidemia viral fue sobredimensionada. En USA, “black lives matter”. Si es así, entonces, “indigenous lives matter”, “humanity matters”. “PachaMama matters”, “capital doesn´t matter”.
Si el capitalismo muere no ha de ser por una crisis interna, aunque sea terminal, porque en la crisis está en su elemento (por eso enferma todo y a todos, para seguir viviendo). Como el cáncer, sólo muere dando fin al espacio vital que lo ha hecho posible. Si muere el capitalismo, ha de ser por una decisión humana; cuando la propia humanidad despierte y adquiera consciencia de que no es ella la que le debe su vida al capital sino al revés. Entonces el mundo se pondrá de pie y será verdaderamente mundo, como una Casa Grande, hogar natural de toda la humanidad; “donde todos quepan”, “donde todos vayamos juntos y nadie se quede atrás” y, donde “los que manden, manden obedeciendo”.
Rafael Bautista
Es autor de “El tablero del siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un orden global post-occidental” de próxima aparición.
Dirige “el taller de la descolonización” en La Paz, Bolivia.