Este trabajo plantea una serie de debates teóricos y políticos ineludibles a la hora de pensar en los procesos autogestionarios que han surgido como estrategias de resistencia y supervivencia.
Artículos
Formulaciones teórico–conceptuales de la autogestión
Juan Pablo Hudson*
* Doctor en ciencias sociales de la Universidad de Buenos Aires, magister en sociología y ciencia política de Flacso, licenciado en comunicación social de la Universidad Nacional de Rosario; becario posdoctoral de la Comisión de Sociología del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), 2009–2011, becario foctoral (Conicet), periodo 2004–2009. Tema de investigación desde 2004: procesos de recuperaciones de empresas por sus obreros en la región del Gran Rosario, Argentina. Docente en la cátedra Análisis de las Instituciones, carrera de licenciatura en comunicación social, universidad Nacional de Rosario. Autor de diversos artículos sobre experiencias autogestionarias en la Argentina. Tel. (0054) 0341–4860047. Domicilio postal: Laprida 2490, Rosario, Argentina, código postal: 2000. Correo electrónico: juanpablohudson@hotmail.com.
El artículo se ocupa de rastrear las principales bases teórico–conceptuales expuestas por diferentes autores y corrientes del pensamiento acerca de la autogestión. Su objetivo es cotejar los fundamentos de un término que si bien ha sido frecuentemente utilizado en las investigaciones sociales de los últimos años, no cuenta con bibliografía teórica suficiente que explicite sus antecedentes y alcances. En tal sentido, este trabajo plantea una serie de debates teóricos y políticos ineludibles a la hora de pensar en los procesos autogestionarios que han surgido como estrategias de resistencia y supervivencia frente al avance del neoliberalismo en Latinoamérica.
INTRODUCCIÓN
El concepto de autogestión ocupa un lugar preponderante en la historia reciente de Latinoamérica. Experiencias de diferente índole —agrupaciones de desempleados, empresas recuperadas por sus obreros, movimientos territoriales, indígenas, ambientalistas, cartoneros, clubes del trueque, cooperativas de productores de la economía social, etc.—, construidas en los intersticios de nuestra sociedad ante el avance irrestricto del neoliberalismo, han despertado el interés de sectores políticos, académicos e incluso periodísticos. Sin embargo, seguramente como principal paradoja, a pesar de la expansión de estas experiencias y de las investigaciones, no abunda bibliografía que se interese por hacer un rastreo histórico de los fundamentos teórico–conceptuales de la autogestión. Más bien podemos afirmar que en la literatura sociológica proliferan los estudios de casos pero no se profundiza ni delimita el significado de este concepto ni sus antecedentes.
En tal sentido, el objetivo de este artículo es analizar lo que consideramos las principales bases teóricas, conceptuales y filosóficas que sustentan esta noción tan utilizada en el lenguaje político y académico. Para ello, el artículo está organizado en seis apartados. En el primero se analiza la tensión entre autonomía y heteronomía en los sujetos (individuales y colectivos) desde la perspectiva de Cornelius Castoriadis. En el segundo apartado nos proponemos relevar el debate de ideas entre Baruch Spinoza y Thomas Hobbes en lo que se refiere al vínculo entre el derecho de naturaleza y el Estado y los alcances posibles de la noción de democracia directa. Por estar estrechamente ligados a este debate, en el tercer apartado nos introduciremos a la teoría del contrato social formulada por Jean Jaques Rousseau y el concepto de representación política que de ésta se desprende. Se sumarán también una serie de posturas críticas en torno a este concepto, esbozadas por Antonio Negri y Michael Hardt. En el cuarto incorporaremos diversas definiciones del concepto de autogestión y discutiremos una serie de presupuestos y mitos que se han instituido al respecto. Para esto nos apoyaremos en los estudios de Pierre Clastres retomados por gilles Deleuze y Felix guattari. En el quinto y sexto apartados analizaremos las principales tesis sobre la autogestión formuladas por los teóricos más importantes del anarquismo y el socialismo utópico.
AUTONOMÍA Y HETERONOMÍA
En su libro La institución imaginaria de la sociedad, Cornelius Castoriadis (1983) realiza un extenso análisis del concepto de autonomía y de su opuesto, la heteronomía. Nuestro objetivo, como primer paso para el desarrollo de los fundamentos de la autogestión, es indagar a profundidad la tensión existente entre estos términos.
Lacan, afirma Castoriadis (1983), define el inconsciente como el discurso del otro. Esto implica la existencia de una regulación de otro en mí y no la existencia de otro yo. Ese otro, que ocupa el lugar del inconsciente, está conformado por los puntos de vista, los deseos, las exigencias, las esperas, los mandatos y un vasto conjunto de significaciones asignadas por la familia y el resto de las instituciones sociales e históricas. A partir de esto, Castoriadis introduce, en primer término, el problema de la autonomía en el individuo: “Si a la autonomía, a la legislación o a la regulación por sí misma se opone la heteronomía, la legislación o la regulación por otro, la autonomía es mi ley, opuesta a la regulación por el inconsciente que es una ley otra, la ley de otro que yo” (Castoriadis, 1983: 174).
La heteronomía, por el contrario, se manifiesta cuando el individuo se encuentra dominado por un imaginario que es vivido como más real que lo real, aunque no es sabido como tal. En ese caso, como en la alienación, el individuo se encuentra sometido por un otro autonomizado que se arroga la función de definir tanto la realidad como su deseo. La ley del inconsciente, comprendido como ese discurso ajeno que habla por mí, impide entonces la identificación y constitución plena del propio deseo y de una verdad autónoma. Para modificar esa situación, el proyecto de autonomía, tal como lo denomina Castoriadis, consiste en que mi discurso tome el lugar del discurso de ese otro que está hablando por mí. Se trata de una negación del contenido específico de ese discurso en tanto que se trata de un discurso que no es mío.
Ahora bien, así como la autonomía requiere de la afirmación de un discurso propio, esto no significa que sea posible la eliminación total de ese otro, ni tampoco que ese objetivo sea del orden de lo deseable. Más bien, establece Castoriadis, de lo que se trata es de la “instauración de otra relación entre el discurso del otro y el discurso del sujeto” (Castoriadis, 1983: 178).
Castoriadis, en este punto, no tiene intenciones de alejar la conciencia de las significaciones (deseos, pulsiones, intensidades) que provengan del mundo inconsciente, sino que plantea un conjunto de operaciones indispensables (distanciar, destacar, conjurar, visualizar) para transformarlas en discurso propio. El yo de la autonomía, afirma Castoriadis, “es la instancia activa y lúcida que reorganiza constantemente los contenidos, ayudándose de estos mismos contenidos, y que produce con un material condicionado por necesidades e ideas, mixtas ellas mismas, de lo que ya encontró ahí y de lo que produjo ella misma” (Castoriadis, 1983: 181).
En otras palabras del autor: “El problema de la autonomía radica en que el sujeto encuentra en sí mismo un sentido que no es suyo y que debe transformar, utilizándolo” (Castoriadis, 1983: 183).
Por tanto, si el proyecto de la autonomía se despliega en la relación problemática con la alteridad, ésta no puede ser remitida a un problema teórico, filosófico, conceptual, ni tampoco individual, a pesar de que atañe a sujetos singulares: se trata, por el contrario, de un problema eminentemente político y social, puesto que el discurso del otro está íntimamente vinculado con el plano imaginario que sostiene una sociedad. La heteronomía no se materializa más que en procesos históricos concretos: planes económicos, guerras, represión, medidas gubernamentales, autoritarismo, medios de comunicación, mandatos, etcétera.
Esto significa que el discurso del otro no está únicamente encarnado en el inconsciente individual, sino en un campo social que se determina a partir de una tensión constitutiva: la dinámica entre lo instituido y lo instituyente.
Lo instituido alude a lo ya dado, a lo establecido, a todo aquello que de tanto actuarse se torna “natural”, a diferencia de lo instituyente, que refiere a una fuerza de cambio, a una potencia más o menos indeterminada, innombrable, que cuestiona y contrapesa permanentemente a lo establecido en una institución. La heteronomía se define, entonces, a partir de la negación y la captura de la dimensión instituyente de una sociedad por un imaginario instituido cuyo único objetivo es “la creación de individuos absolutamente conformados, que se viven y se piensan en la repetición” (Castoriadis, 2005: 154). La sociedad, de acuerdo con esta idea, nunca será totalmente transparente en tanto la dimensión instituida, en el plano individual y colectivo, no puede ser eliminada por completo.
Así lo explicita Castoriadis: “el combate es mostruosamente desigual, pues el otro factor (la tendencia hacia la autonomía) debe hacer frente a todo el peso de la sociedad instituida” (1983: 187). En tal sentido, si la autonomía es un proyecto político–social es porque no se puede ser libre solo: “Para investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas hayan ya aparecido como significaciones imaginarias sociales. Para que los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que el campo social–histórico ya se haya autoalterado de manera que permita abrir un espacio de interrogación sin límites” (Castoriadis, 2005: 157).
El proyecto de autonomía surge como un germen cuando una sociedad es capaz de dictarse sus propias leyes (de ser) de forma lúcida y reflexiva. Este proceso requiere de un permanente cuestionamiento de las instituciones y la puesta en tela de juicio de las leyes y sus fundamentos, incluso en el caso de las que nacieron bajo el mismo proyecto autónomo. De esta manera define Castoriadis la autonomía:
La autonomía es, pues, el proyecto (…) que tiende, en un sentido amplio, a la puesta al día del poder instituyente y su explicación reflexiva (que no puede nunca ser más que parcial); y en un sentido más estricto, la reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, como actividad lúcida y deliberante que tiene como objeto la institución explícita de la sociedad (…) hacia fines comunes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberadamente (Castoriadis, 2005: 164).
La permanente tensión dialéctica entre autonomía y heteronomía, entre instituido e instituyente, es la que, en definitiva, irá construyendo y determinando a los sujetos (individuales y colectivos) en cada periodo de la historia.
A continuación, emparentado con esta tensión constitutiva, daremos cuenta del debate entre Thomas Hobbes y Baruch Spinoza sobre la vinculación entre gobierno y multitud.
DEMOCRACIA DIRECTA
El proyecto de autonomía, como ya vimos en el apartado anterior, refiere, según el análisis de Castoriadis (2005), a la tensión entre lo político, entendido como el poder explícito, heterónomo, y la política, comprendida como actividad colectiva configurante, instituyente, consecuencia del imaginario radical. En este sentido, un debate que se sostiene a lo largo de la historia es aquel que refiere a la relación entre Estado y multitud. Si bien tradicionalmente se han visto como antagónicos los planteamientos de Thomas Hobbes y Baruch Spinoza1 al respecto, decimos que estos dos autores sostienen una serie de presupuestos ontológicos en común que nos resultan indispensables para presentar los alcances de la noción de autogestión.
Existe una proposición central en Hobbes (Deleuze, 2004: 35) que se enfrenta al pensamiento dominante de su época: “Las cosas no se definen por una esencia, se definen por una potencia. Entonces el derecho natural no es aquello conforme a la esencia de la cosa sino que es todo lo que puede la cosa. La esencia de un ser es su capacidad de acción. En el derecho de algo, animal u hombre, está todo lo que él puede“. Si el derecho de naturaleza es todo lo que está en la potencia de un ser, se puede definir el estado de naturaleza como la zona de esta potencia: su derecho natural.
En este punto debemos incluir la diferencia con un Estado social, en tanto que lo que lo determina son las prohibiciones sobre lo que se puede hacer. La prohibición misma demuestra lo que está permitido. Pero existe una segunda proposición de Hobbes (Deleuze, 2004: 37) que debemos incluir: “El Estado natural es pre–social, es decir, el hombre no nace social, deviene”. La importancia de esta proposición radica en que lo primero es el derecho (todo lo que puedo es igual a la potencia); las obligaciones son obligaciones segundas que limitan y recortan los derechos para promover el devenir social del hombre.
La radicalidad política de esta proposición, asumida posteriormente por Spinoza, es que la diferencia entre los hombres es una diferencia de potencia: en los alcances posibles de sus capacidades de acción. Según esta definición habría una igualdad originaria, dado que cada uno hace lo que puede. No hay superioridad de rangos a partir de algún criterio trascendente, como sí lo promueve el Estado social. En el marco de esa igualdad sólo existen diferencias de potencias, pero no cancelan la igualdad originaria determinada por el derecho natural.
A partir de esta premisa, Spinoza (1980) afirma que “nadie puede saber por mí”, tesis fundamental para comprender los alcances de la autogestión, puesto que nadie puede asumir mi tutela. Esta tesis echa por tierra el lugar trascendente2 que asume el sabio o el erudito, el déspota o el gobernante, en tanto supuesto propietario de mayores competencias sobre el resto de los hombres.
Las diferencias entre Hobbes y Spinoza se abrirán a partir de las disímiles posturas políticas que sostiene cada uno para analizar formas posibles de la organización social. Para Hobbes (Virno, 2003), la multitud es siempre sinónimo de barbarie, en tanto es inherente al estado de naturaleza, aquello que precede a la institución del cuerpo político. La multitud que no se unifica en la figura del pueblo representa un concepto límite, puramente negativo. Bajo estas condiciones, la confrontación entre sí es el gran peligro y el destino. La transición indispensable del estado de naturaleza al pueblo unificado debe producirse a través de la constitución de un aparato específico: el Estado (Leviatán). Para Hobbes, la conformación del cuerpo político obligará a obedecer aun antes de haberse sabido qué cosa se ordenará. Esto presupone una aceptación incondicionada del mando como fundamento indispensable para la conformación del cuerpo político. Ese Estado social que propone, surgido como consecuencia de un contrato, es “algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real (…) instituida por parte de cada hombre con los demás, y el poder que resulta debe ser suficiente para protegerlos. Y este poder es suficiente sólo en la medida que reciba tanto poder y fuerza como para formar, por el terror que inspira, la voluntad de todos y para asegurar la paz interior” (Colombo, 2005: 71).
Spinoza, por el contrario, tiene una concepción eminentemente positiva de la multitud. Para este autor la multitud se compone por una pluralidad que persiste como tal en la escena pública sin converger en un uno. Se trata de una multiplicidad irreductible —de potencias singulares aunque también antagónicas— que deviene en el verdadero fundamento de las libertades civiles. A diferencia de la concepción de Estado en Hobbes, en donde la relación política implica que uno manda y otro obedece, para Spinoza (2004) el Estado civil se define como el conjunto de condiciones bajo las cuales el hombre puede efectuar la potencia singular y colectiva de la mejor manera.
En la filosofía de Hobbes la obediencia es lo primero; en cambio, en la filosofía de Spinoza la obediencia es secundaria en relación con una primera exigencia: la efectuación de la potencia de cada ser. Spinoza rechaza la constitución de una entidad trascendente a la multitud, a pesar de que considera necesaria la creación de un Estado. Su tesis fundamental es la siguiente: “No es necesario alienar la potencia constitutiva de los individuos para construir lo colectivo” (Spinoza, 2004: 45). Es más, lo colectivo y el Estado mismo se constituyen sobre el desarrollo de las potencias singulares. La centralidad del Estado, la soberanía, no está presupuesta ni en la ley ni en el ordenamiento constitucional, sino que está permanentemente sometida a un proceso de legitimación a través de la multitud (Negri, 2000). Esto implica que el escenario social quede definido siempre en términos antagonistas, enfrentamientos entre los sujetos al momento de hacer valer sus derechos naturales, pero un antagonismo que no se ve resuelto por ninguna tensión abstractamente pacificadora o dialécticamente operativa, sino tan sólo a partir del discurrir constitutivo de la potencia (Negri, 2000). Para Hobbes (Virno, 2006: 47) es más bien lo contrario:
La ley “natural” no es una auténtica ley. No lo es porque nada garantiza su aplicación. No se puede hablar de reglas (ni, por otra parte, de justo e injusto) ahí donde falta una fuerza coercitiva que imponga su cumplimiento en todos los casos particulares. El Estado civil rompe los puentes con el estado de naturaleza porque asegura que cualquier norma, independientemente de su contenido específico, sea siempre realizada.
En este punto se diferencia Spinoza (2005: 44) cuando afirma que “si dos se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas, tienen más potencia juntos, y, por tanto, más derecho sobre la naturaleza que uno por sí solo: entonces cuantos más sean los que estrechan así sus vínculos, más derecho tendrán todos unidos”. Lo que promueve es la construcción de dislocaciones colectivas que proceden de la dinámica interna de las potencias. Spinoza (2004) también deja en claro que el derecho de naturaleza de cada ser difícilmente puede ser concebido sin haber entre los hombres derechos comunes, tierra que puedan habitar y cultivar juntos, y sin que puedan velar por el mantenimiento de su potencia, lo mismo que protegerse, rechazar la violencia en forma colectiva.
En resumen: Hobbes y Spinoza afirman que el hombre está llamado a salir del estado de naturaleza por un contrato social. Sin embargo, en la concepción hobbeseana ese contrato implica la renuncia y la delegación absoluta del derecho de naturaleza en el (Estado) Soberano. Spinoza, por el contrario, no promueve la renuncia al derecho de naturaleza: “Yo conservo el derecho de naturaleza aun en el Estado civil” (Spinoza, 2005: 57). La democracia para Spinoza es democracia absoluta en tanto niega la representación y la delegación en pos de un (auto)gobierno de la multitud. En la democracia absoluta participan todos y no sólo la mayoría. Se trata de una democracia de las singularidades. Y en el caso de la determinación de órganos o dispositivos de gobierno, éstos serán quienes apliquen la decisión de esa multitud. Mandar obedeciendo será su axioma central.
EL CONTRATO SOCIAL
Rousseau (2002) presenta una concepción del ser humano diferente de la planteada por Hobbes: el hombre es bueno por naturaleza, sólo que la sociedad y la propiedad privada lo transforman en este hombre malo y egoísta que promueve el despotismo o el liberalismo. A partir de estos presupuestos, Rousseau propone la construcción de un orden social a través de un contrato social. Éste se constituirá a través de la delegación y transferencia de los derechos individuales a la comunidad.
En palabras de Rousseau: “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo” (2002: 65). La voluntad general promovería el obrar virtuoso del ciudadano. Se trata de una asociación colectiva que defiende y protege a las personas y sus bienes, y también de un contrato a través del cual los hombres se unen entre sí manteniendo su libertad tal como antes la gozaban. “Así como la naturaleza otorga a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, el pacto social otorga al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía” (Rousseau, 2002: 74).
En el tránsito del estado de naturaleza al Estado civil, Rousseau determina la pérdida de la libertad natural del hombre (el derecho ilimitado a todo lo que le apetece y puede alcanzar), pero a cambio de obtener la libertad civil y la garantía de mantener lo que posee. La libertad civil queda limitada, entonces, por la voluntad general, garante último del bien común.
No obstante, Rousseau fija límites precisos al régimen representativo: la soberanía es inalienable e indivisible. En el primer caso, la soberanía no puede enajenarse en la medida en que el soberano es un ente colectivo que no puede ser representado más que por sí mismo. Esto significa, según el análisis de Allan Bloom (1996), que a ningún hombre o grupo de hombres se le puede ceder el derecho de hacer leyes en lugar del cuerpo ciudadano en general. Para que la voluntad general se actualice se requiere de consultas permanentes. Aquello que puede ser delegado es el poder pero no la voluntad. Dice Rousseau: “Si el pueblo prometiese obedecer, se disolvería por ese acto y perdería su condición de pueblo; en el instante en que hay un amo ya no hay soberano, y desde ese momento el cuerpo político queda destruido” (2002: 87).
El segundo axioma afirma que la soberanía no es divisible en tanto que sólo puede ser general, y si no deja de serlo. La importancia de esta proposición radica en que “no habría ley o institución que no pueda ser revocada si el Estado va a ser gobernado por la voluntad real de sus ciudadanos actuales” (Bloom, 1996: 243). El gobierno debe tener las faculta des necesarias para limitar las voluntades individuales, aunque no puede convertirse en un poder omnímodo que doblegue la voluntad general o las leyes.
A pesar de estas limitaciones planteadas por Rousseau, su noción de contrato social presenta contradicciones manifiestas: así como vincula la multitud al gobierno, al mismo tiempo lo separa. La nueva ciencia política, justamente, se basa en esta síntesis disyuntiva. Antonio Negri y Michael Hardt introducen una profunda crítica sobre estos postulados:
Por una parte, subraya la necesidad de que el pueblo de una república sea absolutamente soberano, y que todos participen de una manera activa y no mediada en fundamentar y legislar el entramado de la sociedad política. Por otra parte, esa plena participación quedaría atemperada, en la perspectiva rousseauniana, al considerar que sólo en determinados casos la democracia será la forma de gobierno apropiada para ejecutar la voluntad del pueblo soberano (Negri y Hardt, 2002: 85).
La ambivalencia se pone de manifiesto cuando la representación se considera inadmisible en la esfera de la soberanía aunque aceptable en la mayoría de los casos en el dominio de la gobernación. En palabras de Rousseau: “Si hubiera un pueblo de dioses estaría gobernado democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres” (Rousseau, 2002: 81). En tal caso, afirman Negri y Hardt (2002), la noción de representación directa se desvirtúa y queda desplazada, en última instancia, por la representación de la totalidad que necesariamente se vincula con ella.
El contrato social de Rousseau garantiza que el acuerdo entre voluntades individuales sea desarrollado y sublimado en la construcción de una voluntad general, y que la voluntad general procede de la alienación de las voluntades individuales bajo la soberanía del Estado. (…) Las otras condiciones prescritas por Rousseau para la definición de poder soberano en sentido democrático y popular son totalmente irrelevantes ante el absolutismo de la fundación trascendente (Negri y Hardt, 2002: 85).
La voluntad general propuesta por Rousseau se coloca inevitablemente por encima y distante de la sociedad. Podemos citar, al mismo tiempo, a los autores y defensores de la constitución de Estados unidos, dado que éstos fueron incluso mucho más explícitos a la hora de rechazar la de mocracia absoluta, aunque bajo parámetros de participación democrática y ciudadana. Si bien Madison afirma que “el pueblo se reúne en persona y ejerce el gobierno en persona, de manera que todo el pueblo gobierna de modo directo, libre e igual” (Negri y Hardt, 2004: 280), al mismo tiempo considera peligrosa esta democracia, en tanto teme, como Rousseau, las diferencias en el seno del pueblo. En su argumento, la extensión de los modernos Estados–nación exige que la democracia se mitigue mediante mecanismos de representación. Democracia para las pequeñas poblaciones, representación para los territorios extensos y las poblaciones numerosas.
Esta revisión crítica nos permite desentrañar hasta qué punto el devenir de la historia ha implicado una lenta pero implacable separación de la multitud respecto al cuerpo político de una sociedad y, en consecuencia, de la posibilidad de tener una incidencia directa en las decisiones públicas. Paradójicamente, el concepto de representación política (propia del Estado moderno), entendida como sinónimo de una delegación del poder decisorio, con el tiempo ha sido comprendido menos como un límite concreto para un despliegue efectivo de una participación directa y activa de los ciudadanos que como un elemento indispensable y constitutivo de las democracias. Esta paradoja se hace extensiva a nociones como verticalidad, heteronomía, heterogestión, disciplina y división del trabajo, que se han transformado en los pilares básicos de las instituciones que nos rigen.
A continuación plantearemos una serie de conceptos sobre la autogestión y los presupuestos y mitos que se han naturalizado en el imaginario social sobre sus alcances y límites.
EL CONCEPTO DE AUTOGESTIÓN
El término autogestión “proviene de la traducción del término servio–croata samoupravlje, que se compone de samo, que equivale al prefijo griego auto (por sí mismo) y upravlje, que se traduce como gestión. Del servio–croata, lengua principal de Yugoslavia, pasó al francés y con la misma grafía (más el acento ortográfico en la última vocal) al español” (Iturraspe, 1986: 30).
Henri Arvon (1980), por su parte, aclara que el término autogestión fue introducido en Francia a finales de los años setenta para designar la experiencia yugoslava instaurada a partir de 1950. Para los anglosajones el término autogestión se corresponde con dos nominaciones: el self–government, que implica la voluntad ciudadana para participar en el funcionamiento democrático de la sociedad, y el self–management, que implica la voluntad de transferir el poder decisorio a todos los integrantes de una empresa.
Entre tanto, Francisco Iturraspe (1986: 31) define la autogestión de la siguiente manera:
Se entiende por autogestión el movimiento social, económico y político que tiene como método y objetivo que la empresa, la economía y la sociedad en general estén dirigidas por quienes producen y distribuyen los bienes y servicios generados socialmente. La autogestión propugna la gestión directa y democrática de los trabajadores, en las funciones empresariales de planificación, dirección y ejecución.
Bourdet y Guillerm (en Arvon, 1980: 8) analizan la autogestión como “una transformación radical, no sólo económica sino también política, en el sentido en que destruye la noción común de política (como gestión reservada a una casta de políticos) para crear otro sentido de esta palabra: a saber, la toma en sus manos, sin intermediarios y a todos los niveles, de todos ’sus asuntos’ por todos los hombres”.
Además, la definición brindada por Denis Rougemont (en Arvon, 1980: 8): “La autogestión es en principio la gestión por parte de las comunidades de base —municipalidades y empresas, luego regiones— de las tareas de naturaleza estatal que a su nivel le son propias. Pero es también el ejercicio permanente de los poderes de decisión política y de control de aquellos que los ejecutan”.
Las definiciones esbozadas coinciden en un mismo punto: la autogestión implica la asunción directa por parte de un conjunto de personas —sin intermediarios ni sectores especializados— de la elaboración y de la toma de decisiones en un territorio —fábrica, comuna, país, etc.— dado. De todas maneras, este proceso, según estas conceptualizaciones, trasciende la mera administración de una empresa por parte de los trabajadores puesto que incluye el objetivo de una gestión integral de la sociedad.
Ahora bien, una vez introducidos estos conceptos, nos interesa poner de manifiesto una serie de presupuestos y mitos históricos que se han ligado arbitrariamente a la noción de autogestión. Debe quedar en claro que todos éstos se vinculan con intencionalidades políticas cuyo principal objetivo ha sido negar a lo largo de la historia la posibilidad de construcción de democracias más directas e igualitarias.
Por lo tanto, en principio, queremos poner a discusión esa sentencia que afirma que un proceso autogestivo e igualitario debe necesariamente prescindir de jefes y líderes, o de cualquier formación de poder. Para contrarrestarla decimos que el problema en una experiencia autogestionaria no radica en la existencia de formaciones de poder o de jefes y líderes: el problema es que estas instancias o figuras devengan en un aparato de Estado. En este punto vamos situar el análisis y a retomar las proposiciones ya esbozadas en los apartados precedentes. Así lo deja en claro Pierre Rosanvallón: “Definir la autogestión como una dirección colectiva no es suprimir la función directiva, sino modificarla” (1979: 78).
Pero veamos a continuación investigaciones realizadas en torno a sociedades primitivas que carecieron de un Estado central y que se consideran igualitarias.
Lejos de lo que se cree, afirma Pierre Clastres (2005), en estas sociedades primitivas no sólo existen formaciones de poder y jefes, sino que también existe un Estado latente. La diferencia radica en que estas comunidades ponían en marcha todo tipo de esfuerzos colectivos (cuyo último recurso era la guerra) para impedir que se terminaran de cristalizar instancias escindidas de las mayorías. En tal sentido, las sociedades sin clases son aquellas sociedades que luchan para conjurar, evitar, alejar, la emergencia definitiva de un Estado. Así lo manifiesta Clastres:
(…) si las sociedades primitivas eran sociedades sin Estado, no era en absoluto por incapacidad congénita de alcanzar la edad adulta que marcaría la presencia del Estado, sino claramente por rechazo de esta institución. Ignoraban el Estado porque no lo querían; la tribu mantenía separado al jefe del poder, y, porque no querían que el jefe pasara a detentar el poder, se negaban a que el jefe fuera jefe. Sociedades que rechazaban la obediencia: así eran las sociedades primitivas. (…) el rechazo a la relación de poder, el rechazo a obedecer, no son de ninguna manera, como lo creyeron misioneros y viajeros, un rasgo característico de los salvajes, sino el efecto, a nivel individual, del funcionamiento de las máquinas sociales, el resultado de una acción y de una decisión colectiva (Clastres, 2005: 40).
Un estudio similar llevan a cabo Gilles Deleuze y Felix Guattari para analizar la diferencia entre un jefe o líder de una comunidad igualitaria y un jefe o líder de Estado: “el Estado no se define por la existencia de jefes, se define por la perpetuación o la conservación de órganos de poder. El Estado se preocupa por conservar. Se necesita, pues, de instituciones especiales para que un jefe pueda devenir hombre de Estado, pero también se necesitan mecanismos colectivos difusos para impedirlo” (Deleuze y Guattari, 2000: 364).
En las sociedades primitivas, por ejemplo, cuando el jefe intentaba erigirse como jefe único, escindido del pueblo, era excluido, era abandonado, e incluso, en los casos más severos, llegaban a matarlo. El jefe, paradójicamente, no tenía poder en esas sociedades. Su única arma instituida, aclara Clastres, “es su prestigio, cuyo único medio es la persuasión, cuya única regla es el presentimiento de los deseos del grupo: el jefe se parece más a un líder o a una estrella de cine que a un hombre de poder, y siempre corre el riesgo de ser repudiado, abandonado por los suyos” (Deleuze y Guattari, 2000: 365). Lo importante es que el jefe no adquiera un poder estable ni que se conformen cuerpos especializados que se escindan y se sostengan a partir de un comando–obediencia.
Toda formación social que se pretenda autónoma, autogestionaria, incluye vectores que operan en favor de la conformación de un Estado, y fuerzas que se alejan de él, y que lo combaten e intentan dispersarlo a favor de un desarrollo verdaderamente comunitario.
En sus análisis, Clastres (Deleuze y Guattari, 2000) invierte uno de los principales axiomas que ya vimos en Hobbes: la guerra de todos contra todos no se evita con la creación del Estado sino que la guerra existe contra el Estado y torna imposible su cristalización definitiva. La guerra no es un Estado natural de los hombres sino el modo de un Estado social que impide la formación de un Estado.
Ahora bien, la pregunta que nos compete para comprender la tensión entre democracia directa y la formación del Estado es la siguiente: ¿Qué distingue específicamente a un Estado de otras formaciones de poder?
La clásica definición de Max Weber se torna indispensable para comprender la función del Estado en una sociedad:
El Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distinto), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. (.) El Estado es la única fuente del “derecho” a la violencia. El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir de la que es vista como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan (Weber, 1964: 83).
En lo que respecta al Estado moderno, Weber lo conceptualiza del siguiente modo:
(…) orden jurídico y administrativo cuyos preceptos pueden cambiarse. Por dicho orden es por el cual se orienta la actividad (acción de la asociación) del cuadro administrativo, a su vez regulada por preceptos instituidos y el cual pretende tener validez no sólo frente a los miembros de la asociación, sino también respecto a toda acción ejecutada en el territorio a que se extiende la dominación. (…) Este carácter monopólico del poder estatal es una característica tan esencial de la situación actual como lo es su carácter de instituto racional y de empresa continuada (Weber, 1964: 45).
Deleuze y Guattari, por su parte, aportan características distintivas de un Estado que consideramos indispensables para nuestro análisis:
Opera por estratificación, es decir, forma un conjunto vertical y jerarquizado que atraviesa en profundidad las líneas horizontales. Así pues, sólo retiene tales y tales elementos, cortando sus relaciones con otros elementos que han devenido externos, inhibiendo, frenando o controlando esas relaciones; si el Estado tiene un circuito, ése es un circuito interno que depende fundamentalmente de la resonancia, una zona de recurrencia que se aísla así del resto de la red, sin perjuicio de controlar aún más estrictamente las relaciones con ese resto. (…) Al mismo tiempo, el poder central de Estado es jerárquico, y constituye un funcionariado; el centro no está en el medio, sino arriba, puesto que sólo por subordinación puede reunir lo que aísla (Deleuze y Guattari, 2000: 441).
Las sociedades igualitarias, desde esta perspectiva, son aquellas que impiden que las formaciones de poder resuenen en forma conjunta en un punto superior o que se polaricen en un punto en común. El objetivo es que no se escindan y devengan en un aparato de captura dispuesto a encauzar, codificar y transformar en fuerza propia, subordinada, a todos aquellos movimientos instituyentes que se generan en un territorio. En este sentido, más allá del aparato de Estado, cuando se analizan procesos autogestionarios y sus amenazas debemos hacer referencia a la forma Estado como un modo histórico de organización de las relaciones de poder al interior de las instituciones y la sociedad en su conjunto. Así lo comprende Eduardo Colombo:
El Estado moderno o, mejor dicho, la idea o “principio metafísico” que lo constituye, completa el proceso de autonomización de la instancia política e introduce en la totalidad del tejido social la determinación semántica que la estructura de la dominación impone. Toda relación social, en una sociedad, forma Estado; es, en última instancia, una relación de comando–obediencia, de dominante a dominado (colombo, 2005: 77).
Como vemos, el Estado no es únicamente la contratara de lo privado o los órganos de gobierno de un país. Una empresa capitalista también se rige y determina a partir de la forma Estado, es decir, bajo un dispositivo de poder y dominio sustentado en relaciones de comando–obediencia. La forma Estado, en definitiva, es un modo de dominación; una formación histórica que, si bien naturalizada e instituida en nuestras vidas, requiere, como condición sine qua non, del uso de la violencia y la verticalidad como condición para su desarrollo y sostenimiento. Un proyecto autogestionario, por tanto, surge contraponiéndose a la forma Estado y lucha, en su desarrollo, contra aquellas fuerzas inmanentes (y externas) que intentan romper la igualdad para imponer este tipo de formaciones de poder.
A continuación recorreremos el pensamiento de los fundadores e impulsores del anarquismo, en cuyo centro se encuentra el debate en torno al Estado y el contrato social.
EL ANARQUISMO
Los aportes teóricos y políticos del movimiento anarquista constituyen uno de los más sólidos cimientos del concepto de autogestión. En este apartado nos proponemos llevar a cabo un recorrido general por sus principales postulados. Indagaremos, particularmente, su rechazo a la concepción de Estado y sus propuestas sobre la autogestión obrera y la organización más general de la sociedad.
El proceso revolucionario de 1848 impulsa en Francia la creación masiva de asociaciones obreras de producción. Para Proudhon, esa organización de los trabajadores, que debía realizarse sin la injerencia del Estado, representa un hecho revolucionario por excelencia. Su proposición se coloca en las antípodas del pensamiento de Luis Blanc, quien, en su libro Organización del trabajo (1840), impulsa la creación de “talleres sociales” a partir de una intervención activa (económica, fiscalizadora, reguladora) del Estado. Así manifiesta Proudhon su postura en el Manifiesto electoral escrito en el año 1848 (en Guérin, 2003: 72):
Nosotros, productores asociados o en vías de asociación, no necesitamos al Estado (…). La explotación por el Estado sigue siendo la monarquía, el salariado (…). Ya no queremos el gobierno del hombre por el hombre. El socialismo es lo contrario del gubernamentalismo (…). Queremos que las asociaciones sean (…) el primer núcleo de esta vasta federación de compañías y sociedades, reunidas en el espacio común que será la República democrática social.
Proudhon diferenciaba entre el socialismo de Estado y el socialismo democrático. Su rechazo a cualquier autoridad de carácter divino se hacía extensivo a un contrato social de tipo rousseauniano. La constitución de un socialismo democrático, sustentado en la asociación libre entre los obreros, sólo era posible si la sociedad era capaz de absorber en su interior al propio Estado. Proudhon (Guérin, 2005: 75) desea “llegar al gobierno por la asociación, no a la asociación por el gobierno”. El modo de concretarlo era la progresiva creación de una red de asociaciones voluntarias de productores, es decir, la creación de un tejido mutualista en el plano económico y un federalismo en el plano político, sin que en ningún caso se buscara una unidad trascendente a ella misma.
En El principio federativo (2008), Proudhon establece las bases de su proyecto político económico. Al igual que Spinoza, el autor plantea la necesidad de establecer un contrato social que permita desplegar de mejor manera el derecho natural de los sujetos. En este punto, como decíamos, se diferencia del contrato social propuesto por Rousseau, puesto que si bien lo considera un avance con respecto a las teorías basadas en el derecho divino, se trata, desde su perspectiva, de un mero simulacro cuyo único objetivo es fundamentar la formación del Estado y las relaciones entre gobierno e individuos. El contrato para Proudhon requiere que las partes integrantes se reserven más derechos, libertad, autonomía, autoridad y propiedad que lo que ceden. Esta concepción se distancia drásticamente de aquellos contratos propuestos por otros sistemas (monárquicos, democráticos y constitucionales) en los que el principio básico es la indispensable delegación y pérdida absoluta de la soberanía y autonomía en favor de una entidad trascendente impuesta (o elegida) que sólo somete a la población a mayores cargas, deberes y dependencias.
Las propuestas políticas de Bakunin, por su parte, también apuntan, aunque con mayor virulencia y radicalidad, contra el Estado, y esa supuesta libertad y derechos que se desprenderían de un contrato social de tipo rousseauniano. Cuando escribe sobre la comuna de París lo hace del siguiente modo (en Guérin, 2003: 18):
Soy un amante fanático de la libertad; considero que es la única condición bajo la cual la inteligencia, la dignidad y la felicidad humana pueden desarrollarse y crecer; no la libertad puramente formal concedida, distribuida y regulada por el Estado, eterno engaño que en realidad no representa más que el privilegio de algunos fundado en la esclavitud de otros; (.) me refiero a la única especie de libertad que merece este nombre, la libertad que consiste en el pleno desarrollo de todas las potencias materiales, intelectuales, morales, que están latentes en cada persona.
Retorna en este análisis, axioma primordial del anarquismo, la necesidad de resguardar y potenciar la capacidad de acción y creación de los seres humanos. Por el contrario, la delegación, la representación política, son sinónimos de expropiación de dichas capacidades a manos de un Estado central y su casta de funcionarios. En el capítulo “Notas sobre Rousseau”, del libro Dios y el Estado, Bakunin denuncia la principal ficción del contrato social: “ningún Estado histórico ha tenido jamás un contrato por base y todos han sido fundados por la violencia, por la conquista. Pero esa ficción del contrato libre, base del Estado, les es necesaria, y se la conceden sin más ceremonia” (Bakunin, 2008: 82).
Para Bakunin el punto de partida no puede ser el individuo aislado sino los individuos asociados. Para ello propone un federalismo que se sustente en compañías o asociaciones obreras, vinculadas entre sí, aunque libres e independientes en sus decisiones. Lo importante será lograr la autonomía de los organismos de bases y la destrucción del poder enquistado en las cúspides. La organización federal de las asociaciones obreras, de grupos, de comunas, de cantones y de pueblos, deberá realizarse de abajo hacia arriba a fin de garantizar una libertad verdadera y no ficticia. Bakunin (en Guérin, 2003: 83) confía en un crecimiento cada vez mayor de la autogestión obrera:
Las cooperativas obreras son un hecho nuevo en la historia; hoy presenciamos su nacimiento y, en esta hora, podemos presentir, pero no determinar, el inmenso desarrollo que alcanzarán, sin duda, y las nuevas condiciones políticas y sociales que surgirán de ellas en el futuro. Es posible, y hasta muy probable, que algún día, tras desbordar los límites de los municipios, de las provincias y hasta de los Estados actuales, reconstituyan toda la sociedad humana, la cual se dividirá no ya en naciones, sino en grupos industriales.
Como vemos, la federación obrera a nivel comunal, nacional e internacional aparece en el horizonte del pensamiento anarquista, siempre prescindiendo de cualquier figura estatal que la unifique y trascienda.
El anarquismo se ha confrontado duramente, desde sus inicios, con el marxismo. Bakunin rechaza ese axioma marxista que afirma que el control proletario del Estado es transitorio, dado que pronto dará lugar, a partir del fin de las clases, a su propia desintegración:
Tenemos aquí una contradicción flagrante. Si el Estado fuera verdaderamente popular, ¿qué necesidad hay de abolirlo? Y si el gobierno del pueblo es indispensable para la emancipación real del pueblo, ¿cómo es que se atreven a llamarlo popular? Por nuestra polémica contra ellos les hemos hecho confesar que la libertad o la anarquía, es decir, la organización libre de las masas laboriosas de abajo arriba, es el objetivo final del desenvolvimiento social y que todo Estado, sin exceptuar su Estado popular, es un yugo que, por una parte, engendra el despotismo y, por la otra, la esclavitud (Bakunin, 2004: 211).
Para el anarquismo la diferencia no radica entonces en la existencia de Estados más democráticos y Estados más autoritarios. La lucha no debe concentrarse en lograr mayores aperturas formales: se trata de impulsar la autodeterminación de los individuos a través de asociaciones colectivas libres y soberanas. Nuevamente arremete Bakunin (2004: 31) contra el marxismo en este punto:
Ningún Estado, por democrático que sea, ni siquiera la más roja de las repúblicas, puede dar a la gente lo que realmente quiere; a saber, la libre autoorganización y administración de sus asuntos propios de abajo arriba, sin ninguna interferencia o violencia de arriba, porque cualquier Estado, incluso el pseudo–Estado del Pueblo urdido por el señor Marx, no es más en esencia que una máquina para gobernar a las masas desde arriba, a través de una minoría privilegiada de intelectuales engreídos que imaginan saber lo que el pueblo necesita y quiere mejor que el propio pueblo.
A manera de cierre, resumamos los postulados de esta corriente del pensamiento: autodeterminación de las comunidades, prescindencia de una unidad política exterior a ella (el Estado), la consecuente eliminación de las estructuras basadas en el comando–obediencia, la afirmación de la libertad, la soberanía y la autonomía de los sujetos, el federalismo como principio económico y político y la colectivización de la propiedad.
LA COOPERACIÓN
El 21 de diciembre de 1844 es considerada una fecha emblemática para el movimiento cooperativo: un grupo de 28 personas, asociadas en una cooperativa de consumo, con sede en Rochdale, Inglaterra, inauguró la Sociedad Equitativa de los Pioneros de Rochdale. Los fundadores de esta experiencia eran obreros desempleados que venían de afrontar sin suerte una dura lucha por el mejoramiento de sus salarios. La creación de la cooperativa representó entonces una demostración de su capacidad de lucha y organización colectiva. Los principios que se dieron a sí mismos fueron básicamente los siguientes: libre adhesión y libre retiro, control democrático, neutralidad política, radical y religiosa, ventas al contado, devolución de excedentes, interés limitado sobre el capital, educación continua.
En un mismo sentido, charles Fourier ocupa un lugar importante en la formación de la doctrina de la cooperación. Este pensador vivió en la Francia preindustrial y era partidario de la propiedad individual y del derecho a la herencia. No obstante, el uso de la propiedad podría colectivizarse a través de la conformación de cooperativas. Su propuesta fue la constitución de asociaciones denominadas falanges. Es decir, agrupaciones de personas que se radicarían en comunidades denominadas falansterios. El objetivo era la reunión de un conjunto de familias cuya situación económica fuera desigual para proceder a una retribución a cada persona según las tres facultades principales que consideraba: capital, trabajo, talento.
Para Fourier era imprescindible que los individuos no se dedicaran a un trabajo único. Las razones que esgrime son, en principio, de carácter individual, puesto que la asunción de tareas repetitivas genera tedio y rechazo al trabajo, aunque también son sociales, dado que en los falansterios la existencia de un trabajo único provocaría la competencia a la hora del reparto económico. Si cada trabajador se asociaba a una serie única (carpintero, carnicero, etc.), seguramente lucharía por hacerla prevalecer en el orden de importancia; ahora bien, si cada uno se asociaba a una gran cantidad de series, nadie lucharía porque prevaleciera una sobre las otras, sino porque se estableciera un sentido equitativo. cada serie es asociada y no arrendataria de la falange, de modo que los repartos económicos que obtiene no están determinados por el producto de su propio trabajo, sino por el de todas las demás series. Dicha retribución está relacionada con la categoría que ocupa, según un cuadro dividido en tres clases: necesidad, utilidad y agrado.
Fourier centra su proyecto en una crítica profunda a las formas de trabajo dominantes en la época. Desde su concepción, un desarrollo socialista de la industria y la agricultura debía contar con las siguientes condiciones:
1. Que cada trabajador sea asociado, retribuido con dividendo y no con salario. 2. Que todo hombre, mujer o niño, sea retribuido en proporción de las tres facultades: capital, trabajo y talento. 3. Que las sesiones industriales sean variadas aproximadamente ocho veces al día, pues el entusiasmo no puede sostenerse más de hora y media a dos horas en el ejercicio de una función agrícola o manufacturera. 4. Que sean ejercidas en compañía de amigos espontáneamente reunidos, intrigados y estimulados por activísimas rivalidades. 5. Que los talleres y cultivos presenten al obrero los atractivos de la elegancia y limpieza. 6. Que la división del trabajo sea llevada al grado supremo, a fin de aficionar cada sexo y cada edad a las funciones más adecuadas. 7. Que en esta distribución, cada uno, mujer o niño, goce plenamente del derecho al trabajo o derecho de intervenir en cada rama de trabajo que le convenga escoger, siempre que acredite aptitudes y probidad (Fourier, 2006: 45).
Otro impulsor fundamental del cooperativismo fue Robert Owen, para quien la transformación de la sociedad tenía que operarse tanto en su estructura total como en cada una de sus células, dado que únicamente el desarrollo de un orden justo y equitativo en cada unidad podría servir de fundamento a un orden justo total (Buber, 1991). Owen, que se desarrolló en pleno auge de la Revolución industrial de Inglaterra, propuso la propiedad colectiva y era partidario de las cooperativas de producción, puesto que a su alrededor se llevaría a cabo la cooperación integral del trabajador. Privilegió la agricultura sobre la industria y la idea de que el trabajo es la medida del valor. Owen pregonaba, asimismo, la educación como requisito para la transformación de los hombres. Una educación renovada, radicalmente diferente, fomentaría nuevas disposiciones y formas de pensamiento capaces de sentar las bases de una comunidad exitosa. La escuela era el dispositivo esencial para lograr ese cambio.
Si bien su trabajo comenzó con la innovadora gestión de las fábricas de New Lanark, en donde introdujo modificaciones sustanciales en las condiciones de empleo de los obreros, serán sus ensayos cooperativos en comunidades los que le permitirán el desarrollo de sus principales ideas. Efectivamente, si algo caracterizó a los denominados socialistas utópicos es su llamado a la acción a partir de las ideas que profesaban. No se trató simplemente del diseño ideal de sociedades posibles, sino de una serie de apuestas sociales y comunitarias muy concretas.
Fiel a su pensamiento, Owen compra en 1825 tierras en Indiana, Estados Unidos. Se trataba de diez mil hectáreas de tierras sin cultivar, en las que se encontraba radicada una comunidad de campesinos alemanes emigrados, pertenecientes a la secta de los harmonistas. Esa nueva sociedad, que llamó New Harmony, debía basarse en un modelo cooperativo, lejano de ese homo economicus que caracterizaba a la sociedad de la época.
Finalmente, la obra de Charles Gide se inscribe como otro de los pilares de la doctrina de la cooperación. Su tesis central apunta a dos aspectos centrales: la solidaridad y la soberanía del consumidor. Según su análisis, la solidaridad se expresa como norma y como supuesto empírico y se desarrolla a través de tres estadios (Ramírez Baracaldo, 1989): la solidaridad como una forma espontánea y consciente, la solidaridad como condición permanente de vida y la solidaridad voluntaria y consciente que se produce alrededor de los intereses comunes y que deviene en piedra angular de la solidaridad cooperativa. Desde la perspectiva de Gide (Ramírez Baracaldo, 1989: 102), “la solidaridad implica que dentro de la cooperativa cada uno de los asociados asuma la responsabilidad por el bienestar o por el infortunio de los demás asociados, y desde luego con su cooperativa”. Con respecto a la soberanía del consumidor, Gide sostiene que el interés de los consumidores representa el interés general de la comunidad, de modo que la organización de cooperativas de consumidores sería el mejor mecanismo para ampliar y fomentar los valores cooperativos. Para este economista una propaganda metódica y sistemática de los cooperadores impulsaría la formación de un número cada vez mayor de cooperativas que abarcarían toda la actividad de producción y toda la actividad de intercambio (Arvon, 1980). En coincidencia con Fourier, pero en discrepancia con Owen, plantea la autonomía de las cooperativas respecto a cualquier injerencia del Estado.
La importancia de los postulados de Owen, Fourier y Gide radica en la decisiva influencia que han tenido en el impulso del movimiento cooperativo y mutualista en diferentes regiones del mundo. Y también en la capacidad de articulación que lograron entre las hipótesis teóricas y los ensayos sociales.
CONCLUSIONES
Si nos propusimos introducir este conjunto de conceptos y debates formulados en torno a la noción de autogestión no es sólo para acumular sabe res bibliográficos sobre el tema. Seguramente puede comprenderse esta afirmación como una paradoja, pero no debería ser así. La presentación de hipótesis formuladas en medio de determinadas coyunturas históricas adquiere su real importancia en la medida que pueden ser utilizadas para una indagación compleja de situaciones sociales actuales vinculadas con la autogestión. Nos importan las teorías sólo si logran trascender el mero carácter de saberes estáticos. El saber encuentra su mayor vitalidad si puede transformarse en un recurso de pensamiento. Pero en ese caso ya no sirve como saber, sino como recurso. Esto es lo que nos moviliza. El saber devenido en recurso de pensamiento que intenta desbloquear —reconfigurar, reorientar, abrir— las dimensiones más fuertemente instituidas en un proceso o experiencia social determinada. Recuperando los sentidos que promovían aquellos impulsores del socialismo utópico o el anarquismo, consideramos indispensable poder articular, de una manera íntima, los saberes y las prácticas y los ensayos sociales.
Si abarcamos una variada gama de autores es porque nos interesaba demostrar que a lo largo de la historia, la autogestión, tanto como la autonomía, se inscribe como una problemática. cuando hablamos de problemática no referimos, siguiendo la proposición de Alberto Ascolani (1996), a las condiciones conceptuales y a las condiciones reales que permiten formular problemas en un determinado momento de una práctica. No se podrían formular problemas si no es a partir de que una problemática se instala en un campo determinado. La autogestión, por tanto, adquiere su sentido en diferentes periodos de la historia y de nuestro presente en la medida que se inscribe como una problemática que impulsa interrogantes profundas que únicamente la experiencia concreta, material, de quienes protagonizan procesos de esta índole puede ir resignificando, retomando, regenerando, pero nunca cerrando a partir de consignas ni respuestas definitivas. La autonomía, como vimos en el caso de Castoriadis, Spinoza, Deleuze, Guattari, por nombrar algunos de los autores que hemos trabajado, no es un punto de llegada, ni tampoco la conclusión de un proceso de lucha emancipatoria. Se trata, en todo caso, de una tensión compleja que atraviesa los cuerpos (individuales y colectivos) en su devenir como sujetos políticos que intentan construir una experiencia cuyos fundamentos principales son la posibilidad de dictarse sus propias leyes y la construcción de discursos y mitologías propias y no provenientes de una instancia heterónoma. Lejos, entonces, de proponer un concepto estático, o una noción cerrada, las hipótesis que hemos estudiado nos hablan de la construcción de la autonomía como una tarea por hacer, construir y desarrollar a partir de las constantes luchas y tensiones con las máquinas de poder, y, por supuesto, ante los límites propios que encuentran los protagonistas de este tipo de experiencias. En otras palabras: la horizontalidad, la contraposición a la forma Estado, la no delegación de las potencias en una instancia de representación que esté escindida de las mayorías —imágenes principales que fuimos analizando en este artículo—, nunca se inscriben como respuestas definitivas ni soluciones, sino tan sólo como problemas que requieren, y por tanto motorizan, la invención colectiva y la apertura de nuevas virtualidades y nuevos posibles.
Los sistemas de poder tienen como principal objetivo la captura de las producciones autónomas de los pueblos o de las multitudes. Aquello que nació al calor de la lucha y permitió una organización colectiva basada en nuevos valores éticos corre el riesgo permanente de ser reapropiado a fin de tornarlo equivalente a lo ya existente en el sistema. Se trata de una puja constante entre los movimientos constituyentes de nuevas formas y las fuerzas instituidas que intentan desactivarlos. Si algo hemos comprobado en la actualidad es hasta qué punto la autogestión fue apropiada y resignificada por la lógica política representativa, y en las últimas tres décadas por el lenguaje empresarial. Nuestra época se caracteriza por una reivindicación y un llamado constante a la autogestión. La empresa posfordista, con el fin de intensificar la explotación, incentiva la autonomía, el trabajo en equipo y la puesta en juego de las capacidades creativas, comunicativas, afectivas de los trabajadores. Pero, paradójicamente, esa promoción de la autonomía y la creatividad —que siempre se combina con mecanismos sumamente represivos y disciplinarios— no es más que la reapropiación de aquellas mismas críticas y reivindicaciones sociales que surgieron, desde el fondo mismo de la sociedad, durante los procesos de lucha desatados a finales de la década de 1960 y principios de 1970. Por su parte, en el caso de los Estados–nacionales y los organismos internacionales, se promueven, como nunca antes, los procesos de autoorganización comunitaria con el objetivo de subordinarlos en forma vertical y asentar la gobernabilidad sobre estas mismas redes sociales.
En tal sentido, un aspecto determinante para las ciencias sociales es poder desentrañar una serie de mitos que se le han adosado al concepto de autogestión. Vimos, al respecto, los estudios de Clastres, retomados por Deleuze y Guattari, sobre el surgimiento de jefes y liderazgos en comunidades primitivas, lo mismo que las proposiciones de Antonio Negri y Michael Hardt en torno a los alcances de la representación, y también del propio anarquismo en torno al Estado. Hoy en día, sin embargo, esa tarea se torna todavía mucho más compleja, en la medida que existen poderes mediáticos dispuestos a emitir un torbellino de palabras e imágenes dispuestas a cerrar discusiones sobre la autoorganización de las comunidades. En la Argentina, las revueltas populares de 19 y 20 de diciembre de 2001 sacaron a la luz un conjunto de potentes experiencias: fábricas y empresas en quiebra recuperadas por sus obreros y transformadas en cooperativas, clubes del trueque, cooperativas de cartoneros, medios alternativos, movimientos de desempleados, etc. Se trató de un intenso proceso que se inició hacia finales de la década de 1990 en el que se elaboraron una serie de hipótesis políticas sumamente renovadoras respecto a esa batería de conceptos impuesta por el neoliberalismo. Sin embargo, a poco menos de diez años de aquellas jornadas, resulta notable presenciar un cúmulo notable de interpretaciones y conclusiones que no han hecho otra cosa más que bloquear una compleja discusión que se había abierto en torno a la autonomía, las luchas contra la representación política, el Estado, las formas del trabajo neoliberal, la organización gremial, entre otros. Tal como lo afirma el Colectivo Situaciones (2009), el cinismo actual consiste en oponer una imagen hecha, preformateada, a un problema siempre nuevo, vivo, e intrincado. Así es como comprendemos a la autogestión: como una imagen siempre incompleta, parcial, que requiere de nuevos insumos teóricos y de constantes ensayos sociales a fin de extender sus límites.
Para finalizar, queremos retomar un espíritu que consideramos central en las proposiciones formuladas en este artículo: la capacidad de construir relatos y fábulas propias sobre el presente. Trabajo arduo en el caso de conceptos como autonomía y autogestión, en la medida que éstos, como decíamos, vienen sufriendo la apropiación y resignificación por parte de los poderes en turno. Porque la búsqueda de la autonomía también implica darse a sí mismo, al interior de los procesos colectivos, el derecho a construir la propia historia y los desafíos porvenir. Una invención que requiere siempre de nuevas preguntas, hipótesis, textos, experiencias, mitologías propias y no ajenas, que permitan abrir una fisura instituyente en el firmamento político y social actual.
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1 Para este desarrollo teórico vamos a utilizar los estudios realizados sobre estos autores por Gilles Deleuze (2004), Paolo Virno (2003) y Antonio Negri (2004). Asimismo usaremos los libros Tratado político (2004) y Ética demostrada según el orden geométrico (1980), de Spinoza, y De cive (2000) y El Leviatán (2008), de Thomas Hobbes.
2 Deleuze afirma: “La ley es siempre la instancia trascendente que determina la oposición de los valores Bien Mal; el conocimiento, en cambio, es la potencia inmanente que determina la diferencia cualitativa entre los modos de extensiva bueno–malo” (Deleuze, 2004a: 35).