Cuánto no sería lo deseable que en vez de producirse agrias disputas por adelantar o retrasar la fecha de elecciones por ejemplo, que solo muestra una inocultable preocupación por el poder (legitimar el gobierno lo llaman); más bien se aproveche el tiempo de transición para desplegar un conjunto de iniciativas que permitan profundizar la democracia hacia la interculturalidad. Debería existir el convencimiento de que es el mejor camino (sino el único) para saldar diferencias y pacificar efectivamente el país, al margen de poder abordar con solvencia ese fantasma que hace presentir que el masismo podría retornar, nada menos que de la mano de un electorado que se suponía lo había derrotado y cerrado las puertas
En Bolivia hay un fenómeno que se ha mantenido latente y disimulado (por no decir encubierto), cuyas implicaciones para la democracia y la convivencia nacional son fundamentales.
Sucede que el periodo de transición democrático-electoral que resultó como consecuencia del fraude electoral y la consiguiente anulación de las elecciones de octubre 2019, abrió una inmejorable oportunidad para la pacificación y el reencuentro nacional; pero sobre todo, para la construcción de una democracia intercultural y la superación de viejas lacras que todavía persisten. Y es que más allá de facilitar herramientas para la pacificación y el hermanamiento coyuntural ante la polarización prevaleciente entre bolivianos; dicha transición debería estar contribuyendo a resolver los profundos problemas de racismo, incomprensión, falta de respeto, discriminación y colonialismo que existe en el país. No es un dato menor que Bolivia es un Estado pluricultural donde la diversidad y la alteridad diferenciada que existe es uno de sus rasgos y características predominantes, inclusive muy a pesar del intenso proceso de urbanización, homogenización y clasemedianización que se ha producido con tanto énfasis. A pesar de las circunstancias que auguraban un gran paso adelante, lamentablemente no se han emprendido ninguna de las dos tareas.
Cuánto no sería lo deseable que en vez de producirse agrias disputas por adelantar o retrasar la fecha de elecciones por ejemplo, que solo muestra una inocultable preocupación por el poder (legitimar el gobierno lo llaman); más bien se aproveche el tiempo de transición para desplegar un conjunto de iniciativas que permitan profundizar la democracia hacia la interculturalidad. Debería existir el convencimiento de que es el mejor camino (sino el único) para saldar diferencias y pacificar efectivamente el país, al margen de poder abordar con solvencia ese fantasma que hace presentir que el masismo podría retornar, nada menos que de la mano de un electorado que se suponía lo había derrotado y cerrado las puertas.
Lo que sucede en la práctica es todo lo contrario. Tanta ha sido la acumulación de repudio, rechazo y desencanto contra la autocracia fugada y el modo confrontacional que alentó sistemáticamente, que una buena parte del imaginario público confunde, mezcla y asemeja masismo con pueblo y sectores populares, asumiendo que cualquier acto de protesta o movilización social es obra del masismo.
A este constructo social distorsionado que ha tenido 14 años para desarrollarse, se añade la discriminación y el racismo anidado en los sectores conservadores y reaccionarios (tanto tradicionales como los que quedaron al margen de la cooptación masista, incluidos por supuesto los partidos políticos que los representan). Se trata de un ingrediente que, con base en prácticas discriminatorias, excluyentes y coloniales; atiza y hace más agresiva la reacción y el desprecio contra pueblos, identidades y movimientos sociales; como si la diversidad cultural, social, política o de otra índole, fuese parte indisoluble de ese régimen que usurpó e hizo bandera de su relación con este tipo de sectores.
Por eso se explica que cualquier conato de conflicto o amenaza de movilización sea inmediatamente asociada como un acto conspirativo atribuible al masismo, y por tanto repudiable, cuando no reprimible en forma autoritaria. Se utiliza la evidente inclinación confrontacional y conspirativa del masismo, como argumento y coartada para justificar las propias tropelías y actos de exclusión y rechazo, pero que engloban y generalizan indistintamente a todos los sectores populares, pueblos y movimientos sociales. Ahí es donde se produce el quiebre y el distanciamiento entre bolivianos.
No hay apertura para el diálogo, menos la comprensión y el respeto para abordar y resolver los problemas, deudas históricas y necesidades de fondo que aquejan a una gran parte de la población nacional. Si bien es cierto que aquel sector confrontacional y conspirativo del masismo evidentemente continúa realizando sus mejores esfuerzos para desestabilizar la democracia y crear escenarios de alta conflictividad; sin embargo, ello está muy lejos de representar a TODOS los sectores populares y movimientos sociales, gran parte de los cuáles efectivamente se encuentran en una grave situación de vulnerabilidad y extrema precariedad que los obliga a movilizarse. El país no es la profusa y dispendiosa propaganda del gobierno de Evo Morales que quiso anular y ocultar la realidad y el verdadero rostro de las carencias que nos abruman.
Y así como no se tiene la más mínima predisposición y voluntad para escarbar un poco la problemática en busca de las razones y causas más profundas que originan ese malestar; también se manifiesta la indisimulada actitud por ejercer las propias actitudes discriminatorias y excluyentes, que no son otra cosa que asemejarse y buscar imponer sus propios arquetipos y modelos de orden monocultural y accidentalizado, tan alejados de nuestra propia realidad plurinacional. Es decir, se produce una asociación mecánica por la cual la diversidad cultural y de movimientos sociales que no tienen nada que ver con ese modo de proceder y actuar del régimen autocrático fugado, quedan subsumidos en el prejuicio y el preconcepto errado que los asemeja, como si éstos fuesen parte indisociable de ese modo despreciable de ser y actuar que el gobierno de Evo Morales usurpó, a su turno, para arrogarse una identidad simulada, pero que le sirve para sus aviesos fines de poder.
En el plano de la actividad política sucede algo similar, solo que mediatizada y expresada a través de los partidos políticos que reflejan y representan lo que sucede en la sociedad.
En el caso del MAS, donde muy a pesar de la imagen confrontacional y conspirativa que destaca en titulares informativos o la propia percepción ciudadana como si fuese su única faceta; también existe a su interior una indisimulable pugna entre “halcones” y “palomas”, o “conciliadores” y “guerreristas”, donde la discriminación y el juego de privilegios ha sido una constante. En el fondo, estos bloques diferenciados que se pusieron en evidencia con el periodo de transición, no significan sino la disputa entre privilegiados blancoides elegidos a dedo como parte del entorno palaciego, y una mayoría de representantes indígenas y populares que (convertidos en escalera electoral y masa disponible), responden a sus movimientos y sectores sociales. El hecho es que no solo reproducen prácticas que deberían haber sido desterradas (inclusive por mandato constitucional), sino que forman parte de un tipo de relación y desenvolvimiento gubernamental que ha perdurado por casi 14 años. Las consecuencias de este modo de deconstruir sociedad y democracia las sufrimos todos, porque nos ha embarcado en un estado de polarización permanente.
En la acera opuesta de los partidos políticos de oposición, donde no se ha producido ningún cambio ni renovación que no sea de algunos rostros (pero con las mismas mañas), el escenario es tanto o más pesimista, puesto que no solo persiste la tradicional, conservadora y hasta reaccionaria forma de interactuar y relacionarse, sino que pretende restaurar practicas señoriales, discriminatorias y racistas, así como el tipo de Estado neoliberal que ya fue expulsado en su momento. A este respecto (buscando rehacer sus antiguos privilegios), ha vuelto a renacer aquel tan preciado anhelo que busca reformar la Constitución vigente, anular el Estado Plurinacional y restaurar la república liberal y monocultural tan semejante a su referente occidental en decadencia.
Su persistencia y falta de renovación nos condena a un contexto donde no hay qué elegir, puesto que masismo y derecha tradicional son igualmente repudiados y rechazados por la sociedad, con el añadido de que no se ha logrado construir una fuerza alternativa popular diferenciada de ambos polos, tan iguales en su modo de actuar, como en el modelo de Estado y sociedad que postulan. Para ejemplificar, la reciente eliminación del Ministerio de Culturas es una muestra palpable de este desdeño a la diversidad y la condición plurinacional del Estado, puesto que con el burdo argumento de reducir gastos innecesarios, se decide anular el mandato constitucional y la imperiosa necesidad de resolver problemas tan esenciales como la descolonización, el racismo, la discriminación y la interculturalidad. La restauración conservadora y colonial se pone en evidencia.
Así, sin querer moverse de su espacio de confort y sus propias adhesiones clientelares; masistas y opositores electoreros se enzarzan en una disputa interminable por demostrar quién es peor, porque encima de las causas que dicen defender, está su indeclinable codicia por hacerse del poder.
Los partidos de oposición electorera no han aprendido y (como bien señaló en otras palabras Sergio Almaraz), quieren gobernar a un país que desprecian, discriminan y quieren someter. Tanto es así que ninguno de los partidos de oposición ha querido ni se han dado la molestia de acercarse y hacer un esfuerzo por establecer vínculos de relacionamiento con los sectores populares. Es más, los rechazan e inclusive rompieron alianzas iniciales en algún caso, prefiriendo de esta manera cerrarse en sus círculos clientelares de conocidos, preferentemente elitistas.
No entienden (o sencillamente descartan de plano) que mientras no se acerquen al pueblo, sus necesidades y sus luchas, solo abonarán el camino de su propia derrota y al triunfo del masismo, tal como lo demuestran todas las encuestas electorales que se han realizado desde las pasadas elecciones. Parece como si estuvieran convencidos de que el país solo está compuesto por una clase media descontenta que repudia al masismo. Se trata de una oposición electorera que solo está interesada en el poder y la restauración de sus privilegios, y en esa medida es la sepulturera de sus propios anhelos. Da por supuesto que el pueblo y los sectores populares están (o siguen) cooptados por el masismo, sin percatarse que gran parte de sus movilizaciones solo traslucen la extrema precariedad y vulnerabilidad que sufren y que es (muchas veces criminalmente) aprovechada y manipulada por agitadores masistas que a su turno están empeñados en convulsionar el país como si la convulsión fuese el único camino para recuperar el poder.
Por eso se entiende el estado de incertidumbre generalizada que predomina en la sociedad. Masismo y oposición electorera solo provocan desconcierto y repudio generalizado. No se encuentra una salida al embrollo, menos una alternativa popular que arrastre el descontento generalizado, porque masistas y opositores electoreros son despreciados con el mismo énfasis, dado que en vez de preocuparse por el verdadero estado del pueblo al que quieren representar y conquistar sus votos, se preocupan más por cómo retener o recuperar el poder.
Las elecciones no representan tampoco una vía de solución (menos con un legado normativo como la ley colonial y partidocrática de organizaciones políticas, o la ley usurpada e impuesta inconstitucionalmente por la Asamblea Legislativa que establece el mapa electoral y define la distribución de circunscripciones electorales por ejemplo), porque el pueblo y la ciudadanía percibe y observa que quienes pretenden ganar su adhesión, son los mismos que dan las espaldas a sus necesidades y problemas, o sencillamente quieren manipularlos en su propio beneficio como escalera para acceder al poder. El pongueaje político está más vigente que nunca. La problemática del pueblo, la ciudadanía y los sectores populares se convierten solo en un pretexto.
En este contexto es previsible imaginarse que, de persistir esta situación de ceguera política, desprecio e incomprensión; termine por desbordarse la multitud. Máxime si se toman en cuenta todos los problemas y restricciones que impone la pandemia. No hay que olvidar que esta situación de descontento y furia reprimida está siendo cotidianamente acumulada por los actos de corrupción, incompetencia, desaciertos e improvisación del gobierno transitorio.
Si no se ha tenido la capacidad para establecer los vínculos para el reencuentro nacional y, menos, para construir los lazos de interculturalidad, respeto y convivencialidad en la diferencia y la diversidad; entonces al menos no cometamos la torpeza de ahondar la polarización inducida, el desprecio a los sectores populares, y la reproducción de prácticas despreciables del pasado.
La extrema necesidad y el crítico estado de vulnerabilidad en que se encuentra la gran mayoría popular del país (que además debe sortear los peligros y restricciones impuestas por el Coronavirus), puede estallar en la cara de todos aquellos que creen que se puede seguir desdeñando al pueblo y haciendo prevalecer el poder.
(*) Sociólogo, boliviano. Cochabamba, Bolivia; Junio 12 de 2020.