A noventa años del nacimiento de Félix Guattari, propuestas como la psicoterapia institucional y conceptos como el de esquizoanálisis o micropolítica siguen interpelando a aquellos movimientos que luchan por una alternativa al sistema capitalista.
A noventa años del nacimiento de Félix Guattari, propuestas como la psicoterapia institucional y conceptos como el de esquizoanálisis o micropolítica siguen interpelando a aquellos movimientos que luchan por una alternativa al sistema capitalista.
El 30 de abril se cumplían noventa años del nacimiento de Félix Guattari, uno de los autores más sugerentes en el ámbito de la filosofía francesa de la diferencia y del psicoanálisis alternativo. Sin duda, uno de los nombres fundamentales para entender la construcción de un espacio común entre los movimientos sociales que emergen en distintos lugares desde finales de los años sesenta del siglo pasado. Como apunta Manola Antonioli, en Guattari encontramos una “figura atípica e inclasificable”, en la cual se da cita la condición múltiple de “filósofo-militante-analista-lingüista”. Quizá por ello se trate de un autor en buena medida olvidado e, incluso, en muchas ocasiones, relegado, cuya producción y pensamiento no han recibido todavía una atención proporcional al caudal de propuestas que ofrece desde el punto de vista de las luchas que libramos hoy día.
La obra de Guattari ―forjada en un momento de especial efervescencia, provocado por las movilizaciones de Mayo del 68― se puede caracterizar como un dispositivo teórico dispuesto para la intervención directa en el campo social. De hecho, si hay un elemento que está presente en el análisis guattariano acerca de las formas de poder, y en relación a la creación de alternativas posibles, es su carácter intempestivo; su carácter ―por tomar en consideración la traducción que Deleuze, Foucault o el propio Guattari hicieron del término nietzscheano― (in-)actual. En efecto, la producción guattariana está implicada de manera inequívoca con los ciclos de luchas de su tiempo y, en este sentido, en contra del estado actual de cosas, a favor de un tiempo futuro, de un acontecimiento y de un pueblo que se esperan, de un proceso de ruptura y construcción en devenir continuo y siempre inacabado.
En suma, el pensamiento de Guattari se encuentra enclavado en el estudio de los bloques o los estratos que gobiernan de forma aparentemente estable nuestras vidas. Pero más aún en la búsqueda de las tantas líneas de fuga a través de las cuales se cuela la posibilidad de resistir ―esto es: de crear― ante la influencia de lo que se nos quiere hacer ver como normal y, así, inevitable.
La experiencia vital concreta y la obra de Guattari se entretejen de manera íntima. Como se puede observar en Les années d’hiver (1980-1985), Guattari vivió en primera persona la primavera de los sesenta ―en la Voie Communiste o la Opposition de gauche― así como, posteriormente, la necesidad de no cesar en la revuelta durante la bruma neoliberal en la que se vio inmersa la población a partir de los ochenta.
A esta necesidad de anudar la teoría con la práctica apunta, asimismo, el núcleo de la psicoterapia institucional que Guattari desarrolló, a lo largo de casi cuatro décadas, en la Clínica de La Borde, junto a Jean Oury. La Borde seguía los pasos de la práctica analítica crítica, de carácter activista, que Francesc Tosquelles había introducido en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Como indica Guattari en el texto “Prácticas analíticas y prácticas sociales” ―escrito a finales de los años ochenta y publicado posteriormente en el libro De Leros a La Borde―, el legado de Tosquelles ―médico catalán, militante del POUM forzado a exiliarse a finales de los años treinta huyendo del avance de las tropas franquistas― implicaba, en primer lugar, que el foco de análisis no se debía poner sobre los internos sino sobre la institución en la que estos se encontraban. Se trataba con ello de observar hasta qué punto influían los principios organizativos y la estructura del centro en el desarrollo de las dolencias y de las dinámicas intrínsecas del grupo. Al mismo tiempo, los principios desarrollados por Tosquelles preveían una organización horizontal y asamblearia entre los distintos miembros del personal sanitario y entre estos y los propios internos. Con ello se trataba, en este caso, de dar voz a los internos como sujetos activos y autónomos.
Guattari vivió en primera persona la primavera de los sesenta, así como la necesidad de no cesar en la revuelta durante la bruma neoliberal en la que se vio inmersa la población a partir de los ochenta.
En todo caso, el análisis de las dinámicas internas de grupo que se propone desde la psicoterapia institucional no solo se dirige a los centros de atención médica. Desde finales de los años sesenta, Guattari define su producción a la manera de una caja de herramientas. Aunque será Foucault el que acabará por popularizar esta expresión ―con su análisis sobre el uso de la teoría y, en particular, sobre el papel de los intelectuales acompañando los ciclos de luchas―, Guattari indica en el último texto citado cómo fue él mismo quien la acuñó, con el fin de aplicar los principios de la psicoterapia institucional al análisis de las prácticas que se materializan en los grupos militantes y, en general, de las relaciones que se dan en el campo social. De nuevo, no por considerar a la sociedad enferma sino por cartografiar el modo de producción que la enferma y los dispositivos a través de los que actúa el entramado del poder. A esto hacen alusión los términos esquizoanálisis y micropolítica que Guattari utiliza desde sus primeros textos, como se puede ver en el libro Psicoanálisis y transversalidad (1972), y que más tarde desarrollará de manera profusa, con Deleuze, en los dos volúmenes sobre capitalismo y esquizofrenia: El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1981).
El esquizoanálisis o la micropolítica ―dos términos que se suelen utilizar de manera indistinta― plantean, en primer lugar, una alternativa a los posicionamientos establecidos en el ámbito psicoanalítico. En efecto, aunque se formó junto a Jacques Lacan y nunca abandonó la Escuela Freudiana de París, Guattari rompe amarras de manera temprana con la tradición psicoanalítica. Así, ante el carácter representativo y represivo que Guattari atribuye al psicoanálisis, en la medida que no hace sino reflejar y, con ello, justificar en el ámbito del inconsciente las relaciones dominantes ―clasistas, racistas, heterocentradas, falocéntricas― que en base a una lógica binaria organizan el campo social, con el esquizoanálisis se trata en cambio de concebir el inconsciente como una multiplicidad de máquinas de producción discursiva y de prácticas con capacidad para trastornar tanto los códigos sobre los que se constituye la subjetividad, como el conjunto de axiomas o principios en los que se asienta el modo de producción capitalista. El inconsciente entendido como fábrica y no como teatro (clásico), por tomar en consideración las palabras con que el autor, de la mano de Deleuze, resume este proceso de desmontaje en El Anti-Edipo. Como apuntan ambos autores, desde esta perspectiva “el esquizoanalista es un mecánico, y el esquizoanálisis, únicamente funcional”.
El deseo, entendido como principal expresión del inconsciente, no manifiesta de esta manera ningún tipo de carencia. Antes al contrario, hace alusión a la abundancia caótica que hormiguea bajo todo orden establecido y, así, al conjunto de efectivos, es decir, de dispositivos de producción con los que se constituye la subjetividad en clave individual y colectiva, como resultado de un conjunto de cortes y empalmes, continuidades y rupturas, conjunciones y disyunciones. Por eso podemos afirmar que la subjetividad no se entiende como origen y fundamento del discurso y de la acción, ni como fuente de acceso a una verdad última por medio de la razón, sino como residuo o resultado final de la producción maquínica en la que se inserta. Asimismo, de esta manera se entiende el rechazo a la triangulación edípica (Papá, Mamá, Yo) y el familiarismo burgués en que, según Guattari, el psicoanálisis ha encerrado tanto al deseo como a la producción subjetiva, llamando la atención sobre la necesidad de poner el inconsciente bajo el fuego cruzado de los tantos combates que configuran el campo social.
Con el esquizoanálisis se trata el inconsciente como una multiplicidad de máquinas de producción discursiva y prácticas con capacidad para trastornar el conjunto de axiomas en los que se asienta el modo de producción capitalista.
Todos estos elementos quedan sistematizados en las cuatro “tesis” sobre el esquizoanálisis o la micropolítica que el autor expone, una vez más, en El Anti-Edipo. La primera de ellas afirma que toda carga inconsciente tiene su origen en el campo social y se desarrolla, a su vez, en un contexto histórico determinado. Por esta parte, el deseo y sus múltiples procesos de producción tendrían una prioridad ontológica y política sobre las estructuras estables ―sea el Capital, el Estado, la Familia o el Sujeto― alrededor de las cuales se canalizan las formas de poder. Los conjuntos estadísticos y de carácter gregario se alzan, así, sobre la represión, es decir, sobre la “eliminación” o, en todo caso, la “regularización” de las singularidades. A esta tensión se refiere Guattari al plantear la relación que de continuo se da entre los bloques de carácter molar y las líneas o movimientos de carácter molecular que conforman la sociedad y la realidad en su conjunto, no siendo los primeros más que el resultado de la identificación esencialista, de la normalización y la representación unitaria de un conjunto social y político en principio caracterizado por la heterogeneidad y la multiplicidad.
La segunda tesis se preocupa por deslindar el inconsciente de grupo del interés preconsciente de clase. Esto supone, en primer lugar, que las subjetividades no completamente subsumidas en el orden sistémico encuentran su propósito principal, mucho antes en la expresión autónoma de su singularidad y sus necesidades, que en la representación política dirigida a liberar la conciencia de la alienación a que la somete el poder. Guattari trata de firmar con ello el acta de defunción de las vanguardias políticas y de las estructuras partidistas y sindicales que ejercen el poder de mando de forma vertical. Asimismo, con ello se trata de detectar el deseo reaccionario que, en ocasiones, subyace en algunas manifestaciones de clase con un carácter en principio revolucionario. Lo que lleva a explorar los motivos por los que, en un contexto determinado, un individuo o una colectividad pueden actuar en contra de sus propios intereses. Dicho de otro modo, de esta forma abordamos el problema que autores como La Boétie, Spinoza o Reich plantean al apuntar a aquellos que luchan por su esclavitud como si lo hicieran por su propia libertad.
Por lo demás, con esta afirmación del inconsciente de grupo no se trata tanto de eliminar las identidades ―menos aún si se trata de las identidades históricamente oprimidas y en lucha― como de mostrar que ninguna identidad preexiste a la relación de fuerzas que la constituye; que toda identidad es ajena a cualquier esencia dada de antemano y que se forma en la intersección, tomando la diferencia y la multiplicidad como punto de partida. Lo que no excluye sino, al contrario, debe favorecer una articulación colectiva y amplia. De hecho, uno de los principales propósitos del esquizoanálisis o la micropolítica es el de trazar las líneas de alianza que las singularidades en lucha pueden establecer a partir de sus diferencias. Insistiendo, asimismo, en la necesidad de conjugar la capacidad proletaria para minar el modo de producción capitalista con la obertura a nuevas formas de expresión que se proponen desde las subjetividades alternativas. Con esto se pretende eliminar cualquier residuo conservador o reaccionario ―visible en algunas manifestaciones del obrerismo más tradicional― a la hora de articular las luchas colectivas. Poco que ver tiene, pues, el propósito guattariano con la discusión que ha surgido, de un tiempo a esta parte, sobre la incompatibilidad entre la reivindicación de las diferencias y la acumulación de fuerzas necesaria para llevar a cabo una transformación profunda en el campo social.
La tercera de las tesis incide en la importancia que cabe atribuir a las relaciones sociales, históricas, políticas y económicas por encima de los vínculos que segrega el ámbito familiar. El núcleo familiar tradicional ejerce, de hecho, un papel fundamental en la reproducción social del modo de producción capitalista y, con ello, de un modelo subjetivo susceptible de aceptar e incluso de disfrutar con las exigencias de la lógica neoliberal. Como afirman Deleuze y Guattari, “en el conjunto de partida está el patrón, el jefe, el cura, el pasma, el recaudador, el soldado, el trabajador […]; pero en el conjunto de llegada, al límite, ya no hay más que papá, mamá y yo, el signo despótico recogido por papá, la territorialidad residual asumida por mamá, y el yo dividido, cortado, castrado”.
La cuarta tesis, por su parte, plantea la necesidad de distinguir dos polos dentro de los cuales se mueve, a pesar de constituir un dispositivo múltiple, la producción del deseo: por un lado, la deriva reaccionaria o paranoica; por el otro, el polo revolucionario o esquizoide. Por este lado se trata, en primer lugar, de afirmar el conflicto como fuente de toda constitución del campo social. Aunque no se acepte como único elemento de análisis la clase social, se sigue observando en las luchas antagonistas el motor de todo cambio posible. Asimismo, en segundo término, se trata de concebir una forma de articulación social cuyo poder no ahogue la potencia creativa y revolucionaria que se puede dar en la base del campo social. En este sentido, el objetivo del esquizoanálisis o la micropolítica sería el de averiguar si es posible, y en qué condiciones, conjugar la producción del deseo con la producción social –sin que la primera sea supeditada por la segunda.
Insistir, pues, en el carácter fluido del pensamiento guattariano (y lo mismo valdría para Deleuze o Foucault) sin poner el acento en la exigencia de articular una construcción de la realidad, si bien abierta y dinámica, susceptible de ser sostenida en el tiempo y el espacio, no dejaría de constituir una lectura sesgada y parcial ―y una invitación para lecturas (pongamos por caso las elaboradas por nombres como Žižek) en las que, de manera aún más sesgada y parcial, se acusa a este conjunto de autores de anunciar e incluso de fundamentar la lógica propia del modelo neoliberal.
Con Guattari no solo nos encontramos, en medio de la barricada, ante el propósito de desterritorializar, es decir, de trastornar los códigos y las reglas con que se rige el poder constituido. Más allá, la obra guattariana ofrece un conjunto de elementos para pasar a la ofensiva y, en este sentido, para dar lugar a una reterritorialización alternativa. En suma, la acción revolucionaria debe crear un pliegue, esto es, un refugio o un hogar común para las subjetividades rebeldes. Esta articulación disimétrica del espacio, con respecto a las condiciones establecidas por el capitalismo, se debe complementar con la creación de un agenciamiento colectivo de enunciación y de efectuación. Ante las formas de ver, de decir y de experimentar la realidad que modela el sistema capitalista, se llama la atención sobre la necesidad de superponer un nuevo orden para el discurso y una composición de fuerzas alternativa, o sea, una nueva organización de los modos de producción y de valorización desde la base del campo social. Conceptos como el de caosmos o el de plano de inmanencia (o consistencia) sobre los que en tantas ocasiones vuelve el autor, dan cuenta de este carácter constructivista de la producción guattariana.
Así pues, la filosofía debe abordar el problema de la organización, en clave material y simbólica, de todo el conjunto de luchas múltiples y en principio minoritarias que dinamizan el campo social, aquellas que se dan más allá del espacio parlamentario pero en cuyo entorno se perfilan, en cada momento, las posibilidades de llevar el sistema hasta el límite de sus capacidades. En este sentido, como afirma Deleuze desde las primeras líneas de Diferencia y repetición (1969) ―llevando a cabo un análisis que Guattari no dejará de tener presente―, la cuestión central no se dirime entre el caos y la trascendencia, sino en la posibilidad de extraer una articulación ontológica consistente tomando el magma caótico (el que se expresa en el deseo del grupo) como punto de partida, y sin la necesidad de acabar llevando la realidad (política y social de las luchas) hasta un plano trascendente.
Esta problemática afecta, en primer lugar, a la organización de la militancia. Y se aborda con el propósito de atraer, desde la base del campo social, los múltiples dispositivos de producción del deseo hacia el polo revolucionario. Hay que empezar, pues, por trazar una distinción entre los grupos sujeto o autorreferentes y los grupos sujetados o sometidos.
Uno de los principales propósitos del esquizoanálisis o la micropolítica es el de trazar alianzas entre las singularidades en lucha a partir de sus diferencias.
Guattari avanza por este flanco empuñando la producción sartreana como aliada. En la Crítica de la razón dialéctica (1960), Sartre analiza los diferentes tipos de conjuntos que se pueden encontrar en el campo social. El primer conjunto es la serie, caracterizada por la subordinación del sujeto como simple unidad indiferenciada dentro de la masa. La segunda tipología, en cambio, se hace visible a través de los grupos en fusión, y se constituye en la lucha por dejar atrás toda relación basada en la alienación y la explotación. El grupo abandona así su estado de objetivación, en la medida en que ya no se encuentra subyugado por una fuerza externa. En todo caso, la nueva condición ontológica y política del grupo no se puede materializar si no es poniendo en comunicación la singularidad con la multiplicidad, la autonomía con la articulación colectiva, con el propósito de dar lugar a un nuevo conjunto en el que cada uno de sus miembros constituya, en sí mismo y en relación con los otros, un elemento de intermediación.
En el caso que nos ocupa, se trata de evitar que los grupos operen mediante la eliminación de los disensos internos, pues son estos, al fin y al cabo, los que mantienen la “pasión procesual” a la hora de constituir cualquier espacio de realidad. Asimismo, se pretende evitar que los grupos actúen mediante la exclusión dirigida hacia el exterior. Guattari apunta que la delimitación entre las dos tipologías de grupo se da principalmente en el ámbito teórico, pues en la práctica concreta todo colectivo corre el riesgo de traicionar la potencia disruptiva del deseo. En definitiva, se trata de evitar que en los grupos se formen bloques de carácter molar sobre la base molecular que en un principio los sustenta. Que no se acaben creando, asimismo, los llamados “microfascismos de grupo”, con la recuperación de estructuras basadas en la centralización y la jerarquía. Como indica Foucault en el prefacio a la edición estadounidense de El Anti-Edipo, en lo que califica como la puesta en práctica de una ética concreta, todo este proceso implica perseguir en los repliegues del cuerpo, individual y colectivo, cualquier rastro de vida fascista.
Por lo que respecta a la posibilidad de construir una articulación abierta y, al mismo tiempo, sólida para la acción, Guattari hace entrar en escena el concepto de transversalidad. A nivel práctico, se trata de que los miembros del grupo, así como los distintos colectivos, puedan operar alrededor del eje descentrado que implica una “distancia positiva”. El catalizador de la comunicación colectiva se sitúa entonces en la necesidad de encontrar el múltiplo común por el cual las alianzas se construyen a medida de lo que difiere y no en base, como apunta Foucault en el texto que acabamos de citar, a una “paranoia unitaria y totalizante”. A despecho de algunas de las últimas lecturas que se han llevado a cabo sobre el concepto de transversalidad, no se trata así de diluir las identidades para avanzar hacia la unidad y la aceptación general, sino de hacer resonar las singularidades para articular un espacio amplio y, por ello, basado en la autonomía y la multiplicidad. Al fin y al cabo, como apunta Guattari en una entrevista sobre la publicación de El Anti-Edipo, “toda posición de deseo contra la opresión, por muy local y minúscula que sea, termina por cuestionar el conjunto del sistema capitalista, y contribuye a abrir en él una fuga”.