Con o sin anexión, la ocupación colonial debe terminar
En una reciente entrevista con la BBC, el saliente embajador de Israel ante la ONU, Danny Danon, resumió la política de su país con total claridad: toda la tierra [de la Palestina histórica] le pertenece a Israel porque Dios se la dio. La Biblia es su título de propiedad. De modo que todo este debate en torno a la posible anexión es estéril: la tierra ya le pertenece a Israel (y a todo el pueblo judío, agregó), de modo que la única cuestión es cuándo «extender la soberanía a Judea y Samaria» (nombres bíblicos usados en Israel para hablar de Cisjordania). Cuando el periodista le pregunta por el Derecho Internacional, Danon responde: «Tenemos derechos bíblicos a la tierra. Seas cristiano, musulmán o judío, si lees la Biblia verás que todo está allí. Solo tienes que leer el libro de historia.»
No se necesita nada más. Danon dejó claro que el sionismo jamás tuvo la menor intención de compartir o ceder una parte de la tierra histórica de Palestina, porque le pertenece por derecho divino. Lo único que hizo durante los 25 años perdidos en el falaz proceso de Oslo fue ganar tiempo –mientras hacía que negociaba con los palestinos− para afianzar su colonización, triplicando la cantidad de colonos asentados en el territorio y creando así hechos consumados irreversibles. Todo lo demás es retórica para consumo occidental. Y lo peor es que la ‘comunidad internacional’ lo supo siempre; pero prefirió hacer la vista gorda y, con su inacción y tolerancia, garantizar inmunidad a Israel y permitirle llegar al actual estado de cosas.
No obstante, desde que el gobierno israelí presidido por el primer ministro Netanyahu anunció que el 1° de julio podría concretar la anexión formal de una tercera parte de Cisjordania (ya ocupada desde 1967), las protestas y condenas se multiplicaron en todo el mundo. Incluso la tan temida y nunca pronunciada palabra ‘sanciones’ se escuchó en algunos gobiernos de la Unión Europea, tal vez porque las presiones de parlamentarios/as y sociedad civil para que tomaran medidas fueron considerables.
El problema –y el peligro− es caer en la trampa de reducir la limpieza étnica y el colonialismo de asentamiento que el sionismo lleva a cabo en Palestina desde hace siete décadas (es decir, la anexión de facto) a la mera anexión de jure. Y es que históricamente Israel se las ha arreglado para achicar cada vez más las exigencias de la comunidad internacional respecto a sus deberes hacia el pueblo y el territorio palestinos:
– tras la limpieza étnica de 1948, en el armisticio firmado en 1949 con los derrotados ejércitos árabes, logró quedarse con el 78 por ciento de la Palestina histórica (mucho más del 55 por ciento propuesto por la ONU en el plan de partición de 1947);
– tras la ocupación del resto del territorio en la Guerra de los Seis Días de 1967, la comunidad internacional olvidó la ilegalidad de aquel 78 por ciento y empezó a exigirle que se retirara solo de los territorios recién ocupados (es decir, que volviera a las mal llamadas “fronteras [anteriores] de 1967”). El argumento es que Naciones Unidas no reconoce la legitimidad del territorio adquirido por la guerra; pero olvidaron que precisamente esas ‘fronteras’ anteriores a 1967 −que la ONU sí le reconoce a Israel− también fueron producto de una guerra de conquista en 1948-49;
– y en 2020, parecería que todo se reduce a que no oficialice la apropiación del territorio que de todas maneras ya está ocupando y colonizando desde 1967. Como si, de no formalizarse la anunciada anexión, todo estuviera bien e Israel pudiera seguir haciendo ‘business as usual’.
Es que entre los países occidentales hay un consenso hipócrita: mientras el discurso oficial se mantenga dentro del marco de ‘los dos estados’, a Israel se le permite todo; incluso convertir esa ‘solución’ en una quimera. Pero cuando ese acuerdo tácito es violado por este tipo de anuncios, los gobiernos europeos no pueden menos que amenazar con actuar.
El problema es que, haya o no haya anexión formal, Israel seguirá haciendo todo lo que ya hace en el territorio ocupado: robo de tierras y expulsión de sus dueños palestinos para construir en ellas colonias exclusivamente judías (e ilegales en el Derecho Internacional); alteración de la infraestructura mediante la construcción de zonas industriales, muros y carreteras segregadas −también de uso exclusivo judío−; demoliciones permanentes de viviendas y medios de vida palestinos; decretos y autoridades militares para gobernar a la población ocupada; traslado de población judía al territorio ocupado y consiguiente desplazamiento de la población palestina, y un largo etcétera.
No obstante, con la anexión formal el régimen israelí estaría buscando la aprobación internacional para sus permanentes violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos y colectivos del pueblo palestino. Por eso debe ser rechazada categóricamente. Además, muchas voces advierten que esas políticas nefastas se agudizarían con la anexión, como de hecho ocurre en Jerusalén Este, ocupada por Israel en 1967 y oficialmente anexada en 1980 (anexión unilateral e ilegal que ningún país reconoció hasta que Trump llegó al poder). Allí la única autoridad y ley es la israelí, y la población palestina no tiene ciudadanía, no puede votar, no recibe servicios públicos ni permisos de construcción, ni nada de lo que goza la población judía en el oeste de la ciudad; solo tiene un ‘permiso de residencia’ que no puede extender a sus cónyuges ni descendientes, y que puede perder en cualquier momento. Si alguien quiere conocer el rostro más duro del apartheid israelí, solo tiene que moverse entre el este y el oeste de Jerusalén: la discriminación y la exclusión están a la vista.
Que el 1° de julio haya pasado sin novedades no significa que el gobierno israelí haya abandonado el proyecto de anexión anunciada. Netanyahu está discutiendo el tema con su aliado incondicional, la administración Trump. Y ciertamente la casa está desordenada en ambos lados: Netanyahu enfrenta protestas crecientes por su errática gestión de la pandemia y su falta de respuesta a la grave crisis económica resultante; y Trump tiene asuntos más apremiantes en su agenda: la desastrosa gestión de la crisis de Covid-19 (que ha puesto en evidencia las dramáticas consecuencias de no tener un sistema de salud pública), la recesión económica derivada de la pandemia, y la masiva revuelta antirracista disparada por el asesinato de George Floyd. Como resultado de todo esto, las encuestas indican que su reelección en septiembre estaría seriamente comprometida.
Netanyahu se enfrenta entonces al dilema entre apresurar la anexión formal antes de las elecciones estadounidenses, o apostar a la relección de Trump y hacerlo cuando ambos gobiernos hayan salido de la crisis en la que están ahora. También es posible que quiera hacerlo como táctica para distraer del juicio que enfrenta por corrupción. Lo seguro es que está recibiendo presiones tanto de los sectores de ultraderecha y de colonos para cumplir la promesa que les hizo durante la campaña a cambio de sus votos, como de gobiernos europeos y organismos multilaterales para no concretar la anexión formal. A su vez, un think tank israelí valoró que la anexión tendría impactos negativos en materia de seguridad –frente a un potencial levantamiento palestino y al cese de la colaboración de la ANP, que ya se está materializando− así como en las relaciones diplomáticas con los países occidentales, los vecinos árabes y los organismos internacionales.
Por su parte, la población palestina está al límite de su resistencia, enfrentando una nueva ola virulenta de Covid-19, las desastrosas consecuencias económicas derivadas del confinamiento y de la crisis en Israel (donde trabajan decenas de miles de palestinos), y los constantes ataques y avances de los colonos, envalentonados por los anuncios de anexión derivados del plan de Trump. También están sufriendo las comunidades palestinas en Jerusalén y dentro de Israel, ya que la discriminación y la pobreza estructural que padecen ha agudizado los impactos negativos de la crisis sanitaria y económica. Y en la bloqueada Franja de Gaza –donde al parecer Hamas está endureciendo la mano para mantener el control en una situación imposible− se asiste a una insólita sucesión de suicidios de jóvenes, producto de la desesperación ante la falta de horizontes.
Esta crisis hace más evidente que nunca el vacío de liderazgo político palestino, tras un cuarto de siglo perdido jugando al autogobierno (y 13 años de división entre Fatah y Hamas, cada uno ejerciendo una pseudo autoridad en Cisjordania y Gaza respectivamente). Ahora ya es tarde para que la Autoridad Palestina llame a la unidad y lidere la resistencia, porque el pueblo no confía en ella. Y los mejores líderes, ya sabemos, están tras las rejas o bajo tierra.
Toda esta frustración se canalizó el 1° de julio en un Día de Ira, con manifestaciones en todo el territorio ocupado y en más de 100 ciudades del mundo. Además, palestinos/as de distintas procedencias geográficas, etárias y partidarias –sobre todo en la diáspora− están reclamando realizar elecciones para formar un nuevo Consejo Legislativo Palestino de donde resurja una OLP (Organización para la Liberación de Palestina) democrática y verdaderamente representativa de los 13 o 14 millones de palestinas y palestinos, en los territorios ocupados (incluyendo Israel) y en el exilio. Este impulso viene sobre todo de las nuevas generaciones, y su espíritu es salir del fiasco de Oslo, que convirtió la lucha de liberación nacional en una simple ‘gestión de la ocupación’ en un ínfimo territorio, bajo la fachada de ‘construcción estatal’ mientras continuaba la ocupación colonial.
El movimiento BDS llamó a intensificar las medidas de presión en todo el mundo, especialmente el embargo militar. Un logro llamativo es haber conseguido, con la firma de decenas de organizaciones sociales palestinas, que siete ex presidentes latinoamericanos (Lula, Dilma, Correa, Morales, Lugo, Samper y Mujica) y más de 500 ex ministros/as, legisladoras/es, intelectuales y personalidades de Asia, África y América Latina suscribieran un manifiesto apoyando «el llamado del pueblo palestino a prohibir el comercio de armas y la cooperación en los ámbitos militares y de seguridad con Israel; suspender los acuerdos de libre comercio con Israel; prohibir el comercio con colonias ilegales israelíes y exigir responsabilidad de parte de personas físicas y actores corporativos cómplices en el régimen de ocupación y apartheid de Israel.»
Y si bien los firmantes afirman que se comprometen«a trabajar dentro del marco de nuestras respectivas estructuras nacionales para abogar por la implementación de estas medidas», el pueblo palestino sabe que poco puede esperar de los poderes de arriba, y solo le queda seguir apostando a la movilización popular e internacional. Por eso, haya o no anexión formal, activistas dentro y fuera de Palestina llaman a aprovechar este momento de indignación mundial como una oportunidad para exigir sanciones y aislar al último régimen colonial y de apartheid que persiste en el siglo XXI. Como dijo la refugiada Rima Najjar, exiliada en Estados Unidos: «¡Hagamos del anuncio de anexión el ‘momento George Floyd’ de Palestina!».