Texto de Giorgio Agamben publicado en su columna Una voce el 13 de julio de 2020.
¿Qué es el miedo, en el que los hombres de hoy parecen tan caídos, que olvidan sus convicciones éticas, políticas y religiosas? Algo familiar, por supuesto, y sin embargo, si tratamos de definirlo, parece eludir obstinadamente la comprensión.
Del miedo como tonalidad emotiva, Heidegger dio un tratamiento ejemplar en el par. 30 de Ser y tiempo. Sólo se puede comprender si no se olvida que el Ser-ahí (éste es el término que designa la estructura existencial del hombre) está siempre ya dispuesto en una tonalidad emotiva, lo que constituye su apertura originaria al mundo. Precisamente porque en la situación emotiva se cuestiona el descubrimiento originario del mundo, la consciencia está siempre ya anticipada por ella y por lo tanto no puede disponer de ella ni creer que puede dominarla a voluntad. De hecho, la tonalidad emotiva no debe confundirse en modo alguno con un estado psicológico, sino que tiene el significado ontológico de una apertura que siempre ya ha abierto al hombre en su ser en el mundo y de la que sólo son posibles experiencias, afecciones y conocimientos. «La reflexión puede encontrar experiencias sólo porque la tonalidad emotiva ya ha abierto el Ser-ahí». Nos asalta, pero «no viene ni de fuera ni de dentro: se eleva en el estar-en-el-mundo mismo como una modalidad propia». Por otra parte, esta apertura no implica que lo que se abre sea reconocido como tal. Por el contrario, sólo manifiesta una nuda facticidad: «el puro “que hay” se manifiesta; el de dónde y el dónde permanecen ocultos». Por eso Heidegger puede decir que la situación emotiva abre al Ser-ahí en el «ser-arrojado» y «consignado» a su propio «ahí». La apertura que tiene lugar en la tonalidad emotiva tiene, por lo tanto, la forma de un ser remitido a algo que no puede ser asumido y de lo que se intenta —sin éxito— escapar.
Esto es evidente en el descontento, el aburrimiento o la depresión, que, como cualquier tonalidad emotiva, abren el Ser-ahí «más originariamente que cualquier percepción de sí mismo», pero también lo cierran «más severamente que cualquier no-percepción». Así, en la depresión, «El Ser-ahí se vuelve ciego a sí mismo; el mundo circundante que se cuida se oculta, la previsión circundante se oscurece»; y sin embargo, aquí también, el Ser-ahí está consignado a una apertura de la que no puede liberarse de ninguna manera.
Es sobre el trasfondo de esta ontología de tonalidades emotivas que debe situarse el tratamiento del miedo. Heidegger comienza examinando tres aspectos del fenómeno: el «ante qué» (wovor) del miedo, el «tener miedo» (Furchten) y el «por qué» (Worum) del miedo. El «ante qué», el objeto del miedo es siempre un ente intramundano. Lo que asusta es siempre —cualquiera que sea su naturaleza— algo que se da en el mundo y que, como tal, tiene la característica de la temibilidad y la perjudicialidad. Es algo más o menos conocido, «pero no por esta razón tranquilizador» y, cualquiera que sea la distancia de la que venga, está en una cierta proximidad. «El ente perjudicial y amenazador no está todavía a una distancia controlable, pero se está acercando. A medida que se acerca, la perjudicialidad se intensifica y por lo tanto produce la amenaza… A medida que se acerca, lo perjudicial se convierte en amenazante, podamos o no ser afectados. A medida que nos acercamos, este “es posible pero quizá también no” aumenta… el acercamiento de lo que es nocivo nos hace descubrir la posibilidad de ser salvados, de que siga su camino, pero esto no suprime ni disminuye el miedo, sino que lo aumenta» (pp. 140-41). (Este carácter, por así decirlo, de «cierta incertidumbre» que caracteriza al miedo también es evidente en la definición que da Spinoza: una «tristeza inconstante», en la que «se duda del acontecimiento de algo que se odia»).
En cuanto a la segunda característica del miedo, el temer (el mismo «tener miedo»), Heidegger señala que un mal futuro no se predice primero racionalmente, que luego, en un segundo momento, se teme: más bien, desde el principio, lo que se acerca se descubre como temible. «Sólo teniendo miedo, el miedo puede, observando expresamente, darse cuenta de lo que da miedo. Uno se da cuenta de lo que da miedo, porque ya está en la situación emotiva del miedo. El temer, como posibilidad latente del estar-en-el-mundo emotivamente dispuesto, la medrosidad, ha abierto ya el mundo de tal manera que algo que da miedo puede acercarse» (p. 141). La medrosidad, como apertura originaria del Ser-ahí, siempre precede a todo miedo determinable.
En cuanto, finalmente, al «por qué», al «para quién y para qué» el miedo tiene miedo, siempre está en cuestión el ente mismo que tiene miedo, el Ser-ahí, este hombre determinado. «Sólo un ser para el que, en su existir, va su propio existir, puede asustarse. El miedo abre a este ente en su estar en peligro, en su ser abandonado a sí mismo» (ibid.). El hecho de que uno a veces sienta miedo por su propia casa, por sus propias posesiones o por los demás no es una objeción a este diagnóstico: se puede decir que uno «tiene miedo» por otro, sin por esto espantarse verdaderamente y, si uno efectivamente siente miedo, es por nosotros mismos, porque tememos que nos quiten al otro.
El miedo es, en este sentido, un modo fundamental de la disposición emotiva, que abre al ser humano en su ser ya siempre expuesto y amenazado. Naturalmente, se dan diferentes grados y medidas a esta amenaza: si algo amenazante, que está ante nosotros con su «por ahora no todavía, pero sin embargo en cualquier momento», llega de repente a este ser, el miedo se convierte en temor (Erschrecken); si la amenaza no es ya conocida, pero tiene la característica de la más profunda extrañeza, el miedo se convierte en horror (Grauen). Si une estos dos aspectos en sí mismo, entonces el miedo se convierte en terror (Entsetzen). En cualquier caso, todas las diferentes formas de esta tonalidad emotiva muestran que el hombre, en su propia apertura al mundo, es constitutivamente «temeroso».
La única otra tonalidad emotiva que Heidegger examina en Ser y tiempo es la angustia y es a la angustia —y no al miedo— que se le da el rango de tonalidad emotiva fundamental. Y sin embargo, es precisamente en relación con el miedo que Heidegger puede definir su naturaleza, distinguiendo en primer lugar «aquello ante lo que la angustia es angustia de aquello ante lo que el miedo es miedo» (p. 186). Mientras que el miedo siempre tiene algo que ver con algo, el «“ante qué” de la angustia nunca es una ente intramundano». No sólo la amenaza que se produce aquí no tiene la característica de un posible perjuicio por una cosa amenazante, sino que «el “ante qué” de la angustia es completamente indeterminado. Esta indeterminación no sólo nos deja completamente indecisos sobre de qué ente intramundano proviene la amenaza, sino que también significa que, en general, el ente intramundano es “irrelevante”» (ibid.). El «ante qué» de la angustia no es un ente, sino el mundo como tal. La angustia es, por lo tanto, la apertura originaria del mundo en cuanto mundo (p. 187) y «sólo porque la angustia ya siempre determina latentemente el estar-en-el-mundo del hombre, él… puede sentir miedo. El miedo es una angustia que ha caído en el mundo, inauténtica y escondida de sí misma» (p. 189).
No sin razón se observó que la primacía de la angustia sobre el miedo que Heidegger afirma puede ser fácilmente invertida: en lugar de definir el miedo como una angustia disminuida y decaída en un objeto, se puede definir tan legítimamente la angustia como un miedo privado de su objeto. Si se quita al miedo su objeto, se transforma en angustia. En este sentido, el miedo sería la tonalidad emotiva fundamental, en la que el hombre ya está siempre en riesgo de caer. De ahí su significado político esencial, que lo constituye como aquello en lo que el poder, al menos desde Hobbes, ha buscado su fundamento y justificación.
Intentemos desarrollar y continuar el análisis de Heidegger. Es significativo, en la perspectiva que nos interesa aquí, que el miedo siempre se refiere a una «cosa», a un ente intramundano (en el presente caso, al más pequeño de los entes, un virus). Intramundano significa que ha perdido toda relación con la apertura del mundo y existe facticia e inexorablemente, sin ninguna trascendencia posible. Si la estructura del estar-en-el-mundo implica para Heidegger una trascendencia y una apertura, es precisamente esta misma trascendencia la que consigna el Ser-ahí a la esfera de la cosidad. Estar-en-el-mundo significa, de hecho, ser cooriginariamente remitido a las cosas que la apertura del mundo revela y hace aparecer. Mientras que el animal, privado de mundo, no puede percibir un objeto como objeto, el hombre, al abrirse a un mundo, puede ser asignado sin escape a una cosa en cuanto cosa.
De ahí la posibilidad originaria del miedo: es la tonalidad emotiva que se abre cuando el hombre, al perder el nexo entre el mundo y las cosas, se encuentra irremisiblemente consignado a los entes intramundanos y no puede poner fin a su relación con una «cosa», que ahora se convierte en amenazante. Una vez que se pierde su relación con el mundo, la «cosa» es en sí misma aterradora. El miedo es la dimensión en la que cae la humanidad cuando se encuentra consignada, como sucede en la modernidad, a una cosidad sin escapatoria. El ser espantoso, la «cosa» que en las películas de terror asalta y amenaza a la humanidad, es en este sentido sólo una encarnación de esta cosidad insuperable.
De ahí también el sentimiento de impotencia que define el miedo. Quienes sienten miedo tratan de protegerse de todas las maneras y con todos los medios posibles de la cosa que los amenaza —por ejemplo, usando una mascarilla o encerrándose en casa—, pero esto no los tranquiliza de ninguna manera, al contrario, hace que su impotencia para enfrentarse a la «cosa» sea aún más evidente y constante. En este sentido, el miedo puede definirse como lo inverso a la voluntad de potencia: la característica esencial del miedo es una voluntad de impotencia, el querer-ser-impotente ante la cosa que da miedo. Análogamente, se puede confiar en alguien que se reconoce con alguna autoridad en la materia —por ejemplo, un médico o funcionarios de protección civil— para tranquilizarse, pero esto no suprime en modo alguno el sentimiento de inseguridad que acompaña al miedo, que es constitutivamente una voluntad de inseguridad, un querer-ser-inseguro. Y esto es tan cierto que los mismos sujetos que se supone que deben tranquilizar se entretienen en cambio con la inseguridad y no se cansan de recordar, en interés de los atemorizados, que lo que da miedo no puede ser superado y eliminado de una vez por todas.
¿Cómo podemos hacer frente a esta tonalidad emotiva fundamental, en la que el hombre parece constitutivamente siempre a punto de caer? Dado que el miedo precede y anticipa el conocimiento y la reflexión, es inútil tratar de convencer a los asustados con pruebas y argumentos racionales: el miedo es ante todo la imposibilidad de acceder a un razonamiento que no sea sugerido por el propio miedo. Como escribe Heidegger, el miedo «paraliza y hace que uno pierda la cabeza» (p. 141). Así pues, ante la epidemia se ha visto que la publicación de datos y opiniones ciertas que provienen de fuentes fidedignas se ignoraba sistemáticamente y se dejaba de lado en nombre de otros datos y opiniones que ni siquiera trataban de ser científicamente fiables.
Dado el carácter originario del miedo, se podría hacer frente sólo si fuera posible acceder a una dimensión igualmente originaria. Tal dimensión existe y es la misma apertura al mundo, donde sólo las cosas pueden aparecer y amenazarnos. Las cosas se vuelven espantosas porque olvidamos su copertenencia al mundo que las trasciende y, al mismo tiempo, las hace presentes. La única posibilidad de sacar la «cosa» del miedo del que parece inseparable es recordar la apertura en la que ya está siempre expuesta y revelada. No el razonamiento, sino la memoria —recordarnos a nosotros mismos y a nuestro estar en el mundo— puede devolvernos el acceso a una cosidad libre de miedo. La «cosa» que me aterroriza, aunque sea invisible a los ojos, está, como todos los demás entes intramundanos —como este árbol, este arroyo, este hombre— abierta en su pura existencia. Sólo porque estoy en el mundo, las cosas pueden aparecerme y, eventualmente, darme miedo. Son parte de mi ser en el mundo, y esto —y no una cosidad abstractamente separada e indebidamente erigida como soberano— dicta las reglas éticas y políticas de mi comportamiento. Por supuesto, el árbol puede romperse y caer sobre mí, el torrente desbordarse e inundar el país y este hombre golpearme repentinamente: si esta posibilidad se hace realidad repentinamente, un temor justo sugiere las cautelas oportunas sin caer en el pánico y sin perder la cabeza, dejando que otros canalicen su poder sobre mi miedo y, convirtiendo la emergencia en una norma estable, decida a su arbitrio lo que puedo o no puedo hacer y cancele las reglas que garantizaban mi libertad.