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Entrevista a Vandana Shiva

Vandana Shiva :: 05.08.20

Líder revolucionaria y pacifista, así define Soledad Barruti a Vandana Shiva en esta entrevista que, con claridad y sencillez, ayuda a entender lo que está pasando y cómo actuar ante lo que se viene. El diagnóstico desde la India que permite ver cómo el modelo de “economía pujante” enferma y mata.

Fase Vandana: la filósofa india entrevistada por Soledad Barruti

Soledad Barruti para La Vaca 

Líder revolucionaria y pacifista, así define Soledad Barruti a Vandana Shiva en esta entrevista que, con claridad y sencillez, ayuda a entender lo que está pasando y cómo actuar ante lo que se viene. El diagnóstico desde la India que permite ver cómo el modelo de “economía pujante” enferma y mata. El rol de empresas como Bayer-Monsanto y la comparación con Argentina. Cuál es la trampa que une a veganos y carnívoros. La adicción que genera el capitalismo y la fórmula para salir de la inercia: semillas, alimentos y paz mental. Palabras para inspirar el mundo que viene, sin discursos hechos y con los pies en la tierra.

El 24 de marzo al atardecer, el primer ministro de India, Narendra Modi, le dio a la población de su país solo cuatro horas para establecer un lugar de residencia del que no podrían salir durante los próximos 21 días, salvo para satisfacer necesidades básicas. A las doce de la noche se suspendió el transporte público, se cerraron todos los negocios que no fueran alimentarios o de medicina, y las calles pasaron a ser vigiladas por la policía, que tenía la orden de garantizar el aislamiento de las mil trecientas millones de personas que conforman la séptima economía mundial del capitalismo salvaje.

El 25 de marzo ciudades como Mumbai y Delhi amanecieron así: con los mercados raleados por quienes podían asegurarse el abastecimiento de comestibles, productos de limpieza y farmacia; con los pequeños puestos de frutas, verduras y especias clausurados; y con millones de personas que viven en la calle y dependen del trabajo diario para vivir sin nada que hacer más que buscar cobijo en una ciudad superpoblada y sin habitaciones de más.

Los pobres aguantaron acomodados donde pudieron un día, dos, algunos ni siquiera eso. Tomaron lo que tenían, sus propios cuerpos, los de sus hijos, alguna tela para taparse la boca, y empezaron a caminar para volver a casa: ese destino rural del que habían salido unos 10, 15, 25 años atrás forzados por la idea de un futuro próspero en las capitales. En una semana las rutas y caminos de India se vieron colmadas por millones de personas que, hambreadas y asustadas, improvisaron la caravana migrante más grande de la actualidad, y de ese país desde 1947, cuando se retiró la colonia inglesa.

A la doctora en física, filósofa y ecofeminista Vandana Shiva el bloqueo en India la encontró en un lugar privilegiado: Derhadun, una ciudad al norte, sobre las laderas del Himalaya junto al Tibet, donde nació y vivió su infancia rodeada de bosques, y donde hoy funciona la Universidad de la Tierra y granja agroecológica que creó en 1987, su fundación: Navdanya.

Vandana no se ha movido de ahí desde entonces y, sin embargo, con un entusiasmo avivado como volcán por la contingencia, no ha dejado de desplegar ideas y proyectos para aprovechar el impulso. Porque así lo ve: “Lo que se está viviendo en este país, donde la cuarentena fue más brutal que en ningún otro, es un fenómeno masivo e inesperado de desurbanización. La vuelta a casa de millones de personas que se están reencontrando con sus familias, en lugares donde no falta comida porque hay tierras para producirla, donde la vida para ellos puede volver a tener sentido”, dice y sonríe y se enciende como pocos en esta época de miedo y parálisis. “Yo creo que estamos viviendo una gran oportunidad. Por eso lo que estoy pidiendo a quienes reciben a los migrantes, a quienes los ven retornar, es que lo hagan con los brazos abiertos, dispuestos a enseñarles a cultivar, a ser autosuficientes, a reconectarse con la comunidad”.

Para esta líder revolucionaria y pacifista nada es casual. La degradación física y moral del sistema económico, con el sistema alimentario como máximo exponente de nuestra capacidad de destrucción, nos ha dejado a merced de este virus que antes que como metáfora, funciona como Aleph. Ahí está todo: el resultado del absurdo espejismo antropocéntrico sobre el que hacemos andar la modernidad y la ineludible mutualidad de la vida en red que puede ser de contagios mortales o interconexiones virtuosas. “A mí me resulta inevitable pensar que este es un momento de volver a la raíz, y reorientar nuestro propósito, como individuos y como sociedad”, dice Vandana hablando primero de sí. “A mí el bloqueo me dejó encerrada en mis memorias de infancia y juventud. Cada día me despierto y agradezco a mis padres por estar acá, por haber plantado los árboles que me rodean estos días. Respiro, pienso, escribo, comunico consciente de todo lo que me hizo lo que soy, de cada uno de mis anhelos y luchas”.

—¿Creés que algo de esa reconexión pueden estar experimentando las mujeres y hombres que volvieron a sus pueblos en estos días?

—Creo que esa es la oportunidad, que experimenten eso. Porque los jóvenes que caminaron 500, 800 kilómetros para volver a sus hogares habían sido convencidos de que no había ninguna razón para producir alimentos, para vivir en el campo. Pero tras 25 años de libre mercado, globalización y desruralización, las ciudades les demostraron de la peor manera que no podían contenerlos ni a ellos ni a nadie. Que sobraban. Estamos hablando de personas que no tienen nada, que viven de lo que pueden hacer con sus cuerpos cada día. Y estamos hablando de la mitad de la población de India…

—Sin embargo, los analistas hablan de la economía India como “floreciente”, “pujante”, “una demostración de lo mejor del capitalismo”, “la séptima economía del mundo”…

—Es que las personas están por fuera de esos análisis. La naturaleza también. Cuando se habla de economía lo que se tiene en cuenta aquí y en todos lados es solo lo que ocurre en el mercado formal, las ganancias de las grandes compañías. En India somos una economía de mucha gente, que trabaja duro, en muy pequeños negocios. Los vegetales llegan a la puerta de cada casa. O al pequeño almacén, de los que hay muchísimos. Son los lugares que cuando cierran nadie cuenta. Por eso el primer ministro cerró el país sin analizar esas pérdidas. La economía de los pobres no se tiene en cuenta, de las mujeres no se tiene en cuenta, de los campesinos tampoco. A toda esa cantidad de personas caminando de vuelta a casa nadie las contó como pérdidas. A lo sumo les pusieron unos trenes cuando llevaban días de caminata y las imágenes eran una vergüenza nacional.

—Esos mismos analistas dirían que esas personas van a volver a las ciudades no bien puedan hacerlo.

—No. Yo creo que el coronavirus está revirtiendo lo que hicieron tantos años de colonización e invasión en nuestro país. Y exponiendo cómo funcionan en todo el mundo los modelos como el de Monsanto. Hace muchos años esa empresa publicó su plan: una agricultura sin agricultores, sin naturaleza, sin nada más que su combo de semillas modificadas y agrotóxicos diseminadas por el campo. Algunos le creyeron. Y lo que estamos padeciendo ahora son los resultados de esa invasión: un mundo con la naturaleza rota que permite la dispersión de virus, campos vacíos y hacinamiento en las ciudades.

—Y una población cada vez más enferma.  

—Eso es muy grave. No solo hay nuevas enfermedades sino que los riesgos de morir por una de ellas, como la Covid-19, aumentan con la diabetes tipo 2, la hipertensión o el cáncer que crea este modelo. Empresas como Bayer-Monsanto, y también Coca Cola, Nestlé, Kellogs son las responsables: compañías que crean productos que no son compatibles con nuestra biología.



“La forma urbana y destructiva de la colonialidad es lo que trajo al mundo a donde está hoy: la mentalidad antropocéntrica, mecanicista, monocultural y dominante”


—¿Qué es lo que impide que la sociedad pueda despertar ante algo tan evidente?

—Por un lado, el poder corporativo que nos atrapó en su modo de entender la vida. Este pequeño puñado de corporaciones que consolida su poder en la Segunda Guerra Mundial. En la Alemania Nazi empresas como Bayer generaban gases para matar a las personas que estaban dentro de los campos de concentración. Esas mismas compañías, terminada la guerra, cambiaron el uso de sus productos: empezaron a usarlos como herbicidas, insecticidas, fungicidas, un arsenal químico que se instaló en la agricultura continuando su capacidad de daño y de dominación a través de la violencia y el miedo. Pero además hay otro: este sistema crea adicción. Se habla de Bayer como el productor de las aspirinas. Pero antes de eso fue el productor de la heroína. Una droga altamente adictiva que debe su nombre a que te hacía sentir como un héroe. Este sistema se sostiene con ese espíritu.

Cultura zombi

El 12 de mayo las cámaras de televisión de todo el planeta apuntaban a Francia. Tras semanas de aislamiento y casi 30 mil muertos por coronavirus ese país inauguraba la Fase 1 levantando la clausura de los lugares icónicos a los que pocos creían iba a ser tan fácil volver. Ni la torre Eiffel ni el Louvre, me refiero a tiendas como Zara. El momento en que la persiana de metal subió y las luces led se descubrieron como siempre están, prendidas, los miles de compradores que aguardaban el evento, caminaron encimados en veloz procesión pagana, olvidando al instante la distancia social y el alcohol en gel.

El momento quedó inmortalizado como un nuevo hito del poder magnánimo del consumismo que se lleva puesto, ni digamos la esperanza de un futuro mejor; antes que eso: el instinto mismo de supervivencia. Y lo mismo ocurrió en Brasil, y en Estados Unidos, y parece que ocurrirá en cada lugar que decida volver a la mentada normalidad.

—¿Qué te provocan esos fenómenos? 

—Creo que es la mejor evidencia de lo que te decía antes, de la adicción que provoca este sistema. Las personas creen que tienen libertad de elección porque les han contado que viven en un sistema regido por el libre mercado. Pero lo cierto es que están atrapadas en un esquema consumista creado por compañías expertas en generar adicción. Las personas son forzadas a desear y comprar lo que no necesitan. Y compran y tiran, y compran y tiran, y compran y tiran, y trabajan solo para eso: comprar y tirar. Esta forma urbana y destructiva de colonialidad es lo que trajo el mundo al estado en el que está hoy y eso encuentra en algunas ciudades una representación perfecta con todo el conjunto: la mentalidad antropocéntrica, mecanicista, monocultural y dominante.


Imagen del éxodo de familias hacia el campo, en India, para volver al lugar donde pueden producir y garantizarse alimento.

—Hace unas semanas entrevisté para este mismo medio al arquitecto y activista brasilero Paulo Tavares, que hablaba de la urgente necesidad de deconstruir la arquitectura y la vida urbana bajo la perspectiva decolonial. Él planteaba que la arquitectura sirvió hasta ahora para erigir una forma de vida urbana que concreta una idea civilizatoria en antagonismo con la naturaleza. Teniendo en cuenta que la vuelta al campo nunca va a ser tan masiva como para abandonar completamente las ciudades, ¿cómo creés vos que podríamos transformar eso en algo más razonable?

—Yo crecí en una ciudad en India que aun muestra que eso es posible. En mi ciudad natal había una regla: solo se podía construir en un quinto de la tierra. El resto debía estar ocupado por la naturaleza. Por eso hoy mi casa es un bosque. Podemos ser una civilización que cree caminos bordeando bosques, en vez de avanzar en línea recta talando árboles. Si queremos ciudades en armonía con la naturaleza podríamos empezar por ahí: que los árboles nos den la dirección: permitamos eso. Otro buen ejemplo de una vida urbana posible está en Xochimilco, en plena Ciudad de México: un lugar de huertas que podría alimentar a toda esa población. Eso fue creado por las civilizaciones indígenas que vivían ahí antes de la conquista. Es un método productivo y un modo de vida al que se le opone el Real State que es el modo de construir en este paradigma: especulación inmobiliaria para montar vidas lineales y rápidas. Es lo que hacemos. Vivimos así. Bueno ¿a qué nos llevó? A este parate, a este encierro. Y acá estamos. Algunos repensándolo todo por primera vez, viendo esa locura por la velocidad.

—Otra de las cuestiones que se están poniendo en debate en estos días en todo el mundo es el sistema de salud. 

Así como tenemos que conseguir un equilibrio entre la ciudad y el campo, tenemos que redefinir qué es salud y hacer resurgir una conexión con nuestra salud y con nuestro cuerpo. El paradigma de salud occidental asume al cuerpo como un contenedor de órganos y funciones. Cuando alguna de esas partes se descompone se le declara una guerra a esa parte, a esa enfermedad. Así, cada terapia diseñada por el sistema médico occidental es de algún modo un ataque defensivo. Por eso sale una y otra vez la misma metáfora: la guerra. Esa que se está librando ahora contra el coronavirus, y que se libró tantas otras veces contra otras enfermedades. Es una metáfora terrible, porque esa guerra nunca se va a ganar.

—Claro, si se ve la enfermedad como un desequilibrio de la vida, un ataque solo va a agravar el problema teniéndonos a nosotros como campo de batalla.

—Exacto. Pero la mentalidad bélica y militarista gobierna también la relación con los cuerpos. En India el paradigma de salud es muy complejo: una ciencia para la vida. No es un sistema creador de enfermedades ni bélico. El objetivo está puesto en comprender la organización  y preservar el equilibrio de un sistema complejo: el organismo humano. Si la enfermedad es un desequilibrio, la salud radica en traer ese equilibrio de vuelta. Y eso depende mucho de la alimentación. La comida es un gran estabilizador del sistema, es la cura de todas las enfermedades para nosotros. Y eso por supuesto no está reñido con la evidencia: si nuestra comida está intoxicada, si usamos venenos para producirla ¿cómo vamos a estar saludables? Hace unas semanas lanzamos un manifiesto llamado Food for Health al que invitamos a los mejores médicos de Europa a sumarse, reunimos estudios y comunicamos una vez más que necesitamos cambiar el sistema alimentario para que sane la humanidad y la tierra.

—Una de las frases trilladas favoritas del agronegocio y de la agroindustria es que esta forma de reconexión que planteás es un viaje al pasado. 

La construcción científica contrahegemónica tiene una biblioteca muy abundante. Está nutrida de papers, avances y científicos muy calificados. Pero tampoco es una novedad que los poderes buscan deslegitimarla. Y, si no pueden, la prohíben. En India también somos un ejemplo de eso. Cuando los colonos ingleses llegaron y conocieron nuestro sistema médico, el ayurveda, lo prohibieron. Hasta que se empezó a enseñar y a estudiar bajo la forma de impartir el saber de los ingleses: con universidades, currículas, modos de estudio. Entonces en los 90 en Estados Unidos entendieron cómo funcionaban algunas cosas. La cúrcuma, por ejemplo. Una raíz que en ayurveda se usa para elevar la inmunidad. ¿Y qué hicieron? La patentaron. Pasamos de la prohibición a la apropiación.  Y es algo que sigue al día de hoy cuando la Organización Mundial de la Salud imparte los lineamientos sobre el ayurveda escriben informes en donde sugieren no nombrar a la cúrcuma.

—¿Bajo qué pretexto?

—Ellos dicen que están buscando la evidencia que pruebe que tomar cúrcuma eleva el sistema inmune. Pero lo hacen midiendo el efecto según su modo de evaluación, que no reproduce las formas de uso que tenemos en India, porque partimos de esta base donde un cuerpo sano y enfermo no quiere decir lo mismo. Entonces nos enredan en una carrera engañosa.

—¿Y cómo responden a eso?

—Huyendo de ese reduccionismo lineal, mecanicista, cartesiano que fue creado como otro modo de colonización europeo, y que considera a nuestro conocimiento superstición, nos inferioriza, se lo apropia y se queda con nuestros recursos.

Carne de soja

—Teniendo en cuenta que este virus, según la evidencia científica disponible más fuerte hasta ahora se origina del abuso que generamos sobre otros animales, me gustaría preguntarte qué pensás sobre el consumo de carnes, de las granjas industriales y del veganismo como una respuesta a eso.

—Desde que escuché la idea de las granjas industriales siempre me parecieron mal. Las vi crecer. Y crecen porque crece la producción de soja y maíz transgénico. El agronegocio necesita vender todos estos granos que producen. Nadie se los va a comer si no están esos miles de millones de animales. Estas fábricas de carne son mayormente subsidiadas por eso: porque sirven para que funcione el sistema. Luego creemos que son buenos negocios, pero si no estuvieran apoyados por los gobiernos, ni siquiera como eso funcionarían.

—Vos sos vegetariana.

—Sí, lo soy. Pero no creo que todo el mundo deba serlo. Hace un tiempo estuve en Groenlandia y cuando pregunté por qué comían carne uno levantó la mano y me contrapreguntó: “¿Te parecería mejor que importáramos tomates de África?”. Creo que tenemos que entender que podemos tener una relación violenta con las plantas –y ahí los transgénicos son un buen ejemplo- y una relación violenta con los animales –las granjas industriales son eso. Pero podés tener una relación no violenta con las plantas –como la que logra la agroecología- y una relación no violenta con los animales –que es la que tienen los pastores de Groenlandia o los indígenas: hay muchas culturas indígenas que no comen animales, pero otras muchas que sí. Las que están en Amazonas por ejemplo, protegiendo y garantizando la biodiversidad como ninguna otra cultura, lo hacen.

—Claro, se trata de entender la diversidad cultural y alimentaria, expresada en un contexto determinado, como una selva, el Ártico, un lugar costero, como parte garante de la biodiversidad de ese lugar.

—Sí. Tenemos que respetar las formas de vida que hay en el mundo y no podemos pensar que comer animales es igual en todos los casos. Y tampoco podemos pensar que defender una alimentación basada en plantas sea sinónimo de defender un mundo mejor. Hay personas veganas que celebran que exista la Imposible Burger: una hamburguesa artificial creada en un laboratorio mediante plantas salidas de monocultivos tóxicos, o sea tratadas con violencia, que para su producción violentan campesinos, mariposas y abejas, y animales que por supuesto ya no viven en torno a esos cultivos. Esa hamburguesa de soja que parece carne sangrienta es una mentira. Y hay algo que se llama verdad: no se puede pregonar una idea de alimentación no violenta partiendo de esos alimentos, de esa relación mentirosa con la tierra y con el propio cuerpo. A quienes pregonan eso como la salvación les diría que despierten: la alimentación basada en plantas que crecen con toda esa violencia no produce nada mejor. Coman una zanahoria y reconozcan eso como alimento: conozcan de dónde viene, cómo se produje, denle la dignidad que merece a la planta. Dejen de hablar de una alimentación basada en plantas: esa zanahoria tiene un valor enorme en su subjetividad, una historia de interrelaciones maravillosas, que incluye animales, insectos, personas: no es simplemente una planta que da igual. Y hay algo más. En el instante en que alguien dice “basado en plantas” están dando a la industria permiso para usar esa parte de la naturaleza como material para sus experimentos, manipulación y control. Y tal vez esa persona crea que llegó a algo mejor, pero solo porque permanece ciega a todo el horror que decidió no ver. Y así será llevado como otro adicto a la heroína de este sistema hacia otro nivel, más oscuro y difícil del que salir, con un costo altísimo para la tierra en su totalidad y para sí mismo.

—Antes que un problema alimentario, de salud, o de vivienda, pareciera ser un problema de información.

—Y de conciencia. La conciencia nos invita a actuar, a tomar las decisiones que estén a nuestro nivel. Tenemos que decir más fuerte que no a todo ese modelo agroindustrial de salud, de vida, de alimentación. Y eso incluye hoy cuestiones incómodas como estar en crisis y decir que no a las donaciones que el agronegocio hace para alimentar a los pobres. Tenemos que elevar la vara: la comida de todos, también de los pobres, debe ser saludable, sin transgénicos y sin venenos y sin mentiras. Cuanto más alta la amenaza, más grande debe ser nuestra responsabilidad para enfrentarla.

—¿Sos optimista?

—Bueno, estoy entrenada en la teoría cuántica. En eso me doctoré cuando terminé la carrera de Física. Entonces cuando veo un problema trato de entenderlo desde sus causa, sus raíces, sus perspectivas. También me coloco a mí misma en algún lugar de ese panorama y pienso, qué puedo hacer yo para que ese asunto sea mejor. Y no importa cuán grande el problema, al final siempre llego a lo mismo: tenés que tener semillas, producir comida y liberar tu mente. Esa es mi responsabilidad. Luego, las soluciones empiezan a acomodarse solas.

—¿Cómo creés que afectará a este movimiento todo el sistema represivo que está naciendo a medida que la pandemia avanza?

—Yo estoy segura de que estamos llegando a un nuevo nivel dentro del capitalismo. Será un capitalismo de vigilancia y control. Los estados van a hacer dinero de vigilarnos y lo peor es que nosotros con nuestros impuestos vamos a pagar porque nos controlen. Pero en la historia humana cada vez que ha habido opresión, se ha podido recurrir a un arma popular que sigue vigente: la desobediencia. Y en mi país tenemos un ejemplo muy importante en ese sentido: Gandhi. Con su manifestaciones no violentas, sofisticadas al punto de impedir el control de la sal que quería obtener la colonia inglesa, y conducirnos a la independencia. Eso mismo me inspiró a mi para combatir a Monsanto cuando quería patentar todas las semillas: yo llamé a la desobediencia civil a los campesinos y 33 años más tarde seguimos entendiendo que la guarda, intercambio y siembra de semillas es nuestro derecho. Ese es el espíritu que tenemos que despertar en esta época para ir en contra de las corporaciones que ya no van por un país sino que buscan globalmente quedarse con los recursos y controlarlo todo. Nosotros, los que queremos un mundo libre y una tierra sana, somos una red muy grande, mucho más grande que esa.

—Imaginemos que sucede, que el encierro sirve para sacar del encierro y la opresión a millones de personas… 

—Es que es lo que va a ocurrir, porque el paradigma que celebra un futuro donde las personas viven masivamente en las ciudades, y solo un 2 por ciento se queda en el campo no funciona. No hay tal futuro. Ese plan no ha sido bueno para nadie. Ahora hay que trabajar para que esas personas que quieren volver al campo o que ya volvieron encuentren ahí un modo de vivir, con compasión y consistencia. Hay que regenerar la economía rural. Ese salvataje incluye el de las tierras: tiene que haber tierra para ellos, y medios de producción. Yo estoy haciendo lo que siempre he hecho y lo que creo que hay que hacer más que nunca: conservar semillas y promover la agricultura no tóxica. Salvemos a las comunidades, salvemos la tierra: regeneremos; ese es mi plan. Afortunadamente, como en India el fenómeno de urbanización no tiene tanto tiempo, cuando las personas vuelven encuentran que sus padres y abuelos aun les pueden enseñar a cultivar. Los agricultores que ya venían trabajando de ese modo hoy me dicen: “Porque producimos nuestra comida no tenemos hambre ni estamos en crisis”. Y con ellos estamos dándoles la bienvenida a quienes vuelven. Utilicemos esta crisis para construir un sistema que sea libre de venenos, de petróleo, de semillas modificadas. Comunidades donde cada persona sea valiosa.

—Es un buen momento después de todo. 

—Sí. Si tienes la conciencia más o menos clara, e incluyes en tus variables la capacidad creativa y regenerativa que tiene la tierra, es un buen momento. Tenemos que volver a trabajar con la naturaleza, eso es todo. Y tenemos que trabajar puliendo nuestros corazones y nuestras mentes para estar preparados para este cambio de paradigma, de vida, que es inevitable. Es un momento que exige lo mejor de todos nosotros. Por eso cada día al levantarse hay que luchar contra la inercia. Mirar hacia adentro y preguntarse: cuál es la injusticia que no estoy dispuesta a aceptar, cuál es la brutalidad que ya no estoy dispuesta a aceptar, cuál es la forma de violencia que ya no contará conmigo. Y después salir a encarnar esas respuestas.

*Por Soledad Barruti para La Vaca. Foto de portada: Manlio Masucci.

 


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