La pandemia sigue su curso y el país entró en un “nuevo” proceso electoral, el cual como siempre genera la falsa ilusión de que con un “nuevo” gobierno el destino de la sociedad ecuatoriana puede cambiar.
En el contexto de la pandemia, la mayoría de gobiernos pierden rápidamente legitimidad, debido a su incapacidad de dar respuestas adecuadas a la crisis sanitaria y a todos los problemas sociales que de ella se desprenden, sobre todo al desastre económico que acelera la anunciada quiebra del sistema del mercado global. Antes de la pandemia del COVID-19, el gobierno del Ecuador, al igual que la mayoría de los gobiernos de A.L., sometido a las directrices del capital financiero global, fue incapaz de dar soluciones a las demandas de la gran mayoría de sectores sociales. La revuelta de Octubre mostró de forma radical la inconformidad de la sociedad ecuatoriana con la política económica y social del gobierno de Moreno; significó además el punto más alto en la movilización social en contra de la implementación histórica y sistemática de las medidas neoliberales a partir de los años 80 del siglo pasado. Desde la vuelta a la democracia representativa, gobierno tras gobierno -con independencia de su filiación política (conservadores, liberales y progresistas)- sometieron el destino de la sociedad ecuatoriana a las imposiciones de la globalización neoliberal y sus organismos de crédito y de control en cualquiera de sus vertientes. En ninguno de los procesos electorales, que se llevaron a cabo, desde el retorno a la democracia, la sociedad pudo elegir entre el proyecto neoliberal u otro ciertamente distinto o alternativo a lo dictado por el poder financiero global. La única elección (2006) en la que parecía que se elegía otro proyecto distinto al neoliberal, elegimos entre dos formas del neoliberalismo y ganó aquella que lo garantiza a través de la intervención estatal en los mundos de la vida campesinos, esos que resistían a la lógica mercantil y sus procesos de modernización capitalista.
Después de 40 años de jugar a creer que creemos en la democracia liberal representativa, la pandemia muestra la farsa y desmonta las ficciones electorales que dicen que elegimos proyectos políticos o societales y no grupos de interés económico y político que ambicionan llegar al Estado para hacer sus negocios; que dicen que hay partidos o movimientos políticos y no maquinarias electorales, unas más grandes que otras pero todas empresas que negocian la administración del Estado dentro de las coordenadas del capitalismo; que dicen que hay grupos políticos con claridad ideológica y política que representan la diversidad de posiciones de la sociedad y no grupos de interés privado que miran la cosa pública como oportunidad de aumentar sus ganancias privadas; que dicen que elegimos entre opciones políticas diversas, entre distintas propuestas sociales y no entre grupos de individuos con sus muy particulares intereses. La pandemia ha roto esa fantasía ya vieja y gastada que nos empeñábamos en sostener por miedo a asumir la construcción real de otra trayectoria social, que nos exija reinventarnos como sociedad para poder salir de esta catástrofe sistémica.
Sin embargo de este encuentro con lo real, todavía hay muchos que quieren optar por el cinismo: “sé exactamente que las elecciones cambian gobiernos para no cambiar nada, para mantener el mismo sistema moribundo y perverso y sin embargo sigo sosteniendo esta farsa”.
La posición cínica de la derecha y sus grupos de poder económico y político electorales está, obviamente, ligada a sus intereses de hacer negocios y sacar ganancia de lo poco que el saqueo de estos 50 años ha dejado. La mente competitiva de los capitalistas no es pues nada solidaria, aunque sus discursos demagógicos la maquillen. En medio del fracaso y el colapso de la globalización neoliberal siguen insistiendo en la misma política competitiva del libre mercado y el endeudamiento, responsable del desastre sanitario, alimentario, educativo y responsable también de la quiebra de la seguridad social y la corrupción institucionalizada. O son ignorante o cínicos.
En el espectro de la llamada izquierda electoral, el cinismo es un asunto complejo debido a que carecen de poder económico real; como no son parte de la clase dominante creer o hacerse los que creen en la farsa electoral burguesa es mucho más difícil, y cuando lo hacen es de hecho más cínico. Sin capital real no tiene posibilidades reales de ganar las elecciones, que como perfectamente saben son procesos mercantiles que incluso ponen precio a las candidaturas con posibilidad. En estas condiciones de desventaja su participación parece responder a un asunto de disputas de poder internas al espectro de la izquierda electoral, que es visible en las fracturas que se dan al interior de cada movimiento político de izquierda y entre ellos. Fracturas que siempre han destrozado procesos políticos de más largo alcance, tanto en el tiempo como en los objetivos de las luchas sociales. Las elecciones, en condiciones de desventaja, mueven mucho las vanidades y los narcisismos individuales, así como los intereses particulares de hacer negocios ínfimos en las ligas menores. El conocimiento de la desventaja electoral, más que lograr unidad en la izquierda hace que los distintos movimientos, por sus disputas absurdas, busquen alianzas con los grupos electorales de poder económico real o con empresas financistas, siempre y cuando estas vean alguna posibilidad de triunfo que asegure su inversión. De esta manera, la izquierda electoral o bien termina, que es lo más seguro, perdiendo las elecciones -sobre todo las nacionales- y destrozando los procesos políticos y sociales de resistencia y autonomía, o bien ganando las elecciones, lo que es casi imposible, para administrar el Estado dentro de las mismas coordenadas del capitalismo, e incluso del neoliberalismo, bajo la dirección de la burguesía nacional y de la burguesía global, del color que esta tenga; y por supuesto bajo la coerción de los financistas que marcarán la política económica para recuperar su inversión.
En medio del desastre económico, político y ético que sufre la sociedad ecuatoriana, asumir la administración del Estado para intentar dar una salida coherente a esta debacle sistémica significa renunciar al mercado global antes de que nos expulse de manera violenta, centrarnos en la economía nacional y local, pequeña, manufacturera, campesina y ante todo comunitaria destinada al intercambio interno, que asegure una buena alimentación, salud y educación en el marco de otra trayectoria social no capitalista, lo cual supone renunciar al propio Estado antes de que este se derrumbe encima de nosotros. Es en este contexto que la izquierda electoral debe preguntarse con absoluta honestidad lo siguiente: 1. ¿tiene algún chance de ganar las elecciones de forma independiente y libre de las empresas y las negociaciones electorales? 2. En el caso improbable de ganar de manera autónoma, ¿tiene la voluntad política y el respaldo social de salirse del marco del capitalismo y de su institucionalidad política el Estado nacional?, pues en los tiempos actuales de catástrofe sistémica no hay términos medios. 3. ¿Creen ciertamente que a través de la institucionalidad electoral corrupta es posible elegir la construcción de una sociedad anticapitalista, antipatriarcal y anticolonial? 4. Para trazar otros caminos hacia otros mundos saludables y justos, ¿es necesario apoderarse de la vieja institución política capitalista o quizá es mejor construirlos por fuera de ella, en un momento de inflexión civilizatoria que nos da esa oportunidad?
Si no nos hacemos estas preguntas urgentes y necesarias, asumiremos el cinismo por miedo a reinventarnos como sociedad y entraremos en el callejón sin salida de la democracia electoral que nos ha paralizado por 50 años y nos ha vuelto cínicos como cínicos son los dueños de esta farsa.