(o de cómo, por no ir presa, Cristina arrastra a la Argentina a un nuevo “pacto colonial” y a la bestialización de la clase obrera argentina)
PostaPorteña
24.AGO.20
Los hombres hacen la historia pero…
Los argentinos estamos experimentando un adelanto del futuro. Es bueno que tomemos nota. El vehículo de ese proceso es, no hay paradoja alguna en esto salvo para los incautos, el kirchnerismo y, en particular, el «doctorismo» como le gusta decir a Jorge Asís. Las primeras páginas de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte figuran entre lo más luminoso que haya escrito Marx. Condensa en pocas líneas materia para seminarios enteros. En un pasaje señala algo así como, no importa la literalidad de la cita, «los hombres hacen la historia, pero no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos». De donde se deduce que lo que realmente hacen puede ser muy diferente de aquello que quisieron hacer. Así, los revolucionarios franceses se imaginaron restaurando la república romana mientras inauguraban un régimen social radicalmente original que no podía cuadrar debidamente con el mundo de libertad con el que soñaban. El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, es una evocación fascinante de una de situación de ese tipo: empezamos a caminar como revolucionarios y terminamos llegando a la dictadura y la degradación. Hicimos historia, pero no la que queríamos. El buen kirchnerista, aquel que realmente cree que el kirchnerismo porta una perspectiva progresiva del futuro argentino, debiera prestar atención a lo que sigue.
La chinización
El mundo está viviendo un momento muy particular, que remite al fin del siglo XVIII, cuando Inglaterra arrebató a España el dominio del mundo, y a la Segunda Guerra Mundial, cuando EE.UU. se lo quitó al Imperio británico. Si terminará de la misma manera, con el establecimiento de una nueva hegemonía mundial, reemplazando China al país gobernado hoy por Trump, o si morirá en intento fallido, como cuando Alemania desafió al resto del mundo entre la primera y la segunda conflagración de todos contra todos, está por verse. Los intentos exitosos siempre enfrentaron rivales debilitados con retadores que ya los habían superado económica y militarmente. Ninguna de las dos condiciones juega a favor de China, hoy por hoy, pero no puede descartarse un triunfo inesperado en el mediano plazo.
La batalla comenzó en algún punto de la segunda década que termina en este inolvidable 2020. China ha empezado, moviendo piezas aceleradamente, tratando de volverse «imprescindible» para el mundo mediante el afianzamiento de las vías que comunican comercialmente al resto del planeta con «uno de los dos» gigantes asiáticos (no hay que olvidar a la India en este asunto, que juega un papel particular que examinaremos en otro momento), pero también enfatizando su presencia directa, con inversiones de todo tipo, por un lado, y «asistencia» financiera por otra.
Su moneda todavía no ha creado un «área» exclusiva, aunque camina en ese sentido. Sus intervenciones militares no alcanzan aun una dimensión equivalente y, en general, el poder militar «amarillo» se encuentra en fase de preparación. Se comporta ya como un imperialismo en toda la regla, pero todavía no ejercita el músculo mucho más allá de su entorno. El asunto no ha dejado de crear problemas en el seno de la élite de burócratas y millonarios que maneja el país. Algunas voces empiezan a acusar a Xi Jinping de acelerar demasiado el paso. La opacidad de la política interior china hace difícil seguir estos cuestionamientos, pero revelan un creciente temor por el enfrentamiento prematuro con los EE.UU. Se trata, sin embargo, de un paso obligado si China quiere mantener el ritmo de la acumulación de capital y escapar a la crisis que se asoma en su interior.
Cada cambio en el liderazgo mundial ha significado una nueva configuración de relaciones sociales y, por ende, una transformación sustantiva de las condiciones de existencia de la población mundial. Áreas enteras caen en descomposición y atraso, mientras otras ascienden asociadas al nuevo amo. La «chinización del mundo» no será la excepción, lo que es una muy mala noticia para la clase obrera de la mayor parte del mundo.
Argentina y el mundo
La Argentina es hija de la revolución industrial. En sentido estricto, así como San Martín no es el «padre» de la patria, sino Rosas, Gran Bretaña es nuestra «madre patria» y no España. Si fuera por España, seguiríamos tejiendo bajo la higuera como la madre de Sarmiento. Ese vínculo, relativamente sencillo y al mismo tiempo más complejo de lo que parece (y más abierto también, pero no es éste un momento para sutilezas), construyó un país. La relación con el Imperio Británico es responsable de que estemos aquí. O lo que es lo mismo, la Argentina que llega a 1920 es la expresión del carácter progresivo del imperialismo británico en nuestro territorio. Materias primas por productos industriales, eso que algunos han llamado «modelo agroexportador» y que esconde un potente proceso de industrialización por sustitución competitiva que genera una industria relevante mucho antes de 1930, es la base del acuerdo. La decadencia de Inglaterra «libera» a la Argentina, que, a partir de allí pasa a ser, como diría Halperín, una de las viudas del imperio británico.
El matrimonio imposible con los EE.UU., la inviabilidad de «relaciones carnales», deja a la Argentina en un lugar muy particular, con una capacidad de maniobra elevada que no resulta, sin embargo, muy productiva. EE.UU. exporta tanto bienes industriales como agropecuarios. No quiere nada que podamos ofrecerle, sobre todo si lo hacemos a precios demasiado competitivos: el Farm Block será siempre un enemigo de la pampa. La idea de convertirse en exportador de bienes industriales de baja composición técnica (zapatos y algo más) para el mercado americano (el Plan Pinedo) no podía prosperar (lo veremos con más detalle en La Cajita II, es decir, Adiós a la Argentina), aunque si lo hubiera hecho, Corea del sur estaría más cerca.
Esa independencia relativa que sucede a la caída de Gran Bretaña, le permitirá a nuestro país jugar repetidas veces una especie de «bonapartismo internacional» (Silvio Frondizi dixit), que no dejó de tener cierta utilidad. Hoy por hoy, la Argentina se enfrenta al agotamiento de esa independencia forzada por la incapacidad de encontrar un nicho de crecimiento potente, en forma asociada o por derecho propio.
En efecto, la posibilidad de restablecer el vínculo con una economía que pudiera reemplazar a Inglaterra se presenta de nuevo a las puertas del Río de la Plata. No es la primera vez: el pacto entre el Mercosur y la Unión Europea, que acaba de fracasar de nuevo, es un intento que choca contra la burguesía agraria francesa, que no soportaría la competencia de Argentina y Brasil. Es otra economía la que aparece ahora en primer plano y esta vez con pretensiones muy serias: China.
Argentina y China
La chinización de Argentina, que ya ha comenzado, no tiene el carácter progresivo de la conversión de las pampas en participante activo del área de la libra. Si aquella relación construyó el país, esta tiene por función realizar el sueño de las fracciones agrarias (eso que el kirchnerismo tontamente llamaba la «oligarquía» y que ahora ha empezado a mirar como aliado imprescindible en una coyuntura signada por un horizonte carcelario para su «jefa»): retrotraer al país a una estructura pre-industrial (remember Aldo Ferrer…). En efecto, China ve a la Argentina como productora de materias primas. El recientemente publicitado «affaire» de los 100 millones de chanchos, que ya cuenta con la venia de la «Doctora», que ahora se reúne con los representantes «agro-industriales» con una cordialidad desconocida para quien juró venganza eterna contra los que la hicieron hocicar en 2008, es una muestra que vale más que un botón. El avance del acuerdo tendría como contrapartida la construcción de dos centrales nucleares a cargo de China. Cerdos por centrales nucleares. Esta relación es la inversión de la establecida con Inglaterra, en tanto tiene por función desarmar la estructura industrial y tecnológica de nuestro país, que no es despreciable aunque a escala internacional tenga poco valor. La misma relación («agroexportación»), entonces, tiene hoy una función inversa.
El dibujo social que surge de esta relación es preocupante por más de una razón. Las condiciones laborales que las empresas chinas exigen en todo el mundo son inaceptables. Pero la concentración en rangos productivos no carentes pero pobres en complejidad tecnológica, lleva a una clase obrera cuya fuerza de trabajo no puede sino ser barata. Muy barata. Baratísima. Las condiciones de vida serán, en consecuencia, coherentes: un país de obreros de cuarta. La chinización de la Argentina tiene otras consecuencias, del orden de lo cultural y lo político, de la que nos abstenemos de comentar ahora, pero aún peores para la vida social argentina.
Cristina, una sobrina desagradecida
El visto bueno que la «jefa» le da a este movimiento se entiende y cierra la parábola de ese experimento mal nacido que se llamó peronismo. En efecto, Cristina es (no podría ser de otro modo) la farsa de Perón. La farsa de una farsa, en tanto el general asesino ya era una farsa del nacionalismo de los imperialismos tardíos a los que tanto admiraba. Como sea, el presidente que Amaba el Anti-comunismo Activo, tenía en su cabeza un proyecto: una nación movilizada como potencia independiente, con base industrial en las ramas más complejas. Así es como se entienden delirios como la fusión nuclear o el Pulqui II: una pretensión desmedida, pero pretensión al fin, de entrar al mundo por la puerta grande.
Cristina no tiene ningún proyecto en la cabeza. Ni ella ni su marido tuvieron nunca otra pretensión que llegar, como buenos aventureros, hasta donde se pudiera. Arrinconados en una fría, pobre y lejana provincia del sur del país, el 2001 les abrió la ancha avenida por donde pasó buena parte de toda la lacra que gobernó este país durante 12 años. Carentes de toda perspectiva, se agarraron de lo que había: soja. La soja se acabó. Que venga el chancho. Que esta alianza reprimarizadora signifique el fin de todo sueño de una Argentina «potencia», incluso de los sueños delirantes del peronismo de los que ella misma participó alguna vez (si Menem tuvo su «cuete», ella prometió el «tren bala»), parece que no ha sido todavía captado en toda su dimensión por sus seguidores, que siguen hablando de la vicepresidenta como de un paladín de un «modelo productivo» industrial.
La presidenta en ejercicio temporario de la vicepresidencia no tiene proyecto alguno. Se aferra a esto como se aferraría a cualquier cosa, porque necesita darle a su deshilachada alianza más peso social y alguna salida inmediata. Necesita que alguna parte de la burguesía se encolumne detrás suyo. ¿Hay aquí en marcha una reversión de las alianzas?
Puede ser: Macri, abiertamente pro-yanqui, tuvo en las fracciones agrarias un bastión inexpugnable hasta ahora. AEA y los gordos de la CGT, sin embargo, ya han dejado claro que no quieren la «chinización». ¿Terminarán alineados con Macri? No sería extraño, habida cuenta de que Cristina se yergue como la garante de la alianza reprimarizadora. Ya lo era antes, cuando se alineaba con Xi y Putin, sobre todo ideológicamente, como condimento a la lucha política interna. Pero ahora ese alineamiento se transforma en material, tiene un objetivo y una base social.
El gobierno de Alberto hace agua. Se nota que un gobierno está en las últimas cuando los fracasos superan a los éxitos, sean estos y aquellos de la naturaleza que sean. Como un candidato a náufrago, al que le entra más agua que la que puede sacar con el tarrito, Alberto va camino al colapso. Arregla con los acreedores y no alcanza a festejar que ya tiene una marcha encima por una «reforma judicial» tan impúdica como puede ser la impudicia misma. Es una situación paradójica, porque los mayores errores los comete por culpa de la «doctora». Parece que los kirchneristas no se dieran cuenta de que sin Cristina, a Alberto no habría con qué darle, porque el brutal ajuste que se está descargando sobre las masas tiene la cobertura de la cuarentena. Las necesidades judiciales de Cristina explican este derrape. En este segundo aspecto, resulta claro que, otra vez, traiciona la leyenda (no la realidad) de la liturgia peronista: primero la vicepresidenta, después el movimiento y por último la patria.
Cerramos aquí, por ahora, remarcando el fin de la parábola peronista: el núcleo de los problemas argentinos yace en la impotencia histórica de su burguesía y de la dinámica social y política que se construye en torno a su descomposición histórica. Así, en el mejor de los casos, vamos hacia una Argentina en la que vivir va a ser una experiencia mucho más desagradable de lo que hemos conocido, con el peligro de su disolución histórica incluido. Si esta experiencia social que llamamos «Argentina» quiere sobrevivir, es menester que otra clase social la organice a su imagen y semejanza, más allá del límite del capitalismo.
En ese vasto futuro que se extiende «al di la» de esas fronteras hay un camino para un país tecnológica y socialmente avanzado. Pero hay que animarse a abandonar esa mala noche del alma nacional que es el peronismo y pensar, de una buena vez, en el socialismo. ¿Un socialismo «argentino»? Sí, claro.
¿En ausencia de la revolución mundial? Si fuera el caso, sí.
Los socialistas podemos transformar la Argentina, con o sin revolución mundial. Odio decirlo de este modo, pero sí, se puede. Claro que se puede.