Pero sobre todo, tomé una decisión cuando vi que iba a ser madre: la relación con ellos sería física. De tal forma que cuando les leía libros, lo hacía tumbada con él, con ella, en la cama, acariciándoles el cuello, el pelo, los muslos. Cuando llegaba hora de retirarse, y así sigue siendo, alguien gritaba ¡arrebullo! y todos corríamos a la cama grande, nos hacíamos cosquillas, dábamos patadas, besos, pellizcos, pasábamos un rato retozando entre risas, alguna protesta y caracoleo. Que la realción con mi hjo y mi hijo fuera de piel, de tocarnos, besarnos, enroscarnos, respirarnos, fue una decisión hacia el futuro. Para mí supuso un opción tan importante como sus estudios, como su educación musical, como acostumbrar sus oídos a la poesía, como su relación con el mar. Saber tocar, acariciar, recorrer un cuerpo supone, así lo creo, un escudo contra el miedo, un refugio. Saber ser tocado, tocada, me pereció y me parece una enseñanza primordial, radical.
La semana pasada fui a ver a mis padres. La educación física se hereda. Si no te han acariciado, no acaricias. Si no te han abrazado, no abrazarás. No me cabe duda de que aquello que yo elegí para mis hijos forma parte de una herencia. Viajé hasta la playa en la que mi hijo y mi hija pasan este verano puto con ellos. Mi madre me saludó desde allá. Mi padre, desde allí. Yo estaba concienciada para el asunto, sabía de qué se trataba, pero hasta que no se me rompieron las manos al no poder tocarles, mi boca al no poder besarles, no entendí que todo lo que está sucediendo pulveriza lo que soy. Y también lo que son mis hijos, aquello para lo que les he educado. Porque creía y sigo creyendo firmemente que somos cuerpo. Y esa es la materia de nuestra comunicación, del amor, del sexo, de la ternura, de la crianza.
Yo quiero tocar y besar a mis padres y a mi hermana. Ay, mi hermana. Yo quiero que mis hijos puedan construir su vida sobre el cuerpo, las caricias, el piel y los labios. Y no dejo de preguntarme ¿qué está pasando? ¿De qué sirve lo hecho? ¿Cómo será su vida?