Clajadep :: Red de divulgación e intercambios sobre autonomía y poder popular

Imprimir

La pandemia muestra una tendencia a la confiscación de la democracia por parte de los expertos

Danilo Martuccelli :: 30.08.20

El teórico nacido en Perú, sociólogo de la Universidad de París, que desarrolló la mayor parte de su carrera en Francia, reflexiona sobre el profundo impacto social de la pandemia de coronavirus. El rol de los asesores gubernamentales, los problemas de las cuarentenas en América Latina, la escasa participación de la ciudadanía en los debates y lo que está pasando con los cierres de escuelas Danilo Martuccelli,

Danilo Martuccelli, sociólogo de la Universidad de París: “La pandemia muestra una tendencia a la confiscación de la democracia por parte de los expertos”

El teórico nacido en Perú, que desarrolló la mayor parte de su carrera en Francia, reflexiona sobre el profundo impacto social de la pandemia de coronavirus. El rol de los asesores gubernamentales, los problemas de las cuarentenas en América Latina, la escasa participación de la ciudadanía en los debates y lo que está pasando con los cierres de escuelas

dmizrahi@infobae.com
sbenavides@infobae.com


 

Que durante más de medio año el debate público haya estado ocupado casi exclusivamente por epidemiólogos, infectólogos y virólogos dice mucho de la manera en la que la humanidad se enfrentó a la pandemia. Pero también dice mucho sobre el mundo contemporáneo, más allá del coronavirus. Tiene sentido: el SARS-CoV-2 es un virus y el COVID-19 es una enfermedad, así que sería imposible entender lo que está pasando sin consultar a los científicos y profesionales de la salud.

Sin embargo, a medida que pasan los meses se vuelve cada vez más evidente que estamos ante un fenómeno que abarca todas las dimensiones de la vida social, y que probablemente deje profundas transformaciones con las que debamos lidiar por un largo periodo, por lo que empieza a resultar llamativa la ausencia de las ciencias sociales. No solo en los comités de expertos que aconsejaron a los gobiernos tomar las medidas más drásticas que se recuerden en tiempos de paz. También de cualquier discusión relevante en los medios de comunicación, en el campo intelectual y, más en general, en el espacio público, si es que éste aún existe como tal.

Efectivamente, es probable que esto responda al casi insignificante rol que la sociedad civil ha tenido en esta crisis, lo que también plantea la necesidad de una honda reflexión sobre las consecuencias sociales de la pandemia, incluso a riesgo de que la misma resulte precipitada. Que en los últimos meses la voz de los ‘expertos’ haya prácticamente hegemonizado las discusiones públicas es una de las cosas que más llama la atención de Danilo Martuccelli, uno de los principales teóricos sociales latinoamericanos.

Profesor de sociología de la Universidad de París y de la Universidad Diego Portales, de Chile, Martuccelli nació en Lima, Perú, pero vivió y desarrolló la mayor parte de su carrera en Francia. Tras abordar la crisis de la escuela moderna, en una reconocida investigación junto a François Dubet, se dedicó a estudiar los cambios sociales de fines del siglo XX y principios del XXI con el foco puesto sobre los individuos, muchas veces olvidados por la sociología. En esta entrevista con Infobae, Martuccelli discute lo que el coronavirus expuso de nuestras sociedades.

—Las grandes crisis pueden catalizar transformaciones sociales, pero también ponen de manifiesto fenómenos preexistentes, que quizás pasaban desapercibidos. ¿Qué aspectos de las sociedades contemporáneas cree que está sacando a relucir la pandemia?

—Estamos viviendo uno de los fenómenos sociales más enigmáticos de las últimas décadas. Pandemias o epidemias ha habido muchas en la historia, lo llamativo de esta es cómo fue tratada. Hay que regresar a febrero, cuando se publicó un diagnóstico muy importante del Imperial College de Londres, que estimó unos 40 millones de muertos potenciales. Es en base a esa estimación, repito, a esa estimación, que el mundo entró en confinamientos. Primero, en el régimen autoritario de China, después, bajo consignas de la OMS, en muchos países europeos, y muy tempranamente en América Latina. Entonces, el primer fenómeno que hay que analizar es cómo una estimación científica pudo tener efectos tan grandes en la decisión de los gobiernos.

—¿Y este fenómeno a qué cree que responde, entonces?

—Me refiero a que el mundo ha entrado en una profunda recesión global, con consecuencias que serán extremadamente difíciles para las nuevas generaciones, por una estimación de expertócratas que hoy, por suerte y en parte por las medidas sanitarias que se han tomado, se revela falsa. Esto muestra una tendencia que existía antes: la confiscación de la democracia por la mirada de los expertos. Recuerden, los debates de febrero y marzo se plantearon bajo la forma de una alternativa muy extraña entre la vida o la economía. La vida, en esta mirada expertócrata, es una forma de convivencia en la que no hay interacciones, que no tiene espesor, que solo se juega con conexiones digitales, donde todo se puede hacer a distancia, y donde las mismas medidas de confinamiento se pueden aplicar en todo el planeta. Esa vida, tan alejada de la realidad social, se reveló brutalmente en la gestión de la epidemia en los últimos cuatro o cinco meses.

—Es cierto que al principio los expertos tenían el beneficio de la duda, porque no se sabía cuán letal era el virus. ¿Pero cómo explica que ese paradigma siga teniendo tanta vigencia cuando ya está claro que la presunción de la que partían resultó no ser cierta?

—Porque estamos frente a un triángulo vicioso terrible. El primer eje del triángulo es que es claro que los confinamientos son eficaces, pero no se pueden prolongar indefinidamente en el tiempo. El segundo eje es que las medidas de protección como mascarillas, guantes y distanciamiento físico son indispensables, pero insuficientes para evitar la circulación del virus. Y el tercer eje, dramático, es que es obvio que mientras haya circulación del virus no va a haber auténtica reactivación económica. Como estas tres cosas son tremendas y no hay solución, hoy en día todas las esperanzas se dirigen hacia la aparición de una vacuna o a una muy improbable inmunidad de grupo en los meses que vienen. Entonces, ¿por qué se prolonga? Porque nadie tiene la solución y porque estamos progresivamente comprendiendo el carácter tremendo del triángulo que estamos confrontando.

El mundo entró en una profunda recesión global, con consecuencias que serán extremadamente difíciles por una estimación de expertócratas que se revela falsa

—Volviendo al rol de los expertos, parece haber un fenómeno contradictorio. Por un lado, la ciencia aparece como portadora de máxima autoridad, con los gobiernos delegando en comités asesores la toma de decisiones políticas. Pero esto convive con el crecimiento de grupos anticiencia y antivacunas, que denuncian que todo esto es una gran conspiración. ¿Cómo ve lo que está ocurriendo con el papel político y social de la ciencia?

—La ciencia es, a pesar de todas las discusiones, fake news y dudas que existen, hoy por hoy, el auténtico esperanto de la humanidad. No es el inglés, es la ciencia. Es suficiente ver cómo la casi totalidad de los países del mundo se pusieron de acuerdo en torno a la COP21 (Conferencia sobre el Cambio Climático de 2015) para establecer una hoja de ruta en la lucha ecológica, basada en modelizaciones probabilísticas, para entender que más allá de las estrategias de unos y otros la ciencia es hoy el lenguaje hegemónico en casi todo el mundo. El coronavirus y la búsqueda de una vacuna muestran hasta qué punto eso sigue siendo verdad. Ahora bien, esto empezó a tener elementos de corrosión desde hace unos 50 años, con movimientos que ponen en cuestión los grandes pilares de la modernidad y el valor de la ciencia como carácter único de conocimiento. Pero eso sigue siendo marginal. Curiosamente, en el mundo de hoy se cuestiona más a la ciencia que al poder colectivo de los expertos.

—¿En qué se diferencia el rol de la ciencia del de los expertos?

—La ciencia produce conocimientos en medio de muchas dudas. En esta pandemia todos hemos aprendido las dificultades que tiene el conocimiento científico para dar garantías, para establecer verdades, porque en la biología no hay demostraciones finales, sino que todas son relativas, en procesos de ensayo y error. Los expertos son otra cosa. Utilizando conocimientos científicos, dan consignas de gobierno. Tienen un poder social. Es una forma de traducción del saber científico, que siempre es probabilístico y con dudas, en una forma de aserto dominante y hegemónico, sin recatos del poder. Lo que hemos vivido desde hace varias décadas, y este sí es el evento mayor de la modernidad desde el siglo XX, es la creciente confiscación del espacio político, mediático y de discusión, por parte de los expertos. La pandemia ha sido probablemente otra figura más de este poder asombroso que tienen en la sociedad. En mayo o junio, el Imperial College publicó un estudio mostrando la cantidad de vidas que había salvado. Es decir, razonamiento imparable: “Puesto que nuestra estimación no se ha realizado gracias a las medidas que se han tomado en el mundo, queda probada la veracidad de la estimación que hicimos hace tres meses. Por lo tanto, no solo que no nos equivocamos, sino que pedimos medallas de oro por nuestra gran inteligencia analítica”. Se ha vuelto una especie de mecanismo en el que nunca dan cuenta de sus errores. Recuerden. Muchos países, pero también la OMS, durante meses dijeron que no había que utilizar mascarilla, algo que es hoy sorprendente cuando se piensa hacia atrás. En esta crisis, todo el mundo ha aprendido, los ciudadanos, los gobiernos, hasta los expertos. Pero estos últimos son los únicos que no dan cuenta de sus errores ni de sus limitaciones.

La ciencia produce conocimientos en medio de muchas dudas. Los expertos son otra cosa. Utilizando conocimientos científicos, dan consignas de gobierno. Tienen un poder social.

—¿Cree que 40 o 50 años atrás, ante una pandemia similar, las respuestas hubieran sido diferentes?

—De hecho sí, y me asombra que esto no se discuta más en el espacio público. En los años 80 hubo una epidemia importante que fue la del sida, una enfermedad contagiosa y mortal. Con limitaciones y dificultades, se escogió que la sociedad permaneciera abierta y se evitaron los centros de reclusión para personas que tenían sida. En ese momento, la enfermedad afectaba a poblaciones extremadamente marginadas o estigmatizadas, pero hubo una estrategia de combate abierto, una definición muy amplia de las poblaciones a riesgo y, sobre todo, una acción extremadamente innovadora de la comunidad homosexual. A la espera de una vacuna que nunca llegó, logró enfrentar de una manera abierta y democrática a ese virus. Ahora, en cambio, la solución que tomó el gobierno chino, y que después fue rápidamente generalizada por la OMS –y aquí está la verdadera connivencia entre el autoritarismo político de un régimen y la expertocracia de la OMS–, ha confiscado toda imaginación alternativa. No había otra solución que encerrar a los ciudadanos en sus casas. Esa solución depende mucho del virus, de la forma de propagación y de todo lo que ustedes quieran. Pero es evidente que en 40 años se ha pasado de una innovadora respuesta, en donde la sociedad civil tuvo un papel decisivo, a un proceso en el que, bajo la mirada uniforme de los expertócratas, parece que la única manera de defender a la sociedad civil y a la democracia es encerrando a los ciudadanos. Es un riesgo tremendo y muestra hasta qué punto el poder de los expertos se ha consolidado, pero de manera enorme, a nivel planetario.

En esta crisis, todo el mundo ha aprendido, los ciudadanos, los gobiernos, hasta los expertos. Pero estos son los únicos que no dan cuenta de sus errores ni de sus limitaciones.
 

 

—Parte del abordaje creativo que tuvo la comunidad LGTB en los 80 en relación al VIH consistió en que cuando las autoridades intentaron cerrar los saunas y vetar las relaciones sexuales homosexuales, se encontraron con una negativa. Representantes de la comunidad gay dijeron que habían peleado mucho para poder vivir su sexualidad, y que preferían morir antes que resignarla. Es una respuesta polémica pero muy valiente desde el punto de vista de esta dicotomía entre vida y muerte. Con el coronavirus también hay un gran debate en torno a la valoración de la vida, porque nos pone a todos entre entre la vida y la muerte. ¿Cuál cree que es la respuesta social actual ante esta pandemia?

—En la epidemia de VIH existieron actitudes éticas y posiciones políticas. Algunas personas en la comunidad gay defendieron un estilo de vida que suponía una toma de riesgo, a veces también para otras personas. Ese fue el aspecto ético. La postura política fue distinta. Frente a las tentaciones del miedo, del rechazo y de la estigmatización, de los sidatorios como habló alguno en esa época, del encierro de las personas enfermas, apareció un postura política que tuvo una serie de ejes. Uno muy importante era a quién se definía como población de riesgo. En Francia, después de una lucha encarnecida, se logró imponer la definición de que era aquel que tenía más de dos partenaires sexuales distintos durante un año. Esa definición fue esencial, porque abrió el perfil de riesgo a un montón de personas, más allá de su orientación sexual. Y fue gracias al trabajo de la comunidad gay que las campañas de prevención se dirigieron a toda la población y se enfocaron en mensajes no estigmatizantes. En todo este proceso, que fue difícil, con un número asombroso de personas que fallecieron, fue necesario que la sociedad se organice y logre dar una respuesta. Lo que estamos viviendo hoy es exactamente lo contrario. Hemos tenido muy escasa acción de la sociedad civil, muy escasa participación de actores sociales organizados, y hemos visto un cara a cara entre los estados nacionales y los grandes organismos internacionales, casi en ausencia de toda visión de ciudadanía. Si dejamos de lado el problema de las formas de transmisión del virus, que son muy distintas, es evidente que esto nos muestra las transformaciones en el tejido social en 40 años. Nuestras sociedades, con diferencias en todos los países, pero globalmente, han depositado cada vez más confianza en políticas sociales focalizadas, en una forma de gestión de lo social experta, y cada vez menos en la estimulación de actores sociales. Por lo tanto, cuando era más necesario que nunca la existencia de este tejido, de esta innovación, de esta imaginación alternativa desde la sociedad, eso no ha existido. En los años 70, durante la crisis del petróleo, había un eslogan en la televisión francesa que decía “No tenemos petróleo, pero tenemos imaginación”. Nuestras sociedades hoy en día tienen mucho más petróleo que imaginación.

—Usted ha estudiado mucho los procesos de individuación social. Partiendo de la incertidumbre que hay en relación a las consecuencias de la pandemia, pero con algunas certezas en relación a la profundización de la desigualdad, de la marginación y de los efectos socioeconómicos que posiblemente van a ser devastadores, ¿cómo pensar la individuación?

—Desde el siglo XIV, con el Decamerón (obra literaria de Giovanni Boccaccio), los ricos se protegen de las epidemias. En ese caso, se encierran en sus casas y, como se aburren, se ponen a contar cuentos eróticos, y ese es el comienzo de la trama. Esto muestra que, contrariamente a lo que a veces se piensa, los riesgos no son democráticos y no exponen a todo el mundo de la misma manera. La geografía de las personas contagiadas en el mundo es muy diversa. En Europa muere gente de mucha edad. En América Latina, los contagios, pero también los fallecimientos, están distribuidos de manera más homogénea entre las distintas edades. Las personas con situaciones socioeconómicas más vulnerables tienen muchas más posibilidades de contraer el virus que las personas que pueden practicar confinamientos en sus casas. Y también es cierto que enfrentan mayores riesgos de desarrollar formas graves de COVID-19 quienes tienen enfermedades preexistentes que, ya sea de tipo cardíacas o por sobrepeso, tienen una correlación de origen de clase bastante significativa. Pero creo que lo más importante en el caso de las experiencias de los individuos en América Latina han sido tres cosas que son contradictorias y que se dan al mismo tiempo.

—¿Cuáles?

—La primera y la más importante es que todos los gobiernos latinoamericanos, de alguna u otra manera, con mayor o menor fuerza, y diría también casi todos los órganos de prensa, han terminado responsabilizando a los individuos de esta pandemia. Al final de cuentas, es el estereotipo clásico de los latinoamericanos que son indisciplinados e ingobernables y, como no son capaces de autogobernarse, tienen que ser tutelados por los gobiernos. Se habla a veces de la desconfianza de los individuos hacia sus gobiernos, algo que muestran todas las encuestas desde hace varias décadas en casi todas partes del planeta. Pero lo que ha revelado la pandemia, que es tal vez mucho más interesante, profundo e inquietante, es la desconfianza de los gobiernos hacia sus ciudadanos. Y que, por lo tanto, consideraron -bajo consejo expertócrata- que no había otra manera posible de combatir a la pandemia que encerrar a los ciudadanos en sus casas. El segundo elemento fundamental es que, una vez más, los latinoamericanos descubrimos que estamos siempre muy solos ante las crisis. Sobre todo los más pobres han estado absolutamente aislados, con muy escasas ayudas públicas, o porque no había dinero suficiente, o porque no había capacidad administrativa. La solidaridad se dio muchas veces entre vecinos, casi siempre entre las familias, con una relativa incapacidad del Estado de darle una protección institucional a los ciudadanos. Y el tercer factor viene a complicar los dos anteriores: esta pandemia mostró a los individuos la absoluta interdependencia de unos y otros. La situación exigió confinamientos y distanciamiento social, pero eso solo fue posible porque existían lazos de solidaridad entre los actores sociales. Y lo más fuerte que yo espero que deje esta crisis en los años sucesivos es esta nueva conciencia de la interdependencia en el mundo de hoy.

Lo que ha revelado la pandemia, y que es profundo e inquietante, es la desconfianza de los gobiernos hacia sus ciudadanos.

—Usted ha descrito de manera muy rica las diferencias que hay entre los individuos que se forman en las sociedades del sur, en América Latina, y los que se forman en las del norte, en los países más industrializados. ¿Qué implicó para los países latinoamericanos haber adoptado ante la pandemia las mismas respuestas que habían implementado los del norte, pensadas para ese tipo de sociedades y de individuos?

—La gran diferencia, si uno simplifica al extremo, es que los procesos de individuación en Estados Unidos y en Europa, sobre todo en Europa, se desarrollan en base a un script, a un guión o a un relato sostenido por muchas ayudas públicas. Es decir, contrariamente a un discurso liberal muy viejo, el proceso de individuación moderno ha sido inseparable del papel del Estado y de las seguridades y protecciones que el Estado produjo en las vidas individuales. En América Latina, sin que eso lleve a ninguna caricatura sobre la inexistencia de estados sociales nacionales –porque es falsa– y con variantes muy grandes entre los países, lo que es cierto es que la vida, y no solamente de las clases más populares o vulnerables, se desarrolla muchas veces sin red de seguridad y con muy escasa ayuda pública. Esto genera dos maneras de enfrentar el mundo radicalmente distintas. Unos son ciudadanos que les exigen cuentas a sus gobiernos, y los otros son ciudadanos que saben que tendrán, por encima de muchas otras cosas, que desarrollarse solos, muy solos. Que enfrentarán con relaciones sociales, a veces comunitarias, a veces de clase, a veces de barrio, siempre familiares, los desafíos heterogéneos de la vida social. En esta pandemia los ciudadanos europeos han logrado disponer de ingentes ayudas públicas de los estados, que permitieron mantener el confinamiento. En América Latina eso no se dio, pero fue evidente que se aplicó ese deseo latinoamericano de ser los primeros de la clase, muy tempranamente, siguiendo los consejos de la OMS. E insisto, se decidieron confinamientos, con o sin razón –siempre es fácil juzgar en retrospectiva– a veces generalizados, con muy escaso número de personas contagiadas. En países en los que el sector informal puede ser más del 50%, como en Colombia, o del 70%, como en Perú, en donde muchas personas tienen apenas ingresos diarios, los más pobres tuvieron que hacer la ecuación difícil entre una situación económica que se deterioraba y enfrentar los riesgos en la calle. Y tuvieron que salir. No fue solo por razones económicas, pero es obvio que en muchos sectores populares la salida fue un imperativo absoluto.

—¿Entonces la estrategia del confinamiento pudo no haber sido válida para una región como la nuestra?

—Se aplicaron modelos de lucha contra la pandemia diseñados a nivel planetario, suponiendo que las formas de hacinamiento doméstico son similares, que todo el mundo tiene las mismas capacidades para hacer teletrabajo o teleestudiar, que la violencia doméstica es la misma en todos los grupos sociales, que la casa es un lugar de refugio para todos. Todo ese conjunto de parámetros implícitos generaron que en América Latina el confinamiento fuera absolutamente imposible. El confinamiento se volvió contraproducente, en la medida en que entre las personas que vivían hacinadas el contagio de uno supuso el contagio de muchos otros. Son los dos rostros de la individuación en América Latina: individuos muy solos en su gestión de los problemas sociales, y estados que en lazo con una expertocracia internacional aplican a rajatabla medidas sin tener en cuenta los contextos sociales. Como sociólogo, lo que más me impacta de la gestión actual de la pandemia ha sido la antisociología radical que ha habido. Las ciencias sociales son disciplinas que exigen la necesidad de pensar los contextos. Lo que en determinados casos puede ser cierto o falso, en función de las situaciones locales. Por el contrario, lo que ha habido, como sucede con el benchmarking internacional, es la idea de que en la noche de la pandemia todos los gatos son pardos, y que se podían aplicar estrictamente las mismas medidas en todos lados. El costo para América Latina ha sido extremadamente caro.

En América Latina hay individuos muy solos en su gestión de los problemas sociales, y estados que en lazo con una expertocracia internacional aplican a rajatabla medidas sin tener en cuenta los contextos sociales

—Algunos países apostaron a la responsabilidad individual ante la pandemia mientras que otros fueron por el camino inverso y decretaron estados de sitio y toques de queda en nombre de la salud pública. ¿Cómo ve esta tensión entre la necesidad de los estados de proteger a la población y lo que esto implica en términos de libertades y de autonomía individual?

—La pandemia ha sido un caso de escuela de la absoluta diferencia que tenemos que hacer analíticamente entre la “responsabilidad” y la “responsabilización”. En la responsabilidad yo asumo que soy el sujeto de mis actos. Y es una posición decisiva en estas sociedades; nuestros principios de justicia están basados en eso. Yo tengo que asumir que soy el sujeto de aquello que hago, incluso delante de un proceso jurídico. La responsabilización es otra cosa. Es cuando se nos vuelve, de alguna manera, sujetos en tanto causa, de todo aquello que nos acaece. En donde se me responsabiliza por el virus que he contraído. En esta pandemia, estas dos filosofías han sido puestas en acción. Creo que en América Latina, Uruguay es un caso muy importante de responsabilidad, porque se hizo un llamado a un fuerte civismo. Incluso pusieron en práctica ciertos “bonos” para aquellos que decidieran libremente realizar cuarentena. En el otro modelo, el de las cuarentenas obligatorias, que muchas democracias del mundo han adoptado, en algunos países apareció el discurso de la responsabilización, de la desconfianza de los gobiernos. Los latinoamericanos estamos atravesados por este discurso de que somos indisciplinados e ingobernables, y por lo tanto hay que imponer sanciones. Controles. Toque de queda.

 

 

—Más allá de los diversos abordajes, es evidente que en el contexto de la pandemia el Estado ha asumido un rol mucho más protagónico, por lo menos de lo que se venía viendo. Aún está por verse si este protagonismo es transitorio o si es algo más trascendente. Si es que esta forma de Estado llegó para quedarse, ¿podría volverse a un modelo como el que tuvo su apogeo en los años de posguerra? ¿O cómo imagina que será el Estado de la pospandemia?

—Hay dos situaciones muy diferentes: el Estado providencia en Europa y el caso de América Latina. En Europa sí ha habido una reafirmación del Estado. Los planes y el soporte económico con respecto al desempleo fueron absolutamente enormes. O sea que el Estado ha asumido, a costa de un endeudamiento increíble en muy poco tiempo, la carga de esta crisis. También hubo sistemas de salud que reaccionaron en España, Italia, Alemania, con sus grandes diferencias, pero se reveló que el Estado sigue siendo la columna vertebral de las sociedades. Y esto ha reabierto un cuestionamiento a las visiones más globalizadas que existían hoy en día. En América Latina es exactamente lo contrario. Con diferencias muy grandes según los países, en todos lados apareció que pueden combinarse ejecutivos fuertes, desde los grandes jefes hasta los fuertes liderazgos políticos, y estados muy débiles, con sistemas de salud extremadamente poco articulados, con insuficiencias terribles a nivel educativo, con diferencias muy grandes en la población. Hubo una respuesta de urgencia del Estado, que no podía no darse, pero que ha abierto la discusión no sólo en relación a qué papel tendrá el Estado en la economía, sino también sobre cuál es el grado de operatividad y de eficacia del mismo. Creo que la pandemia revela más el segundo problema que el primero, que es la articulación Estado-mercado. La pandemia también planteó de manera tenebrosa la ineficiencia del aparato estatal y de las capacidades de regulación administrativas de la sociedad. Y eso sí los ciudadanos se lo pueden exigir a las repúblicas.

—Recién al pasar mencionó el tema de la educación, y no quisiéramos dejar de preguntarle sobre lo que está ocurriendo porque usted ha estudiado la crisis de la escuela. ¿Cómo piensa en este contexto el cierre de colegios durante meses? Sobre todo en América Latina, donde para las familias de clases populares pueden ser inviables las clases online. ¿Qué le sugiere que no haya habido una demanda social demasiado fuerte sobre el tema?

—Es otro de los grandes enigmas de esta crisis. Hay tres aspectos distintos. El primero es un asombro absoluto, algo que a mi me indigna profundamente, y es que en esta crisis los adultos hemos decidido libremente la suerte de adolescentes y jóvenes universitarios sin consultarlos en ningún momento. Es decir, jamás se les preguntó si estaban de acuerdo o no. Tampoco al resto de los ciudadanos, aunque hoy se empiezan a abrir actividades, pero la escuela y las universidades no están entre ellas. Por lo tanto, hay un primer déficit democrático considerable en ese tipo de decisión, en donde un grupo de actores sociales decide por otros sin consultarlos. Y, lo que asombra, incluso esta vez en el espacio público, es la relativa escasez de palabras de adolescentes o de jóvenes que, por ejemplo, lamenten la sociabilidad perdida. Sólo recibimos ciertos datos producidos por expertócratas que muestran que la incidencia en la salud mental es particularmente severa en este grupo etario. El segundo elemento es que en un continente como América Latina se impuso, también aquí bajo la mirada expertócrata, la idea de que la tele-enseñanza podía ser una solución. Esto aún cuando uno sabe las condiciones de acceso a internet de muchas familias populares, y no solamente en regiones alejadas de las grandes capitales. La manera en la que hay que compartir, cuando existe, una computadora en toda una vivienda. Fue una representación totalmente alejada de la realidad que tienen a veces ciertos cuerpos de la administración pública. La tercera reflexión, y a la vez la que a mí más me impacta, es que creo que la pandemia está revelando hasta qué punto el trabajo docente es un trabajo complejo, difícil.

—¿En qué sentido?

—Me explico: la telemedicina se había desarrollado mucho en los últimos 20 años en los Estados Unidos. Y es probable que un aspecto positivo de esta pandemia sea que se generalice. Para saber si uno tiene una angina u algún otro tipo de enfermedad se puede hacer fácil un diagnóstico a distancia. A diferencia de la telemedicina, los resultados de los intentos de aplicar la distancia a la docencia han sido muy malos, porque la educación es inseparable de la sociabilidad. Porque sin grupo de pares no hay educación posible. La escuela no es un ciclo de conferencias. Es un conjunto de contenidos curriculares y también –y tal vez por sobre todo– es eso que sucede en la sociabilidad infantil, adolescente y juvenil. Este fenómeno es tan decisivo que aquí aparece la gran diferencia entre la vida abstracta de las conexiones digitales y la vida concreta, con sus interacciones y sus asperezas. Y en relación a lo educativo, esta pandemia nos hizo tomar conciencia colectivamente de lo esencial de la sociabilidad en la formación de los individuos. Me asombra que este tema no esté más presente en el debate público. Por ejemplo, que los estudiantes universitarios no se movilicen más para exigir cursos presenciales de una u otra manera, aunque sea en pequeños grupos, aunque sea con mecanismos por supuesto de distancia social y protección. Creo que allí hay uno de los signos más inquietantes de la crisis de la instituciones educativas. Cada vez más, el debate está capturado por la fascinación de expertócratas por cómo se pueden hacer clases en línea y cómo se pueden digitalizar los cursos. Como si eso fuera un modelo educativo, cuando en realidad, detrás de esa distopía pedagógica, hay que reafirmar la absoluta necesidad de una sociabilidad educativa, como elemento indispensable de la formación de los ciudadanos.

Los intentos de aplicar la distancia a la docencia han sido muy malos porque la educación es inseparable de la sociabilidad.

—Cuando se habla del cierre de escuelas, de hecho, se habla mucho de lo curricular y se pierde un poco de vista, por un lado este rol socializador de la escuela que usted menciona, pero también su rol en las tareas de cuidado de los niños. Es decir, el funcionamiento de la sociedad capitalista se basa en que el padre y/o la madre salen a trabajar porque los niños y niñas están en la escuela. Hasta en países del primer mundo, como Estados Unidos, pero también en nuestra región, la escuela funciona como proveedor de alimentos para millones de niños. Entonces, me gustaría saber su opinión sobre el impacto de la pandemia en estos otros roles.

—La pregunta es justa, y refleja hasta qué punto los expertócratas solo ven la escuela como un lugar de instrucción en el cual se transmiten conocimientos. La escuela tiene un montón de otras funciones. Por supuesto, la de permitir a los padres salir a trabajar porque la seguridad de los chicos está garantizada. Pero también funciones sociales. En muchos países de América Latina, la escuela da el único alimento diario de un número importante de chicos. Funciones culturales. En zonas relativamente abandonadas o alejadas de los centros urbanos es el único contacto posible con una apertura de horizontes culturales y sociales. La escuela tiene una función de socialización evidente entre los géneros, pero también entre camaradas, en la vida juvenil y en la sexualidad. Pero en esta visión de la escuela como instrucción-digitalizada, ¡parece como si eso no existiera! Y la escuela tiene una función democrática. Yo creo que si todo esto que mencionamos no se reconoce en el debate es porque estaba ausente la dimensión propiamente educativa de la escuela, es decir, qué modelo de individuo, o de individuos, quiere transmitir.

—Una de las cosas que mencionó al principio es el hecho de que en esta crisis tan profunda y tan radical la sociedad civil ha estado prácticamente ausente. No solo en la toma de decisiones, sino también en las opiniones. En este contexto marcado por el miedo y el encierro, en donde la vida social es contraria a las medidas de confinamiento, ¿cómo podría la sociedad civil intervenir?

—Creo que el punto es que no tenemos actores sociales. De existir actores sociales fuertes, como los hubo en el pasado, hace apenas unas décadas, la respuesta hacia la innovación habría venido desde la sociedad civil. La crisis de los sindicatos, con pocas excepciones donde sus estructuras resisten, está llegando prácticamente a un estado terminal. Y los nuevos actores socioculturales que se han constituido, identitarios y otros, no logran ocupar ese espacio. Los partidos políticos se han vuelto más que nunca cáscaras vacías que son plataformas electorales al servicio de un candidato. No tienen más vida interna. Ni delegados, ni funcionamiento democrático. Las asociaciones barriales que, por suerte, existen todavía en muchos lugares de América Latina, han sido anestesiadas por políticas sociales cada vez más instrumentalizadas y organizadas desde ONGs o a través de la administración pública. Existe una evidente anemia del tejido social en nuestras sociedades. Lo que esta crisis sí reveló, y no lo digo como un elogio, es que el intelectual colectivo del siglo XXI es la prensa, es decir, que es allí donde se juega el espacio público. En este proceso, todo aquello que conspira contra la libertad de expresión, pero también contra la idea de verdad, todo lo que apunta a las fake news, todo lo que termina poniendo en cuestión el espacio público, pone realmente en peligro la democracia y las formas de convivencia. Pero uno de los resultados positivos de la pandemia es la toma de conciencia colectiva de la centralidad creciente en nuestra sociedad de la prensa, los media-activistas, el espacio o la esfera pública en el sentido más amplio que tiene el término.

 


https://clajadep.lahaine.org