Desde los tiempos de la Primera Internacional, el anarquismo ha contrapuesto la apropiación colectiva de los medios de producción a la estatización socialdemócrata. Ambas visiones, sin embargo, comparten el mismo punto de partida: la necesidad de una gestión colectiva. Pero el problema es: ¿gestión de qué? Por supuesto, lo que la socialdemocracia llevaba a cabo desde arriba, y burocráticamente, los proletarios españoles lo practicaron desde la base, armados, con cada individuo responsable ante los demás, y de esta manera quitando la tierra y las fábricas de las manos de una minoría especializada en la organización y la explotación de otros. En resumen, lo opuesto a la co-gestión de la Junta de Carbón por parte de los sindicalistas socialistas o estalinistas. Sin embargo, el hecho de que una colectividad, en vez del Estado o una burocracia, tome la producción de su vida material en sus propias manos no suprime, por sí mismo, el carácter capitalista de aquella vida.
El trabajo asalariado significa el pasaje de una actividad, independientemente de la que sea, arar un campo o imprimir un periódico, por la forma del dinero. Este dinero, mientras hace posible a la actividad, también es expandido por ella. Igualar los salarios, decidir todo colectivamente, y sustituir el dinero por cupones nunca fue suficiente para erradicar el trabajo asalariado. Lo que está unido por el dinero no puede ser libre, y tarde o temprano el dinero se convierte en su amo.
La sustitución de la asociación por la competencia en una base local fue una receta garantizada para el desastre. Porque, si bien la colectividad abole realmente la propiedad privada dentro de sí misma, también se establece como una entidad distinta y como un elemento particular en la economía global, y por lo tanto como una colectividad privada, obligada a comprar y vender, a comerciar con el mundo exterior, convirtiéndose de esta manera en una empresa que, guste o no, tiene que jugar su rol en la competencia regional, nacional y mundial, o desaparecer.
Uno sólo puede alegrarse de que una parte de España haya implosionado: lo que la opinión dominante llama “anarquía” es la condición necesaria para la revolución, como escribió Marx en su propio tiempo. Pero estos movimientos hicieron su impacto subversivo sobre la base de una fuerza centrífuga. Los rejuvenecidos lazos comunitarios también sirvieron para encerrar a cada uno en su pueblo y su barrio, como si el punto fuera descubrir un mundo perdido y una humanidad degradada, contraponer el barrio obrero a la metrópoli, la comuna autogestionada a los vastos dominios capitalistas, el campo de la gente sencilla a la ciudad comercializada, en pocas palabras el pobre al rico, el pequeño al grande y lo local a lo internacional, olvidando que una cooperativa es a menudo el camino más largo al capitalismo.
No hay revolución sin la destrucción del Estado. ¿Pero cómo? Terminando con las bandas armadas, deshaciéndose de hábitos y estructuras estatales, estableciendo nuevas maneras de debatir y decidir – todas estas tareas son imposibles si no van de la mano con la comunización. No queremos el “poder”; queremos el poder de cambiar toda la vida. Como proceso histórico que se extiende por generaciones, ¿puede uno imaginar seguir pagando salarios para la comida y la vivienda todo ese tiempo? Si la revolución es supuesta como política antes que social, esto crearía un aparato cuya única función sería la lucha contra los partidarios del viejo mundo, es decir una función negativa de represión, un sistema de control que no descansaría en otro contenido que su “programa” y su voluntad para realizar el comunismo el día en que las condiciones finalmente lo permitan. Así es como una revolución se ideologiza a sí misma y legitima el nacimiento de un estrato especializado al que se le asigna la supervisión de la maduración y la expectativa del siempre radiante pasado mañana. La misma esencia de la política es la incapacidad y la falta de deseo para cambiar algo: reconcilia lo que es separado sin ir más lejos que eso. El poder está allí, gestiona, administra, supervisa, adormece, reprime: es.
La dominación política (en la cual una escuela entera de pensamiento ve el problema nùmero uno) fluye de la incapacidad de los seres humanos para hacerse cargo de ellos mismos, y de organizar sus vidas y su actividad. Esta dominación persiste sólo a través del desposeimiento radical que caracteriza al proletario. Cuando cada uno participa en la producción de su existencia, la capacidad para la presión y la opresión ahora en las manos del Estado dejará de ser operativa. Es porque la sociedad del trabajo asalariado nos priva de nuestros medios de vida, de producción y de comunicación, faltando muy poco para la invasión del -alguna vez- espacio privado y de nuestras vidas emocionales, que el Estado es todopoderoso. La mejor garantía contra la reaparición de una nueva estructura de poder sobre nosotros es la apropiación más profunda posible de las condiciones de existencia, en cada nivel. Por ejemplo, aun si no queremos a cada uno generando su propia electricidad en sus sótanos, la dominación del Leviathan también viene del hecho de que la energía (un término significativo, pues ‘power’ en inglés también significa poder) nos hace dependientes de complejos industriales que, nucleares o no, inevitablemente permanecen externos a nosotros y fuera de cualquier control.
Concebir la destrucción del Estado como una lucha contra la policía y las fuerzas armadas es confundir la parte con el todo. El comunismo es primero que nada actividad. Un modo de vida en el cual los hombres y las mujeres producen su existencia social paraliza o reabsorbe el surgimiento de poderes separados.
La alternativa planteada por Bordiga: “¿Debemos tomar la fábrica o debemos tomar el poder?” (Il Soviet, 20 de Febrero de 1920) puede y debe ser superada. No decimos: no importa quien gestione la producción, sea un comité ejecutivo o un consejo, porque lo que cuenta es tener la producción sin valor. Decimos: mientras la producción de valor continúe, mientras esté separada del resto de la vida, mientras la humanidad no produzca colectivamente sus maneras y sus medios de existencia, mientras haya una “economía”, cualquier consejo está condenado a perder su poder en las manos de un comité ejecutivo. Aquí es donde nos diferenciamos tanto de “consejistas” como de “bordiguistas”, y el por qué los primeros nos llaman bordiguistas y los segundos, consejistas.
Autor: Gilles Dauvé (texto extraído del documento «Cuando las revoluciones mueren» (1979) de Jean Barrot/Gilles Dauvé.