En un piso franco de Yenisehir, uno de los cuatro barrios de la localidad tomados por milicias de jóvenes armados adscritas al grupo Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), un muchacho pasa cargando un fusil ruso y otro americano, con sus cañones casi rozándome la punta de la nariz. Pego un brinco. “¿Te asustan?”, pregunta él. No especialmente. Pero, desde luego, ver un niño que no llega a los 15 años acarreando armas como si fueran juguetes no produce gran sensación de seguridad.
Apenas quedan adoquines en sus calles, pues este es el material que utilizaron para cerrar las entradas al tráfico rodado y a la policía, levantando barricadas de dos metros de alto y uno de ancho, coronadas por sacos terreros y protegidas por lonas para dificultar la visión a los francotiradores y a los drones de vigilancia. Los muros, construidos con pericia de profesional, se suceden en las calles, alternados con zanjas, trincheras y túneles, a través de los que introducir explosivos que, en caso de ataque, detengan el avance de los blindados de la policía y del ejército turcos. “Si el Estado nos ataca, a nosotros no nos queda más remedio que defendernos”, se justifica Rustem Akif, un joven de 20 años, armado con un Kalashnikov.
La cuestión no es tan sencilla. A inicios de 2015, todo parecía listo para poner fin al conflicto kurdo, que en las últimas tres décadas enfrentó las fuerzas de seguridad de Turquía y el PKK -considerado grupo terrorista por la OTAN, los Estados Unidos y la Unión Europea (UE)-, provocando más de 40.000 muertos. Desde 2013, el gobierno de Partido de Justicia y Desarrollo (AKP, islamista conservador), el Partido de la Democracia de los Pueblos (HDP, principal formación kurda en el Parlamento turco) y el fundador del PKK, Abdullah Öcalan, encarcelado a perpetuidad en Turquía, negociaban un acuerdo. En el sureste del país, donde se concentra la minoría kurda, se respiraba la paz; inversores y turistas comenzaban a visitar una zona muy rica en patrimonio cultural.
Con todo, el presidente del país, el islamista Recep Tayyip Erdogan, previendo que el acercamiento a los kurdos podía restarle votos del electorado nacionalista turco, y dado que los diputados kurdos no estaban dispuestos a apoyar su proyecto de convertir el sistema parlamentario turco en uno presidencialista que le diese plenos poderes ejecutivos, decidió bloquear el proceso de negociaciones. “Ponerlo en el frigorífico”, dijo. Su partido, de hecho, perdió la mayoría absoluta en los comicios de junio, y un Erdogan cada vez más autoritario entró en cólera y cargó contra los kurdos en un ambiente enrarecido, debido a los atentados de células del Estado Islámico (ISIS) infiltradas desde Siria.
Los objetivos de estos ataques fueron principalmente los nacionalistas kurdos y los partidos de izquierda (cuatro muertos en Diyarbakir, en junio de 2015; 33 en Suruç, en julio; 102 en Ankara en octubre; 11 turistas alemanes en Estambul, en enero de 2016), por lo que no pocos turcos vieron tras ellos la mano de un gobierno al que se acusa de mirar hacia otro lado sobre las actividades de los grupos yihadistas.
Ante la falta de progresos, el PKK anunció en julio el fin de su alto el fuego que había mantenido desde 2013, volviendo a los atentados y asesinatos. El ejército reaccionó bombardeando las bases de la organización kurda en las montañas del norte de Irak y el sur de Turquía. Esto llevó a las alcaldías del sureste del país, en manos de los nacionalistas kurdos, a declarar unilateralmente su autonomía del gobierno central, a lo que Ankara respondió con la detención de docenas de cargos electos y representantes políticos. Para evitar nuevos arrestos, los jóvenes kurdos se organizaron en milicias y se atrincheraron en sus barrios. Como resultado, en espacio de unos pocos meses, las esperanzas de paz en el Kurdistán turco se convirtieron en un gusanillo de caos y destrucción: el gobierno declaró el toque de queda en 21 localidades —cuatro de ellas, Cizre, Silopi, Idil y la Ciudad Vieja de Diyarbakir, aun lo mantienen total o parcialmente y permanecen cercadas por el Ejército— y las estimaciones más conservadoras cuentan las muertes por encima de las 700, incluidos más de 300 civiles.
El casco histórico de Diyarbakir, la capital oficiosa de los kurdos de Turquía, está rodeado por unas imponentes murallas de basalto, que son Patrimonio de la Humanidad. Pero desde su interior no llegan ya los sonidos típicos de los bazares que la llenan, las campanas de sus iglesias o los muecines de sus mezquitas, sino el incesante tableteo de las armas y las temibles sacudidas de la artillería pesada. A inicios de diciembre de 2015, se impuso el toque de queda en varios barrios de este distrito y fuerzas especiales de la policía trataron de reducir a cientos de militantes kurdos que se hicieron fuertes en varias calles. No lo consiguieron y los combates se extendieron a otros barrios, por lo que el gobierno envió al ejército, que introdujo blindados y tanques en la ciudad vieja. Según explica el periodista local Ilyas Akengin, la dificultad de los militares para avanzar se debe precisamente a la intricada geografía del lugar: “Ellos (los insurgentes kurdos) colocan bombas trampa a la entrada de las calles, que son muy estrechas, por lo que los soldados solo pueden avanzar casa por casa. Y cuando los militares recuperan un barrio, los combatientes se infiltran en otro. Luchan de forma muy profesional y mismo tienen francotiradores”.
Ante la incapacidad de reducir los núcleos rebeldes, el gobierno turco llamó de la reserva a agentes y militares que se destacaron en las operaciones contra el PKK de la década de 1990, una época caracterizada por la guerra sucia. También hay activistas kurdos que denuncian la presencia de operativos policiales y militares con barbas de corte yihadista —este periodista pudo ver a uno de ellos en Diyarbakir—, a pesar de que las Fuerzas Armadas obligan a sus miembros a rasurarse. De ahí que no extrañen las noticias que salen del interior de los barrios bajo toque de queda —vetados a la prensa no oficialista—: personas ejecutadas a sangre fría, heridos abandonados en medio de la calle hasta que mueren desangrados, cadáveres de militantes kurdos arrastrados por las ciudades atados a un blindado o devueltos a sus familias tras días a la intemperie con parte de su carne devorada por los perros. “Probaréis la fuerza de los turcos”, advierte una pintada hecha por el equipo de las fuerzas especiales de la policía en un edificio de la Diyarbakir kurda. Las escasas imágenes que llegan desde dentro de la ciudad vieja hablan por sí. Edificios completamente destrozados, casas saqueadas, monumentos calcinados. Los que de allí escapan aseguran que recuerdan las imágenes de la vecina Siria, en guerra civil desde hace 9 años. “Ayer nuestro barrio estaba en pie, pero hoy no queda nada. Nuestra casa la alcanzó un mortero y quedó hecha trozos. Intenté regresar por los medicamentos de mis padres, que son ya viejos, pero hay francotiradores de la policía que disparan a todo el mundo. Y si te matan, dicen que mataron a un terrorista”, se queja un chico recién huido.
“La policía dispara a diestro y siniestro, y los del PKK ponen minas y explosivos. Tuvimos que escapar para no quedar atrapados en medio de los enfrentamientos”, relata Mahmut, de 36 años: “La vida dentro es imposible, cortaron el agua, la electricidad, no hay calefacción y queda poca comida”. El propio gobierno turco reconoce que 355.000 personas se vieron obligadas a huir por culpa de las “operaciones antiterroristas”, una noticia corriente de desplazados que se une a los tres millones de refugiados sirios e iraquíes que ya acoge Turquía debido a los conflictos al sur de su frontera. En la localidad de Cizre, bloqueada por el ejército, solo quedaron 20.000 personas de sus 130.000 habitantes. Desde una colina sobre el río Tigris a las afueras de la localidad, se veían dos columnas de humo elevarse sobre Cizre y el estruendo de los proyectiles de los tanques cayendo en el centro de la urbe era constante.
Los sótanos de esta ciudad se convirtieron en el símbolo de esta nueva guerra: en uno de ellos, a finales de enero de 2016, quedaron atrapadas unas 30 personas, la mayoría civiles enfermos o con heridas, sin electricidad ni agua. A medida que pasaban los días, los heridos iban muriendo uno a uno. “No puedo soportar los gritos de una joven que tiene una herida de bala y constantemente pide agua”, dijo uno de los atrapados al diputado kurdo Faysal Sariyildiz, posteriormente entrevistado por este periodista. A pesar de los intentos de los equipos médicos de llegar al edificio, resultó imposible. Según el Ministerio de Sanidad, porque francotiradores del PKK atacaban las ambulancias; según los kurdos, era el ejército el que lo impedía. La última ocasión en que se intentó una evacuación, el 30 de enero, las ambulancias se acercaron a 200 metros del edificio acompañadas por representantes del partido kurdo HDP, que se mantenían en contacto telefónico con los atrapados en el sótano. En la grabación de las conversaciones se puede escuchar una explosión sucesiva de disparos y los gritos de los heridos dentro del sótano, y después uno de ellos asegura que ya no pueden salir porque el edificio fue atacado por el ejército y se derribó. Fue la última vez que se tuvo noticias de ellos. A inicios de marzo, cuando se relajó el sitio sobre Cizre y equipos forenses de organizaciones de derechos humanos pudieron entrar en la ciudad, hallaron hasta tres sótanos donde la gente, atrapada por los combates, había muerto. Se contaron por lo menos 75 cadáveres. “Esta nueva fase del conflicto va a tener graves consecuencias. Ahora la guerra no es solo en las zonas rurales, como ocurría en los noventa, sino también en el interior de las ciudades”, advierte Ragip Bilici, presidente de la Asociación de Derechos Humanos de Diyarbakir, y llama la atención sobre el peligro de radicalización de estos nuevos desplazados. No en vano, la generación de insurgentes que ahora luchan contra el Estado turco son los hijos de las familias kurdas evacuadas de aldeas y pueblos por Ankara en las décadas de 1980 y 1990 para evitar que prestaran apoyo al PKK. Una hornada de chicos bautizada como “generación tormenta”, crecida en la violencia y que vio como sus padres y hermanos mayores eran detenidos o se echaban al monte y morían junto a la guerrilla.
“Nos criamos en medio de la ira. Sufrimos golpes y torturas de la policía”, explica un kurdo de 29 años de Diyarbakir que se hace llamar Jiyan: “Ni a mí ni a otros compañeros nos parece mal que se mate a policías, porque ellos son los terroristas que asesinan niños cada día”. Los milicianos kurdos que combaten actualmente en las ciudades de Turquía con los que contactó LUZES aseguran que sus compañeros de armas tienen, en su mayoría, entre 15 y 25 años —a pesar de que el PKK se comprometió en 2013 a no reclutar combatientes menores de edad—. Son chicos y niños que se hacen adultos viendo cómo sus amigos mueren a causa del conflicto, como Murat, de 13 años, que vive en la misma calle en la que los disparos de la policía mataron a Helin, una niña de 12, el pasado 12 de octubre de 2015. “Le dieron en cabeza y tambaleó hasta aquí antes de morir, había trozos de cerebro por todos lados”, narra Murat señalando la mancha de sangre donde fue abatida. Violencia que alimenta el odio, odio que genera más violencia. Nuevas generaciones de la tormenta.
A los agravios pasados, se une el conflictivo vecindario en el que se convirtió la región de Oriente Próximo. Muchos de los jóvenes armados en los barrios de Nusaybin —apenas separada de Siria por una valla y unas pocas torretas de vigilancia— recibieron entrenamiento en el país vecino y abrieron fuego combatiendo del lado de las milicias kurdo-sirias, aliadas del PKK, contra el Estado Islámico. “Otras mujeres de la unidad femenina nos entrenan en táctica y en disparar, pero donde más se aprende es en la práctica”, explica Amara Sterk, una miliciana que probablemente no llega a la mayoría de edad a pesar de que asegura tener 19 años: “Para nosotros, la revolución de Rojava (el Kurdistán sirio) fue un ejemplo de cómo vencer, contra el régimen y contra los yihadistas”.
La conexión entre la nueva rebelión kurda y la guerra en Siria resulta innegable, pues del país vecino no solo llegaron chicos entrenados en estrategias militares —muchas de ellas aprendidas precisamente de sus enemigos yihadistas—, sino también armas. En Diyarbakir, las fuerzas de seguridad turca incautaron en enero de un importante arsenal, incluidos ocho lanzabombas antitanques, 400 kilos de explosivo y varios fusiles de francotirador de gran calibre, entre ellos un Zagros, modelo fabricados por el PKK en Siria e Irak a partir de la ametralladora pesada rusa DSHK. “Durante todo el proceso de paz los terroristas estuvieron haciendo provisión de armas y escondiéndolas en depósitos secretos. Eso demuestra que no eran sinceros en la negociación”, critica un agente de policía destacado en la lucha contra el PKK.
“Las armas que usa el PKK son rusas y americanas. ¿Quién se las está dando?”, denunció el presidente Erdogan. Las autoridades turcas se empeñan —por el momento sin mucho éxito— en demostrar que las Unidades de Protección Popular (YPG), las milicias kurdas que luchan en Siria, son tan terroristas como su organización hermana en Turquía, el PKK. De hecho, Ankara logró que fueran excluidas de las conversaciones de paz de Ginebra entre el régimen de Bashar Al Assad y los rebeldes. Pero, por el momento, Estados Unidos continúa viendo las YPG como su principal aliado en la lucha contra el yihadismo, y les envía armas continuamente. Incluso Moscú se acercó a los kurdos de Siria, especialmente a raíz del conflicto con Ankara por el derrumbamiento de un avión ruso en 2015. Con los combates entre los rebeldes sirios y el régimen —apoyado por la aviación rusa— cada vez más cerca de su frontera, los analistas turcos temen que las armas que llegan de los kurdos sirios a sus camaradas del PKK sean utilizadas para abrir otro frente bélico dentro de la propia Turquía. “Si todos los combatientes del PKK que se fueron a pelear a Siria e Irak regresan a territorio turco, podemos tener verdaderos problemas”, cree el comentarista y ex militar turco Metin Gürcan.
A pesar de lo que parece un inexorable descenso al caos del sureste de Turquía, muchos kurdos aún esperan que triunfe la cordura y las partes vuelvan a la mesa de negociación —el HDP, por ejemplo, exige un alto el fuego y, según decía su líder, Selahattin Demirtas, se conformaría con una autonomía menor que la de las comunidades españolas—. Entre otros, en cambio, se extiende la desafección y ya no quieren oír ni hablar de un gobierno turco del que no ven otro rostro que el de la violencia y la represión. “Claro está que vivir entre barricadas no es algo bonito, son un recuerdo de que estamos en guerra”, explica una joven de 23 años del barrio de Kanika, en Nusaybin: “Pero por lo menos nos dan cierta seguridad de que no entrará la policía. Antes de que los jóvenes erigieran las barricadas, los policías venían y se llevaban nuestros vecinos de casa, pegaban a los hombres y amenazaban a las mujeres con violarlas”. Aunque el gobierno turco afirma que sus fuerzas están próximas a recuperar el control de las ciudades en las que rige el toque de queda —aunque sea a costa de su práctica destrucción—, lo cierto es que en muchas otras los jóvenes kurdos se preparan para la guerra. “Sabemos que en cuanto terminen con Cizre, Silopi y Diyarbakir, vendrán por nosotros —afirma en Nusaybin la “camarada Havin”—. Pues bien, estamos preparados para luchar”.
FUENTE: Andrés Mourenza (Texto y fotos) / Luzes / Público