¿De quién son las plantas? ¿En qué momento alguien decidió ponerle precio a un tomate? ¿Cuándo dejamos de cuidar, compartir y agradecer lo que salía de la tierra para producirlo a cambio de dinero? ¿Y por qué, si tenemos la necesidad básica de alimentarnos, hemos de pagar por la comida?

Escribo esto dentro de un contexto capitalista. Sí, lo sé: dentro de un contexto capitalista, poner en palabras tales ideas sobrepasa lo naíf. Sin embargo, todas ellas parten de una lógica espontánea (la lógica, cuanto más espontánea, más naíf) de que el intercambio económico carece. Desde la ingenuidad, la obligación de comprar alimentos para poder vivir resulta tan impostada con respecto a nuestra condición humana, con respecto a nuestra condición animal, como grabar trozos de papel y metal, darles un valor y llamarlos moneda. ¿Alguna vez una niña te ha hecho una pregunta tan razonable que te ha parecido absurda?

El autoabastecimiento es la respuesta. Los huertos, su símbolo de lucha. Basta con una semilla para iniciar una revolución. Más allá de la utopía anticapitalista, para muchas personas el autoabastecimiento representa una alternativa real y necesaria al modo en que nos relacionamos con los alimentos, con la comunidad y con el entorno.

Alessandra Spina, una de las impulsoras del Huerto Barceló, un espacio autogestionado ubicado en el barrio de Malasaña (Madrid), aboga por “alejarse de los supermercados todo lo posible”.

 

Durante el confinamiento, el Ayuntamiento prohibió la entrada a toda la red de huertos urbanos de la capital. “Muchas personas que normalmente comen de las acelgas o de las coles del huerto no pudieron acceder a él durante meses”, explica Alessandra. “Para esas personas, el huerto es el supermercado. ¿Por qué se podía entrar al supermercado con medidas de seguridad pero al huerto no? Tenemos vecinas en paro que subsisten gracias al huerto. Yo misma, que soy una de ellas, me encontré descolocada. Es simple: si hay tomillo en el huerto, no lo compro en el súper porque el tomillo está ahí, para recogerlo. Esa es la filosofía. El discurso sobre la salud no sé si vale, porque yendo una sola persona, o dos por turnos, se hubieran podido cuidar las plantas. Lo veo en nuestro grupo de WhatsApp: tenemos tiempos y horarios distintos y siempre nos coordinamos entre nosotras, ayudándonos. Hemos creado una pequeña comunidad de gente que debe ponerse de acuerdo y aprender a convivir en armonía y respetando las ideas de todas las personas”.

En el documental de Netflix Fell Rich: Health is The New Wealth, artistas estadounidenses de la cultura del hip-hop se desmarcan de la creencia generalizada de que el éxito en su profesión se mide por la cantidad de droga, alcohol y comida basura que puedas consumir. Por el contrario, estas músicas y músicos apuestan por una energía existencial consciente y saludable en la que el deporte, la meditación o la dieta marcan la diferencia. Muchas de las personas que aparecen en el documental proceden de distritos donde no es fácil conseguir alimentos frescos como frutas y verduras. En estos lugares, los huertos comunitarios (en los que todo se comparte) se han convertido en verdaderos territorios de disidencia; ayudando a las familias a subsistir, favoreciendo el crecimiento personal y garantizando el acceso a una alimentación digna.

Pero no solo los vergeles urbanos que explotan entre los edificios de los barrios igual que supernovas de colores se declaran insurrectos: cualquier terraza, balcón o ventana a la que llegue la luz sirve para sumarse al movimiento. La pandemia del coronavirus ha llevado a mucha gente a practicar la horticultura desde sus casas. Es el caso de Luis, en ERTE desde el mes de marzo: “Con el confinamiento, empecé a plantearme cosas y me di cuenta de que dependía totalmente del sistema. Y de que, de la noche a la mañana, el sistema podía fallar… que de hecho siempre había fallado. Entonces, planté la primera lechuga”.

Aunque la agricultura casera pueda parecer algo individualista, en un mundo donde pueblos enteros carecen de soberanía alimentaria, cultivar tu propia comida, al menos una parte, por pequeña que sea, conecta. Libera. Posiciona. Porque, cada vez que alguien cosecha una hortaliza por y para sí, deja de concederle esa hortaliza a la idea de que comer es un privilegio y no un derecho.