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Turquía: Nacionalismo y expansión para el nuevo imperio otomano. Erdogan, el nuevo Solimán el Magnífico

Kurdistán América Latina :: 14.09.20

La Unión Europea UE, que se apresura para sancionar a Siria, Bielorrusia o a quién toque, ante Turquía solo se aventura a pedir diálogo ignorando las continuas amenazas esgrimidas por Ankara. Una UE que, de acuerdo a los intereses alemanes, ante los problemas locales entierra la cabeza como los avestruces como si no existiesen. Una UE en la que, por el momento, solo Francia muestra tener el empaque de hacer frente a los turcos en Grecia y el Líbano. Mientras, Turquía seguirá peleando por sus intereses nacionales aunque para ello deba adoptar una política depredadora de confrontación. No libre de retos a los que hacer frente, Turquía se ha convertido en el gran poder regional.

¿Qué hay detrás del nacionalismo depredador turco?

 

Sin apenas llamar la atención por jugar en los “patios traseros” de la Unión Europea (UE), sin apenas llamar levantar polvo ni molestar, Turquía se ha erigido como el régimen militar expansionista que amenaza con alterar la “pax Mediterránea”. Pero Erdogan está apostando demasiado fuerte, y busca consolidarse como el mayor poder regional sin importarles los enemigos que hace en el camino.

Hasta ahora, el presidente turco podía bombardear Irak, invadir el norte de Siria, mantener la ocupación de Chipre, hacer de Azerbaiyán un protectorado enfrentado a Armenia o apuntalar a los Hermanos Musulmanes en Libia, porque, no nos engañemos a pesar de discursos y sanciones, son países que apenas importan a la mayoría de Europa. Pero esta vez en el Egeo, yendo más allá de las tensiones cíclicas con Grecia, desde Ankara han decidido desafiar directamente el orden establecido por la Unión Europea. ¿La razón? Reservas de gas natural: la parte más jugosa del pastel que ofrece el Mediterráneo Oriental. Un recurso especialmente atractivo para el Estado turco, que podría reducir su dependencia de Rusia, Qatar y Argelia, abriendo asimismo la puerta al mercado unioneuropeo. Y es que Turquía ya ha encontrado 320.000 millones de metros cúbicos de gas en el Mar Negro, pero expandir su dominio del Mediterráneo cortando un posible gaseoducto entre Israel y Grecia, además encontrando más recursos, convertiría a la joven República de Turquía en una indiscutible potencia gasística.

El expansionismo del turco, que innegablemente apuesta con un all-in por sus intereses, despertando un gran fervor patriotero en las masas embaucadas por las arengas neo-otomanas, se traduce en una diplomacia agresiva, de tono violento, más belicista que nunca, para desviar la atención de una economía a la baja (contrayéndose un 9,9 % en apenas tres meses), donde algo remotamente parecido a tiempos de bonanza es cada vez más imposible. Y es que con la economía a la baja, también han terminado los tiempos de bonanza del partido AKP de Erdogan, cuya hegemonía cada vez está más en entredicho en los núcleos urbanos.

El discurso de Erdogan ya no diferencia amigos de enemigos, aliados de rivales, socios de adversarios. Y así, el presidente turco no duda en dirigirse a Francia y cualquier otro aliado de Grecia en los términos más provocadores, afirmando que “Turquía no permitirá ni la piratería ni el bandolerismo en el Mediterráneo y el Egeo”. Asegurando además que “Turquía tiene el poder suficiente para, desplegando su armada, frenar a cualquiera que pretenda apropiarse de sus derechos e intereses”. Del mismo modo, según el medio alemán Die Welt, Erdogan habría propuesto a sus generales hundir buques griegos y derribar sus aviones de combate. Por suerte, a pesar de las purgas tras el fallido golpe de Estado de 2016, todavía queda algo de sensatez en el estado mayor turco, que rechazó estas propuestas. Y en este momento es necesario precisar que la soberbia del Estado turco para con el mundo no es algo exclusivo de Erdogan y de fanáticos nacionalistas y/o neo-otomanos. Septiembre empezó con el portavoz del Partido Republicano del Pueblo (CHP), la oposición secular kemalista, alertando a Europa de que “no debía involucrarse” en el asunto griego. Una oposición kemalista y secular, izquierdista solo en la forma, que ya antes dio su beneplácito para la invasión del norte de Siria (exceptuando el sector pro-kurdo más cercano al HDP-Partido Democrático de los Pueblos). El del Estado turco es un nacionalismo depredador.

Pero abarcar demasiado, confiando en la disuasión militar, deja de ser funcional cuando los vecinos se unen en tu contra. Ante la amenaza neo-otomana, Grecia, Chipre, Egipto e Israel han optado por unirse. Emiratos Árabes Unidos (EAU) también se ha unido a los israelíes y por siguiente a los griegos. Josep Borrell ha dejado clara la solidaridad de la Unión Europea con Grecia y Chipre, y mientras Turquía despliega barcos militares en el Egeo, los helenos se unieron a bielorrusos, armenios y rusos en los juegos militares que han tenido lugar entre el 23 de agosto y el 2 de septiembre en Armenia; momento que el viceministro de Defensa ruso, Alexander Fomin, aprovechó para reafirmar la cooperación militar ruso-griega. A pesar de discursos belicistas y declaraciones subversivas, en Ankara saben que no tendrían posibilidades de salir vigorizados de un conflicto en el Mediterráneo Oriental.

Citando la Convención Nacional de Francia de 1793 (aunque también podría tratarse de Stan Lee, por qué ocultarlo): “Se debe contemplar que una gran responsabilidad es el resultado inseparable de un gran poder”. Y es indiscutible que, desde 2014, Recep Tayyip Erdogan ha logrado aglutinar un enorme poder en Turquía, pero carece de la responsabilidad necesaria para gestionarlo. El que de otro modo habría sido un líder de obligado estudio en escuelas militares, el hombre que salido de un barrio obrero, logró reformar el sistema turco para convertirse en 2018 en el líder de un sistema personalista (desde 2017), ahora ha perdido completamente el control de la situación.

La paranoia y el terror son una herramienta útil cuando hay un poder que sostiene el autoritarismo, mantiene el orden y sacia al pueblo con pan. Pero la falta de un plan a largo plazo, los problemas sociales y demográficos de los refugiados sirios en suelo turco, el aislamiento regional de acuerdo a decisiones erráticas, y la crisis económica amenazan los cimientos que mantienen el sultanato.

Erdogan debe hacer frente a un dilema que le puede costar muy caro. Citando su discurso en la inauguración del Año Judicial 2020-2021, en el Centro de Convenciones y Cultura de la Nación de Bestepe, en Ankara, este mes de septiembre, el presidente turco busca lograr “el ascenso de Turquía” acaparando las riquezas del Mediterráneo y desencarcelando el país.

Sin embargo, estas aspiraciones se ven truncadas por una fractura social que, poco a poco, se gesta en el seno de la República, con una incipiente crisis económica a la que el gobierno ni pone solución ni parece que hacerlo sea su prioridad.

ahora, los turcos han encontrado un puente de plata para cruzar toda línea roja, gracias a unos Estados Unidos que no quieren involucrarse y una Unión Europea incapaz de hacer nada más allá de repetir lo mucho que le preocupa todo. Porque la misma UE, que se apresura para sancionar a Siria, Bielorrusia o a quién toque, ante Turquía solo se aventura a pedir diálogo ignorando las continuas amenazas esgrimidas por Ankara. Una UE que, de acuerdo a los intereses alemanes, ante los problemas locales entierra la cabeza como los avestruces como si no existiesen. Una UE en la que, por el momento, solo Francia muestra tener el empaque de hacer frente a los turcos en Grecia y el Líbano. Mientras, Turquía seguirá peleando por sus intereses nacionales aunque para ello deba adoptar una política depredadora de confrontación. No libre de retos a los que hacer frente, Turquía se ha convertido en el gran poder regional.

FUENTE: Alberto Rodríguez García / Russia Today

 

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Erdogan, el nuevo Solimán el Magnífico

 

Cuando varios jugadores hacen destrozos en una partida, uno de ellos levantará de la mesa los beneficios. Las sangrientas y destructoras cruzadas occidentales en Irak, Siria y Libia acabaron por dejar al presidente turco Recep Tayyip Erdogan en la más ideal de las situaciones para ser (ya desde hace rato) el timón de la crisis de una parte de Medio Oriente. El poder se conquista con los símbolos, los territorios y la influencia de un país capaz de tener en sus manos la llave de una o varias crisis que pueden desestabilizar a sus vecinos. La Turquía del presidente Erdogan concentra los tres poderes. País con costas en el Mediterráneo, miembro de la OTAN y llamado a presidir el próximo 15 de septiembre la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU), Turquía se ha ido convirtiendo con los años en el aliado perturbador de Europa. Las relaciones entre París y Ankara son desde hace muchos meses un plato envenenado y las relaciones entre ambos presidentes, Erdogan y Emmanuel Macron, una pugna retórica y, en el último tiempo, militar.

El jefe del Estado turco exhibió el poder de los símbolos el 10 de julio de 2020 cuando decretó la restitución de Santa Sofía al culto musulmán. 86 años antes, el 24 de noviembre de 1934, el fundador de la joven y laica República turca, Mustafá Kemal Atatürk, había cedido a la comunidad humana esa joya de Estambul mediante la transformación de la basílica-mezquita en un museo. 1.500 años de historia se concentraron en un presente donde Santa Sofía resultó el ingrediente más emblemático de la confrontación. Inaugurada por el emperador Justiniano en el año 537 como catedral y sede del patriarcado, Santa Sofía se transformó en iglesia católica en 1204 con la invasión de los cruzados. Casi 60 años más tarde regresó a los ortodoxos y en 1453 se convirtió en mezquita luego de que el Sultán otomano Mehmet II tomara el control de la capital de Bizancio. Kemal Atatürk cambió el destino del recinto religioso en 1934, y el 24 de julio de 2020 Erdogan en persona dio vuelta la historia cuando recitó versículos del Corán en el espacio de Santa Sofía.

La conquista territorial es otro de los ejes de la restauración turca en la región a través de las intervenciones directas en Siria, Libia e Irak. En 2019, Turquía se comprometió militarmente en Siria luego del retiro de Estados Unidos. Este episodio es digno de una pieza de teatro mal escrita, con un actor talentoso, Erdogan, y un aprendiz mediocre, Donald Trump. En octubre de 2019, el mandatario turco lanzó el operativo “Fuente de Paz” en el norte de Siria contra las FDS, las Fuerzas Democráticas Sirias respaldadas por Washington y la coalición (60 países europeos y árabes). Las FDS eran una federación de grupos armados financiados y armados por la administración norteamericana y el resto de la coalición para luchar contra el Estado Islámico. Nada podía indisponer más a Erdogan, porque las FDS son una fuerza kurdo-árabe dominadas por los kurdos del YPG, brazo armado del partido kurdo de Unión Democrática (PYD) y aliado del enemigo irreversible de Erdogan, el PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán). Así, Washington, en su combate contra el Estado Islámico, apoyaba a los enemigos de Erdogan para luego dejarle a Turquía todo el campo abierto. En lo que atañe a Libia, Ankara es una presencia omnipresente como respaldo al Gobierno de Unión Libio (GNA). En cuanto a Irak, el pasado 17 de junio Turquía desplegó unos 1.000 hombres en Haftanin, en el norte de Irak, y ello en el marco de un operativo contra la retaguardia del PKK, al que Turquía y sus aliados occidentales consideran terroristas. El jefe del Estado turco se instaló cómodamente como un protagonista insoslayable de los conflictos en la región al mismo tiempo que amplió la realización de su proyecto para Medio Oriente. Nadie se entrometió en el camino. Los europeos parecen tener las manos atadas y Estados Unidos hace rato que abandonó la zona. El caos que provocó la política de Trump en esas tierras recayó en beneficios constantes para Turquía.

Como con Santa Sofía, la historia siempre ronda por ahí. Antes de los desastrosos y breves episodios coloniales occidentales durante el siglo XX, Siria y Libia fueron, a lo largo de cuatro siglos, colonias del imperio otomano. Adel Bakawan, sociólogo franco iraquí y miembro del Instituto francés de Relaciones Internacionales, acota que “al estar presente en todos los frentes, Erdogan quiere mostrarles a las potencias internacionales que su país es ineludible en la solución de los conflictos regionales”. Occidente le facilitó su ambición. Ankara juega allí donde las potencias occidentales desencadenaron un naufragio: en Irak, George W. Bush, con la segunda guerra (2003) y el derrocamiento del presidente Saddam Hussein, dejó un país hecho añicos. En Siria, la guerra la vinieron a alentar y complicar los europeos, los norteamericanos, las monarquías del Golfo Pérsico y Rusia. En Libia, la hecatombe la inició el ex presidente francés Nicolas Sarkozy en 2011, cuando promocionó una resolución en el Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas (número 1973) que terminó, de hecho, siendo una intervención militar disfrazada para derrocar al presidente Muamar Khaddafi.

Como si faltara un conflicto o una provocación, los turcos se enfurecieron cuando su rival histórico, Grecia, implementó un acuerdo con Egipto sobre la explotación común de zonas marítimas en el Mar de Egeo muy ricas en hidrocarburos. El 9 de agosto, Ankara envió el barco Oruç Reis (prospección sísmica) a la Zona Económica Exclusiva (ZEE) que le corresponde a Grecia escoltado por fragatas militares. Los griegos pusieron sus tropas en estado de alerta y Francia, que respalda a Atenas, reforzó su presencia militar en el Mediterráneo Oriental con barcos y aviones. Allí se inaugura el cruce Erdogan / Macron. El mandatario francés es, además, el que lleva la batuta retórica contra el “islamo-nacionalismo” de Erdogan. El presidente turco acusó a Macron de portarse “como un caíd” en el Mediterráneo Oriental y esgrimió una amenaza con forma de pregunta: “¿El pueblo francés sabe acaso qué precio deberá pagar por culpa de sus dirigentes codiciosos e incompetentes? (…) Cuando se trata de combatir, no dudamos en ofrecer nuestros mártires”. Las riquezas del Mar Egeo bien valen un pase de esgrima. La Comisión Geológica de Estados Unidos evalúa a 5.765 mil millones de metros cúbicos las reservas contra las 47.800 que posee Rusia, las 33.720 de Irán y las 20.700 de Qatar. Las cuestiones de soberanía de varias islas griegas reclamadas por Turquía están en tela de juicio desde la firma del Tratado de Lausana en 1923 (se fijaron las nuevas fronteras). La tensión es lo suficientemente grave como para que la Unión Europea se disponga a adoptar el 24 y 25 de septiembre próximos una paquete de sanciones contra Turquía en caso de que Ankara rehúse entablar “un diálogo constructivo”. El horizonte es turbulento y desquiciado porque muchos de estos países son aliados de Turquía dentro de la Alianza Atlántica, la OTAN.

Después del presidente ruso Vladimir Putin, Erdogan es el segundo rey del tablero. Le queda, además, una valiosa carta para desestabilizar a los europeos: la inmigración. Turquía es el nudo y la gestión del problema. Después de 2015 y la crisis migratoria que, a través del Mediterráneo, trajo a Europa cientos de miles de migrantes, la Unión Europea y Turquía llegaron a un acuerdo: Ankara se comprometió a recibir a los refugiados e impedir así que ingresen en los países del bloque. Pero Erdogan hizo de los migrantes un florete político. Modula a su antojo la aplicación del acuerdo. A finales de febrero de 2020, el presidente Erdogan decidió levantar el bloqueo vigente para impedir que los refugiados sirios ingresen a la Unión Europea por la frontera griega. Hay que recordar, no obstante, el enorme peso migratorio que recae sobre las espaldas turcas a raíz de los desbarajustes creados por Occidente en la región. Entre la crisis libia, la guerra en Siria, los horrores en Afganistán e Irak, Turquía ha recibido en su territorio a más de cuatro millones de refugiados. El gobierno griego afirma que los inmigrantes están siendo “manipulados como peones” por Turquía para asfixiar a la Unión Europea. Turquía alega que está gestionando una ola migratoria imponente por culpa del gobierno sirio de Bashar Al Assad y de las fuerzas rusas que lo apoyan en sus operaciones militares en Idlib, el último bastión rebelde. Los bombardeos ruso sirios en esa provincia del noroeste de Siria desataron el desplazamiento de casi un millón de personas hacia Turquía (1 de diciembre de 2019 al 28 de febrero de 2020). Erdogan rehúsa seguir siendo el guardián de las fronteras europeas. Cuando más se agudiza la crisis, más los medios de Europa lo acusan de ser “un islamo expansionista”, un hombre “obsesionado por la idea de restaurar el imperio Otomano”, el “nuevo Solimán el Magnífico”, etc. Prosa barata de común circulación en Occidente. Estados Unidos, Europa, algunas monarquías del Golfo Pérsico y la misma Rusia fueron precipitando la región hacia un abismo sin fondo, repleto de muertos, de desplazados y de horror. La impericia de las pretendidas potencias le dejó a Recep Tayyip Erdogan un diseño geopolítico que corresponde como en un sueño al ideal de sus ambiciones.

FUENTE: Eduardo Febbro / Página/12

 


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