El plebeyismo insubordinable
Pandemia. Cuarentena. Por un tiempo, el capitalismo se detuvo. Todo parecía posible. Fue una ilusión óptica que duró unos días. En cuanto se salió de la sorpresa y la inercia, el enemigo puso de nuevo en funcionamiento sus mecanismos de explotación habituales. En el interregno, me encontré con el libro de Diego Sztulwark, La ofensiva sensible (Caja Negra, 2019), en el que se piensan desde una nueva izquierda clásica los nodos centrales de este régimen de vida al que nos sometemos. El afecto es la última mercancía producida por el capitalismo desalmado. Frente a este horizonte, me pareció más que oportuno charlar con Diego. Por motivos obvios, no pudimos juntarnos. Por razones técnicas, no logramos armar un encuentro virtual. Casi hicimos todo a la vieja usanza: le formulé algunas preguntas, y Diego, generosamente, las respondió.
AGENCIA PACO URONDO: Me gustó la elaboración teórica, y el respeto por el cruce de dos tipos de experiencias: la reflexión y el compromiso. Criticás al “cuadro militante organizado” y recuperás otro compromiso que pareciera rebelarse a la obediencia. ¿Cómo concebís ese cruce?
Diego Sztulwark:¿Me preguntás si defiendo una posición de una militancia no organizada contra el cuadro político? ¿O lo afirmás? Lo que yo trato de explicar ahí tiene que ver con una larga discusión que existe entre las personas que creen que la política se da a partir de una organización centralizada, con las muchas formas que puede tener esto. Y que creen que ese centro se concreta en una estructura que tiene como una jefatura muy clara, una línea centralizada y después un activismo militante muy amplio que le da cuerpo a esa línea política, ¿no? Tanto en la izquierda como en el peronismo existen versiones de esto. Se puede decir que es la política clásica, un poco tradicional, en la que yo también me formé de chico, cuando empecé mi militancia. Yo no desprecio esa idea para nada. Y hay que reconocer que las revoluciones efectivas hechas durante el siglo XX, las que uno admira más allá de las discusiones que merecen, han contado con esa práctica militante. Hace un tiempo salió un libro muy importante, me parece a mí, sobre la militancia. Muy bien escrito. Muy bien pensado, de Damián Selsi. Se llama Teoría de la militancia. Trata sobre la militancia en los noventa y en el 2001. Selsi hace una reivindicación muy fuerte del militante como parte de una estructura y una organización. Y presenta al militante, al aspirante al cuadro y al cuadro como la máxima realización de una forma de responsabilidad por lo colectivo. Y yo no estoy de acuerdo con eso. Es decir, me parece que en Argentina y en la historia latinoamericana no es tan fácil decir esto, sobre todo después de las dictaduras, del terrorismo de Estado, de la instauración del neoliberalismo, no es tan fácil afirmar que las formas de la responsabilidad de lo colectivo se concretan en estructuras políticas verticales.
Con un recorrido a vuelo de pájaro, por lo que fueron los organismos de Derechos Humanos, por lo que fueron las organizaciones piqueteras en el 2001, lo que son hoy los movimientos llamados feminismo popular o el movimiento indígena comunitario, por una cantidad gigantesca de activismo terapéutico, cultural, artístico, barrial, antirracista, que componen el tejido más importante y activo de la Argentina, no se puede decir que esa es la única forma de responsabilidad política. Uno se da cuenta que existen formas muy radicales e importantes de hacerse cargo de temas centrales como el terrorismo de Estado, la lucha contra la precarización laboral, contra el patriarcado, etc., que no necesitan ese tipo de estructuras para hacerse cargo. O sea que esa idea de la responsabilidad no me parece que pueda ser tan fácilmente adjudicada a una estructura política que además tiene tanta empatía y naturalidad con un tipo de estructura estatal que es más parte de un problema a plantear que de una solución ya hecha. Ahora, yo no deduzco de esto que la organización no sea necesaria e incluso indispensable, ni reivindico una militancia sin organización.
Yo solo digo que la organización no tiene por qué ser pensada bajo estas formas de un monopolio político de un grupo o estructura, y de un conjunto de cuadros que operan como su representación en el Estado. Pienso que hay muchas otras formas de organización y muchas otras formas de madurez política, de síntesis activistas, de organización de programas, de proliferación de liderazgos, de construcción de formas de sesión, que en ese sentido generan figuras que tienen el mismo espesor político que el cuadro. Son cuadros del movimiento social o de los movimientos de Derechos Humanos. Cuadros en el sentido de personas que tienen una visión histórica, que fueron capaces de hacer una síntesis en cierto momento, que son capaces de generar un lenguaje complejo, capaces de respetar la multiplicidad de actores que participan de estos movimientos, pero que además conservan una visión muy, muy crítica sobre la complicidad que el Estado tiene en uno de sus núcleos centrales con la acumulación de capital. Es decir, que no se pierde de vista ese problema como un problema central del cual derivan muchísimos otros problemas que queremos y necesitamos transformar con urgencia. Sea el problema del patriarcado, el del neoliberalismo, el del racismo estatal que se transmite todo el tiempo en experiencias nefastas de “gatillo fácil”, de represión a los jóvenes en los barrios, etc. Es decir, hay toda una cantidad de problemas de articulación estatal con el mercado mundial, con el Capital, con las empresas, que son complejísimos, y que yo creo que es urgente atacarlos, desarmarlos, denunciarlos. Y para eso creo que hace falta organización: edición de materiales, capacidad de coordinación en luchas, capacidad de representación política, liderazgos, toma de decisiones, programas. Lo que está en discusión no es la organización, sino el tipo de organización, el fetichismo de la dirección, el fetichismo del cuadro. En cambio, yo creo que los momentos más importantes de la política argentina reciente son momentos donde no hizo falta un partido político único para poder sincronizar golpes unitarios como sucedió tanto en la coyuntura de diciembre del 2001 como en la secuencia antimacrista que va de diciembre del 18 a las primarias del 11 de agosto. La sincronización de la capacidad de golpear, el efecto unitario de las muchas fuerzas, es absolutamente necesario, permite pasar de una coyuntura a otra pero no resuelve por sí mismo el problema de construcción política.
APU: Te referís a la “subjetividad de la crisis” como una forma de vida posible. Tal vez entendí mal, pero me quedó la sensación de que estas subjetivadades son las que provocan o “conquistan” las crisis. ¿Es esto lo que planteás? Te lo pregunto porque yo tengo otra impresión, como si estas subjetividades fundamentales en realidad se crearan como por default, como un efecto de las crisis económicas y políticas, más que ser las causas de esas crisis. Creo que el neoliberalismo por su propia dinámica nos hace vivir en crisis ¿Cómo lo ves vos?
D.S.: Bueno en tu segundo comentario, que para mí es muy complejo porque desafiás un poco mi claridad o la coherencia con la que te puedo contestar. Lo que te puedo decir es que la experiencia que yo viví de manera colectiva en el año 2001 es una experiencia menos preocupada por problematizar la crisis como un objeto al que hay que estudiar, y mucho más ocupada en la emergencia de un punto de vista desde la crisis, y desde allí ver la normalidad. Ver la estructura. Ver lo que se pretende como regularidad. Es decir, tomar la crisis como un punto de vista más que como un objeto de análisis. Esto tiene consecuencias muy grandes sobre la figura del intelectual, sobre la manera de pensar el protagonismo, etc. Por supuesto que el Capital se desarrolla en sus crisis. Cuando pensamos la crisis desde el punto de vista del Capital, la crisis es una manera de gobernar, de reproducirse, de ampliarse, de reimpulsarse. A mí no me interesa tanto esa crisis. A mí me interesa la otra crisis.
¿A qué llamo la otra crisis? Llamo la otra crisis al hecho de que si el Capital, por múltiples vías, intenta evitar que una parte de la sociedad autonomice sus prácticas, sus instituciones, sus deseos, sus economías, subsumiéndolas y subordinándolas a las relaciones de explotación, yo llamaría crisis a los momentos en los que el movimiento popular logra poner algún tipo de resistencia a eso. Y muchas veces esa resistencia es, como decís vos, un efecto de default, es que no da para más, es que se quedaron barrios o ciudades enteras sin trabajo. La reproducción de la sociedad corre riesgos. Y entonces organizarse para hacer una olla comunitaria, organizarse para cortar una ruta, organizarse para poner un límite, es una cosa muy mínima, muy mínima. Pero ese mínimo cuando se lo toma como premisa, es decir, como el lugar desde donde se ve la sociedad y desde donde pensar, abre una perspectiva regenerativa y que cada tanto vuelve a aparecer. Esto es propio de la violencia de la dinámica neoliberal. A mí me parece que los que discuten sobre el neoliberalismo, narrando y describiendo las situaciones, hacen algo un poco redundante porque ya todos sabemos la verdad de nuestra sociedad como verdad neoliberal y los efectos que eso produce.
Creo que estos análisis son a esta altura clichés que se ven en el cine, la televisión, que se escuchan en el periodismo, en las ciencias sociales, en los militantes. Todos sabemos y decimos más o menos lo mismo. Lo que me parece que hace diferencia son los momentos en los que algo de lo acumulado por la organización social es capaz de poner algún tipo de límite. Cuando eso ocurre —yo estuve en Chile, por ejemplo, en noviembre pasado—, por más parcial que sea, ahí sí logra crear una diferencia sensible, organizativa, de lenguajes, de puntos de vista. Me da la impresión que en esos momentos se concreta un poco más de qué tipo de enfrentamientos se trata y de cuáles son las fuerzas y las tareas a realizar. Desde este punto de vista yo llamaría subjetividad de la crisis a todas las personas y colectivos que asuman ese punto de vista. De este planteo, no sé, se pueden hacer muchas narraciones. En la Argentina, por ejemplo, están desde las Madres de Plaza de Mayo, que yo pondría claramente como subjetividad de la crisis. Son personas que pasaron por una crisis de las organizaciones revolucionarias, crisis de sus familias, crisis de sus vidas, y cómo esas personas, en lugar de colocarse como víctimas, fueron capaces de hacer un desplazamiento y convertirse en una voz pública. Una voz capaz de denunciar que no se puede hablar de que hay ley mientras no se logre conocer y transfomar la estructura que produjo el genocidio. Esto se comunica al interior del campo popular y madura un punto de vista que es muy activo en el movimiento social y político.
Entonces, vuelvo a esta idea de la crisis como punto de vista, más que una sociología sobre la crisis. Cuando yo digo —esto lo decíamos mucho en el Colectivo Situaciones— que la subjetividad de la crisis produce la crisis, es porque no se subordina, no se dociliza, pone un límite al ajuste brutal e infinito, o a la impunidad total y absoluta. Estos sujetos que ponen un límite y hacen caer a De la Rúa, o hacen que las políticas de impunidad no puedan ser eternas, o generan quilombos sobre fin de año en los barrios para evitar que el ajuste sea tan fuerte, estos límites son productores de crisis, en el sentido de que no permiten cerrar las cuentas ni mantener el ideal de la dominación. Están en las bases plebeyas de casi todas las experiencias sociales y políticas que vamos viviendo.
APU: Me parecen muy claras las críticas que hacés en el libro a los dos modelos hegemónicos de subjetivación del siglo XXI: el modo de vida neoliberal de derecha, y el modo de vida populista inclusivo. Y recuperás otras formas de vida, la vida del vagabundeo, de la errancia, de la fiesta, pero sin ilusión, como aprovechando lo que hay para disfrutar algo. Das a entender que esta “fiesta” muchas veces bordea situaciones límites. Como si fueran difíciles de domesticar estas fuerzas. Plebeyas las llamás. Ahora te pregunto: ¿estas formas o proyectos de vida pueden organizarse para convertirse en un actor político? ¿O no deberían organizarse? Y en este caso, ¿podrían ser un actor político?
D.S.: Voy leyendo comentario tras comentario y me voy asustando cada vez más. A ver, yo recurro a la noción de plebeyismo porque me resultan insatisfactorias otras que a mí me hubiera gustado utilizar: clase social, multitud, proletariado, clase obrera. No sé, todas estas me gustan mucho. Me gustaría que ese fuera el lenguaje para usar. Pero plebeyo me pareció más justo tratando de darle un uso lo suficientemente evasivo. Es decir, no se trata de definir sociológicamente un sector de la sociedad sino aquello que se sustrae a la regulación burguesa de las formas de vida. Que desborda y se sustrae y no se deja regular. Me da la impresión de que el plebeyismo no es un actor político, es más bien el reverso de lo político. En todo caso, una de las preguntas que me hago es si el límite de lo político que estamos viviendo no consiste en esta incapacidad de actualizar un concepto de lo político que sea capaz de ubicar más en el centro estas dinámicas plebeyas. Yo no tengo ninguna idea en términos prescriptivos de qué es lo que otros deberían hacer. Por razones biográficas e intelectuales no tengo esa idea de lo que debería ocurrir. Simplemente me parece que esta premisa, esta presencia de un plebeyismo incapturable e indefinible, presevándolo como incapturable e indefinible, se vuelve un iluminador desde abajo bastante útil para enriquecer los pensamientos políticos. En el libro, de hecho, una de las citas que yo hago es a John Williams Cooke, la idea de que dentro del peronismo y dentro del movimiento nacional y popular existe una lucha de clases. Entonces, lo plebeyo no sería exactamente lo populista. Lo plebeyo sería este reverso que siempre acompaña una suerte de organización no capturable de lo popular y que a veces evade, a veces rebasa, a veces ocupa, a veces se escapa y que es muy insatisfactorio para las subjetividades políticas más clásicas, como la mía inclusive, en el sentido de que nosotros quisiéramos una fuerza más consistente y programática. Sin embargo, tengo la impresión de que no tiene ninguna chance la voluntad política de transformación por fuera de esta premisa. Lo voy a decir de otra manera: me parece que la crisis de la racionalidad de izquierda postrevolucionaria es tan grande que su inteligencia ya no se reconstituirá si no es sobre bases sensibles nuevas.
Estas bases significan la maduración de un tipo de perspectiva sobre qué es la sociedad, cuáles son sus movimientos, qué relación tienen con las instituciones, es decir, toda una regeneración de lo político que no puede despreciar esta dimensión de lo plebeyo. Ocurre más bien al revés, esta dimensión de lo plebeyo sería una premisa para dar lugar a organizaciones y formas políticas nuevas. Por ahora, en esta etapa histórica, me parece que la tarea política tiene mucho más que ver con bloquear la crueldad, el racismo, el femicidio, en fin con bloquear la ofensiva fascista neoliberal, que con la posibilidad de tener un proyecto político alternativo al capitalismo en sentido sistemático. Pero me da la impresión de que son dos tareas completamente ligadas. Que si la tarea que pienso como poner límites no se desarrolla bien, no hay chances de constituir ni los conceptos, ni las formas, ni los vínculos para pasar a la siguiente. Los veo bastante unidos. Entonces, el nombre de plebeyo es un nombre muy poco pretencioso, no es una categoría que tenga destino. Simplemente es un nombre lo suficientemente suelto como para poder ligarse a una materialidad colectiva que me parece muy existente y muy insistente, pero que no tiene la consistencia de la organización política ni su representación. Me da la impresión, sin embargo, que tiene una gran eficacia sociocultural y política. Y está subvalorada. Lo demás, cuando hay citas del colectivo Juguetes Perdidos, de Diego Valeriano, donde se cuentan y describen situaciones de la vida perisférica, de los asentamientos de jóvenes en los barrios, cuando ellos cuentan, la palabra es de ellos. Yo traigo estas descripciones para poder pensar un poco esa materialidad. No es tanto que yo la reivindique, sino que hay que saber tomarla como premisa. E insisto mucho con esto: la crisis como premisa, lo que se sustrae como premisa. Son lugares desde donde pensar y no tanto objetos a describir. Y por lo tanto lamento toda la zona oscura de ese plebeyismo. Lo lamento quiere decir que lo acepto plenamente, pero al mismo tiempo soy conciente que hay una oscuridad ahí que de ninguna manera me interesa a mí reivindicar o proponer.
APU: Un concepto recurrente en el libro que acabás de usar, y que aparece en el subtítulo es el de reverso. El reverso de lo político. ¿Nos podrías explicar qué significa para vos?
D.S.: Tampoco me es fácil contestarte esta pregunta, todo me parece difícil hoy (risas). Debo estar cansado. Mirá, yo pienso que hay una zona de visibilidades y de legitimidades que después del 2001 se hizo más evidente con lo que el kirchnerismo llamó “el retorno de la política”. Consistió en empezar a hablar de los políticos en primera persona: Néstor, Cristina, que después la derecha utilizó con Mauricio, Gabriela, y ahora Alberto. Hay una distribución de visibilidades que reponen el teatro de sombras chinas de la política más convencional: partidos, dirigentes, elecciones, es decir todo el elenco de una política liberal en el sentido de un sistema político autonomizado del sistema de las necesidades sociales. Si esa es la luz, el anverso de la escena política es todas aquellas cosas de la que hemos estado conversando hoy. Queda fuera mucho protagonismo social y colectivo, mucha energía popular lectora de las dinámicas históricas. Entonces, no me satisface para nada la conversación política convencional, el análisis periodístico convencional, el ensayismo convencional, la historia política clásica. No me convencen para nada. No me parece que den cuenta de las fuerzas reales del país. Creo que biográficamente no dan cuenta de las cosas que yo viví y milité en el país. Yo empecé militando a los quince años con las madres de Plaza de Mayo. Después estuve siempre en grupos minoritarios recorriendo escenas muy distintas. Lo que me parece es que siempre hay un sacrificio de unas vidas colectivas que no llegan nunca a reivindicarse con el lenguaje de la política oficial, y yo no quiero ser cómplice de ese sacrificio. Me parece políticamente muy débil. La recuperación que hago en el libro de El príncipe, de Maquiavelo, el príncipe está puesto ahí como capaz de leer todo aquella parte del pueblo que no quiere ser dominada. Y en cada una de esas desobediencias, el príncipe colectivo podría estar viendo ahí un texto, el texto de las instituciones que faltan, de los enlaces que no se hicieron todavía, de la constitución de una fuerza que por ahora actúa por sustracción, pero que podría ser la base de una transformación. Todo esto tiene por atrás una visión histórica que en el libro no está desarrollada, y que me gustaría desarrollar, que tiene que ver con la historia desde la dictadura militar para acá. Los neoliberales en su versión triunfalista, optimista, que es una versión que creo no existe más (Alejandro Rozitchner creo que fue el último que podía pensar estas cosas más o menos en serio), retomaron de una manera totalmente reaccionaria la idea del Hombre Nuevo del Che Guevara. Es decir, la idea de una nueva humanidad. Solo que todo lo que el Che Guevara presentaba como posibilidad de una humanidad nueva tenía que ver con superar el peso dominante de la ley del valor sobre la conciencia humana y sobre las economías.
Mientras que los neoliberales lo invirtieron y dijeron que esta nueva humanidad es la que surge de aceptar plenamente la ley del valor como organización de la conciencia humana y de las economías colectivas. Esta inversión se ganó en el campo de batalla. Ellos son los triunfadores de la guerra contrarrevolucionaria. Son los que hoy nos plantean un futuro tecnoeconómico de progreso, y lo plantean en su versión más entusiasta… hoy ya no sé si es así. Bolsonaro no es eso, es algo infinitamente menos futurista. Hoy sería una derecha del Sin Futuro… Pero bueno, ¿a qué voy? A que la política tradicional se basa en aceptar el requisito según el cual no hay política sino gestionando la economía capitalista. Y en el anverso de lo político aparecen todas las posibilidades subjetivas que no se deducen de la ley del valor o de la economía política. Que no están obligadas a someterse a eso, sino que son una suerte de fuerzas preparatorias para otra cosa que no logra entrar en escena ni logra crear un concepto de lo político. En esos sucesivos fracasos de las multitudes en Venezuela, de los Sin Tierra en Brasil, etc. estos estertores de otra cosa es lo que me interesa a mí. Este anverso es histórico. Son los derrotados del proyecto revolucionario continental durante las dictaduras. Son los que más claramente tienen una visión de la continuidad del terrorismo de Estado en la economía neoliberal y son las únicas bases en las que uno puede recostarse para imaginar que en Argentina pueda hacerse una crítica radical de lo neoliberal y discutir transformaciones de fondo con todas las letras. Yo no tengo confianza en la política tradicional para llevar a cabo esta discusión que me parece fundamental e inevitable.
APU: Comparto algunas de las críticas que le hacés al populismo inclusivo, principalmente una, lo que planteás como punto de coincidencia con las mismas prácticas que defiende el neoliberalismo, me refiero al consumo. La fórmula podría resumirla así: consumir sí, pero acompañado de la pregunta: ¿para qué? ¿cómo? No se trata solo de consumir. ¿O se trata de no-consumir? ¿Podrías aclararnos un poco esto?
D.S.: El tema del consumo es muy delicado. Muy difícil de plantear porque a su alrededor se juegan muchas cosas, tiene muchas capas de significación y a veces no se sabe bien qué se quiere decir. Por un lado hay un aspecto cuantitativo del consumo: más o menos consumo. En este sentido, la inclusión realizada por los llamados gobiernos populistas aciertan cuando aumentan el consumo, sobre todo cuando se trata de aumentar el consumo de sectores populares que se vieron excluidos o participan de un modo minoritario. Hay una cuestión acá democrática de redistribución que me parece justo y deseable. Después está el aspecto cualitativo del consumo, que ya es otra cosa. La pregunta acá sería: ¿cómo y quién define los consumos? ¿Quién y cómo se produce lo que se consume? ¿Quién tiene derecho a proponer los criterios? Acá se entra en una discusión muy fuerte con la estructura productiva, de control y de decisión, que por lo general están en manos de empresas muy concentradas y globalizadas. Discutir este poder implicaría que el protagonismo popular no solo se vería beneficiado parcialmente con el aumento cuantitativo del consmo. Implica un ingreso de ese mundo popular y esas energías en las tomas de decisión, bajo la forma de una intelectualidad de masas que empieza a crear espacios de discusión y de decisión sobre los consumos. Si querés, entonces, el conflicto es doble: en el plano de la cantidad, me parece que a partir de una cierta participación popular en el aumento del consumo se generan ciertas tensiones que permiten introducir al mundo popular fuertemente en la ciudad, en la economía y en la producción. Un keynesianismo bien llevado adelante. Pero desde el punto de vista cualitativo, la discusión deja de ser keynesiana y pasa a ser marxista, en el sentido de que se abre una discusión muy fuerte de clases subalternas sobre las estructuras de producción, distribución, imágenes de felicidad, etc. En definitiva, cuando discutimos el consumo me parece que significa avanzar sobre la cuestión de la redistribución, cosa que para mí el populismo hizo de una manera ultradefectuosa porque lo hizo sin redistribución de poder. Y sobre todo implica elaborar un pensamiento sobre el consumo. Porque lo que vemos es que luego del primer ciclo de gobiernos progresistas después del 2002, lo que se llamó “aumento de consumo”, fue un concepto bastante neoliberal de consumo. Y si nosotros entendemos que el consumo es un momento de la subjetivación, un momento que crea modos de vida, en mi lenguaje, entonces se convierte en un tema político fundamental. Es todo el horizonte político el que se pone en cuestión. Lo que los movimientos populares en América Latina enfrentan desde hace décadas tiene que ver con la cuestión cualitativa.
APU: En varios pasajes del libro me surgió la pregunta: ¿hay un referente real de este proyecto político que leo entrelíneas? Vos nombrás algunas experiencias en las que participás: el Colectivo Situaciones, Juguetes Perdidos, por ejemplo, experiencias intensas. Pero saliendo de la micropolítica (tal vez no se pueda o deba salir, no sé), ¿dónde podemos ver concretada esta revolución? Citás varias veces a Lenin, a mí me hizo acordar a un actor que hace mucho que no leo, Trotsky. Pensaba en Cuba y Venezuela. Me gustaría que nos expliques si estos referentes son válidos como revolución o dónde fallaron.
D.S.: Esta pregunta es de un nivel de complejidad enorme, no sé si estoy preparado para responder. Ante todo te aclaro que el Colectivo Situaciones no existe hace muchos años, que yo no participo de Juguetes Perdidos, si bien estuve cerca, como un amigo interesado. Aclarado esto, no creo que haya posibilidad de salir de la micropolítica como tal, porque ésta es una dimensión de la política y de la realidad. Lo más interesante para mí del plano micropolítico es el surgimiento de fuerzas concretas. Si en la macropolítica se juegan estrategias e intereses, en la micropolítica se juega la ética, de donde surgen nuevas percepciones y afectos. A mí me interesa la micropolítica no para refugiarme en grupos chicos y sus formas de organización, sino que me parece que es una cuestión de dimensiones. La macropolítica es la gestión de las estructuras existentes y sus disputas de intereses, mientras que en la micropolítica se juega todo lo que tiene que ver con la creación de afectos, de nuevas percepciones, y en general con la creación de fuerzas nuevas. En el reverso de lo político para mí tiene una importancia muy grande lo micropolítico. Entonces, no me parece que haya salida de la micropolítica, puede hacer salida de una cierta manera de practicarla. No es lo mismo un tipo de experiencias micropolíticas como las que se organizaron alrededor del 2001, que las que se organizaron durante el kirchnerismo, que las que surgieron en la resistencia contra el macrismo, que las que pueden surgir hoy. En este sentido sí me parece que hay una búsqueda. Y sobre todo, que como no se puede elegir entre macro y micropolítica, el hecho de tener una práctica micropolítica en ningún sentido te absuelve de pensar el problema de la macropolítica. Acá aparece entonces esta secuencia: hay una serie de cuestiones relacionadas con la igualdad, que como dice en su maravilloso libro, El huracán rojo, Alejandro Horowics, están para nosotros vinculadas con la noción de revolución.
Sea la revolución burguesa que inventó “un hombre-un voto”, sea la revolución socialista que tuvo a la igualdad de clase como proyecto. Comparto con el profesor Horowicz la impresión según la cual la supuesta inactualidad de la cuestión revolucionaria conlleva una imposibilidad practica de defender las igualdades históricamente logradas, y mucho menos permite imaginar en cómo avanzar sobre igualdades nuevas. Por lo tanto, el problema de la revolución se replantea una y otra vez, salvo que se renuncie defnitivamente a defender las igualdades mínimas, y se abandone toda producción de nuevas igualdades. Frente a esta cuestión de la igualidad se define toda política. En ese aspecto, sigo viendo una gran alternativa: o bien un concepto de lo político motivado por transformar estructuras en un sentido creador de igualdades, concepto que implica no abandonar el problema de la revolución, aún cuando no sea del todo claro como llevar adelante esa revolución, o bien un concepto de lo político que renuncia a la igualdad, y que tiene por tanto, como tarea, liquidar todo sentido posible de la política como revolución. Sólo que este ultimo camino es el sucidio mismo de lo político. Por el contrario, la tradición revolucionaria es más rica en posibilidades y en problemas, y, contra lo que tanto se dice, quizás sea mucho más interesante históricamente, sobre todo si pensamos que para liquidar la política hace falta una fuerza de orden que quizás no esté tan disponibe como se cree. Pero esa idea de revolución no es fácil de imaginar. Una cosa fue la década del sesenta donde se quiso recrear una izquierda anticapitalista en Occidente, que tenía que ser también antistalinista, y entonces tenía que jugar a dos aguas. Hoy la tradición stalinista y la unión soviética no es una referencia. Por lo tanto, hoy tenemos menos necesidad de dar pruebas de de que no somos stalinistas y mucho más tenemos la necesidad de que es necesario un anticapitalismo potente, que por otro lado no hay.
Entonces, mi impresión es que toda la tradición revolucionaria está a nuestras espaldas, que hay que volver sobre ella y no hay que repetirla, más bien hay que sometarla a crítica. Eso sí, es una crítica interna, no externa. Lo diría así: tal vez la revolución socialista tal como la hemos conocido dio respuestas insuficientes a problemas que siguen siendo los nuestros. Despues hay otros problemas, que es la coyuntura latinoamericana, sobre todo la situación de Cuba, pero también la de Venezuela. Lo que se juega ahí es la deseperada y agresiva vocación de los poderes del capitalismo de liquidar esas posibilidades. Hay entonces un problema de ultrapolarización. Son procesos que no pueden ser juzgados desde el ángulo de un enemigo histórico que lo que quiere es destrozar todo vestigio, toda alternativa de otra cosa. Siendo muy claro en esto, después se puede hacer toda una discusión sobre esos modelos llamados populistas o socialistas, de lo que resulta indeseable o criticable para nosotros de ellos. Pero hay que ubicarlo en ese contexto.
APU: En un momento, en el libro, revisás esa dicotomía estructural de Carl Schmitt, la de amigo-enemigo, y se cuela ahí el concepto de adversario, que es un concepto que en su momento, durante la década kirchnerista, circuló bajo la “patente” de Chantall Mouffe. Esta tensión entre amigo – adversario, que vos decís que los medios comprimen y deforman con el término “la grieta”, sin embargo es real, aunque puede tener distintas realidades. ¿Cómo pensás que sería la manera de desarticularla o articularla convenientemente para el campo popular?
D.S.: Como voy leyendo las preguntas de a una, me voy sorprendiendo cada vez y te lo cuento, ¿no? Antagonismo, adversario, enemigo, grieta, en fin. A ver, no me convence a mí el reemplazo que hicieron Laclau y Mouffe de enemigo por adversario. Lo entiendo, pero no me satisface. En un proceso político donde la justicia y la igualdad no se va a obtener por medios revolucionarios sencillamente porque la revolución no está en el horizonte, entonces de lo que se trata es de armar un campo de mediaciones políticas tal que si hubiera una reforma, la derecha no pueda utilizar medios abiertamente contrarrevolucionarios. Por lo tanto, sería el mismo campo popular el que no está interesado en que haya enemistad. Y entonces la idea de adversario sirve para intentar hacer estas reformas legales y graduales del protagonismo popular. Por supuesto que en lo inmediato de la coyuntura lo comparto. Ante lo que vemos en Brasil o en Chile, o la derecha que se movilizó ayer en Argentina, cuando vemos sus programas y sus agresividades, lo comparto totalmente. Ahora, a mí me parece un pensamiento muy débil e insuficiente. Porque, por un lado, la llamada “grieta”, produce un defecto óptico en relación a las líneas de antagonismo fundamentales, que tienen que ver con todo lo que estamos conversando acá. Vamos a decirlo con Marx: si la plusvalia es un plus de tiempo, un plus de vida apropiado por el capital, de lo que se trata al pensar el antagonismo es de poder ver el conjunto de resistencias que hay de aquellas personas que quieren recuperar su tiempo y su vida para sí misas, para sus familias, para sus comunidades, para sus deseos vitales. Yo parto de ahí. Sean los movimientos de derechos humanos o los movimientos feministas o los movimientos populares indígenas, en fin, toda esta gama del tapiz latinoamericano que entre sí no dan lugar a una racionalidad unificada, a un partido político o a una organización centralizada, sí pueden dar lugar a un elemento nuevo, en el reverso de lo político, que permiten hacer un cuestionamiento más profundo de las estructuras. Yo no quiero tomar el concepto de enemistad de Schmitt porque esencializa la enemistad y además confía que lo político surge de esa esencialización. A mí no me interesa una idea de derecha de la guerra o del enfrentamiento político. Lo que me interesa es leer el texto del antagonismo en relación con la independencia y los proyectos libertarios que surgen en las vidas concretas. Es este tejido el que importa, en donde sí hay que asumir momentos de enemistad, esto es inevitable. Lo que hay que ver es cómo se define y entabla la enemistad. La enemistad pueden ser momentos en los que asumir antagonismos que se componen y descomponen y recomponen. No me parece que sea interesante la idea de adversario porque nos condena a una escena en la que el Capital toma absolutamente la iniciativa, tanto en el plano de la economía como en el de los afectos, de la técnica o de la comunicación, y el campo político queda apresado en unos tiempos institucionales, jurídicos, eleccionarios, etc. El movimiento popular tiene que recuperar una velocidad y una dinámica propia para no quedar apresado en el campo de las reglas político-liberales.
Los amigos, como los libros, no son individuos con los que uno tendría que coincidir en todas sus opiniones. Pero por su cercanía afectiva, son los que nos permiten pensar un poco más, ir más allá de lo que pensamos, para poder pensar de otro modo, desde otra perspectiva, lo que a todos nos preocupa: la injusticia, la idiotez, el egoísmo y las opciones políticas por vencerlo. Para otra charla quedará la reflexión sobre las coyunturas pandémicas.