Ya en 1973, Illich hablaba de dos umbrales en la historia de la medicina (La convivencialidad). El primero de ellos fue a inicios del siglo XX, en el cual la mayoría de los historiadores de la medicina ubican el punto de quiebre: los tratamientos de las enfermedades se asociaron a partir de entonces con tratamientos médicos. Fue opinión general que el progreso de medicina no tendría límites. Illich mostró que, una vez rebasada cierta escala, la medicina se vuelve contraproductiva, es decir, hace más daño que bien. Y planteó otro umbral, hacia mediados del siglo pasado, cuando es la vida misma la que parece enferma. Desde entonces, “la protección de una población sumisa y dependiente se convierte en la preocupación principal y el gran negocio de la profesión médica”
Síntesis y traducción al español: Gustavo Esteva & Alberto Elías González Gómez
Texto completo en inglés: http://unitierraoax.org/en/questions-about-the-current-pandemic-from-the-point-of-view-of-ivan-illich/
Texto original: http://www.davidcayley.com/blog/2020/4/8/questions-about-the-current-pandemic-from-the-point-of-view-of-ivan-illich-1
El texto inicia con las siguientes interrogantes: ¿Es el esfuerzo por contener y limitar el daño que el virus hará la única opción que tenemos? ¿Es únicamente una medida de prudencia la opción tomada de proteger a los más vulnerables? ¿O en cambio es un esfuerzo desastroso tratar de controlar lo que obviamente es incontrolable? ¿No es un esfuerzo que agravará el daño causado por la enfermedad con nuevos problemas que repercutirán en el futuro? Después de percatarse que sus opiniones tenían un sinfín de presupuestos en el pensamiento illichiano respecto a la salud y la medicina, Cayley optó por presentarnos las ideas de Iván Illich respecto a estos temas.
Ya en 1973, Illich hablaba de dos umbrales en la historia de la medicina (La convivencialidad). El primero de ellos fue a inicios del siglo XX, en el cual la mayoría de los historiadores de la medicina ubican el punto de quiebre: los tratamientos de las enfermedades se asociaron a partir de entonces con tratamientos médicos. Fue opinión general que el progreso de medicina no tendría límites. Illich mostró que, una vez rebasada cierta escala, la medicina se vuelve contraproductiva, es decir, hace más daño que bien. Y planteó otro umbral, hacia mediados del siglo pasado, cuando es la vida misma la que parece enferma. Desde entonces, “la protección de una población sumisa y dependiente se convierte en la preocupación principal y el gran negocio de la profesión médica” (La convivencialidad, 377).
En Némesis médica (1975) Illich expuso detalladamente la contraproductividad en que había caído la medicina. Llamó iatrogénesis al daño a la salud causado por la propia medicina y la examinó desde tres perspectivas diferentes: la clínica, la social y la cultural. A estas alturas, dice Cayley, la mayoría de las personas tienen experiencia de la iatrogénesis clínica, que se refiere a diagnósticos equivocados, medicamentos inapropiados, errores quirúrgicos e incluso la muerte causada por tratamientos médicos. Cayley cita artículos actuales que documentan cómo, en Estados Unidos y Canadá, habrá alrededor de 400,000 y 24,000 casos anuales respectivamente de muertes por causa médica.
La mayor preocupación de Illich eran la consecuencias sociales y culturales de este parteaguas. Llama iatrogénesis social al paso del arte médico a la ciencia médica. En el primer caso, la persona que facilitaba la sanación (curandero, chamán, partera, etc.) se dedicaba a sanar, testimoniar, aconsejar y acompañar el proceso único del paciente que tenía enfrente. El doctor o médico profesional, en cambio, convierte al paciente en un sujeto de experimento en donde pierde su particularidad y se convierte en un caso de alguna enfermedad genérica.
Para Illich, la iatrogénesis cultural es el proceso mediante el cual una serie de habilidades culturales son socavadas y menospreciadas hasta el punto de llegar a ser reemplazadas por completo. Dos son las capacidades a las que Illich se refiere en particular: la capacidad de vivir el sufrimiento y de morir la propia muerte. El arte de saber sufrir fue desplazado por la expectativa de que todo sufrimiento puede ser aliviado. Se forjó así la creencia de que el sufrimiento constituye una anomalía o un error técnico, no una experiencia humana general, y se transformó la muerte, que hasta entonces era un acto íntimo y personal del que cada quien podía hacerse cargo, en el fracaso sin sentido y final de algún tratamiento médico.
Illich busca hacer evidente el poder de los profesionales, la manera en que la medicina ejerce un poder político en la sociedad. El concepto de “ritualización de la crisis” permite entender cómo, mediante una crisis, los profesionales a cargo de solucionarla suelen adquirir una condición sobrehumana, por encima de la ley y la justicia, como ocurre en la actualidad.
Al reflexionar sobre su libro doce años después, Illich señaló que al escribirlo no había tomado en cuenta un efecto iatrogénico más profundo que los que había denunciado, la iatrogénesis del cuerpo mismo. Cada época tiene un estilo específico de percibir el cuerpo. A finales del siglo pasado, el cuerpo y nuestro yo empezaron a ser percibidos en los términos planteados por las concepciones y cuidados médicos.
En esos años, Illich empezó a plantear el paso de la era de las herramientas a la era de los sistemas, distinguiendo el mundo constituido bajo la lógica de la herramienta del mundo que se constituye bajo el sistema. La herramienta se usa para hacer u obtener algo, según la voluntad del usuario; el sistema, en cambio, nos usa, somos usados por el sistema para su propio mantenimiento. Según Illich, esta etapa cibernética, sistémica, estaba representando un umbral epocal que ocurría ante sus ojos pero que ya no podría experimentar por completo.
En lo concerniente a la salud, Illich previó que el paso a la sociedad de sistemas iba a representar una pérdida de corporalidad. Paradójicamente, la excesiva y narcisista atención que el sujeto va adquiriendo sobre el estado de su propio cuerpo, lleva paulatinamente a la persona a tener una enorme consciencia sobre el riesgo. Así, se convierte en una estadística más buscando siempre la potencialidad de adquirir esta u otra enfermedad, lo que se convierte en una especie de ideología celebrada religiosamente. Es una especie de culto al propio cuerpo…que ya no es mío, sino una estadística matematizada por el sistema al cual sirvo.
Las personas dejan de ser personas para convertirse en poblaciones de “pre-enfermos”. Estadísticamente, todos y todas podemos contraer cualquier enfermedad: seríamos prediabéticos antes de convertirnos en diabéticos. La madre embarazada que cae bajo control médico se ve obligada a decidir la suerte de lo que tiene en su vientre a partir de estimaciones probabilísticas de su evolución. En realidad, la vida sigue siendo un disparo en la oscuridad; no sabemos qué enfermedad podemos o no adquirir. Sin embargo, una vez que las personas se convierten en unidades estadísticas, quedan expuestas a cálculos probabilísticos de lo que puede ocurrirles y su vida empieza a ser regulada por ellos.
Illich se negó a vivir –y a morir- de esta manera. Su propio testimonio al final de su vida es una muestra de un intento de vivir en una escala más humana, en la cual el sufrimiento se experimente como un arte y la muerte como compañera. En el texto, Cayley reflexiona alrededor de la dimensión teológica de estas ideas illichianas para finalmente preguntarse ¿pueden estas reflexiones de Illich decirnos algo para la crisis actual? Su respuesta es que sí, siempre y cuando dejemos a un lado la urgencia del momento y nos demos cuenta de lo que esta situación revela sobre nuestras certezas y circunstancias.
Desde la perspectiva de Illich, llevamos ya un tiempo practicando la actitud social que posteriormente se convirtió en la estrategia oficial en medio de la pandemia. A lo largo del siglo XX se ha estado considerando cada vez más que lo que ocurre tenía que ocurrir, convirtiendo la contingencia en necesidad. Lo que está pasando ahora con el COVID-19 es justamente lo que Illich consideraba “la ideología religiosamente celebrada más importante actualmente”, la búsqueda de la propia salud, así como nuestra transformación en estadísticas de una población manejada por un sistema. Las medidas de prevención prescritas para reducir la “curva” de contagios y evitar el colapso del sistema médico corresponden a la actitud que nos hace habitar un espacio hipotético en donde la prevención ayuda a la cura, según cálculos probabilísticos. Si no se produce lo que se teme: sobresaturación médica, muertes masivas, etc., nunca podrá saberse si fue o no consecuencia de las medidas de prevención. Lo que está ocurriendo no sería la atención de problemas reales, sino el manejo de poblaciones por sistemas. En palabras de Cayley: “estamos siendo tratados por enfermedades que aún no tenemos en base de nuestra probabilidad de tenerlas.”
Esta crisis también pone de manifiesto nuestro rechazo a la muerte al aferrarnos a una vida que se ha vuelto abstracta. La política mundial que plantea “salvar vidas” a cualquier costo, no se está refiriendo a las vidas concretas de quienes pueden padecer todo tipo de consecuencias por el confinamiento (pérdida de ingresos, adicciones, enfermedades, etc.), sino a vidas abstractas, números en estadísticas. Esto corresponde claramente a la actitud asumida desde hace tiempo, con nuestro cotidiano rechazo a la muerte y la intolerancia al sufrimiento.
Otro aspecto a resaltar es la estrecha similitud entre el estado de excepción bélico y el actual. En una emergencia los profesionales a cargo entran en una lógica especial. En el discurso oficial predominan actualmente metáforas bélicas en la lucha contra el enemigo. En la lógica militar, se trata de ganar la guerra a como de lugar, aunque para ello se pierdan vidas. Se instala un estado de excepción en que se pueden tomar decisiones al margen de la ley y las instituciones, porque nada es más importante que ganar la guerra. El discurso oficial sobre el coronavirus, una vez que la OMS lo declaró pandemia y enunció en los términos más severos sus riesgos, legitimó de inmediato un estado de excepción bajo una nueva atmósfera social que concentra en el virus la atención general e impone toda suerte de medidas.
¿Qué tan alarmados estaríamos si jamás se hubiera declarado una pandemia y no se hubieran tomado medidas tan estrictas? Todo el tiempo pasan catástrofes de las que casi no nos enteramos: masacres en África, guerras civiles, enfermedades de otro tipo. La percepción de la pandemia es claramente una construcción social, derivada de los discursos oficiales y los medios.
Justin Trudeau, el Primer Ministro de Canadá, dijo el pasado 25 de marzo que nos encontrábamos ante “la mayor crisis de salud de la historia”. Incluso en Canadá ha habido peores epidemias o enfermedades; una pandemia de gripa que mata sobre todo a personas mayores y poblaciones en riesgo no puede catalogarse como la peor crisis de salud de la historia. Sin embargo, si hablamos de la peor crisis que el sistema de salud ha sufrido en la historia, otro es el caso. Lo que teme es que ese sistema colapse y se debilite nuestra ciega confianza en la profesión médica, que ha socavado nuestras capacidades para sanarnos a nosotros mismos y cuidarnos unos a otros.
Las medidas tomadas ante la “mayor crisis de la historia” han representado una enorme pérdida de libertades civiles, todo en nombre de salvar vidas y evitar muertes. La muerte sigue siendo rechazada e incluso escondida. Muchos podrían replicar, “entonces qué, ¿dejamos morir a las personas?”. Cayley subraya que el problema está justamente en creer que está en nosotros “dejar morir”, puesto que supondría que tenemos el control sobre la muerte, suposición solo aplicable en un mundo con una técnica todopoderosa y perfecta. Si tenemos esa creencia, aceptar la muerte sería aceptar la derrota. En realidad, ni tenemos dicha técnica ni tenemos control sobre la vida y la muerte.
Como el mismo Illich reconoció, la mayoría de sus ideas fueron planteadas dentro del paradigma de la era de las herramientas, cuando su preocupación era definir los umbrales de escala de uso de cada una de ellas que, una vez superados, harían contraproductivo su uso. Durante los últimos 50 años muchas personas, en diferentes partes del planeta, han mantenido vivo este ideal de vivir una vida a escala más humana, manteniendo viva la resistencia al control de las instituciones contraproductivas y los Estados. Sin embargo, ¿pueden las ideas de Illich ser útiles en la era de los sistemas? ¿Es útil seguirnos planteando una reflexión sobre las escalas, los límites y la vida convivial? ¿No es inevitable aceptar que el control social actual convierte la vida en una abstracción y la muerte en el enemigo a vencer, en medio de crisis interminables?
En lugar de rendirse a esta opción, quizás valga más la pena rescatar una antiquísima máxima política: “si no puedes lograr lo mejor, por lo menos evita lo peor.” Lo cierto es que, en esta pandemia, todo puede empeorar. Ya se está hablando que después de esto “nada será igual”. Algunos plantean que esto es una especie de ensayo para futuras y peores pandemias, otros tienen la esperanza de que la humanidad resurja de sus cenizas con nuevas y mejores formas de vida. El temor de Cayley, compartido por muchas y muchos, es que en realidad esto se transforme en un ensayo de control social en donde se acepten cada vez más formas de control y manipulación, en aras siempre de la supuesta seguridad y vida.
Es importante distinguir entre peligro y riesgo. El peligro es algo real que tiene fundamento en la experiencia y la vida de una persona, el riesgo es algo abstracto basado en abstracciones demográficas. Esto es a lo que Illich se refería cuando hablaba de ideología celebrada religiosamente. Aunque el ser humano ha convivido siempre con lo imaginario, incluso en las religiones se tiene noción de que sus símbolos no son objetos de la cotidianidad. El problema con toda la narrativa de la pandemia es que logra que metáforas e imágenes abstractas como “la curva” se vuelvan objetos tan reales como las rocas y los árboles, imágenes alrededor de las cuales las poblaciones –controladas por la estadística y la prevención- ordenan sus vidas.
Otra nota importante de este paisaje nos lo da el matrimonio entre la ciencia y el gobierno. En la pandemia actual, entra en vigor esa idea a la cual nos hemos adecuado y hemos creído durante mucho tiempo: lo que la ciencia dice es verdad. Así, cuando queremos decir que algo es verdadero decimos “los estudios muestran” o “comprobado científicamente”. Esto funda la creencia de que la ciencia y sus sacerdotes, los científicos, saben más que nosotros sobre lo que nos conviene. El gobierno, dejando de lado cualquier discusión moral sobre la pertinencia o no de cuarentenas generalizadas y sus consecuencias, opta inmediatamente por obedecer a la ciencia y nos encierran.
Un concepto illichiano que nos puede ayudar a comprender mejor lo que está sucediendo, es el de “sentimentalismo epistémico”. Con esto Illich se refiere a todas esas substancias ficticias y fantasmagóricas a las cuales nos aferramos, muchas de ellas producidas por instituciones contraproductivas tales como la educación. No tienen substancia real ni experiencia, tal y como sucede con la “Vida” así en abstracto. El sentimentalismo epistémico es cuando nos aferramos a, en esta caso, esa idea abstracta de vida, es peligroso no solo porque sea abstracto, sino que oculta otras dimensiones del fenómeno social que está aconteciendo. Esta nueva pandemia podría estarnos encaminando hacia la legitimación de nuevas formas de control social, justificación de la tele-presencia, la normalización de la biopolítica y su lógica del riesgo.
Otra pista que el pensamiento de Illich puede darnos en esta situación actual es la del equilibrio. Según Cayley, una contribución central de Illich es su reflexión sobre las condiciones en que una herramienta se vuelve contraproductiva. Algunos perciben el confinamiento y la “sana distancia” como una forma de solidaridad, para prevenir contagios. Otros los ven como expresión de una ética de sobrevivir a toda costa, quebrando la solidaridad y los modos de vida. ¿Existe un punto medio entre ambas opiniones? Independientemente de cual sea la respuesta, el punto es que el estado actual de emergencia nos introduce a un círculo vicioso que previene la reflexión y el debate creativo.
Las consecuencias de lo que se está imponiendo al conjunto de la población pueden ser peores que la enfermedad que lo activó. Parece importante plantearse opciones. Podemos organizarnos de otros modos en donde pequeños negocios sigan activos, en donde la distancia social sea diferente. ¿No provocaría esto más muerte? No lo sabemos. Y este es el punto, no tenemos certeza alguna sobre lo que pasará. No debemos tratar las políticas establecidas como si fueran incuestionables.
En un periódico de Toronto, el columnista planteó la crisis como la necesidad de escoger entre “salvar la economía” o “salvar a la abuelita”. Si tomamos ambas opciones como abstracciones fantasmales, quizás decidamos a toda costa salvar a la abuelita. Pero, ¿qué si no vemos a la abuelita como una cifra estadística sino como una persona concreta a la cual puedo acompañar en el último umbral de su vida?, ¿qué si no hablo de La Economía sino de la tiendita que puso mi vecino invirtiendo todos los ahorros de su vida? Quizás la cuestión radica en desde donde estamos viendo las cosas.
Sea como sea, lo cierto es que lo que nos han mostrado las últimas semanas son la capacidad que tiene la medicina para decidir sobre el estado de emergencia y cuándo y cómo tomar acciones; el poder que tienen los medios de comunicación para crear un sentido de realidad mientras nos cooptan en nuestra propia acción; la política rendida ante la ciencia y la prevalencia de la vida por sobre todo lo demás. Las crisis cambian la historia, pero no siempre para bien.