La salida pacífica de la crisis que padece Nicaragua desde abril de 2018 esta vez debe ser diferente. Las y los nicaragüenses merecemos romper el círculo vicioso en el que parecemos estar atrapados desde que nacimos como Estado hace 199 años. Desde entonces, el país se ha visto desangrado por una concatenación de conflictos armados y pactos políticos que han llevados a amnistías. Estas han impedido conocer la verdad de lo ocurrido y han garantizado la impunidad a responsables de graves violaciones de derechos humanos.
La Coalición por la Justicia en Nicaragua (en adelante Coalición o CJN) es una iniciativa de coordinación y actuación conjunta de organizaciones nicaragüenses, con el respaldo de organizaciones internacionales, que demanda la puesta en marcha de procesos de rendición de cuentas en relación con los eventos de abuso de poder, de violaciones graves de derechos humanos y de crímenes de lesa humanidad que acontecen en Nicaragua, especialmente los sucedidos a partir de abril de 2018.
Con base en la motivación compartida de contribuir a la materialización y la satisfacción de los derechos de las personas y las comunidades víctimas de la represión y la violencia institucional en Nicaragua, la Coalición surge como una plataforma o un techo común de coordinación que, partiendo de la autonomía de cada una de las organizaciones participantes, tiene como objetivo poner en marcha acciones conjuntas que promuevan la justicia en Nicaragua.
El deber de investigar y sancionar a las personas responsables de los crímenes y la necesidad de establecer mecanismos y recursos efectivos de justicia y de rendición de cuentas para satisfacer los derechos de las víctimas de las violaciones graves a los derechos humanos hacen parte de las obligaciones internacionales del Estado nicaragüense.
Diferentes expresiones de la sociedad nicaragüense se han unido en la formulación de un reclamo robusto de justicia que debe ser defendido a cabalidad, ser protegido de la desnaturalización que puede resultar de su politización o instrumentalización, y ser llevado a la práctica. Este es un objetivo complejo que cuenta con oposición activa y muchos obstáculos, incluyendo la inercia que se deriva del paso del tiempo.
Consideradas las condiciones en Nicaragua y de las personas que fueron forzadas al exilio, los miembros de la CJN han decidido juntar esfuerzos para confrontar la negación de los hechos y de la responsabilidad oficial, promover el reconocimiento de las víctimas, y fortalecer un proceso social de reclamación de justicia. La CJN promoverá acciones concertadas a mediano y a largo plazo que, por medios programáticos, logren hacer frente a los constreñimientos y obstáculos que reducen el campo de la acción cívica en Nicaragua, pongan en marcha acciones que procuren justicia, y cimienten las bases para un proceso robusto de rendición de cuentas liderado por nicaragüenses.
Con este texto iniciamos una serie de documentos de trabajo que abordarán distintas dimensiones de los problemas que han de confrontar las y los nicaragüenses para procurar que respondan por sus actos quienes sean responsables de las violaciones manifiestas, y para promover cambios y transformaciones que fortalezcan el Estado de derecho en Nicaragua. Las entregas se harán de manera gradual hasta finales de 2020, buscando generar debates y ofrecer pistas para evitar que la impunidad, nuevamente, tiña la historia institucional del país.
La salida pacífica de la crisis que padece Nicaragua desde abril de 2018 esta vez debe ser diferente. Las y los nicaragüenses merecemos romper el círculo vicioso en el que parecemos estar atrapados desde que nacimos como Estado hace 199 años. Desde entonces, el país se ha visto desangrado por una concatenación de conflictos armados y pactos políticos que han llevados a amnistías. Estas han impedido conocer la verdad de lo ocurrido y han garantizado la impunidad a responsables de graves violaciones de derechos humanos.
A diferencia de ocasiones anteriores, cuando la terminación de las guerras o los conflictos desatados por rivalidades entre caudillos políticos concluyeron con clemencias e indulgencias, en esta ocasión se trata de anteponer la justicia frente a los acuerdos políticos. Sólo así se podrá edificar una paz justa y duradera, en la que los responsables de los crímenes de Estado cometidos a partir de abril de 2018 rindan cuentas, que las víctimas de las violaciones y sus familias conozcan la verdad de lo ocurrido, y se promuevan medidas de reparación, incluyendo aquellas orientadas a asegurar la no repetición de este tipo de criminalidad. Otras salidas sin justicia mantendrían vivo el germen de la impunidad en régimen político nicaragüense. Es hora de abandonar esta fórmula y que lo hagamos distinto.
Si bien el gobierno de Nicaragua ha impulsado acciones administrativas y legislativas como la ley de amnistía de 2019, estas tienen un carácter sesgado con el objetivo de reconocer como únicas víctimas a los simpatizantes del FSLN, sus funcionarios/as y agentes paraestatales, alejándose de las obligaciones internacionales que ordenan al Estado reparar de forma integral a las víctimas e investigar, enjuiciar y sancionar a quienes sean responsables de graves violaciones de derechos humanos. Ante estas acciones, tanto las víctimas de la represión como las personas defensoras de derechos humanos han impulsado acciones jurídicas y protestas sociales, exigiendo el reconocimiento objetivo de las violaciones cometidas por el Estado y personas afines.
Sin embargo, al igual que en ocasiones pasadas, han empezado a escucharse voces que recomiendan acogerse al pragmatismo político y pasar página a todo lo ocurrido. Es decir, volver a sumir en el olvido los crímenes de Estado y las violaciones manifiestas de derechos humanos para favorecer una solución negociada con el régimen antidemocrático de Daniel Ortega. A pesar de todo lo que sabemos sobre la impunidad y sus perversos efectos sobre el Estado de derecho, nuevamente, en Nicaragua, poderosos sectores aconsejan seguir el mismo camino cortoplacista que profundizará la desconfianza de la sociedad en las instituciones y negará una vez más la dignidad de las víctimas.
Frente a esta posible tendencia e intentar frenar esta deriva hacia la impunidad, la CJN recuerda que desde su autonomía la justicia tiene que ir de la mano con la política, que la salida negociada de la crisis nicaragüense no puede eludir las responsabilidades internacionales del Estado. De hecho, cabe enfatizar que el deber de encarar la impunidad de las violaciones manifiestas de derechos humanos recae sobre todo en los gobernantes presentes y futuros. La impunidad une al delito con el poder y acarrea la responsabilidad no solo de los perpetradores de la violencia sino de quienes los amparan (ya sea por acción o por omisión).
El Estado nicaragüense debe honrar las obligaciones derivadas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, tales como, justicia, verdad, reparación a las víctimas y garantías de no repetición; los políticos que buscan perpetuarse en el poder, como resultado de la negociación deben recordar que con este viene la responsabilidad de hacer frente al pasado. La impunidad pactada ya no es una opción como lo fue en el pasado. El gobierno de la transición a la democracia no podrá eludir el deber de llevar ante los tribunales juzgar a quienes se hayan visto implicados en tan graves delitos.
De forma general, la Amnistía es una figura ligada al olvido y a eliminar los efectos jurídicos de las acciones de individuos o grupos de personas. Sin embargo, no hay una definición única de lo que es una amnistía, en parte por la variedad de medidas legales con las cuales se busca que no se lleven adelante la investigación y el juzgamiento de ciertas conductas o de ciertas personas, que se suspendan, o se cancelen sus efectos. Hay múltiples definiciones propuestas, con variado nivel de tecnicismo – por ejemplo, aquellas que diferencian entre amnistías generales o para un grupo determinado- caracterizan las medidas con base en la autoridad que la expide o analizan las medidas legales según el estado del proceso que se busca clausurar o anular.
Lo central de toda esta discusión, y que la CJN suscribe, es que las amnistías, y otras figuras utilizadas en virtud de acuerdos políticos, como los indultos, las medidas de gracia o de clemencia y cualquier otra medida tendiente a negar o anular las responsabilidades (y sus consecuencias) por violaciones graves a los derechos humanos tienen límites; de hecho, las amnistías en su concepción jurídica actual, están ligadas a delitos políticos y conexos, siendo estos, un número reducido de acciones, cuya afectación a las víctimas no es mayor, ni transgrede derechos como la vida, integridad, libertad, entre otros . Pero no todo vale y no todo puede ser desechado o condenado al olvido. La justicia y la rendición de cuentas en relación con graves violaciones de derechos humanos no son procesos que se pueden inhabilitar mediante una negociación política, por más conveniente que resulte.
Aunque el paso del tiempo y los múltiples intentos por evadir la justicia han introducido aparente complejidad jurídica en este terreno, la materia resulta ser bastante simple, al final de todas las cuentas: la aplicación de amnistías u otras medidas con efectos similares a conductas que acarrean violaciones graves a los derechos humanos tienen límites. Las amnistías no pueden generar una afectación mayor a las víctimas que las ya causadas por el Estado o por el contexto en que se realizaron las acciones amnistiadas. Los límites han sido diseñados para proteger la dignidad de las víctimas, para proteger valores preciados del Estado de derecho (por ejemplo, que las sucesiones de poder no se estructuren sobre la impunidad pactada), y para recuperar el valor de lo justo en sociedades en las que la injusticia se había normalizado, entre otras razones.
Como se destacaba: los límites son claros. De conformidad con el derecho internacional, “las amnistías son impermisibles si: a) impiden el enjuiciamiento de personas que pueden resultar penalmente responsables de crímenes de guerra, genocidio, crímenes de lesa humanidad o violaciones graves de derechos humanos; b) interfieren con el derecho de las víctimas a un recurso efectivo; o c) limitan el derecho de las víctimas o las sociedades a conocer la verdad acerca de las violaciones de derechos humanos y del derecho humanitario”.
Estas reglas han sido reiteradas por los órganos de protección de derechos humanos, tanto en el plano regional como universal. Así, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha insistido que: “son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos”.
En un próximo documento de trabajo de esta Serie sobre la promoción de la justicia en Nicaragua se abordará un análisis con base en el derecho internacional de los derechos humanos y la amnistía de 2019 promovida por el gobierno de Ortega. En este documento de introducción queremos reflexionar sobre el legado de las amnistías y pactos que ensombrece el desarrollo del Estado nicaragüense y debe ser encarado.
En la historia de Nicaragua se ha recurrido repetidamente a las amnistías como mecanismo para resolver conflictos políticos que las instituciones estatales han sido incapaces de gestionar con efectividad. Entre 1821 y 2019 se han promulgado 52 amnistías e indultos de carácter políticos; cada una con distintas características y contextos, han tenido los mismos fines: poner punto final a conflictos armados o saldar las rivalidades entre caudillos criollos o cúpulas de poder con base en concesiones (aceptables o tolerables, durante un rato), sin tramitar la injusticia. Ninguna contribuyó a cimentar el Estado de derecho, a fortalecer a las instituciones democráticas, ni a establecer mecanismos para una justicia independiente y garantista; entre otras razones porque ninguna implicó paz con justicia. El patrón delineado por la sucesión de amnistías y la reemergencia de confrontaciones violentas es una muestra patente del errado uso que han tenido estas medidas en Nicaragua.
Esta ha sido la tónica de las amnistías en Nicaragua: el cierre en falso de los conflictos, pactado entre caudillos y élites, quienes defendieron sus intereses particulares o colectivos, anulando cualquier consideración de lo público, de los intereses de las víctimas y de los grupos populares. Esta efímera fórmula se ha repetido tantas veces que ha terminado por calificar la manera como se ejerce el poder en Nicaragua y como se saldan los conflictos, en detrimento de la institucionalidad democrática y valores primos, como la justicia.
Estos pactos siempre han sido frágiles: en parte por su naturaleza excluyente (puesto que son acuerdos entre élites); o porque la polarización queda intacta (cada caudillo se queda con lo suyo) alimentada por la ausencia de justicia; o porque la violencia irrumpe fácilmente como un medio de brutal efectividad para conseguir lo que se quiere, en una visión en la que la amnistía disminuye los costos.
Las amnistías en Nicaragua, al igual que otros países de América Latina, África y Europa del Este, han estado ligadas a la sucesión de gobiernos y las transiciones de régimen, no a procesos de construcción de paz, de ciudadanía o de Estado de derecho. No han sido medidas para promover la paz duradera, la verdad, la preservación de memoria histórica ni la justicia. Por el contrario, han sido favores o concesiones pactados entre élites calibrando su posición del momento y calculando su próxima movida. Un breve recorrido por la historia de Nicaragua permite clasificar, en al menos, tres modalidades de amnistías o medidas similares, según sus motivaciones políticas:
El Pacto de Sabana Grande de 1893 entre élites conservadoras fue el primero que insertó de manera explícita en su texto “el olvido recíproco y garantías amplias”, para todas las partes involucradas en el conflicto armado de ese año. A partir de este momento, la sucesión de medidas procurando “olvido recíproco” o “borrón y cuenta nueva” marcan un patrón indeleble en la historia nicaragüense; considérense:
– El Tratado de Paz de Masaya, suscrito dos meses después del anterior, entre liberales y conservadores, garantizó el “olvido recíproco de (las) disensiones y garantías amplias e incondicionales para todos” los que habían participado en el nuevo alzamiento armado.
– El Pacto del Espino Negro de 1927 entre conservadores y liberales bajo la tutela del gobierno estadounidense. Este tuvo como consecuencia que un día después se decretara una “amnistía amplia e incondicional para todas las personas que hayan cometido delitos políticos”.
– El Convenio de Paz Sacasa-Sandino de 1933 que concluyó la guerra contra la ocupación norteamericana. Recogió el compromiso del Ejecutivo de presentar “al Congreso Nacional la iniciativa de amnistía amplia por delitos políticos y comunes conexos, cometidos en el período que se comprende del 4 de mayo de 1927 hasta la fecha”, cuyos destinatarios fueron los miembros del ejército de Sandino.
– Pacto Somoza-Cuadra Pasos de 1948, suscrito entre liberales y conservadores, dio como resultado el decreto de amnistía dos semanas después, en el cual se concede una “amplia e incondicional amnistía para todos los reos de delitos políticos que los hayan cometido antes de la fecha de hoy”.
– Pacto de los Generales de 1950, firmado entre Somoza y Chamorro, máximos caudillos liberales y conservadores, respectivamente, fue el contexto para prorrogar la amnistía anterior que favoreciera el ambiente prelectoral de la Constituyente del mismo año.
– Acuerdo de Transición de 1990 que, si bien no recogía ninguna cláusula referida a la amnistía, fue inspirador de la concedida por el gobierno Chamorro pocos días después de haber asumido el cargo. En su primer artículo otorgó una “amplia e incondicional amnistía por todos los delitos políticos y comunes conexos, cometidos por los nicaragüenses naturales hasta la fecha de la publicación de la presente Ley”.
En este tipo caben las 13 otorgadas en el llamado período de la anarquía entre 1821 y 1863. Fueron amnistías generales con la finalidad de reiniciar las bases para la refundación del Estado y desactivar nuevos brotes de guerras civiles. A juzgar por sus resultados, fueron altamente infructuosas. Desde entonces, las amnistías llevaron aparejadas la convocatoria a elecciones constituyentes. Asimismo, otra de las características de algunas amnistías en esta época fue la disolución de la Asamblea Legislativa, y la instalación de una nueva, instaurando así las primeras dictaduras en la historia de Nicaragua como Estado independiente.
Este tipo de medidas se deriva del ejercicio arbitrario de poder estatal y la aparente demostración de clemencia hacia los opositores mediante una amnistía o medida similar que tiene por efecto otorgar gracias o beneficios a quienes han infringido la ley penal o supuestamente lesionado intereses estatales. Es particularmente engañosa porque los beneficiarios de estas medidas se encuentran sometidos arbitrariamente al poder estatal y, por lo general, aceptan los beneficios judiciales. Es una medida que trae réditos políticos puesto que demuestra concesiones y da una apariencia de cambio, sin aceptar responsabilidad. En algunos casos, como en la más reciente amnistía de junio de 2019, también contienen disposiciones para beneficiar o proteger a los agentes del régimen (autoamnistías).
Las amnistías en Nicaragua han sido instrumentos de los bandos vencedores, que han basculado más hacia evitar un mal proyectado (una nueva guerra o una amenaza real o fabricada) que hacia lo que se quería fomentar (la concordia y la convivencia pacífica).
Lejos de contribuir a resolver los problemas crónicos que ha padecido Nicaragua, los vencedores de las guerras y las contiendas políticas más bien han ayudado a reciclar caudillos y organizaciones claramente contrarios al Estado de derecho y a la democracia como sistema de gobierno con mayorías y minorías temporales. Las más de 50 amnistías han sembrado el germen de nuevos conflictos (demostraciones de fuerza, guerras, golpes de Estado y rebeliones) por cuanto han tenido implícita la renuncia de las autoridades a proteger a sus ciudadanos, a investigar y enjuiciar a los responsables de graves crímenes cometidos en su territorio.
Cuando la correlación de fuerzas lo permitió, los gobernantes de turno decretaron amnistías propias o disfrazadas para dar un barniz de legalidad a la impunidad de quienes desde los más altos escalones del Estado ordenaron y operaron masacres, ejecuciones, torturas y exilios de quienes el poder consideraba sus enemigos.
Lamentablemente, tanto recurso a la amnistía ha terminado desnaturalizando la figura hasta convertirla en sinónimo de impunidad total. A ello ha contribuido el uso político de la justicia que es lo mismo que decir la paz al precio de la injusticia. Tanto uso reiterado de las transacciones para lograr la impunidad del rebaño, también han terminado por legitimar el crimen como arma política de quien se sabe protegido por el Estado. La historia nicaragüense es un eslabonamiento de impunidades que han grabado a fuego en la cultura política el antivalor de “quien la hace no la paga”.
Esta vez tiene que ser diferente, aunque nuevamente surjan las coincidencias entre gobierno y opositores para repetir la historia circular de Nicaragua: los abusos, los crímenes, las amnistías y la impunidad. No puede ser que volvamos a echar a rodar una vez más la rueda de la infamia, que los criminales no solo se libren de pagar sus penas, sino que además se reciclen en cargos públicos para mayor afrenta de las víctimas y sus familiares.
Por ello hay que recordar que la impunidad es algo más que una concesión pragmática para abrir las puertas de la negociación con la dictadura. De la impunidad se alimenta el policía que seguirá reprimiendo a quien lleve una bandera azul y blanco, seguirá saqueando las viviendas de los opositores, acosara a los excarcelados y los agredirá; se protegerá al verdugo que tortura con esmero en las cárceles con las prácticas más sádicas. También se alimentará de impunidad el que dispara a mansalva contra personas desarmadas. También cobijará la impunidad a los paramilitares que campan a sus anchas en todo el país, la misma impunidad en la que afilan su odio con la certeza de estar protegidos por el Estado, que les garantiza carta blanca para seguir oprimiendo, torturando, asesinando
A todo ello contribuirán quienes, tentados de reeditar transacciones con la dictadura, terminen pactando salidas sin justicia.
Si no se frena este patrón en Nicaragua, la impunidad – una vez más – unirá el crimen con el ejercicio del poder. Y si transición es lo que se pacta a cambio de impunidad, consideren las nuevas-futuras autoridades que será suyo el deber ineludible de confrontar las violaciones graves del pasado, de lo contrario incurrirán en responsabilidad por connivencia.
Esta vez no puede ser como las anteriores. Incluso si a más de uno -encima o debajo de la mesa de negociación- se le ocurriese pactar una nueva impunidad disfrazada de reconciliación nacional, debemos ser capaces de desmostar que los tiempos están cambiando. Tenemos que ser capaces de quebrar la rueda de la impunidad. La única salida que rompe con el pasado empieza por la verdad y su hermana siamesa, la justicia.
*Grupo de impulso de la Coalición por la Justicia en Nicaragua 21 de septiembre de 2020