Escritura en pandemia
Roque Farrán
Filósofo, autor de ‘Leer, meditar, escribir’
https://lavoragine.net/apocaelipsis/
Noto que seguimos en la misma vorágine, o peor. Hablaba con un amigo al que quiero mucho acerca de la inminencia del fin y de la persistencia de la estupidez humana, pese a todo. Es alguien que, podría decirse, está en la cima desencantada del sueño americano, allí donde se diseñan y registran casi todos los soportes digitales de nuestras elecciones: Silicon Valley, and so on, and so on. Para ellos como para nosotros, salvando enormes distancias, geográficas y económicas, el dilema es el mismo: la dinámica del esfuerzo, las objeciones, obstáculos y mil cálculos que conducen casi siempre al fracaso programado, o bien la potencia que apoya con confianza e incondicionalmente los recursos, lo que hay, a fin de desarrollarlo como sea. La batalla ya no es entre el bien y el mal, la ideología correcta o la incorrecta, sino que nos vemos conducidos a la matriz ontológica de todo este asunto: o bien apostamos por la potencia que nos constituye para reinventarnos, o bien seguimos tributando al sacrificio de los trabajos forzados hasta acabar con todo. La elección, más que nunca, es de vida o muerte. Ninguna teoría novedosa podrá salvarnos si no nos transformamos a nosotros mismos. Tenemos que dejar de correr (como runners de alma) y prepararnos para la muerte, o la vida, o su indistinción ab-soluta (como antiguos filósofos).
Lo que me interroga hace tiempo, en consecuencia, es ¿cómo dejar de ser esclavos de nosotros mismos? Séneca, el estoico, la hace fácil: dejar de exigirnos mil cosas y de compensarnos por ellas. Cortar el mecanismo de actividad-deuda-recompensa, traduce Foucault. El punto, para mí, es interrogarnos por qué necesitamos de continuo recompensas o compensaciones por lo que hacemos. Es ahí donde encontré un concepto afectivo clave, en Spinoza: el contento de sí mismo [acquiescentia in se ipso]. Volver a conectarnos con esa gratificación de hacer las cosas por el solo hecho de hacerlas, por la potencia que allí se expresa, luego ver cómo eso se puede componer y amplificar junto a otros. Pero lo primero es sentir la alegría que brota de considerarnos a nosotros mismos y considerar la potencia de obrar. El desbalance afectivo que hace que solo obtengamos gratificación vía compensaciones o privaciones de los otros es, al contrario, la raíz de todas las servidumbres. Si emprendiéramos cada cosa que hacemos con esa atención, con ese cuidado, con esa inquietud dirigida por la simple alegría de hacer y no por mandatos morales o cálculos de recompensa, otra sería la historia.
Para desengancharnos del circuito actividad-obligación-recompensa-deuda que nos convierte en esclavos de nosotros mismos, tenemos que cambiar entonces la modalidad afectiva que nos han impreso desde la temprana infancia: ya no reconocernos en la imagen especular que nos devuelve el otro, el ser amable por cuya investidura afectiva dependemos siempre del reconocimiento exterior; sino encontrar el punto donde atravesamos el espejo por un gesto imprevisto, allí donde conectamos con nuestra potencia de actuar y brota el afecto alegre. Antes del narcisismo especular del reconocimiento del otro, bajo la matriz de los ideales significantes, hay un narcisismo irreductible que conecta con el Otro material: la Naturaleza infinita de la que somos parte. Su índice y factor de eficacia es un afecto característico: el contento de sí. Quizás su minimal gesto significante sea la expresión de júbilo, pero también puede ser un silencio, una sonrisa, un libro, una escritura.
Es fundamental la escritura. Animarse a escribir para pensar, para formarse y transformarse. Es falsa la dicotomía entre ensayo literario y artículo riguroso. Es un chantaje a la escritura y sus efectos de formación-transmisión. Se puede escribir siendo claro, citando aquellos textos que nos han marcado y no haciendo una mera recopilación de información inútil o alusiones antojadizas, dejando también zonas oscuras, opacidades irreductibles o puntos abiertos a seguir desarrollando luego y no por condescender a solipsismo o enigmatismo alguno; se puede escribir nombrando a otros que nos acompañan en la escena de pensamiento, aunque no pensemos lo mismo, sin destruirlos o rebatirlos completamente, sin que sea una cuestión de deudas o favores; se pueden exponer planteos personales o aspectos biográficos que hacen al concepto, sin necesidad de infatuarse, etcétera. La rigurosidad, la sistematicidad y la consistencia no tienen por qué medirse en términos de cantidades, estandarizaciones discursivas o transparencias intencionales, pueden ir de la mano de la invención de un modo singular de entrelazar los conceptos e implicarse en el asunto tratado. No dejemos que nos sumerjan en ese chantaje que envilece y empobrece el pensamiento: la producción de conocimientos en ciencias sociales y humanas requiere de la invención de las formas de escritura. Más ahora que nunca: no retroceder ante el deseo.
Escribe Clarice Lispector: “Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto, pues el mundo está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío”.
Siempre me interpela lo que ella escribe sobre la escritura, me siento muy próximo y a la vez para mí todo se juega casi al revés, diría: Tenía miedo más bien de vivir, del deseo abierto y su inconmensurabilidad, la escritura fue una suerte de balsa(mo) para flotar en el mar de la incertidumbre y empezar a tejer nudos; escribir no es colocarme en el vacío, sino excederlo muchas veces, aunque sea irreductible. Hay que contar esos trazos que nos ha hecho ser como somos. Así como es habitual decir que un texto escrito guarda huellas del registro oral, si se ha basado en conversaciones, experiencias o clases previas, menos habitual es decir lo inverso: que una exposición oral no tiene nada de espontáneo y está marcada también por escrituras que vienen de libros, de la primera infancia o de más allá inclusive (ser nombrados y deseados antes). Por eso, cuando uno toma la palabra tendría que decir igualmente: disculpen si notan en mi afectada oratoria la marca de una escritura silente, ¡es la pulsión amigos!
Nací en Córdoba (Argentina) por el deseo de mis padres, aquí casi muero y aquí nació mi hija; aquí la vida y la muerte se cruzaron más de una vez. Todavía no sé bien por qué seguimos viviendo en esta ciudad. Quizás esa pregunta, ese sentimiento de extrañeza que me asola a menudo, hace que escriba. O quizás escribir sea la única razón por la que vivo, acá o donde sea que me encuentre. Y escribo filosofía, nada menos, el género más degenerado de todos, más elusivo, más incomprensible. Transgénero, habría que llamarlo en realidad. Y por eso también más interpelador, más molesto, más directo, más ubicuo. No creo que me lean mucho por acá, pues ya saben: nadie es filósofo en su tierra. No tengo clientes ni alumnos; no me gustan esos términos. Y acaso, si fundara una escuela filosófica de verdad, como las de antes, escribiría en el frontispicio: que no entre aquí quien no sepa hacer un nudo borromeo. El nudo más simple y a la vez complejo, cuyos cordeles entrelazados se sostienen de un modo tal que un corte cualquiera hace que todo se desarme. A la salida de la escuela veríamos cómo fundar una ciudad en serio: una que se sostenga solidariamente de sus partes. Partes cuyas diferencias pueden ser irreductibles, pero no por eso engendrarán odio y rencor.
Los discursos del odio están por todas partes, abundan en los paneles televisivos, en las redes, en los comentarios anónimos de los diarios, e incluso en las evaluaciones anónimas de artículos académicos. Como ya lo he dicho y escrito por ahí, el problema no es solo cultural o ideológico, responde a una matriz ontológica afectiva de base que define modos de constitución subjetiva y racionalidades instrumentales reactivas: pueden comportarse como odiosos y resentidos trolls personas muy bien formadas, cultas, de izquierda, derecha o centro; compañeros populistas, feministas o cuirs. Siempre que no partamos de considerar cada cosa, ente o ser singular en su esencia, su conatus, en su perfección tal como es y apuntando en todo caso a cómo podría potenciarse por composiciones adecuadas, siempre que no partamos de lo real las exigencias idealistas, finalistas y formales ejercerán violencia y se justificarán en el odio o desprecio del otro.
Cuando una tal Silvia Mercado escribe en nombre propio y por su propia mano en Twitter que preferiría que hubiese en Argentina 20.000 mil muertos a mil, para sentir que así sí se justificaría la cuarentena, nos percatamos claramente por esa condensación de palabras maliciosas que el Mercado nunca habrá sido una mano invisible que operaba virtuosamente para el bien social; el mercado librado a su suerte produce sujetos dañinos, cínicos y autodestructivos en su locura de individualidad extrema. No abogo por la recuperación de una ética de los valores perdidos, o la añoranza idealizada del pasado, sino por un ejercicio crítico de prácticas de sí que incluye la escritura en nombre propio como compromiso cotidiano con la verdad. Una escritura que se comparte, incluso por medios virtuales, y puede producir algunos mínimos efectos de formación. Luego, hay que multiplicar y anudar los diversos medios a través de los cuales podamos constituir sujetos que puedan responder a lo real sin caer en lógicas denegatorias o sacrificiales que la cultura de mercado retroalimenta sin cesar.
No tiene ningún sentido a esta altura anhelar una autoridad simbólica que ya no existe; ni pretender escribir libros homogéneos de un tirón, pacientemente elaborados, como antaño; ni tener una disciplina partidaria que determine unánimemente las conductas, o religiones que nos marquen un modo de tramarnos y salvarnos al fin. Todo eso ha caducado definitivamente con el neoliberalismo. Y en la consumación de éste no son más que fantasmas que lo siguen alimentando por reacción defensiva, cuando es apenas un espectro inercial. Al contrario, tenemos que dar un paso más en asumir nuestra condición hablante, dispar, fragmentada y anudada. No hay un Padre, sino modalidades de anudamiento sintomáticas cuya orientación afectiva hacia lo que aumenta nuestra potencia de obrar resulta crucial sostener, dejando de lado las tristezas y nostalgias del pasado, como el impulso autodestructivo del presente inerte. El tiempo que resta es el futuro anterior: lo que habremos sido para lo que estamos llegando a ser.