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Peripecias del Sur y Autonomía: Conflicto y política sudamericana

Salvador Schavelzon :: 28.09.20

Ni la oposición partidaria del progresismo desplazado en Bolivia o Brasil, ni el gobierno de la Argentina, ni las nuevas izquierdas como el PSOL en Brasil, los Frentes Amplios de Perú y Chile, o los restos del correísmo y del Frente Amplio en Ecuador y Uruguay han generado fuerza social que permita imaginar la construcción de una sociedad diferente. Todas esas fuerzas alimentan el Estado en oposiciones o gobiernos que se vuelven administradores sin margen de acción, o actúan apenas en el plano de la denuncia discursiva. El desafío es justamente esa fuerza social que no sea gobernada, que sea ella misma la que decide por sí y mantiene el poder en manos de todos.

Peripecias del Sur y Autonomía

Conflicto y política sudamericana

Salvador Schavelzon

El conflicto está presente en la política Latinoamericana sin rumbo determinado. Tomas de tierra cerca de las grandes ciudades; huelgas; fuertes movilizaciones como recientemente en Colombia y antes de la pandemia también en Chile y Ecuador. La crisis, el hambre, la muerte se procesan silenciosamente en muchos casos, y grupos de derecha no son ajenos a la movilización.

Desde cierta tradición política, la crisis era concebida como oportunidad para la transformación social. Ahora esa posibilidad no se vislumbra. La crisis permanece sin interrupción de continuidad ni horizonte de salida. ¿Qué hacer, entonces? ¿Esperar? ¿Prepararse? ¿Prepararse para qué? ¿Renunciar al mandato moral de tener que hacer algo? ¿Distraernos mientras tanto? ¿Buscar un cambio interior? ¿Actuar mismo que no sepamos para dónde vamos? Hay quienes parecen no darse cuenta donde estamos y siguen comportándose como si supieran para dónde van. La acción política se convierte en un ritual autocomplaciente o en híbridos de oportunismo, voluntarismo e ingenuidad.

El término “conflicto” para entender la vida social tiene algunos problemas. Supone que hay una normalidad de “paz social” que se subvierte eventualmente, cuando hay protestas, interrupción de la vida económica, o incluso insurrecciones, actos de sublevación, motines o cualquier desorden que llame la atención. Parte de una idea tradicional de “sociedad”, que se imagina como una máquina u organismo que “funciona” cuando sus instituciones están en orden, la gente trabajando o sino en sus casas.

Sin embargo, todo orden social debe convivir con el conflicto y contestación, que son permanentes. La idea de sociedad funcionando siempre fue una ilusión, pero antes era convincente y ahora ya no. La crítica al papel del humano y de la sociedad occidental son definitivos y sin mucha posibilidad de escapatoria. Se habla más de fin de mundo, colapso y apocalipsis que de revolución, socialismo y bienestar. El teatro electoral, con sonrisas de campaña, promesas, imágenes de sociedad organizada, pueblo unido, y el bien triunfando sobre el mal, son cada vez menos convincentes o con convencimientos efímeros y de funcionalidad limitada, muy poco duraderos más allá del instante de votar.

El conflicto es ambiguo. Consecuencia de modos injustos de funcionamiento social, contiene desesperación, violencia, pero también abre caminos, crea escenarios. Si las cosas están mal el conflicto es algo que debemos estudiar, pensar y, si encontramos la forma, ser parte. Peor es que no pase nada ante la barbarie que vivimos. En esta investigación militante nos preguntamos sobre los distintos tipos de conflicto, no todos son escenario de disputa emancipativa. Pero sólo podemos evaluar eso a posteriori. No hay manuales ni ninguna conducción en la que podamos confiar o delegar.

El conflicto y las luchas son energía que mueve cosas, y vemos que la intervención colectiva puede cambiar el curso de los acontecimientos. Los conflictos son de clase, de civilizaciones, de encuentros multiespecíficos o mundos ontológicos que no separan naturaleza y sociedad, de regímenes de acumulación, o de consensos sobre los que se apoyan los gobiernos. La resistencia es no apenas humana, no apenas de trabajadores, también de poblaciones locales, de burguesías espurias y mandatos religiosos movilizadores.

América Latina se encuentra en uno de esos momentos en que el poder político y económico no consiguen contener el descontento social. Conflicto político clásico, en que las calles dan cuenta del malestar. Los ciclos de crisis y recuperación macroeconómica, de hecho, vienen acortándose. La recuperación, en realidad, no cancela la crisis que es más de fondo.

En Brasil, Bolsonaro supo capitalizar el descontento, la izquierda institucional termina ubicándose del lado del orden. En Argentina, con gobierno kirchnerista, es el votante progresista quien se queda en casa mientras la crisis social deteriora el valor del salario y muchos quedan sin trabajo. El conflicto político se expande más allá de los límites de lo institucional con reclamos salariales que devienen motines policiales, revueltas dentro de los lugares de trabajo que salen a la calle y abren espacio para que otros descontentos se sumen. El robo de carga con redistribución, la guerra de facciones del narcotráfico el asesinato de líderes indígenas o campesinos que defienden el territorio de la minería o el agronegócio, parte del funcionamiento del capitalismo actual.

En la experiencia política reciente, se vive todavía la frustración de los gobiernos progresistas en buena parte de Sudamérica. No llevaron muy lejos los deseos de superar el neoliberalismo y actuaron como fuerzas neutralizadoras de la movilización. Luchas previas, que llevaban a imaginar que gobiernos con vínculos con movimientos sociales llevarían al plano institucional el conflicto o la lucha de clases, quedaron como un recuerdo o simbología que en la institucionalidad encontró barreras para cualquier cambio. El final de la experiencia progresista en los gobiernos de la mayor parte de la región se encontró con movilizaciones contra esos gobiernos, que en muchos casos optaron por la represión, el ajuste, la manipulación mediática contra las protestas.

La oposición al crecimiento de la derecha en varios países devuelve el protagonismo electoral al progresismo, a veces con renovación de candidatos, pero no hay un rumbo político que se presente como alternativa de gobierno a la situación actual. Ni la izquierda ni la derecha partidaria encuentran estabilidad sin endurecerse o recurrir a los tanques hidrantes, como muestran los extremos de Chile o Venezuela, con gobiernos de signo ideológico opuesto. En Bolivia, la realización de nuevas elecciones pendientes después de la renuncia de Evo Morales y toda su línea sucesoria en noviembre de 2019, se vive con inquietud pero sin ninguna expectativa de cambios concretos, que haya abierto un proceso de movilización, cualquiera sea el resultado. La disputa ideológica entre candidatos no se une a ninguna disputa de modelos de sociedad. Los consensos político-empresariales prevalecen. Con los mismos garantizados, la rotación de líderes políticos en el poder pone en juego un conflicto domesticado. 

No falta conocimiento sobre los problemas relacionados con el modelo de desarrollo depredador, la precariedad reinante y formas de explotación cada vez más sofisticadas, tampoco a las prioridades del Estado en que, con cualquier gobierno, anteceden los intereses capitalistas “de los mercados”. Sería un escenario propicio para la aparición de una fuerte organización social contestataria, pero no parece que sea el rumbo de los acontecimientos en la región. Las izquierdas partidarias administran su capital político de forma también empresarial, y no son actores relevantes en ningún escenario de conflicto social contra el poder.

Ni la oposición partidaria del progresismo desplazado en Bolivia o Brasil, ni el gobierno de la Argentina, ni las nuevas izquierdas como el PSOL en Brasil, los Frentes Amplios de Perú y Chile, o los restos del correísmo y del Frente Amplio en Ecuador y Uruguay han generado fuerza social que permita imaginar la construcción de una sociedad diferente. Todas esas fuerzas alimentan el Estado en oposiciones o gobiernos que se vuelven administradores sin margen de acción, o actúan apenas en el plano de la denuncia discursiva. El desafío es justamente esa fuerza social que no sea gobernada, que sea ella misma la que decide por sí y mantiene el poder en manos de todos.

Cuando vimos estallar la movilización social, ha sido por afuera de las estructuras y liderazgos de la izquierda que fue gobierno, o de los que buscan ocupar su lugar como renovación. Las movilizaciones en Ecuador tuvieron como actor clave al movimiento indígena, enfrentado en los últimos años del correísmo al igual que en Bolivia, donde la alianza con pueblos indígenas de tierras altas y bajas fue quebrada con represión, intervención de organizaciones, obras de desarrollo rechazadas por las comunidades. Trabajadores precarios, inmigrantes amenazados de desalojo, población indignada son los protagonistas como nuevos personajes en escena, invisibles para la izquierda o incluso rechazados por expresar opciones electorales o visiones que no son de izquierda, especialmente dónde está estuvo en el gobierno.

Después de un retroceso del progresismo en su momento de auge, cerca de 2015, hay hoy un retorno, porque la derecha tampoco encuentra hegemonía. Pero nuevos ministros y secretarios que provienen de trayectorias críticas en la universidad y la prensa o cercanía con luchas sociales no imprimen al gobierno un rumbo diferente que permita hacer del conflicto permanente una fuerza de transformación. En la elección boliviana, el candidato Luis Arce representa algo parecido a Alberto Fernández, o Fernando Haddad en Brasil: responsabilidad, garantías para el funcionamiento de los negocios, a lo sumo disputas internas a la clase empresarial, para quien gobierna todo gobierno, sin cuestionamiento del orden social.

El conflicto también escapa a la propuesta de convención constituyente que en Chile fue pactada por el gobierno de Piñera con fuerzas progresistas de la vieja concertación y la nueva izquierda «autonomista», nacida de las movilizaciones estudiantiles. Representantes de la derecha en Chile aceptaron un cambio constitucional como forma de descomprimir la tensión política. Pero las negociaciones hicieron que no sea posible avanzar hasta cambios que enfrenten el poder económico, como sería necesario para ser fieles a la voz de las calles, y de la mayoría de los chilenos.

Pueblos indígenas, población carcelaria, barrios carenciados, selvas y ríos, sufren las consecuencias de un poder que acepta constituirse sin medios para cambiar la realidad. Varias luchas territoriales cómo Belo Monte, el TIPNIS, las papeleras de Uruguay, los presos políticos mapuche, mega minería y contra la lógica de Monsanto con el monocultivo transgénico ocurrieron con administraciones progresistas. La derecha amplía esa orientación, mientras se impone un chantaje por el cual toda crítica a la experiencia de gobierno de la izquierda es acusada de no contribuir con quien tendría más fuerza para enfrentarla.

Al mismo tiempo, crece en la región una extrema derecha que cuestiona el orden social, y la república corrupta sin respuestas, aprovechando la debilidad de los pactos políticos vigentes en las últimas décadas. Son producto del fortalecimiento de sectores reaccionarios que no eran ajenos a las cercanías del poder con el progresismo, pero que aumentan su influencia y vínculo con las instituciones. Frente a este avance, la izquierda plantea una disputa ideológica y de simbología, o se suma a sus viejos contrincantes liberales o del viejo conservadurismo político regional, en vanos intentos de frentes democráticos. El lugar de lo anti sistema, con el que simpatizan personas ajenas al juego del poder, queda así en manos de derechas políticamente incorrectas, que ponen en evidencia que mientras se habla de democracia, la izquierda defiende una legalidad y un sistema que es justamente el problema.

Luchas del pasado muestran que cualquier camino de enfrentamiento físico con las fuerzas del orden será duramente reprimido. Salidas individuales, cooperativas, comunitarias mantienen en pie el problema de las mayorías y de un capitalismo que funciona aunque nos retiremos de sus centros de producción y circulación. Expresiones de apoyo al progresismo desde la cultura o los ciudadanos bien pensantes, parece haber extraviado cualquier capacidad crítica más allá de la polaridad entre líderes que se oponen al mal, además de estar totalmente separado de los sectores populares que busca representar. Junto a blogs y periodistas progresistas, muchos artistas no se separan de lo que fue propaganda progresista estatal.  

Viejos lenguajes de la izquierda socialista o nacional popular, cómo símbolos políticos que significaron algo en el pasado, hoy se integran sin conflicto en la disputa comunicativa de burbujas de redes sociales, al igual que reivindicaciones identitarias, en muchos casos presentadas en un mercado de identidades para consumo, pronunciando más el emprendedorismo de sí e individualismo liberal narcisista, más que la lucha antiracista o de cualquier lugar de diferencia. En otros casos viejas banderas no son más que cáscaras burocráticas incorporadas al paisaje del poder que todo lo asimila.

Como posibilidad latente, la revuelta amenaza de hecho al poder, que se organiza contra una siempre posible exploción social. El conflicto perturba los negocios, derrumba gobiernos y altera definitivamente sistemas políticos. Sin líderes, se expande mejor, impidiendo el engaño de las negociaciones. Todo conflicto o rebeldía aparece con ambigüedades y contradicciones, pero es tal vez donde encontramos hoy más claramente la contracara de un capitalismo que no cesa de reformular y perfeccionar las formas de control y explotación. Orden y conflicto reemplaza otros pares como derecha e izquierda, sindicatos y patrones, fascismo y comunismo que no siempre mantienen la vigencia con que son invocados.

Puebladas como el Argentinazo de diciembre de 2001, Junio de 2013 en Brasil, la ola de movilizaciones que abarcó la primavera árabe, el 15M en España y Occupy, los chalecos amarillos en Francia, el estallido de Chile en Octubre de 2019 y las revuletas antiracistas de Colombia y Estados Unidos, para hablar sólo de Occidente, siguieron padrones diferentes, son irepetibles, pero oxigenaron sin duda la vida política y social con cambios que no se miden en la esfera institucional – aunque allí también  tuvieron consecuencias – sino en una búsqueda continua, permanente, subterranea, que tiene como potencia al conflicto, y emerge no junto sino contra los intentos de gobernar, canalizar y adminsitrar el descontento.

Si esos escenarios son los que parecen consolidarse como formas de acción que responden a un capitalismo desterritorializado, inmaterial, difuso, sin contratos, multilocalizado, en el que estamos envueltos casi sin darnos cuenta, sin poder salir, porque producimos para él por el sólo hecho de estar vivos, la respuesta no parece venir desde las burocracias partidarias, desde candidaturas que suman imágenes de campaña a un mundo ya saturado de significados. Parece sí estar en el encuentro y la intransigencia frente a izquierdas rituales empeñadas en regular el conflicto social.

Sin programas ni horizontes donde se imagina ya todo resuelto, parece importante seguir actuando, encontrándose, organizándose y reaccionar cuando lo sintamos necesario o se vuelva inevitable. La opción que se nos presenta en Sudamérica o en cualquier lugar parece ser entonces la de ser conflicto, único lugar desde donde es posible imaginar una ruptura con lo existente. De otra forma seremos gobierno o gobernados por otros en la busca de neutralización y captura de lo que está vivo.

 


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