Homo sapiens sapiens
Cuando la sociedad que se reclama democrática ha llegado al estadio de lo espectacular integrado, parece que se la acepta en todas partes como realización de una frágil perfección. Así que ya no se la debe atacar porque es frágil; ya no es posible atacarla, porque es tan perfecta como jamás hubo otra. Es una sociedad frágil porque le cuesta dominar su peligrosa expansión tecnológica. Pero es una sociedad perfecta para gobernarla; la prueba es que todos cuantos aspiran a gobernar quieren gobernar precisamente esta sociedad, con los mismos procedimientos, y conservarla casi exactamente tal como está. Por primera vez en la Europa contemporánea, ningún partido ni fragmento de partido intenta ya ni siquiera fingir que pretende cambiar algo importante. Nadie puede ya criticar la mercancía: ni en cuanto a sistema general, ni tan sólo como baratija determinada que a los jefes de empresa les haya convencido lanzar al mercado en ese momento.
En todas partes donde reina el espectáculo, las únicas fuerzas organizadas son las que quieren el espectáculo. Ninguna de ella puede ser ya, por tanto, enemiga de lo que existe ni transgredir la omertá que afecta a todos. Se ha acabado con aquella inquietante concepción, que había prevalecido durante más de doscientos años, según la cual una sociedad podía se criticable y transformable, reformada o revolucionaria. Y eso no se ha conseguido gracias a la parición de nuevos argumentos, sino simplemente porque los argumentos se han vuelto inútiles. Por el resultado se medirá, más que la felicidad general, la fuerza formidable de la redes de la tiranía.
Jamás hubo censura tan perfecta. Jamás la opinión de aquellos a quienes en algunos países se les hace creer todavía que siguen siendo ciudadanos libres ha estado menos autorizada a darse a conocer cuando se trata de decisiones que afectan a su vida real. Jamás estuvo permitido mentirles con tan perfecta impunidad. Se cree que el espectador lo ignora todo y no merece nada. Quien siempre mira para saber cómo continúa, no actuará jamás: Así debe ser el espectador.
[…] Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo, el terrorismo. En efecto, prefiere que se la juzgue por sus enemigos más que por resultados. La historia del terrorismo la escribe el Estado; por tanto, es educativa. Las poblaciones espectadoras, no pueden, por cierto, saberlo todo acerca del terrorismo, pero siempre pueden saber lo bastante como para dejarse persuadir de que, en comparación con ese terrorismo, todo lo demás les habrá de parecer más bien aceptable o, en todo caso, más racional y más democrático.
[…] Incluso el propio McLuhan, el primer apologeta del espectáculo, que parecía el imbécil más convencido del siglo, ha cambiado de parecer al descubrir, por fin, en 1976, que «la presión de los mas media empuja hacia lo irracional» y que sería hora de moderar su empleo. El pensador de Toronto había pasado con anterioridad varios decenios maravillándose de las múltiples libertades que aportaba esa «aldea planetaria» tan instantáneamente accesible a todos y sin esfuerzo. A diferencia de las ciudades, las aldeas siempre han estado dominadas por el conformismo, el aislamiento, la vigilancia mezquina, el aburrimiento y los chismes una y otra vez repetidos sobre las mismas familias. Exactamente así se presenta a estas alturas la vulgaridad del planeta espectacular, donde ya no hay manera de distinguir a la dinastía de los Grimaldo-Mónaco o de los Borbón-Franco de la que había reemplazado a los Estuardo. Hay, sin embargo, discípulos ingratos que hoy en día intentan hacer olvidar a McLuhan y remozar sus primeros descubrimientos, aspirando a sus vez a hacer carrera en el elogio mediático de todas esas nuevas libertades que se pueden «elegir» aleatoriamente dentro de lo efímero. Probablemente tardarán menos en retractarse que su inspirador.
[…] Se dice que hoy en día la ciencia se halla sometida a imperativos de rentabilidad económica; eso ha sido cierto siempre. Lo novedoso es que la economía haya llegado a entrar en guerra abierta contra los humanos, y no ya tan sólo contra sus posibilidades de vida sino también contra las de su mera supervivencia. Desde entonces el pensamiento científico ha decidido ponerse al servicio de la dominación espectacular, renegando de buena parte de su pasado antiesclavista. Antes de llegar a este punto, la ciencia poseía una relativa autonomía. Era capaz, por tanto, de pensar su parcela de la realidad, y así pudo contribuir sobremanera a incrementar los medios de la economía. Cuando la economía todopoderosa ha enloquecido, y los tiempos espectaculares no son otra cosa que eso, ha eliminado los últimos vestigios de la autonomía científica, lo mismo en el plano metodológico que en el de las condiciones prácticas en que se desarrolla la actividad de los «investigadores», que son inseparables uno del otro. No se pide ya a la ciencia que comprenda el mundo ni que lo mejore en algo. Se le pide que justifique al instante todo lo que se está haciendo. Tan estúpida en este terreno como en todos los demás que explota con la más devastadora irreflexión, la dominación espectacular ha mandado derribar el gigantesco árbol del conocimiento científico sólo para hacer tallar un garrote. Para obedecer a esta nueva demanda social de una justificación manifiestamente imposible, más vale nos saber pensar demasiado sino estar, por el contrario, bien adiestrado en las comodidades del discurso espectacular. En tal carrera, en efecto, la ciencia prostituida de estos tiempos despreciables ha encontrado prontamente y de buena gana su especialización más reciente.
La ciencia de la justificación mentirosa había hecho su aparición, naturalmente, desde los primeros síntomas de decadencia de la sociedad burguesa, con la proliferación cancerosa de las seudociencias llamadas «humanas»; pero la medicina moderna, por ejemplo, podía pasar por útil, y los que vencieron a la viruela y la lepra no fueron los mismos que capitularon vilmente ante la radiación nuclear y la química agroalimentaria. Se nota enseguida que hoy en día la medicina no tiene ya, desde luego, derecho alguno a defender la salud de la población contra un entorno patógeno, pues eso significaría oponerse al estado o, cuando menos, a la industria farmacéutica.