Yo me rebelo, nosotros existimos
Marina Garcés
Comunizar
Bloqueos de las cumbres gubernamentales internacionales (1999¬2009), manifestaciones masivas contra la guerra (2004), barrios y coches en llamas en París (2005), en Grecia (2008) y en Londres (2011), plazas tomadas en las dos orillas del Mediterráneo y en otras partes del mundo (2010-2011)… Se ha pensado, durante años, que en las sociedades occidentales actuales hay poca resistencia y poca capacidad de organización, pero una gran ola de rechazo se está alzando desde los contextos sociales y políticos más diversos. A este rechazo no lo une el consenso ni un discurso común. En un mundo dominado por técnicos, consultores y expertos, vendedores de recetas y de soluciones a corto plazo, la expresión pura y simple de rechazo se vive como algo insuficiente o deficitario, lastrado por todo lo que «le falta»: respuestas, alternativas, programa, futuro, en definitiva, política. Los mitos del izquierdismo contribuyen a teñir de más desaliento aún la fuerza propia de este rechazo: la continuidad del compromiso, el poder de la organización, la claridad de las alternativas, la incuestionabilidad de la utopía, etc. proyectan su luz cegadora desde un pasado inalcanzable, desde una experiencia mítica de la que es difícil estar a la altura. Quizá por eso en las calles de Atenas en llamas, en invierno de 2008, alguien pintó con rabia: «Fuck May 68. Fight now!».
Maurice Blanchot escribió una serie de textos políticos, concretamente, entre 1958 y 1968, cuya lectura resulta un antídoto contra este acoso ideológico a la fuerza colectiva del rechazo. Entre el retorno de De Gaulle al poder, tras la crisis de Argelia, y la revuelta estudiantil y obrera de Mayo, se abre una década que Blanchot describe en diversas octavillas, artículos y documentos de trabajo como de «muerte política». La muerte política se instala y paraliza nuestras vidas cuando el poder se transforma en potencia de salvación. Así volvió De Gaulle al poder en el 58. El espacio del antagonismo y del disenso políticos quedaron cancelados ante la inminencia de una amenaza que se convertía en permanente: la guerra. Las guerras coloniales de los años 50 se han diseminado hoy en una multiplicidad de frentes: la amenaza terrorista, la amenaza ambiental, la crisis económica y, en lo más íntimo, la amenaza del desequilibrio psíquico individual. La política ha intensificado su misión salvífica y penetra, mortífera, en todos los resquicios, incluso los más personales, de nuestra existencia.
Frente a este poder salvador-cuidador que despolitiza todas las relaciones y se presenta, por tanto, como incuestionable, Blanchot invoca la fuerza común y anónima del rechazo, la fuerza amistosa del No. Este «No» no es la expresión de un juicio o de una prohibición desde la distancia, sino que es la efectuación de una ruptura. Romper es el movimiento común imprescindible para unos hombres y mujeres que aún no están juntos pero que ya están unidos por «la amistad de este No certero, inquebrantable, riguroso que los une y los vuelve solidarios».i Cuando Blanchot, escribe estas palabras, está refiriéndose a un rechazo literal: el de los hombres franceses que se declararon insumisos ante el llamamiento del ejército de la República a la guerra de Argelia.
El apoyo a la insumisión de 1958 hace emerger un nuevo poder de los intelectuales al que Blanchot llama la «comunidad anónima de nombres». Es un poder que, gracias a su radicalidad crítica, pone en cuestión la individualidad misma del intelectual. Su firma pasa a ser un trazo, junto a otros, de la fuerza impersonal que ha nacido del rechazo. El rechazo, la afirmación de la ruptura es, por tanto, el descubrimiento de que la fuerza de lo común es anónima y de que su palabra es infinita. Esta palabra no puede poseerse a sí misma. Está en ruina permanente. Contra toda tentación dogmática, dice Blanchot: «no tenemos que perder el derecho a denunciar nuestra destrucción, aunque sea por medio de palabras ya destruidas».ii
Unos años antes, en 1951, Albert Camus había escrito El hombre rebelde. Era una invitación a ir más allá del absurdo como pasión individual y a hacer de la revuelta colectiva un nuevo cogito. Emulando a Descartes, formula un principio que debe permitirnos hacer tabula rasa, dejar atrás las opiniones heredadas que nos impiden pensar para volver a empezar: «Yo me rebelo, por tanto nosotros existimos». Escribe Camus que la revuelta, como el «No certero» de Blanchot, es el principio que arranca al hombre de su soledad. Es el enlace vivo entre el yo y el nosotros, un enlace que no necesita pasar por la mediación del contrato social ni por la fundación del Estado moderno. Al contrario: en la revuelta, el nosotros es experimentado como deseo de autonomía. Desde mi rebelión personal, desde el rechazo absoluto que me empuja a decir «no», me sitúo en el plano horizontal de un nosotros. Un hombre que dice «no» es un hombre que rechaza pero que no renuncia, escribe Camus en las primeras líneas de la introducción. Y no renuncia porque descubre, con su «no», que no está solo. El contenido de este «no», más allá de todo juicio, es la emergencia de un todo o nada que, aunque nace del individuo, pone en cuestión la noción misma de individuo. Con la revuelta, «el mal sufrido por un solo hombre se convierte en peste colectiva».iii Esta peste tiene un extraño nombre: dignidad. En la revuelta, algo levanta al individuo en defensa de una dignidad común a todos los hombres. Ésta es la fuerza anónima del rechazo de la que Blanchot hace experiencia pocos años después: «El movimiento mismo de rechazar no se cumple en nosotros mismos, ni sólo en nuestro nombre, sino a partir de un comienzo muy pobre que pertenece antes que nada a quienes no pueden hablar».iv
La relación entre rechazo y revuelta pasa por la percepción de un límite: «toma partido por un límite en el que se establece la comunidad de los hombres».v Contra toda idea de libertad absoluta y de la acción pura, por un lado, y contra el liberalismo de la libertad individual consensuada, por otro, Camus apunta a la lucha por la dignidad común, del hombre y del mundo, como pensamiento de la medida. La medida, para Camus, nacida de la revuelta misma, no es el resultado de ningún cálculo. Es la tensión que pone a la vista los límites de una vida humana digna. Con la revuelta emerge ese límite no dicho, ese límite inmanente a cada situación, más allá del cual la vida no merece ser vivida. Este límite da la común medida, anónima porque nadie puede hacerla únicamente suya. En ese umbral abierto por la fuerza de un «no» compartido, ya no entran en consideración las circunstancias de cada uno. Desde ahí se conquista un nuevo individualismo en el que cada uno se ha convertido en un arco tendido que soporta, luchando, una dignidad que nunca será sólo suya pero que depende de cada uno de nosotros. Muchos años después, Deleuze también escribirá de la emergencia perturbadora de ese límite no dicho y cotidianamente no experimentado. La «visión de lo intolerable» es el acontecimiento a través del cual nace en nosotros otra sensibilidad. Pero en Deleuze no queda claro el estatuto de esta irrupción, de esta suspensión de la manera cotidiana y normal de ver el mundo. Al no aceptar el momento negativo de la revuelta, la visión de lo intolerable es para Deleuze algo que acontece y a lo que se puede responder o no, estar o no a su altura. Apela a una vergüenza que no acabamos de saber dónde anidaba y a raíz de qué desplazamiento de los umbrales de la sensibilidad puede despertar. En cambio, la revuelta, es más que una respuesta, porque ella misma impone el límite. Como pensamiento de la medida común, rompe la alternativa entre el decisionismo y el pensamiento del acontecimiento. En la revuelta somos un sujeto colectivo enfrentado al mundo, pero ese enfrentamiento no se sustenta en una pura decisión de la voluntad, sino en el descubrimiento de un límite que toma sentido, incluso el sentido absoluto de un todo o nada, porque es compartido. Por eso la revuelta no depende de «querer rebelarse». Cuántas veces querríamos rebelarnos y no podemos. Sólo conseguimos indignarnos. La revuelta es un sentido que a la vez depende de nosotros y nos traspasa: es la fuerza anónima del rechazo.
Quizá hoy, desde un mundo que intensifica día a día el asedio y agresión sobre nuestras vidas, nuestros cuerpos y sobre el medio físico en el que vivimos, sea para nosotros necesario reencontrar la fuerza anónima del rechazo. Encontrarnos, sin estar juntos aún, en la amistad de un «no certero» que nos lleve hasta nuestros límites, fuera de sí, para exponernos. Para exponernos ¿a qué? Decíamos que nuestra actualidad está atravesada por la irrupción intermitente de la expresión colectiva y anónima de estos rechazos. Son revueltas efímeras que apenas logran modular su voz y cuyo rechazo sólo deja marcas invisibles sobre la piel del mundo. El mundo global, instalado en una nueva «muerte política», nos declara incapaces de hacer nada que sobrepase el ámbito de la gestión de nuestra vida personal ni de aportar ninguna solución al mundo. Con sus amenazas permanentes (de guerra, de crisis, de enfermedades, de contaminaciones.) nos invita a protegernos, a asegurarnos, a aislarnos en la indiferencia hacia todo y en la distancia de unas comunicaciones inmateriales y personalizables. Desde ahí, ¿qué sentido puede tener hoy exponerse?
¿Qué encuentra el yo que en el rechazo, la revuelta o la visión de lo intolerable es arrancado de su soledad? Lo que encuentra es el mundo, que deja de ser un objeto de contemplación y de manipulación del sujeto, para ser experimentado como una actividad compartida. Lo que encuentra, por tanto, no es una comunidad sino un mundo común.
Notas:
i M. Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, Lignes & Manifestes, París, 2003, p. 11.
ii M. Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, p. 110.
iii A. Camus, L’homme révolté, Gallimard, París, 1951, p. 38.
iv M. Blanchot, Écrits politiques 1958-1993, p. 11.
v A. Camus, op. cit., p. 362.
Fragmento del libro Un mundo común, de Marina Garcés, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2013.