Las cosechas récord y el boom de la carne argentina en el mundo han venido de la mano de la destrucción masiva de bosques nativos, de la degradación acelerada de los suelos, de la contaminación del agua y de los pueblos fumigados con agrotóxicos. Los impactos sanitarios y ambientales del agronegocio se hacen sentir: se ha convertido en el mayor problema socioambiental de nuestro país por su extraordinaria extensión y proporción de ocupación territorial.
Cerremos los ojos un instante e imaginemos que dentro de una década, tal vez menos, alguien tiene la osadía de producir una exitosa miniserie sobre crímenes político-ambientales, al estilo de Chernóbil, pero dedicada al glifosato. Contaría la trama oculta de sus impactos, basada en el silencio de gobiernos, funcionarios y periodistas, desde los años noventa hasta la actualidad.
Nuestro país jugaría un rol fundamental en esa serie. La historia podría comenzar con los “Monsanto Papers”, que revelarían cómo se sobornó en todo el mundo a gobernantes, parlamentarios, científicos y periodistas para ocultar las consecuencias del glifosato. La Argentina sería vista como un cobayo, un ejemplo del gran experimento a cielo abierto en que se transformó su vasto territorio, desde la pampa húmeda hasta el Norte: lo que hoy llamamos “frontera agraria”. De este modo, podríamos conocer paso a paso el papel que desempeñaron algunos medios de comunicación que silenciaron sus consecuencias, y seríamos testigos de las reuniones secretas entre los CEO de Monsanto y los periodistas estrellas del “campo”.
En esa secuencia, un episodio ineludible sería la persecución del científico Andrés Carrasco, como el día en que recibió en su laboratorio la visita de unos abogados que intentaron presionarlo para que no revelara los resultados de su investigación sobre los efectos del glifosato. También aparecería el exministro de Ciencia, Lino Barañao. Se mostraría cómo hizo Monsanto para contar con la anuencia de un funcionario que retuvo su cargo después de 2015, pese al cambio de gobierno. Ese capítulo comenzaría con el ministro argumentando que “el glifosato es como agua con sal”. En otro desfilarían los representantes del agronegocio pidiendo “cerrar escuelas rurales” para no tener que obedecer los fallos judiciales que prohíben aplicar glifosato en sus inmediaciones. Aparecería el expresidente Mauricio Macri, en conferencia de prensa, cuestionando con rostro sorprendido esos fallos, aduciendo que se oponen al desarrollo del campo…
Se contaría cómo la Argentina ostenta el triste récord de ser el mayor aplicador de glifosato por persona del mundo (más de 350 millones de litros por año). Y cómo esta sustancia letal ya está presente en alimentos, algodones, toallas femeninas, ríos y hasta en el agua de lluvia. Se mostrarían documentos de Monsanto que prueban sus vínculos inapropiados con la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus iniciales en inglés) de los Estados Unidos, y se detallarían las maniobras para evitar nuevas revisiones de seguridad del glifosato.
En un momento clave se contaría cómo Monsanto realizó tareas de inteligencia sobre científicos, políticos y periodistas en Francia para operar sobre ellos y así influir en sus declaraciones públicas sobre el glifosato. Todo sería tan obvio que generaría indignación en los espectadores, quienes se preguntarían cómo diablos pudo pasar todo eso mientras los medios callaban y la clase política se lavaba las manos.
En medio de una crisis socioecológica y climática sin precedentes, el impacto de las denuncias sería tan fuerte que los mercados internacionales comenzarían a retroceder. Argumentarían que hacía tiempo pensaban en tomar esa decisión y anunciarían el drástico cierre de las importaciones de todos los productos que contuvieran glifosato. Sería noticia en todos los portales del mundo: la mayor desinversión global de las últimas décadas.
La Argentina, un país dependiente y periférico, quedaría en estado de shock, de quiebra inminente, sin tener dónde exportar su soja pero tampoco el resto de su producción agrícola, sus tiernas carnes, sus glamorosos vinos, sus frutas de diferentes climas… también contaminados con glifosato.
No vamos a espoilear el desenlace, pero podemos adelantar que sería un final abierto.
Volvamos a cerrar los ojos…
Laboratorio a cielo abierto,1 experimento a escala masiva sobre los territorios y sobre los cuerpos de las personas, lo cierto es que el agronegocio constituye un verdadero modelo de maldesarrollo, nuestro Chernóbil criollo, que ilustra como pocos uno de los temas más obturados por los gobiernos y los actores económicos involucrados.
Las cosechas récord y el boom de la carne argentina en el mundo han venido de la mano de la destrucción masiva de bosques nativos, de la degradación acelerada de los suelos, de la contaminación del agua y de los pueblos fumigados con agrotóxicos. Los impactos sanitarios y ambientales del agronegocio se hacen sentir: se ha convertido en el mayor problema socioambiental de nuestro país por su extraordinaria extensión y proporción de ocupación territorial. Hay que recordar el trabajo pionero del doctor Andrés Carrasco –profesor de Embriología, investigador principal del Conicet y director del Laboratorio de Embriología Molecular de la Facultad de Medicina de la UBA–, quien en 2009 dio a conocer un estudio en embriones sobre los efectos dañinos del glifosato. A través de ese trabajo, Carrasco demostró que la exposición a dosis de glifosato hasta mil quinientas veces inferiores a las utilizadas en las fumigaciones que se realizan en los campos argentinos provoca trastornos intestinales y cardíacos, malformaciones y alteraciones neuronales. La investigación, publicada al año siguiente en la revista estadounidense Chemical Research in Toxicology, trajo a Carrasco una serie de consecuencias impensadas: amenazas anónimas, campañas de desprestigio mediáticas e institucionales, fuertes presiones políticas, entre otras.
En la actualidad, el monocultivo de soja –y en menor medida de maíz– ocupa unas 25 millones de hectáreas. Al menos 12 millones de personas residen en zonas donde se arrojan más de 500 millones de litros de agrotóxicos anuales, y donde los niveles de exposición (ya no potencial) se elevan a 40-80 litros-kilos por persona por año. Como acierta en señalar Medardo Ávila Vázquez:2
Si bien aumentó la superficie cultivada en poco más de 50% (de 20 a 32 millones de hectáreas), el aumento del consumo de agrotóxicos es mayor al 1000%, y esto ocurrió porque este modelo de producción es dependiente de químicos, porque tanto las malezas como los insectos se adaptan o acostumbran a los agrotóxicos con que los atacan y al cabo de pocos años ya no sufren daño ante su fumigación. En esa situación, la respuesta del agronegocio es aumentar la dosis del agrotóxico y/o mezclarlo con otras moléculas similares, como se observa en el actual control de malezas que en 1996 utilizaba 3 litros de glifosato por hectárea por año y ahora están fumigando con 12 litros en esas mismas hectáreas, pero mezclado con 2 litros de 2.4D por año, dicamba y otros herbicidas.
Ya en 2012, el Defensor del Pueblo de la Nación redactó un informe que afirma que los agroquímicos tienen vinculación directa con la discapacidad, solicitó la implementación del principio precautorio (ante la posibilidad de perjuicio ambiental es necesario tomar medidas protectoras), e instó al Ministerio de Salud a tomar medidas “preventivas y eficaces”. En 2014 exhortó a las autoridades a tomar “las medidas precautorias que resulten necesarias a fin de minimizar los riesgos por exposición a agroquímicos de las comunidades educativas rurales”.
Que los agroquímicos más utilizados en el agronegocio son extremadamente peligrosos ya lo ha determinado el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC, por sus iniciales en inglés) de la OMS. En marzo de 2015 emitió un informe que señala: “Hay pruebas convincentes de que el glifosato puede causar cáncer en animales de laboratorio y hay pruebas limitadas de carcinogenicidad en humanos (linfoma no Hodgkin)”; también destaca que el herbicida “causó daño del ADN y los cromosomas en las células humanas”, algo directamente vinculado con el cáncer.
Lo cierto es que existen sobradas evidencias científicas sobre la toxicidad de los principales agroquímicos que se utilizan en nuestro país (Swanson y otros, 2014; Mesnage y otros, 2015; Bernardi y otros, 2015; Guyton y otros, 2015; Díaz, 2015). A partir de estudios empíricos, investigadores del Conicet, médicos de pueblos fumigados, profesionales de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y de La Plata (UNLP) han brindado evidencia de lo que generan los agrotóxicos: cáncer, malformaciones, abortos espontáneos, problemas respiratorios, entre otros.
Un grupo de científicos de la UNLP publicó en 2018, en la revista Science of the Total Environment, un artículo titulado “Glifosato y atrazina en lluvia y suelos de áreas agroproductivas en la región de las pampas en la Argentina” (Alonso y otros, 2018). Allí demostraron que el glifosato está presente incluso en las lluvias y en el aire. El área de estudio comprendió cuatro de las cinco provincias de la región pampeana: Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba, y cubrió un área aproximada de 60 millones de hectáreas. Estos investigadores ya habían detectado en la cuenca del río Paraná la presencia alarmante de agroquímicos como glifosato y endosulfán,3 incluso en algodones de uso cotidiano.4
En 2018, y ante la negativa de las autoridades municipales a dictar medidas de protección para la salud de los habitantes de la localidad de Canals, en el sudeste de la provincia de Córdoba, vecinos autoconvocados del pueblo y la Red Universitaria de Ambiente y Salud realizaron un estudio de la mortalidad por cáncer y encontraron que el 55% de los habitantes de Canals muere por esa causa, mientras en todo el país y en la ciudad de Córdoba la proporción es inferior al 20% (Garay y otros, 2018). Se identificó a todos los fallecidos entre el 1º de abril de 2017 y el 31 de marzo de 2018 (111 en total) y se preguntó a familiares directos o vecinos por la enfermedad padecida en cada caso. Los resultados mostraron que el cáncer era la principal causa de muerte, y que más de la mitad de los fallecidos en ese período habían sufrido esa enfermedad (61 vecinos en total, lo que equivale al 55% de los muertos). También se determinó que en Canals muere más gente de lo normal o esperado para el tamaño de la población (hay un 45% más de fallecimientos que en otros lugares). Asimismo, al comparar sus hallazgos con estadísticas nacionales, la investigación encontró otros datos alarmantes: la tasa de abortos espontáneos de mujeres en edad reproductiva es 4,8 veces más alta, hay un 25% más de enfermedades respiratorias, tres veces más colagenopatías y el doble de casos de diabetes tipo II e hipotiroidismo (Garay y otros, 2018).
Damián Verzeñassi, director del Instituto de Salud Socioambiental y profesor de la Facultad de Ciencias Médicas (UNR), relevó –desde el año 2010 hasta la actualidad– más de treinta localidades en las provincias de Santa Fe y Entre Ríos junto con estudiantes de Medicina que realizan la práctica final para graduarse con un campamento sanitario. Realizaron más de cien mil encuestas que vinculan en la región el uso de agrotóxicos con enfermedades. El relevamiento de 110 000 habitantes de treinta localidades reflejó el aumento de enfermedades oncológicas, malformaciones congénitas, hipertensión e hipotiroidismo debido al uso de agroquímicos, en zonas donde se fumiga a cien metros del ejido urbano (Verzeñassi, s.f.). El propio Ministerio de Salud de la Nación realizó en 2015 un estudio sobre los plaguicidas y su impacto sobre la salud:
En Córdoba el equipo reportó un patrón de incidencia de cáncer no aleatorio, identificando su distribución y asociándola con características biológicas, socioeconómicas, de estilo de vida y ambientales. Entre los componentes ambientales que se han hallado asociados a diferentes tipos de cáncer en poblaciones humanas, se encuentra la exposición a tóxicos, naturales y antrópicos; es el caso de los plaguicidas. El estadístico de carga de cáncer utilizado en este proyecto, la tasa de mortalidad para cada departamento del país, también presentó una distribución espacial no aleatoria para cáncer total para ambos sexos y para cáncer de mama. […] La distribución espacial de los Índices de Impacto Ambiental Total (IIAT) también fue agregada, presentando una concentración de los valores altos de IIAT en la región pampeana, y coincidiendo con el patrón de la distribución geográfica del Índice de Exposición Acumulada a Plaguicidas (IEP). Ello provee un argumento valioso para el análisis de la asociación entre la exposición a plaguicidas y los potenciales daños en la salud. […] Diversos autores han reportado daño genotóxico asociado al uso de plaguicidas, estando el desarrollo del cáncer asociado a la acumulación de daño genético. Existe asimismo evidencia que asocia algunos cánceres con la exposición a plaguicidas (Díaz, 2015).
En términos legales, existe también una profusa y dispersa jurisprudencia al respecto, obtenida gracias a la movilización de los pueblos fumigados y los esfuerzos de los abogados consagrados a defender sus derechos. Cabe señalar que en centenares de municipios hay ordenanzas que prohíben las fumigaciones aéreas y/o establecen distancias de exclusión a la fumigación terrestre, y que todas ellas son fruto del accionar de organizaciones locales que reclaman por el derecho a la salud y a un ambiente sano. En 2012, el Tribunal Superior de Justicia de Córdoba rechazó los recursos de la defensa de dos productores agrícolas5 “por infringir la Ley de Residuos Peligrosos (24 051), afectando el ambiente y salud pública del barrio Ituzaingó de Córdoba”. La sentencia dejaba en claro que “el uso de plaguicidas podrá configurar un riesgo permitido en el ámbito para el cual ese empleo comporta ciertos beneficios para la explotación agrícola”, y especificaba: “un riesgo no permitido cuando se utiliza en ámbitos territoriales prohibidos que están cerca del asentamiento de conjuntos poblacionales”.
En suma, ese fallo de 2012 establece que este tipo de productos peligrosos no puede utilizarse en ámbitos urbanos y en consecuencia limita su uso a las “explotaciones rurales”. Basta recorrer el campo argentino para observar que los cultivos fumigados con agroquímicos están próximos y/o incluidos en zonas urbanas y, en la mayoría de los casos, integrados a viviendas permanentes, escuelas rurales, huertas, colmenares, tambos, criaderos de pollos y de cerdos, explotaciones de cría y engorde de hacienda, ríos, arroyos, lagunas, espejos y pozos de agua. Por otra parte, la aplicación de agroquímicos en las explotaciones agrícolas trasciende ese ámbito cuando se encuentran residuos de estos plaguicidas y otros utilizados dentro del ámbito rural en los alimentos destinados al consumo en las ciudades.6
El auge de la utilización de agroquímicos en nuestro país comenzó en 1996, durante la segunda presidencia de Carlos Menem, cuando se autorizó la soja transgénica de Monsanto resistente al glifosato. Desde esa fecha hasta la actualidad se aprobaron en la Argentina más de sesenta eventos transgénicos (soja, maíz, papa, algodón, cártamo y alfalfa). Las empresas beneficiadas son Syngenta, Bayer, Monsanto, Bioceres/Indear, Dow Agroscience, Tecnoplant, Pioneer y Nidera, entre otras. Según un detallado informe realizado en 2019 por la Auditoría General de la Nación, al momento de aprobar un transgénico el Estado no considera el uso de agroquímicos que acompaña a la semilla, no mide el impacto ambiental (en bosques, animales, aire, agua, suelos) y tampoco evalúa el impacto sobre los alimentos que luego consumiremos todos. Peor aún: el Estado argentino aprueba los transgénicos sobre la base de estudios realizados por las empresas que los venden, esto es, no realiza análisis propios. El organismo estatal encargado de aprobar estos eventos transgénicos es la Comisión Nacional de Biotecnología (Conabia). El periodista Darío Aranda obtuvo el listado secreto de los integrantes de la Conabia: de un total de treinta y cuatro, veintiséis pertenecían a las empresas (Bayer, Monsanto, Syngenta, Bioceres) o tenían conflictos de intereses con ellas (Aranda, 2017).
Pese al persistente silenciamiento del tema, existen claras y contundentes evidencias científicas y empíricas del masivo impacto ambiental y sanitario del uso de agrotóxicos en nuestro país, que muestran la relación directa entre el glifosato y el “campo”. Esto en el marco de poderosas campañas que ocultan cualquier posible controversia sobre el paquete tecnológico utilizado. Aunque la agricultura tiene diez mil años de antigüedad en la historia de la humanidad, y el agronegocio con transgénicos y agroquímicos menos de veinticinco, aun así afirman que esta última variable es la única agricultura posible. El lobby del agronegocio califica cualquier cuestionamiento como “ideológico” y “no científico”, cuando en realidad es exactamente al revés. Son los fundamentalistas del agronegocio quienes no están dispuestos a atender los estudios científicos (y los hechos) que revelan que en la Argentina estamos viviendo una verdadera tragedia ambiental debido al uso de agroquímicos.
1La gran concentración de transgénicos y agroquímicos, debida a la cantidad de hectáreas cultivadas, “convierten al país en una suerte de primer laboratorio a cielo abierto”, sostienen Hernández y Gras (2013).
2Medardo Ávila Vázquez es médico pediatra y neonatólogo. Fue subsecretario de Salud de Córdoba entre 2007 y 2009, y es coordinador de la Red Universitaria de Ambiente y Salud – Médicos de Pueblos Fumigados. Véase Ávila Vázquez (2020).
3La publicación científica, validada a nivel mundial, reveló que todas las muestras de agua sobre la cuenca del Paraná superaron, al menos para alguno de los plaguicidas, el nivel guía recomendado para toda la biota acuática y recomendó articular políticas inmediatas
4El 100% de los algodones y gasas estériles contienen glifosato –o su derivado AMPA–, según un estudio realizado por el Espacio Multidisciplinario de Interacción Socioambiental (Emisa – UNLA) en 2015.
5 El 4 de septiembre de 2012, la Cámara en lo Criminal de Primera Nominación de la Ciudad de Córdoba dictaminó que Francisco R. Parra era “autor penalmente responsable del delito previsto por el art. 55 de la Ley de Residuos Peligrosos, Ley 24 051” y le impuso una pena de tres años de prisión, que sería cumplida realizando trabajos no remunerados por el lapso de diez horas semanales, y fuera de sus horarios de trabajo, a favor del Estado o de instituciones de bien público vinculadas con la salud. La misma Cámara impuso a Edgardo J. Pancello, en tanto coautor del delito, una pena similar.
6 Incluso el papa Francisco se ha manifestado sobre los agroquímicos. En la encíclica Laudato Si’ del año 2015, señala que “muchas veces se toman medidas solo cuando se han producido efectos irreversibles para la salud de las personas”. Y agrega: “muchos pájaros e insectos que desaparecen a causa de los agrotóxicos creados por la tecnología son útiles a la misma agricultura”