Nos juntamos, nos pusimos máscaras y leímos para los demás textos de David Graeber
NUESTRAS LECTURAS
FRAGMENTOS LEIDOS EN EL CARNAVAL INTERGALÁCTICO (ARGENTINA)
Ni esclavos, ni perros: humanos
La mejor respuesta a cualquiera que se quiera tomar en serio las fantasías de Nietzsche acerca de salvajes cortándose trozos de cuerpo unos a otros por no poder pagar deudas son las palabras de un verdadero cazador-recolector, un inuit de Groenlandia al que hizo famoso el escritor Peter Freuchen en su libro Book of the Eskimos. Freuchen cuenta cómo un día, tras regresar, hambriento, de una infructuosa expedición de caza de morsas, un cazador que sí había tenido éxito le dio varios kilos de carne. Él se lo agradeció profusamente, pero el hombre, indignado, objetó:
«¡En nuestro país somos humanos!», dijo el cazador. «Y como somos humanos nos ayudamos. No nos gusta que nos den las gracias por eso. Lo que hoy consigo yo puede que mañana lo obtengas tú. Por aquí decimos que con los regalos se hacen esclavos, y con los látigos, perros.»
Esta última frase es casi un clásico de la antropología, y se pueden hallar frases similares acerca de la negativa a calcular préstamos o deudas en toda la literatura antropológica concerniente a sociedades igualitarias de cazadores. En lugar de considerarse humano porque podría hacer cálculos económicos, el cazador insistía en que ser verdaderamente humano implicaba negarse a hacer esos cálculos, rechazando medir o calcular quién debía qué a quién, precisamente porque hacerlo crearía inevitablemente un mundo en el que comenzaríamos a «comparar poder con poder, midiendo, calculando» y reduciendo a los demás a la condición de esclavos o de perros mediante la deuda.
David Graeber. En deuda (Pág. 87)
El micrófono del pueblo
Nadie conocía con seguridad los orígenes del micrófono del pueblo. Ya era una herramienta conocida entre muchos activistas californianos cuando se produjeron las acciones contra la OMC en Seattle, en noviembre de 1999. De algún modo, llama la atención que no haya huellas de su existencia mucho antes; es una solución perfecta a un problema obvio al que debe haberse enfrentado la gente en grandes asambleas una y otra vez durante miles de años.
Quizá fuese común en periodos tempranos de la historia humana y no lo remarcaran porque su uso se considerase evidente, sin más. La cosa es muy sencilla: una persona habla en voz alta, haciendo pausas cada diez o Veinte palabras; en las pausas, quienes están dentro de ese campo de audición repiten lo que se ha dicho, y así las palabras llegan el doble de lejos que de otra manera. No solo es práctico, sino que además, según descubrimos, tiene un efecto curioso y profundamente democrático.
Cuando se funciona por consenso, el grupo no vota, sino que trabaja para crear un compromiso o, mejor, una síntesis creativa que todo el mundo pueda aceptar. Y ése era en nuestro caso. El punto crucial llegó cuando Milfe, el veterano anarquista de Baltimore, planteó la siguiente propuesta:
—Parece haber dos posturas.
—Parece haber dos posturas —repitió la multitud.
—Quedarnos en el parque o marchar hasta Wall Street.
—Quedarnos en el parque o marchar hasta Wall Street.
—No sabemos si nos van a dejar pasar aquí la noche.
—No sabemos si nos van a dejar pasar aquí la noche.
—Está claro que lo último que quiere la policía es que marchemos a Wall Street.
—Está claro que lo último que quiere la policía es que marchemos a Wall Street.
—Así que propongo lo siguiente…
—Así que propongo lo siguiente…
—Hagamos saber que vamos a ocupar la plaza…
—Hagamos saber que vamos a ocupar la plaza…
—Y que si la policía intenta echarnos, marcharemos de inmediato hacia Wall Street.
—Y que si la policía intenta echarnos, marcharemos de inmediato hacia Wall Street.
Después de una media hora de discusión revuelta, aclaraciones y sugerencias, buscamos el consenso en torno a una propuesta basada en la sugerencia de Mike y el grupo decidió hacer exactamente eso.
David Graeber. Somos el 99%. Una historia, una crisis, un movimiento. (Pag. 63-65)
Una opinión de Reyes sobre Reinas
Parece que en la época en la que había reinos por todas partes, la mayoría de los hombres no querían que las mujeres se convirtieran en reinas porque les daba miedo que fueran demasiado buenas en el arte de reinar. (La mayoría de los hombres son muy inseguros). Tenemos una historia de Oriente Medio que ilustra esto.
Había una vez un gran rey de Asiria, en Mesopotamia, llamado Ninus. Ninus tenía una sirvienta llamada Semíramis, una chica muy inteligente y bonita a la que amaba mucho.
Todos los años había un gran festival, y uno de los juegos del festival era «ser Rey por un día»: alguien fingía ser rey y todos le acompañaban. Entonces, un día antes del festival, Semíramis preguntó si ella podía ser reina por un día. A Ninus le pareció bien y ordenó a todos que creyeran que Semíramis era la reina.
Tan pronto como se colocó la corona en su cabeza, Semiramis llamó a los generales y guardaespaldas del rey, y les dijo: “Creo que el rey Ninus los trata muy mal. A ustedes no les gusta eso, ¿no?»
Ese mismo día, Ninus quedó encerrado en algún lugar del palacio y Semíramis se convirtió en la reina.
Y resultó que ella era mucho mejor dirigiendo el reino que Ninus, o que cualquier otro hombre: Semíramis construyó la enorme ciudad de Babilonia y sus hermosos jardines colgantes, y muchas otras ciudades también, y conquistó un imperio que iba desde India a Etiopía.
David Graeber y Nika Dubrovsky. ¿Qué son los Reyes? (Págs. 94 y 95)
Entonces me disfracé de granjera
Cuando vemos una foto de una persona, sabemos que esa persona es una reina o un rey porque tiene puesta una corona, sostiene un cetro y está vestida con ropa hermosa.
Reinas y reyes podían ponerse algo que nadie más podía usar. Por ejemplo, en algunos reinos, solamente el rey y su familia podían vestir de color rojo brillante!!
Los monarcas también usan sombreros enormes.
El califa otomano a veces usaba un turbante que era la mitad de alto que él, y los reyes mayas usaban unos tocados de plumas que eran muchísimo más grandes que sus cabezas. La reina de Inglaterra tiene un pequeño ejército solamente para proteger sus sombreros
David Graeber y Nika Dubrovsky “¿Qué son los Reyes?” (Páginas, 19 y 20)
Contrato irrecuperable
El problema es que, en el pensamiento social occidental, la teoría del contrato social es uno de los únicos idiomas en que ha sido posible hablar de la sociedad de esta manera y por desgracia es inadecuado. Imaginar a la sociedad como un contrato es imaginarla claramente en términos de mercado. En el mundo de hoy, el tremendo poder de las ideologías economicistas que nos martillan en forma despiadada de mil modos diferentes hace que palabras como “contrato” se vuelvan obviamente irrecuperables. No hay forma de usarlas sin supuestos acerca de individuos aislados, por lo general, hombres de alrededor de 40 años, que arriban a un acuerdo racional basado en un cálculo de interés propio. Aquellos que piensan de manera diferente no tienen el poder ni la influencia para crear nuevas definiciones en las mentes de la gente, o por lo menos en un número significativo de personas.
David Graeber. Hacia una Teoría Antropológica del Valor (Pág. 342)
No vanguardees. Pensá.
(…). La segunda sería que cualquier teoría social anarquista debería rechazar de forma consciente cualquier indicio de vanguardismo. El rol de los intelectuales no es, definitivamente, el de formar una élite que pueda desarrollar los análisis estratégicos adecuados y dirigir luego a las masas para que los sigan. Pero entonces, ¿cuál es su papel? Éste es uno de los motivos por los que he titulado este ensayo «Fragmentos de una antropología anarquista», porque considero que éste es un campo en el que la antropología está especialmente bien posicionada para ayudarnos. Y no solo porque la mayoría de comunidades basadas en el autogobierno y en economías fuera del mercado capitalista que existen en la actualidad hayan sido investigadas por antropólogos, y no por sociólogos o historiadores, sino también porque la etnografía proporciona por lo menos algo equiparable a un modelo, aunque muy rudimentario, de cómo podría funcionar una práctica intelectual revolucionaria no vanguardista. Cuando se realiza una etnografía, se observa lo que la gente hace, tratando de extraer la lógica simbólica, moral o pragmática que subyace en sus acciones, se intenta encontrar el sentido de los hábitos y de las acciones de un grupo, un sentido del que el propio grupo muchas veces no es completamente consciente. Un rol evidente del intelectual radical es precisamente ese: observar a aquellos que están creando alternativas viables, intentar anticipar cuáles pueden ser las enormes implicaciones de lo que (ya) se está haciendo, y devolver esas ideas no como prescripciones, sino como contribuciones, posibilidades, como regalos. Eso es lo que he tratado de hacer en los párrafos anteriores cuando sugerí que la teoría social se podría reinventar a sí misma a la manera de un proceso democrático directo. Y como apunta el ejemplo, dicho proyecto debería tener en realidad dos aspectos o momentos, si se prefiere: uno etnográfico y otro utópico, en un diálogo constante. (…)
David Graeber. Fragmentos de antropología anarquista (pág. 17-18)
Entre esenciales e innecesarios, ¿de qué lado estás?
Es fascinante. Los gobiernos de todo el mundo han mantenido durante años y años que era totalmente imposible hacer lo que justamente han hecho durante la pandemia: detener casi toda actividad económica, cerrar las fronteras y declarar un estado de emergencia global. Hace tan solo unos meses se asumía que un declive de uno por ciento de PIB sería una hecatombe, que acabaríamos aplastados por el equivalente económico de Godzilla.
Pero eso no ha pasado.
No, y ha pasado otra cosa. Todo el mundo se quedó en casa y la actividad económica sólo se ha reducido en un tercio. Es una locura — cabría esperar que, con todo el mundo inmovilizado y en casa, la economía se desplomaría en un ochenta por ciento, no sólo un tercio, ¿no crees? Hace que uno se plantee qué están midiendo exactamente. ¿Y qué es una “economía”? ¿Qué es el “trabajo»?
Creo que la pandemia nos ayuda a ver esas cosas con más claridad.
Para empezar, hemos podido distinguir qué trabajos son realmente esenciales, y cuáles son totalmente innecesarios. Pero también ha aclarado el verdadero rol de las instituciones.
Los evangelizadores del capitalismo siempre han argumentado que el sistema financiero global representa una versión mejorada y libre mercado de la economía planificada. Como un plan quinquenal, ya que determina la asignación de recursos e inversiones a fin de optimizar la producción. Todo para garantizar que las personas del futuro vean sus necesidades cubiertas, y que haya prosperidad y bienestar a largo plazo. Pero es una promesa vacía.
Cuando se habló de cerrar Wall Street para prevenir otra catástrofe económica como la del 2008, no se planteó en ningún momento que un parón de un mes o más pudiera tener efectos negativos reales. Wall Street existe para Wall Street, y para que los ricos sigan siendo ricos. No es útil para nadie más. Aunque puede ser muy perjudicial para todos, de ahí al debate en torno a la necesidad de cerrarlo. La noción de un mercado libre y autorregulado es un mito. Siempre ha estado regulado por el Estado. Cuando se discute sobre regulación o desregularización , la clave es preguntar “¿en beneficio de quién?”.
Por eso creo que la gente se está planteando seriamente el modo en el que nos han estado gobernando en las últimas décadas.
David Graeber, 16 de mayo 2020, entrevista realizada por Lenart J. Kučić para el portal Disenz. En castellano aquí.
Había una vez un cuento equivocado
Hoy la ciencia social dominante parece movilizada para reforzar esa sensación de desesperanza. Casi mensualmente encontramos publicaciones que intentan proyectar la obsesión actual con la distribución de la propiedad hacia la Edad de Piedra; colocándonos en una búsqueda falaz de las “sociedades igualitarias”, definidas de manera tal que sería imposible que existan más allá de alguna pequeña banda de recolectores (y posiblemente, ni siquiera). Lo que vamos a hacer en este ensayo son dos cosas. Primero, nos dedicaremos un poco a recorrer lo que se toma por opinión informada en estas cuestiones, para mostrar cómo se juega el juego, cómo aun los investigadores aparentemente más sofisticados terminan reproduciendo el sentido común de la Francia o la Escocia de, digamos, 1760. Luego, intentaremos sentar las bases de una narrativa diferente. Este es fundamentalmente un trabajo de despejar el terreno. Las preguntas con las que estamos tratando son tan enormes, y las cuestiones tan importantes, que tomará años de investigación y debate empezar a entender todas sus consecuencias. Pero en una cosa insistimos. Dejar de lado la historia de una caída desde una inocencia primordial no significa abandonar los sueños de una emancipación del hombre ―es decir, de una sociedad en la que nadie pueda transformar sus derechos de propiedad en un medio para esclavizar a otros, y donde a nadie se le pueda decir que su vida y sus necesidades no importan. Al contrario, una vez que aprendemos a deshacernos de nuestras cadenas conceptuales y percibimos de qué se trata en realidad la historia humana, ésta se vuelve un lugar mucho más interesante y contiene muchos más momentos esperanzadores que lo que nos han llevado a imaginar.
David Graeber y David Wengrow. “Cómo cambiar el curso de la historia humana, o al menos lo que ya pasó”. Original en inglés. En castellano aquí y aquí.
¿Y ahora a qué jugamos?
Quizás primero estuvieron los juegos y las obras de teatro donde alguien hacía de rey y entonces podía hacer lo que quería; pero después la gente se olvidó de que solo era un juego…
David Graeber y Nika Dubrovsky. ¿Qué son los Reyes? (Pág. 13)
Los dones no llevan credenciales, y esta púa me la quedo
(…) sería útil distinguir entre dos modalidades de dones: una que en primer lugar gira en torno a la identidad del donante; la otra, en torno a la del receptor. tomemos un ejemplo familiar. Muchas celebridades —estrellas de rock, cine, deportistas— tienen el hábito de regalar recuerdos de sí mismos a sus admiradores: alguna prenda de vestir, una joya, una púa de guitarra y cosas similares, tal como lo hicieron reyes y hombres santos en muchas épocas y muchos lugares. En casos como estos, bien podría decirse que el dador da un fragmento de sí mismo, a la manera propuesta por Marcel Mauss, y que el receptor lo conservará como un modo de participar indirectamente de la identidad del donante. Pero ese receptor no se asemeja más a Elvis por haber recibido de él un adorno con diamantes de bisuteria, o un Cadillac, o a Darryl Strawberry por tener una pelota de béisbol que bateó fuera del campo, o al presidente de Estados Unidos por tener la lapicera con la que firmó una ley importante. Tampoco, por supuesto, en tales circunstancias está el receptor obligado a hacer un don de devolución; dar una prenda de vestir o una lapicera sería insultante (o en el mejor de los casos, cómico); en cambio, digamos que el mero deseo de aceptar tal objeto es un acto de reconocimiento en el sentido kwakiutl. En el otro extremo, consideremos una credencial. Las credenciales pueden ser consideradas “propiedad emblemática” en el sentido de que solo para un policía es legal poseer una credencial de policía, y solo el soberano inglés puede poseer las joyas de la Corona inglesa. Pero en algunos casos las cuestiones van todavía más lejos, y tales credenciales se vuelven constitutivas: la credencial es el cargo (o al menos así nos lo dicen); por lo tanto, quien sea que tome posesión de la primera accede al segundo.
David Graeber. Hacia una Teoría Antropológica del Valor (Págs. 318-319)