El binomio de Luis Arce y David Choquehuanca se impuso en las elecciones bolivianas del 18 de octubre con el 55,1% de los votos y una distancia suficiente con el segundo candidato, Carlos Mesa, que con el 28,8% no alcanzó el ballotage. El resultado supera el porcentaje que el MAS (Movimiento Al Socialismo) obtuvo en la elección anulada de octubre de 2019 (47,08%), y se acerca al 53,7% que llevó a Evo Morales al gobierno en la elección de diciembre de 2005, primera en que el MAS accedió a la presidencia. Para muchos el resultado puede leerse como un nuevo comienzo, para otros, lo que sobresale es la continuidad.
La recuperación de caudal de voto por parte del MAS muestra la debilidad de dos fantasmas que el evismo incentivó en el último periodo: el de la inexistencia de alternativas a la candidatura presidencial de Evo Morales, insistiendo de forma atropelladora para obtenerla; y el de la interpretación de un golpe imperialista, entendido como acción drástica frente a la que Evo Morales había sido víctima pasiva, generando una ruptura del orden democrático, que sería difícil recuperar. También las voces de oposición que acusan al MAS de antidemocrático quedan atrás con este fuerte apoyo electoral. La acusación y contra acusación de fraude, por la dificultad técnica de comprobarla, tiende a quedar irresuelta como tema del pasado.
Más allá del golpe, el fraude y la reelección, aparece el desafío de entender la inteligencia de un voto masivo que deja interrogantes: ¿Es un voto cortoplacista, conformista, resignado y de poca memoria?, ¿o es un mensaje que puede dar lugar a una renovación, a la recuperación de la iniciativa popular a la que se debe la propia posibilidad de la experiencia del MAS en el poder?
El triunfo del MAS por una diferencia mayor que la obtenida en 2019 es un dato significativo que todavía no fue evaluado a fondo. Influyó ciertamente que, en ausencia del MAS, el gobierno transitorio se mostró autoritario, racista y sin capacidad de administrar la pandemia y la economía. La mala gestión de Jeanine Áñez aminoró el descontento acumulado con el MAS recuperando la identificación primera de una buena cantidad de votantes que muestran al partido de Evo Morales como una opción que continúa siendo preferible, como en 2005.
El MAS también aprovechó la coyuntura desde una posición crítica al seguimiento estricto de las medidas sanitarias, posición de la derecha en la mayoría de los países, pero que ayudó en Bolivia a referenciar en Luis Arce la candidatura de la estabilidad en un momento de crisis y dudas sobre el futuro. Con una base electoral fuerte que no se perdió en 2019, lo que debe ser entendido no es tanto una nueva victoria, sino cómo con tanto apoyo un año atrás el país se convulsionó llevando a la caída de Evo Morales. Para eso es necesario volver a la crisis de la reelección, el fraude y el golpe.
La búsqueda de una nueva candidatura de Evo Morales era la prioridad política del MAS desde que se impuso en la elección de 2014. Además grandes cantidades de recursos destinados a obras con visibilidad política que Evo Morales entregaba en actos cotidianos, y que siempre fue su estilo de gobernar, se debía sortear el impedimento constitucional para una nueva reelección. Para eso en 2016 se realizó un referéndum para reformar la Constitución en que Evo Morales fue derrotado, y se presionó la justicia para obtener el aval de la candidatura con un fallo estrambótico que habilitaría la postulación de 2019. Los hechos mostraron que esa insistencia no sería un buen camino.
La victoria del MAS crea una paradójica situación de que el triunfo político de Evo Morales legaliza y pacífica dentro del MAS su desplazamiento. Pero sería un error girar la página sin volver sobre la concepción de poder político en que radica el fracaso del plan político que guió al MAS en los últimos años. En un mundo político donde el caudillismo se presenta como forma recurrente, no puede pensarse que la reelección sea solamente un camino para la permanencia del MAS, y debe verse también como herencia conservadora de la política latinoamericana.
En trece años de gobierno la tendencia había sido una centralización que fue anulando la vitalidad de las organizaciones sociales en la base de la estructura del partido, incorporados en la máquina estatal a partir de cargos y entrega de recursos, desarmando su lugar de poder decisorio autónomo que marcase el rumbo, incluso más allá del Estado, como movimiento social.
Es probable que Evo Morales no tenga dificultades en enfrentar juicios como otros ex mandatarios, y mantiene un lugar de jefatura dentro del MAS, pero aún así no está libre de la derrota política infringida por las calles un año atrás. Las verdades que lo acompañaban se empañan o pierden valor de circulación y su lugar ya no es el de único centro del poder. Desde esta lectura que ve ambiguedad en el triunfo de Morales, no puede pasarse por alto que la ausencia del líder del MAS en la candidatura electa ayudó antes que perjudicó la victoria; pudiendo ver entonces que las prioridades políticas reeleccionistas fueron lo que permitieron un año de gobierno de derecha, al contrario de lo que se proponía.
La derrota también alcanza a García Linera, que perderá su papel de vocería política e influencia en el gobierno, alejado del entorno de Evo Morales por decisión del propio ex primer mandatario. La derrota de 2019 no se borra totalmente con el triunfo electoral tanto para quien apostó caro por reelegirse a toda costa, como para quien en carácter de “invitado” en las distintas candidaturas del MAS asiste hoy como sectores del MAS que antes enfrentaba internamente y no contaban con su simpatía, pasan a ocupar su lugar.
Evo Morales no sale de escena, pero es otro el MAS que gobierna. La forma en que una nueva ingeniería relacione al MAS con Evo Morales, dirá si todo el partido vuelve por el camino que lo llevó a la derrota de 2019, o si de la eventual ausencia del líder se encuentra una virtud para repensar la forma de construcción política y funcionamiento del MAS. Desde un lugar retirado el poder legítimo de Evo podrá alimentar disputas, crear espacios o contribuir en giros conservadores “desde arriba”, como fue con Paz Estenssoro y Perón.
La sucesión, que inicialmente fue apenas una formalidad obligada por los hechos, todavía no está garantizada. En Brasil, la designación de Dilma Rousseff como sucesora de Lula mostraba al Partido de los Trabajadores en 2010 y 2014 con capacidad de generar una delegación del poder sin crisis, escapando de la insistencia en la reelección a toda costa. La incapacidad de responder a las jornadas de junio de 2013, y la debilidad política que facilitó la destitución de 2016, dejan dudas sobre la renovación presidencial en contextos de estructuras de poder centralizado, como también muestran los problemas enfrentados con la sucesión de Chávez, Correa y la familia Kirchner, en las candidaturas de Nicolás Maduro, Lenin Moreno y Daniel Scioli.
La justicia electoral durante el gobierno de Jeanine Áñez impidió que Evo Morales postulara como candidato al senado, desde donde podría haber vuelto a la presidencia. Además del cálculo electoral que también abre una discusión sobre el destino político de Lula, Cristina y Rafael Correa, entre el alto rechazo y el fuerte apoyo, en Bolivia la discusión sobre la sucesión de Evo Morales debe tener en cuenta la forma “partido-movimiento” del MAS, de lo que se presentaba como “gobierno de los movimiento sociales”. Nuevas dirigencias que se deben a sí mismas o a sus territorios, y mostraron en el último año manejarse con dinámica propia, también parecen apuntar para un cambio de época irreversible.
Un poder más distribuido y nuevos administradores estatales, sin embargo, no garantiza una reconducción de un proceso político nacido desde las luchas sociales, ni tampoco anticipa que lógicas de burocratización, caudillismo y desconexión con las bases no continuarán reproduciéndose. No es posible asegurar que la salida de Evo Morales significará una refundación del proyecto político, o que las organizaciones indígenas alejadas del proceso por diferencias políticas de fondo, como el modelo de desarrollo predatorio adoptado para los territorios, se revertirán.
Si bien es cierto que la presencia de David Choquehuanca empodera un sector político indígena que fue perdiendo espacio dentro del gobierno, y que a través del voto se habría reaproximado en la última elección, también es cierto que el nuevo vicepresidente no representa hasta ahora algo como una corriente política que pretenda disputar el rumbo del gobierno, y que la imposición de la figura de Luis Arce, más bien señala la opción por la moderación política. La intervención de Evo Morales fue en esa dirección, impugnando a Choquehuanca como candidato a presidente, contradiciendo la decisión de las organizaciones de la base del MAS, supuestamente autoridad política del partido.
El lugar de Luis Arce en la fórmula del MAS remite a la estrategia adoptada por el kirchnerismo en Argentina para contrarrestar el alto nivel de rechazo electoral de Cristina. Como Alberto Fernández, como Fernando Haddad en el PT de Lula, como Lenin Moreno en la sucesión de Rafael Correa, aunque sin ruptura, el rumbo político señalado por el perfil del nuevo presidente parece renunciar al camino de la confrontación política que, en definitiva, existía y continúa existiendo mucho más en el plano de la comunicación política y definición ideológica, que en la práctica política, donde al igual que en otros gobiernos sudamericanos, el gobierno del MAS optó claramente por la negociación y el no enfrentamiento con los sectores tradicionales del poder.
Pero no puede dejar de observarse que la opción del MAS y Evo Morales, no es el de la profundización de un proceso de cambios a partir de reformas, tampoco una vuelta a las bases, como partido movimiento o retorno a las banderas de lo plurinacional, lo comunitario, la autonomía. El gobierno, y también el voto de la mayoría, consagra un MAS que asume su lugar de administrador de la sociedad actual. En la confrontación discursiva con la derecha boliviana y regional, el MAS se presenta como buen gestor, garante de estabilidad para que inversiones, negocios y emprendedorismo prolifere.
También en este sentido, de sinceramiento que deja de lado la retórica y simbología tan presente en los primeros años de gobiernos del MAS, la elección del 20 de octubre desarma también la narrativa del golpe, al menos del modo como fue presentada, como analogía con la forma de las dictaduras -y los gobiernos populares- que están grabadas en la memoria de la colectividad. La dificultad que tendrá el MAS para mantener desde el poder un discurso victimizante y de apelo emocional por este camino no implica negar que la política está llena de golpes bajos, jugadas sucias, conspiraciones y articulaciones destituyentes.
Dejando de lado el relato político que preponderó en el último año, especialmente fuera de Bolivia, se trata de destacar elementos importantes de una realidad compleja, que siguen operando sobre la realidad política, como la fragilidad institucional del país, donde las soluciones improvisadas o políticas son comunes; los errores del MAS en la respuesta a la crisis de octubre-noviembre de 2019; y la acumulación de rechazo contra una reelección no permitida constitucionalmente. El rumbo político real, expresado por la presencia de Luis Arce, de un MAS más institucionalizado y que busca abandonar su imagen externa a la máquina estatal, también apuntan para eso.
A diferencia de las destituciones de gobiernos más o menos controversiales en Brasil (2016), Honduras (2009), Paraguay (2012) y Argentina (2001), con la victoria del MAS y su vuelta al gobierno se debilita el cuadro de complot golpista alimentado por una secuencia limitada a imágenes de la biblia entrando al Palacio, wiphalas siendo quemadas, los militares sublevados y la derecha ocupando el poder. La épica de la resistencia, la necesidad de asilo, la denuncia de persecución que lo sustentaban se desvanecen al igual que la idea de que el poder golpeador no permitiría un retorno del MAS.
La asunción de Jeanine Áñez fue irregular por no existir mecanismos previstos en la Constitución ante la ausencia de toda la línea sucesoria, que había renunciado junto con Evo Morales por orden salida del propio gobierno. La legitimidad del nuevo gobierno fue dada de la misma manera que la propia candidatura de Evo Morales: en los hechos, y por un fallo del Tribunal Constitucional. Pero también fue convalidada por el MAS, con mayoría en la Asamblea Legislativa Plurinacional, con la aceptación de la presidencia del senado para la que Áñez fue constituida como máxima autoridad de gobierno. La bancada mayoritaria del MAS facilitó la formación del gobierno de Jeanine Áñez, apostando a la espera de elecciones y haciendo un papel institucional que distó del discurso de rechazo a un golpe de Estado.
Cuando Jeanine Áñez asume, Evo Morales ya había presentado su renuncia y se encontraba fuera del país. Las causas inmediatas de la renuncia deben buscarse en las tres semanas de movilizaciones contra el resultado oficial de la elección de octubre de 2019, todavía envueltas en el rechazo de la nueva postulación y las denuncias de fraude. Aparición de servidores fantasma, interrupción del sistema rápido de conteo cuando Evo Morales no obtenía la diferencia necesaria para evitar una segunda vuelta, cambios de tendencia en el resultado final que despertó dudas en análisis estadísticos, no fueron esclarecidos con las explicaciones surgidas del gobierno, como la que atribuía la variación a la tardanza de información sobre comunidades rurales.
El verdadero conflicto no era el de sustituir un gobierno por otro, en cuyo caso la confabulación de fuerzas continentales contra el MAS mostrarían una ingenuidad y falta de preparación de antología, “devolviendo” el poder sin intentos de maniobras, como podría haber sido la inhabilitación de la candidatura del MAS, como el MAS hizo con contrincantes en el pasado.
La llegada al gobierno de la derecha fue una derivación del enfrentamiento central, de la población movilizada contra la reelección de Evo Morales, y el supuesto fraude. En estas circunstancias la oposición de la Media Luna reactivó en 2019 una modalidad de acción desestabilizadora y contra las instituciones ya ensayada en 2007 y 2008, cuando buscó impedir el funcionamiento de la Asamblea Constituyente. Pero este procedimiento no fue una acción coordinada con el resto de la oposición, que como primera minoría, buscaba llegar a la presidencia por vía de elecciones.
En 2008, la crisis que también sumaba el reclamo de capitalía de los chuquisaqueños -donde era la sede de la Asamblea- fue superada por el MAS a fuerza de votos, movilización, creatividad para encontrar salidas legítimas en los vacíos de las normas, o en su límite, y con la incorporación de las demandas de los departamentos en la nueva Constitución. En Octubre de 2019 la movilización contra el gobierno tuvo mayor magnitud y la reacción defensiva de las bases del MAS fue menor. De ahí la derrota, que hoy queda atrás pero que parece ser de interés del propio MAS no olvidarla.
Un amotinamiento policial, con negativa de continuar con la represión de masivas protestas, abrieron un escenario inesperado con la posibilidad de acorralar al gobierno y forzarlo a ceder. Lo que se buscaba era que el triunfo electoral no sea confirmado. Después quedaría claro que ceder en esto implicaría dejar el gobierno, ya que no era viable convocar inmediatamente otra elección. Además de una extrema derecha anti indígena, hubo transversalidad sociológica en las manifestaciones contra el gobierno, con sectores sociales que se habían ido alejando del MAS, y un contingente importante de jóvenes, entre ellos los ecologistas que se habían movilizado contra incendios incentivados por el gobierno con decretos que reflejaban la alianza existente con los empresarios agrarios del Oriente. Esta coalición que ganó las calles era de composición más plural que la que se opuso al gobierno durante la Constituyente.
Las protestas que no cesaban pusieron al gobierno contra las cuerdas y derivaron en la convocatoria de Evo Morales a la misión de observación electoral de la OEA para auditar el resultado de la elección. Este informe, presentado de forma apresurada, señaló irregularidades y recomendó la anulación de las elecciones, también contribuyendo con el escenario destituyente, por la legitimidad de la auditoria dada por el propio gobierno. La Central Obrera Boliviana, que había sido aliada del MAS, sugiere la renuncia al igual que distintos sectores sociales. La acción que terminó por desestabilizar y llevó a la caída de Morales fue la posición del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, William Kaliman, también considerado hasta entonces un aliado. Los militares se negaron a enfrentar a la policía, y a asumir la represión de las protestas sin garantías legales, atentos al antecedente de la guerra del gas de 2003, que derivó en procesos contra jefes militares.
Con ese escenario consumado, sólo una fuerte movilización popular que contrarrestase las fuertes protestas urbanas podía llevar a Evo Morales de vuelta al poder, como ocurrió con Chávez en el golpe de 2002 en Venezuela. Pero esa movilización de masas no ocurrió. Esa fue la derrota del MAS, que la elección actual revierte en parte, con un poder electoral que podrá confirmarse o reducirse nuevamente, y que no parece asociarse a una búsqueda plebeya de retomar las banderas de lucha que llevaron el MAS al gobierno en 2005.
El voto que repone al MAS en el gobierno sigue una identificación étnica y política genérica, de origen indígena pero identidad nacional boliviana consolidada, que debe buscarse en el MAS del consumo popular, del imaginario de clase media, de la migración a la ciudad y la asimilación de valores acordes al capitalismo periférico. Eso no excluye el ADN rebelde y preocupado políticamente de los bolivianos, pero lo aleja de la lógica militante, de la ritualidad de los movimientos sociales y de la simbología que adorna la Constitución Plurinacional con términos cargados, alejados del día a día de la mayoría, como Vivir Bien, y “superación del pasado colonial y neoliberal”.
La orden de renuncia colectiva de asambleístas que acompañó a la salida de Morales, no ocurrió más allá de la cabeza del órgano parlamentario, quedando como estrategia trunca que abrió las puertas para la rápida formación de un gobierno con cuadros de la oposición al MAS. Hubo movilización y represión letal en dos de los mayores bastiones del MAS, con las masacres en El Alto (Senkata) y Cochabamba (Sacaba), operadas por la policía y el ejército los días posteriores a la asunción de Jeanine, quien otorgó a las fuerzas armadas la garantía de eximición de responsabilidad penal que el gobierno de Evo había negado.
En 2008, la masacre de campesinos partidarios del MAS en Pando había sido un factor que aisló la derecha más radical de las bases en el propio Oriente, abriendo las puertas para la negociación. En 2003 la muerte en el Alto desencadenó la renuncia y fuga de Sánchez de Lozada, el Goni. En 2019 se leía en una plaza paceña la pintada “Evo Sánchez de Lozada” y el país parecía escindido entre denuncias de fraude y de golpe de Estado. Es la elección del día 20 que concluye una crisis política con aire de restauración legítima, por derivar del voto mayoritario.
Al mismo tiempo, la victoria del MAS debe ser leída con consecuencias derivadas del camino por el que el partido actuó en los hechos, dejando atrás el discurso del golpe y la búsqueda de reelección, desprendiéndose así también de la expectativa de la izquierda internacional, y en especial latinoamericana, interesada en movilizar sus propios fantasmas y héroes a través del enfrentamiento político que Bolivia presentaba de forma teatral.
Esta izquierda se había sumado en la denuncia del interés imperialista por los recursos naturales de Bolivia a partir de un tweet provocativo de Elon Musk, sin observar que en el conflicto por el Litio en Bolivia era Evo Morales el que recientemente había cedido soberanía sobre los recursos frente a una empresa alemana, con protestas de los potosinos. La izquierda también negó el fraude a partir de un estudio estadístico levantado por el New York Times, que no se refiere a la elección sino al informe de la OEA, y que no hecha luz sobre las irregularidades registradas en la elección de 2019.
El triunfo reciente del MAS parece poner las cosas en su sitio. Al menos en el sitio de la correlación de fuerzas que vive el país desde 2005. El MAS muestra su carácter de partido nacional de gobierno con raigambre popular, como fuera el MNR en Bolivia o el peronismo en la Argentina, que también pasaron por problemas relacionados con la dificultad de encontrar un lugar para el principal referente, cuando está fuera del poder. La oposición también recupera su lugar minoritario, que fuera de condiciones excepcionales no tiene suficiente fuerza para constituir un gobierno.
El triunfo del MAS restaura una situación acorde con la correlación de fuerzas real, con lo que es el MAS y también la oposición. El gobierno de Áñez es así una anomalía producto de la crisis política. La salida de Morales, en cambio, no parece anómala sino resultado de una crisis del MAS, expresada electoralmente con la derrota en el referéndum de 2016 y en las fuertes movilizaciones en todo el país después de la elección de octubre de 2019. Esta crisis se origina por una evidente deshidratación política del MAS, que retrocede 20 puntos porcentuales respecto a los triunfos electorales de 2009 y 2014, pero parece dar cuenta de una crisis no electoral, que el marketing o la buena gestión **podría corregir, sino política. Del funcionamiento político de una fuerza de cambio y hoy se encuentra abierta a redefinición.
La restauración de cierta normalidad, así, no clausura una crisis política del MAS, que ya no es depositario natural de una agenda de luchas como era en 2005 o 2009, con la Constitución como proyecto o recién aprobada. El MAS de Evo Morales mostró también fracturas con dirigencias jóvenes y urbanas que mostraron en el último año que apuntan a protagonizar un periodo nuevo, desde posturas pragmáticas y desvinculadas del evismo.
La oposición enfrenta también su crisis, con imposibilidad de unificación de tendencias compuestas por liberales de aspecto republicano y hasta progresistas (con más fuerza en el sur y occidente del país), y la derecha del Oriente y los valles, con expresiones racistas y hasta separatistas, además de sin líderes de peso. La polarización electoral y la centralidad que el destino de Evo Morales marcaron la política boliviana, quizás esconde una crisis política más general, contra toda la clase y forma política estatal, con instituciones caducas, que incluso cambios constitucionales que postulaban el horizonte de su superación, no pudieron modificar.
Si ponemos en esta perspectiva un resultado electoral que significa un gobierno sin Evo Morales, como liderazgo que no es eterno y mostró sus límites aún cuando se decida dar continuidad al gobierno del MAS, podemos ver que la elección de Arce y Choquehuanca es también la derrota de una forma de gobernar. Esta crisis, general a la política republicana moderna en la fase actual del capitalismo y la modernidad, se traduce en Bolivia como oportunidad de discusión dentro del movimiento político que gobierna, preferido por la gente frente a una oposición que por limitarse a ser un anti evismo, queda fuera de juego en el momento que se concreta la salida del primer presidente elegido por el MAS.