Durante la pandemia de covid-19, las fuerzas armadas en América Latina han desempeñado y continúan desempeñando funciones esenciales: fabricando equipos de protección, entregando víveres y atendiendo a civiles en sus hospitales. En al menos una decena de países, los soldados han sido también desplegados para hacer respetar, a menudo con brutalidad, medidas de confinamiento a una población mayoritariamente pobre de trabajadores informales. En Venezuela y Bolivia, las fuerzas armadas han sido utilizadas además para redoblar la represión contra críticos y apuntalar gobiernos con cuestionable legitimidad democrática.
Observadores de la realidad latinoamericana temen que la militarización permanente constituya una nueva normalidad: que múltiples gobiernos provean mediante sus fuerzas armadas servicios básicos ante la falta de instituciones civiles, y que así aquellos controlen a sus críticos. La democracia en América Latina, apuntan, podría reconstituirse tras la pandemia sólo como una fachada.
“A América Latina le tomará mucho tiempo recuperarse de la pandemia. La gente va a sentirse más insegura y probablemente con menos confianza en los gobiernos. En muchísimos países veremos que la ‘democracia tutelar’ se va a fortalecer”, afirma Adam Isacson, especialista en Fuerzas Armadas de la Oficina en Washington para América Latina (WOLA), un centro de pensamiento que promueve los derechos humanos. En las democracias tutelares, según el teórico polaco-estadunidense Adam Przeworski, las autoridades civiles administran un gobierno en el que los militares tienen la última palabra.
En el contexto latinoamericano, estas pseudodemocracias podrían afianzarse como forma de gobierno. Preocupan a Isacson especialmente los casos de Honduras y Guatemala, donde los presidentes suspendieron en los meses previos comisiones internacionales contra la corrupción con el respaldo del ejército; y El Salvador, donde el presidente trató esta primavera de intimidar al Congreso con la presencia de militares. La región, con elevados índices de violencia y deficientes sistemas de justicia y rendición de cuentas, enfrenta una recesión económica del 9,1% este año, según proyecciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
“Mi temor es que el pacto esencial de la democracia sea renegociado. Si los gobiernos esperan que los militares cumplan tantas funciones tradicionalmente civiles, los militares esperarán contar con mayor voz en la administración del país”, declara Isacson a Equal Times. “Eso significa menos democracia”.
El despliegue de los ejércitos ante desastres naturales y emergencias sanitarias es una práctica estándar en el mundo. Ninguna institución civil tiene mayor capacidad de movilización. Sin embargo, coinciden los expertos, en el contexto latinoamericano preocupa que a falta de instituciones civiles capaces, los militares permanezcan cumpliendo esta clase de labores una vez finalizada la actual emergencia.
Desde el inicio de la pandemia, destacamentos de tropas han sido desplegados en centros urbanos de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Perú y Venezuela para realizar patrullajes, controlar retenes, cerrar temporalmente las fronteras y, en algunos casos, detener ciudadanos por violar disposiciones sanitarias. Durante las primeras semanas de los confinamientos, las fuerzas armadas arrestaron a más de 18.000 personas en Perú y a cientos de ciudadanosen El Salvador.
Aunque este telón de fondo podría evocar las dictaduras militares latinoamericanas de las décadas de 1960, 70 y 80, la preeminencia actual de las fuerzas armadas no necesariamente presagia nuevos golpes de Estado, sugiere Kristina Mani, directora de estudios latinoamericanos de la Universidad de Oberlin y autora del libroDemocratization and Military Transformation in Argentina and Chile: Rethinking Rivalry(2011). Sin embargo, añade, es evidente que su creciente presencia en tareas civiles resta espacio de acción a gobiernos electos democráticamente.
“Las fuerzas armadas cumplirán las funciones para las que sean convocadas por las autoridades civiles, lo que probablemente significa que requieran más recursos y que tengan mayor capacidad para cuestionar a los líderes civiles”, dice Mani. “En los países donde están siendo usados de manera más extensa, los militares van a tener mayor influencia”.
En Venezuela, desde mediados de marzo de 2020, como parte de un estado de “excepción y alarma” ante la pandemia, las fuerzas de seguridad han arrestado en forma arbitraria y procesado penalmente a periodistas, empleados de salud, defensores de derechos humanos y opositores políticos, documentó el organismo civil Human Rights Watch.
En Bolivia, los confinamientos han sido la excusa para reprimir manifestaciones políticas contra el gobierno interino de Jeanine Áñez, quien de manera ilegal asumió la presidencia en noviembre de 2019, y quien pospuso en dos ocasiones las elecciones presidenciales. Pese a la represión política, Luis Arce, el candidato socialista del partido del defenestrado expresidente Evo Morales, triunfó en las elecciones del pasado 18 de octubre.
Durante el gobierno de Áñez, “los militares en Bolivia han jugado un papel doble al forzar a las personas a quedarse en casa, con lo que esencialmente las han silenciado. Han sido también empleadas para reprimir protestas y manifestaciones”, señala Mani. “Esa fusión de dos tareas, muy útil para los políticos, resulta muy preocupante”.
En las ruinas neoliberales
Numerosos países latinoamericanos comenzaron su actual etapa democrática en los años 1980 y 90, cuando fueron forzados a implementar los llamados ajustes estructurales –severos recortes al gasto público de los gobiernos– impuestos por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Los niveles de pobreza de la región se mantuvieron sin cambios, en tanto que la desigualdad de ingresos aumentó notablemente. Se disparó la violencia urbana producto del crimen organizado y el tráfico de drogas; la región se transformó en una de las más violentas del mundo. Escándalos de corrupción de los líderes políticos han sido la norma más que la excepción: un solo caso, el del conglomerado industrial brasileño Odebrecht, involucra a más de la mitad de los países del subcontinente.
“Existe una historia amplia de fracasos de las instituciones civiles en América Latina, especialmente en relación a la seguridad pública y el funcionamiento de las cortes, por lo que los gobiernos recurren cada vez más a los militares para enfrentar desafíos que parecen irresolubles”, dice Brett Kyle, investigador de la Oficina de Estudios Latinos y Latinoamericanos de la Universidad de Nebraska, y autor del libro Military Courts, Civil-Military Relations, and the Legal Battle for Democracy: The Politics of Military Justice (de próxima publicación). En vez de invertir recursos para crear estructuras institucionales de seguridad y justicia, añade Kyle, los gobiernos latinoamericanos han implementado “soluciones rápidas” mediante sus ejércitos.
La militarización era evidente antes de la pandemia. En los últimos 20 meses, el presidente de Guatemala, Jimmy Morales, informó rodeado de militares su decisión de cancelar la Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), auspiciada parcialmente por la ONU; México conformó una Guardia Nacional integrada en su mayoría por militares; el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, alentó celebraciones del golpe militar de 1964; Honduras creó una nueva fuerza policial que reprimió protestas en diciembre de 2019; el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, llevó al ejército al Congreso para intimidar a los legisladores; y los presidentes de Ecuador, Perú y Chile, acompañados de generales uniformados, anunciaron represiones de manifestaciones.
México, un país que nunca padeció dictaduras militares, resulta un caso particular. El partido que gobernó el país durante 71 años mantuvo a las fuerzas armadas al margen de los civiles. Desde 2006, sin embargo, los militares realizan funciones de seguridad pública con la excusa de combatir el crimen organizado. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha conferido aún más responsabilidades al ejército. Pese a que su gobierno ha reducido el gasto público corriente un 75% durante este año, el ejército construye el próximo aeropuerto principal y un tren turístico, y administra las aduanas nacionales. Los militares mexicanos desempeñan un creciente número de funciones, pese a que enfrentan la vasta mayoría de las denuncias de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas entre las instituciones del país.
Ante la decepción por la democracia en la era de la austeridad neoliberal, la satisfacción con este modelo de gobierno disminuye constantemente en América Latina.
Según la encuesta de la consultoría Latinobarómetro, la satisfacción con la democracia pasó de un 44% en 2008 a un 24% en 2018. En ningún país de la región hay una mayoría de ciudadanos satisfechos con esta clase de gobierno; en Brasil, el nivel de satisfacción es del 9%. La confianza en los militares también disminuye, aunque su nivel es alto respecto de otras instituciones: 44% en 2018. La pandemia, si acaso, podría haber acelerado la desconfianza en los gobiernos civiles.
“No debemos ver estas tendencias como una razón por la que los militares de pronto intentarán apoderarse de los gobiernos civiles de la región”, considera Kyle. No obstante, añade, “podemos ver escenarios en los que los líderes militares vean a los gobiernos civiles como incompetentes e intenten asumir un papel más preponderante en las decisiones”.
Pese a que Estados Unidos ha intervenido directa o indirectamente en al menos 41 ocasiones para cambiar gobiernos en América Latina, a menudo apoyando ejércitos golpistas, el papel estadunidense en este aumento de protagonismo de los militares es mínimo, coinciden expertos. Si acaso, la influencia del gobierno del presidente Donald Trump en esta ola de militarización en América Latina es por omisión: su desinterés en apoyar actividades democráticas ha permitido, por ejemplo, la eliminación de las comisiones anticorrupción en Honduras y Guatemala.
En paralelo a la creciente militarización de la región, América Latina registra vigorosos movimientos sociales. En 2019, millones de ciudadanos de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Perú y Venezuela denunciaron en las calles a líderes corruptos, exigieron la eliminación de medidas de austeridad y pugnaron por elecciones libres y verdaderamente democráticas.
“Estas olas de protestas que vimos en 2019 van a volver y serán muy grandes, especialmente en una población que estará desempleada o subempleada en medio de una profunda recesión económica”, opina Isacson. Estas manifestaciones masivas en una región cada vez más militarizada constituirán “la receta para generar estallidos sociales y conflictos”.
Publicado originalmente en Equal Times