La filósofa y pintora italiana Monica Ferrando publicó esta intervención el 23 de junio de 2020 originalmente en el sitio web del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici, que desde el 23 de febrero abrió un «Diario della crisi» donde diversos autores dan voz «a la experiencia de la separación de nuestros prójimos». Su último libro, todavía sin traducir en castellano, se titularía El reino errante. La Arcadia como paradigma político (2018).
No esperes ya mis palabras, ni consejo;
libre, sano y recto es tu albedrío,
y fuera error no obrar lo que él te diga:
y por esto te mitro y te corono.
Dante
The attempt to make man absolutely at home in this world ended in man’s becoming absolutely homeless.
Leo Strauss
Τι μοι συν δουλοισιν;
¿qué tengo que hacer con los siervos?
Piero Gobetti
Homo homini contagium. No hay mucha diferencia con el homo homini lupus.
Aquí el ser humano admite que se ha vuelto a la enemistad y al miedo al otro hombre por la naturaleza salvaje de la que aspira a separarse pero de la que no puede salir, con un daño incalculable no sólo a su propia naturaleza, sino a la de los animales, cuya forma regulativa usurpa. Allá el ser humano acepta ser conducido a la condición de desconfianza y temor mutuos por el Estado, que ha hecho de la fuerza, considerada como una señal de elección y de investidura del derecho, su legitimación. Lo que en el antiguo dicho supone una hostilidad irreductible se convierte en una precaución básica irreprochable, y también altruista. ¿Se evocan mutuamente el estado de naturaleza y el estado de miedo (por contagio)?
En un estudio valiente (Stasis. La guerra civil como paradigma político, 2015) Agamben señala la relación de coparticipación funcional entre estado de naturaleza y guerra civil, porque el enemigo ya no es externo sino interno, por lo que es imposible no inscribir la forma en que el Estado cuida la salud de los ciudadanos tratándolos como meros cuerpos naturales, según el principio Salus populi suprema lex (Leviatán, 30; De Cive, 13), precisamente en esta última: «La multitud irrepresentable, similar a la masa de los apestados, sólo puede ser representada a través de los guardias que vigilan su obediencia y los médicos que los curan. Habita en la ciudad, pero sólo como objeto de los deberes y cuidados de los que ejercen la soberanía» (op. cit., pp. 56 y ss.). Todo el mundo recuerda, y Agamben se detiene con impresionante previsión en este detalle visual del frontispicio de la obra hobbesiana, las calles desiertas de una ciudad donde toda «vida habitante» ha sido suspendida o suprimida. Éstas son las calles que, asombrados, reconocemos pars pro toto en las imágenes de París, hoy que las higiénicas mascarillas han quitado la ahora inútil máscara de seductora capital del siglo XX para sancionar la separación ocurrida y definitiva de la humanidad de los espacios sociales y urbanos que había tratado de arrebatar a la inhumanidad feroz-tecnológica del capital.
Si la guerra es la reducción de los infinitos recursos del ser humano a uno solo, el ofensivo, aquí estamos siendo testigos de la reducción de cada ser humano a sólo y nada más que un cuerpo natural. Esa «nuda vida» que tanto ha inspirado, en su insistencia nihilista en lo negativo y lo trágico, el arte contemporáneo, y que remite a otra obra de Agamben (Homo sacer, 1995), hace su primera aparición aquí, de forma encubierta. Si la atención prestada al estatuto, contemplado por el derecho romano, de hombre sacrificable era condenar de una vez por todas al mundo antiguo como aberrante y antihumano, ¿se da también un desenmascaramiento de su versión modernizada? La nuda vida a la que el ciudadano contemporáneo parece entregado, que tiende a privarlo de todo libre albedrío y posibilidad de elección sobre sí mismo, pasa indemne del derecho romano a la modernidad gracias a su traducción en el universalismo cristiano, presentándose a él no sólo como garantía de seguridad social, que la reducción consentida a un obediente siervo del poder le asegura como la única posibilidad de ser libre, sino también como la fuente inestimable de su cultura servil.
Agamben enseña a leer el Leviatán de Hobbes de una manera mucho más sutil y desafiante que hasta ahora: como la lúcida descripción de un hecho (el Estado absoluto) vuelta posible por una declaración implícita de valor, resumida en el punto de vista rigurosamente teológico-escatológico asumido por su autor. La ambigüedad de la operación hobbesiana fue, como es bien sabido, ejemplar: elegir el estado de naturaleza como un estado político admitiendo su monstruosidad y al mismo tiempo justificándola con el nombre bíblico-escatológico elegido para ella. Como demostró Leo Strauss (Natural Right and History, University of Chicago Press, 19652, pp. 190 y ss.), no podía haber mayor distancia con la política clásica, que se concebía a sí misma como un interminable e incesante cuestionamiento del fin del hombre, y tampoco se atrevía a invocar o exigir ninguna legitimación teológica.
Reconocer al Leviatán, en la estela de Carl Schmitt, una vocación teológica que su estatuto de matriz de la política moderna parecía de hecho excluir, significa cumplir una doble legitimación. En efecto, el paso a un naturalismo político se hace parecer legítimo invocando, sobre la base de referencias tal vez dictadas por la prudencia normal (Strauss, op. cit., p. 199), la tradición judeocristiana, dejando emerger el eschaton de la Ciudad de Dios agustiniana sobre el trasfondo de un mundo humano reducido a una «masa maldita» (Cuestiones diversas a Simpliciano, I, 2). Lo que parece plausible, gracias a una lectura filosófica, es sólo el absolutismo legitimado por un contrato que sólo sanciona la reducción del ser humano a un mero ser natural desinteresado en cualquier otro propósito que no sea la autoconservación. La defensa a toda costa del paradigma moderno, que en Hobbes celebra su triste nacimiento teórico, lleva entonces, como consecuencia, a percibir en la guerra civil no su inevitable talón de Aquiles, la denuncia de la persistencia dentro del Estado del estado salvaje como legitimación inagotable de su arma secreta —el estado de excepción— sino, muy románticamente, una salida siempre practicable. Parece un grave error, porque se ignora que este mismo vacío de ley constituye el foro en el que el pivote de la ley positiva gira indefinidamente sobre sí misma sin que ninguna instancia de justicia como ley no positiva pueda detenerlo. De esta manera se propone la solución definitiva del embarazoso, para el Estado y su sistema jurídico, «factor Antígona» de una elección justa, espontánea y no calculadora, abriendo el camino ex contrario a esa forma última del Estado absoluto que es una supuesta democracia planetaria, en la que toda expresión posible de libre albedrío, si se integra, se promueve en una función autolegitimante.
¿No es la «democracia» de hecho la sustitución paródica, con una soberanía abstracta representable, y por lo tanto alienable cuando sus órganos de representación lo consideran apropiado —como está ocurriendo más o menos en todas partes ahora en la primavera de 2020— funcional a este respecto a las exigencias del poder gubernamental planetario, de una soberanía concreta e inalienable de la que goza todo ser humano como tal?
Una perspectiva indudable y apartada en este sentido fue abierta por Dante. Tanto en la Comedia como en el Convivio (I, VIII, 14; III, XIV, 9-10) y, explícitamente tematizada, en la Monarquía, el poeta mostró, por un lado, una soberanía caracterizada por una extensión tal que no podía coincidir con ningún poder mundano, secular o sacerdotal, como mostró Hans Kelsen (Die Staatslehre des Dante Alighieri, 1905) en los albores del siglo pasado; por otra parte, en cuanto tal, en forma de una grandeza intensiva, informa constitutivamente, como «libertad», la mente humana no tanto como un requisito moral, sino como su atributo esencial. Esta posición se refiere implícitamente a una de las raras definiciones contenidas en la ley romana de Justiniano, la de la libertas, presente en un fragmento del Digesto transmitido por el florentino (Dig. I, 5, 4, pr.- § 1. Mommsen-Krüger, I, p.7): «Libertas est naturalis facultas eius quod cuique facere libet, nisi si quid vi aut iure phohibetur. Servitus est constitutio iuris gentium, qua quis dominio alieno contra naturam subicitur — La libertad es la facultad natural de hacer lo que se quiera, si no hay fuerza o derecho a prohibirlo. La esclavitud es una institución de derecho de gentes por la cual alguien está sujeto, contra natura, a la propiedad de otros».
Frente a la injusticia patente a la que se expone constantemente la convivencia humana, urge un pensamiento político que, penetrando en su opacidad, sepa orientar sus elecciones, sabiendo que en las cosas humanas elegir, es decir, ejercer el juicio, será necesario en todo caso. El factor decisivo de ese estatuto político inalienable que pertenece a todo ser humano capaz de juzgar es la asunción de la libertad como «libre albedrío». Es precisamente en este sentido que la posición de Dante es única y ejemplar: libre de las restricciones de Tomás, que no duda en identificar esta noción con la de voluntad: «Voluntas et liberum arbitrium non sunt duae potentiae, sed una tantum» (Summa theologica, I, qu. 83, art. 4), donde la imputabilidad del pecado se injerta con la consecuente doctrina de la responsabilidad individual; y de las de Averroes: «Quod liberum arbitrium est potentia passiva non activa; et quod necessitate movetur ab appetibili» (Prop. 3 de las 219 declaradas heréticas y las 13 condenadas por el papa Juan XXI en 1270), donde la alienación contractualista se injerta con la consecuente doctrina del consenso y la representación. Reivindicar para el humano la condición —muy incómoda por otra parte— del libre albedrío significa, en cambio, no dejar de reconocerle ese punto medio sin extensión que lo pone en contacto con las dos áreas que lo exceden perennemente, conectadas a las dos vertientes del pensamiento y del apetito, que él distingue conectando y conecta distinguiendo, dando prioridad estratégica a la primera sobre la segunda.
El género humano está en un estado perfecto cuando está perfectamente libre. Esta afirmación se manifiesta cuando se aclara de antemano cuál es el fundamento de la libertad. A este respecto, debemos saber que el primer fundamento de nuestra libertad es la libertad de albedrío, que muchos tienen en su boca, pero pocos entienden. Muchos, de hecho, llegan a decir que el libre albedrío es el libre juicio aplicado a la voluntad, y dicen la verdad: pero lo que está implícito en estas palabras entonces se les escapa, al igual que a nuestros lógicos. […] Digo, sin embargo, que el juicio es el término medio entre el aprendizaje y el apetito; pues primero se aprende algo; luego se juzga bueno o malo, y finalmente quien lo juzga lo sigue o lo rechaza. Si, por lo tanto, es el juicio el que da todo el impulso al apetito, y no está en modo alguno predeterminado por él, entonces es libre; pero si el juicio recibe el impulso del apetito, que en modo alguno lo predetermina, no puede ser libre, porque no depende de sí mismo, sino que es prisionero de otro. Y es por eso que los brutos no pueden tener libertad de juicio, porque sus juicios siempre se ven impedidos por el apetito. […] Dicho esto, se manifiesta entonces que esta libertad, o este fundamento de toda nuestra libertad, es el mayor don hecho por Dios a la naturaleza humana —como ya he dicho en el Paraíso de la Comedia— porque en virtud de él somos felices aquí en la tierra como hombres, y felices como dioses en el más allá». (Monarquía, I, XII, 1-5, mi énfasis).
El papel indispensable del libre albedrío propio de todo ser humano, distinto del bruto, como fundamento de la política que le compete como tal, no podría haber sido formulado más claramente. Igualmente claro es el estado de precariedad relacionado con esta propiedad virtualmente inalienable de la que no puede escapar, pero que en nombre de tal precariedad le es sistemáticamente arrebatada. Dejarse desfalcar de esta propiedad significa aceptar la expropiación de la que se alimenta toda servidumbre voluntaria y volver a entrar voluntariamente en la «masa» («palabra moderna muy graciosa», Leopardi), olvidando que «masa» es un concepto cuantitativo de ámbito militar opuesto a la política, como ya advirtió Aristóteles (Política, I, 1253a, 15). Esta renuncia tiene sus ventajas, como lo saben, después de los teólogos de la religión universal y los teóricos del Estado absoluto, los del capital global. Es en términos de «masa» que funciona el termómetro del éxito mundano, en el que se miden las prestaciones funcionales a él, ya sean individuales o colectivas. Desde la homologación confesional, pasando por la estatal, hasta su transformación en un depósito de datos estadísticos, el ser humano, reabsorbido como nuda vida social en el esquema natural del que debía diferenciarse, se convierte en una molécula de esa «masa» que representa la conditio sine qua de toda lógica de poder.
Reivindicar el libre albedrío es cuestionar esta lógica. Insinuarse, sin miedo a ser aplastado por ella —pero aquí está el testimonio que el ser humano, como individuo, da en primer lugar a sí mismo— entre las Simplégades de individualismo y colectivismo, que coinciden virtual y perpetuamente.