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El renacimiento del hombre epimeteico

Iván Illich :: 29.11.20

Nuestra sociedad se asemeja a la máquina definitiva que vi una vez en una tienda de juguetes en Nueva York. Era un cofre metálico que se abría de golpe, al tocar un interruptor, solo para mostrar un puño mecánico. Seguidamente unos dedos cromados alcanzaban la tapa, la jalaban hacia abajo y la cerraban por dentro. Era una caja, uno esperaba poder sacar algo de ella, pero todo lo que contenía era un mecanismo para cerrar la tapa. Este dispositivo es lo opuesto de la “caja” de Pandora.
La Pandora original, la Dispensadora de Todo, era una diosa de la Tierra en la Grecia matriarcal prehistórica. Ella dejó escapar todos los males de su ánfora (pythos). Pero cerró la tapa antes que pudiera escapar la Esperanza. La historia del hombre moderno empieza con la degradación del mito de Pandora y llega a un final en la imagen del cofre que se cierra a sí mismo. Es la historia del afán prometeico por crear instituciones a objeto de encerrar cada uno de los males sueltos. Es la historia de la esperanza que se desvanece y de expectativas que crecen.

miércoles, 31 de agosto de 2016

 

EL RENACIMIENTO DEL HOMBRE EPIMETEICO

 

Por Iván Illich*

 

Nuestra sociedad se asemeja a la máquina definitiva que vi una vez en una tienda de juguetes en Nueva York. Era un cofre metálico que se abría de golpe, al tocar un interruptor, solo para mostrar un puño mecánico. Seguidamente unos dedos cromados alcanzaban la tapa, la jalaban hacia abajo y la cerraban por dentro. Era una caja, uno esperaba poder sacar algo de ella, pero todo lo que contenía era un mecanismo para cerrar la tapa. Este dispositivo es lo opuesto de la “caja” de Pandora.

 

La Pandora original, la Dispensadora de Todo, era una diosa de la Tierra en la Grecia matriarcal prehistórica. Ella dejó escapar todos los males de su ánfora (pythos). Pero cerró la tapa antes que pudiera escapar la Esperanza. La historia del hombre moderno empieza con la degradación del mito de Pandora y llega a un final en la imagen del cofre que se cierra a sí mismo. Es la historia del afán prometeico por crear instituciones a objeto de encerrar cada uno de los males sueltos. Es la historia de la esperanza que se desvanece y de expectativas que crecen.

 

Para comprender lo que esto significa debemos redescubrir la distinción entre esperanza y expectativa. En su acepción fuerte, la esperanza significa confiar profundamente en la bondad de la naturaleza, mientras que la expectativa, en el sentido que le daré aquí, significa depender de los resultados que el hombre planifica y controla. La esperanza sitúa el deseo en una persona de quien esperamos un don. La expectativa ansía la satisfacción a partir de un proceso previsible que producirá aquello que tenemos derecho a demandar.  Hoy la atmósfera prometeica ha eclipsado a la esperanza. La sobrevivencia de la humanidad depende de su redescubrimiento como fuerza social.

 

La Pandora original fue enviada a la Tierra con una vasija que contenía todos los males; de lo bueno solo tenía a la esperanza. El hombre primitivo vivía en este mundo de esperanza. Confiaba en la munificencia de la naturaleza, en lo otorgado por los dioses y en los instintos de su tribu para poder subsistir. Fueron los miembros del período clásico de Grecia quienes empezaron a reemplazar la esperanza con las expectativas.  En su versión, Pandora había dejado escapar tanto males como bienes. Ellos la recordaban principalmente por los males que había soltado. Pero, lo más importante, olvidaron que la Dispensadora de Todo era también la guardiana de la esperanza.

 

Los griegos contaron la historia de dos hermanos, Prometeo y Epimeteo. El primero advirtió al segundo que deje a Pandora sola. En vez de ello, éste se casó con ella. En la Grecia clásica el nombre de “Epimeteo”, que quiere decir “retrospección”,  era interpretado como “lerdo” o “tonto”. Para cuando Hesíodo relató la historia en su forma clásica, los griegos se habían vuelto unos patriarcas moralistas y misóginos que entraban en pánico ante la mera idea de una mujer. Ellos edificaron una sociedad racional y autoritaria. Los hombres crearon instituciones a través de las cuales planeaban lidiar con los males esparcidos. Se dieron cuenta de su poder para diseñar el mundo y hacerle producir servicios que también aprendieron a necesitar. Querían que sus propias necesidades y las futuras demandas de sus hijos fueran moldeadas  por sus artefactos. Se volvieron legisladores, arquitectos y autores, los diseñadores de constituciones, ciudades y obras de arte que habrían de servir como ejemplos para sus descendientes. El hombre primitivo había dependido de su participación en los mitos y ritos sagrados que iniciaban a los individuos en la tradición oral de su sociedad, pero los miembros de la Grecia clásica reconocían como hombres plenos únicamente a los ciudadanos que se dejaban preparar mediante la paideia (educación) para encajar adecuadamente en las instituciones que sus mayores habían planeado.

 

El mito cambiante refleja la transición desde un mundo en que se interpretaban los sueños a otro en que se realizaban oráculos. Desde tiempos inmemoriales, la Diosa Tierra había sido adorada en la pendiente del Monte Parnaso, que era el centro y ombligo de la Tierra. Allí mismo, en Delfos (de delphys, el útero), dormía Gaia, la hermana de Caos y Eros. Su hijo, Pitón el dragón, vigilaba sus sueños inocentes iluminados por la luna hasta que el dios sol Apolo, el arquitecto de Troya, despuntó del Este, mató al dragón y se adueñó de la cueva de Gaia. Sus sacerdotes se apropiaron del templo de ésta. Utilizaron a una muchacha del lugar, la sentaron sobre un trípode encima del ombligo humeante de la Tierra y la adormilaron con vapores. Entonces, ellos rimaban sus expresiones eufóricas como hexámetros de profecías autocumplidas. De todo el Peloponeso los hombres llevaban sus problemas hasta el santuario de Apolo. El oráculo era consultado sobre las diferentes opciones sociales, como ser las medidas a tomarse para detener una plaga o una hambruna, elegir la constitución apropiada para Esparta o los lugares propicios para las ciudades que posteriormente llegaron a ser Bizancio o Calcedonia. La flecha que nunca yerra se convirtió en el símbolo de Apolo. Todo lo que lo rodeaba tenía un propósito y una utilidad.

 

En La República, describiendo el Estado ideal, Platón ya excluye la música popular. En las ciudades sólo se permitirían el arpa y la lira de Apolo porque es únicamente su armonía que crea “la tensión de la necesidad y la tensión de la libertad, la tensión de lo desafortunado y la tensión de lo afortunado, la tensión del coraje y la tensión de la moderación que convienen al ciudadano”. Los habitantes de las ciudades entraban en pánico al oír la flauta de Pan y su poder para despertar los instintos. Sólo “los pastores pueden tocar la flauta (de Pan) y únicamente lo pueden hacer en el campo”.

 

El hombre asumió la responsabilidad por las leyes bajo las cuales quería vivir y se hizo responsable de moldear el medio ambiente a su propia imagen. La iniciación del hombre primitivo en los mitos de la Madre Tierra se transformó en la educación (paideia) del ciudadano que se sentía en casa dentro del foro.

 

Para el hombre primitivo el mundo estaba gobernado por el destino, los hechos y la necesidad. Al robar el fuego a los dioses, Prometeo transformó los hechos en problemas, puso en duda la necesidad y desafió al destino. El hombre de la Grecia clásica construyó un contexto civilizado para la perspectiva humana. Tuvo consciencia de que podía desafiar al medio ambiente, la naturaleza y el destino, pero únicamente bajo su propio riesgo. El hombre contemporáneo va más allá, él intenta crear el mundo a su imagen, construir un medio ambiente totalmente hecho por el hombre, y luego descubre que puede hacerlo sólo a condición de tener que rehacerse constantemente para encajar en él. Ahora debemos encarar el hecho de que es el hombre mismo el que está en riesgo.

 

Actualmente la vida en Nueva York genera una visión muy peculiar de lo que es y lo que podría ser, y sin esta visión la vida en Nueva York es imposible. Un niño en las calles de Nueva York nunca toca nada que no haya sido científicamente desarrollado, diseñado, planeado y vendido a alguien. Incluso los árboles están donde están porque el Departamento de Parques decidió ponerlos allí. Las bromas que el niño escucha en televisión han sido programadas a un costo enorme. Los desechos con los que juega en las calles de Harlem provienen de envases tirados destinados a otros. Aun los deseos y los miedos están moldeados por las instituciones. El poder y la violencia se organizan y administran: las pandillas versus la policía. El propio aprendizaje se define como consumo de materias, las que son resultado de programas previamente investigados, planificados y promocionados. Cualquiera sea el producto, él es resultado de alguna institución especializada. Sería ingenuo demandar algo que determinada institución no pueda producir. El niño citadino no puede esperar nada que no esté dentro del plausible desarrollo de un proceso institucional. Su fantasía incluso está motivada para producir ciencia ficción. Sólo puede experimentar la sorpresa poética de lo improvisado al encontrarse con la “suciedad”, los errores o los desperfectos: la cáscara de naranja en la canaleta, el charco en la calle, la alteración del orden, la caída del sistema o el desperfecto de la máquina son las únicas escapatorias para la fantasía creativa. “Perder el tiempo” se vuelve la única poesía disponible.

 

Puesto que no hay nada deseable que no haya sido planificado, el niño citadino llega rápidamente a la conclusión de que siempre podremos diseñar una institución para cada una de nuestras necesidades. Da por sentado el poder de los procesos para crear valor. Sea que la meta sea encontrar una pareja, integrar un vecindario o adquirir capacidades de lectura, se definirá de tal modo que lograrla se pueda planificar. El hombre que sabe que nada que tenga demanda dejará de producirse pronto espera que todo lo producido tendrá una demanda. Si un vehículo lunar se puede diseñar, asimismo puede diseñarse la demanda para viajar a la luna. No ir a donde uno puede ir sería subversivo. Delataría  como una estupidez el supuesto de que cada demanda satisfecha implica descubrir muchas otras aún insatisfechas. Una intuición de esa naturaleza detendría el progreso. No producir lo que es factible expondría la ley de las “expectativas crecientes” como eufemismo de una creciente frustración, como motor de una sociedad basada en la coproducción de servicios y demanda creciente.

 

El estado mental del habitante moderno de las ciudades aparece en la tradición mitológica únicamente bajo la imagen del Infierno: Sísifo, quien había encadenado por un tiempo a Tánatos (la muerte), debe empujar por la pendiente una pesada piedra hasta la cima del Infierno, y la piedra  siempre se desliza de sus manos justo cuando está por alcanzar la cúspide. Tántalo, a quien los dioses invitaron a compartir su comida, y en esa ocasión robó su secreto de cómo preparar la ambrosía que todo lo cura y confiere la inmortalidad, sufre hambre y sed eternas al estar sobre un río de aguas que retroceden, y sobre el que proyectan su sombra árboles frutales con ramas que se alejan. Un mundo de demandas siempre crecientes no es sólo algo malo — puede hablarse de él únicamente como el Infierno—.

 

El hombre ha desarrollado el poder frustrante de demandar cualquier cosa porque no puede visualizar nada que una institución no pueda hacer por él. Rodeado de herramientas todopoderosas,  el hombre queda reducido a ser una herramienta de sus herramientas. Cada una de las instituciones destinadas a exorcizar uno de los males primigenios se ha convertido en un féretro para el hombre, a prueba de fallas y de cierre automático. El hombre está atrapado en los cajones que fabrica para contener los males que Pandora dejaba escapar. El apagón de la realidad a consecuencia del smog producido por nuestras herramientas nos envuelve completamente. Nos encontramos repentinamente en la oscuridad de nuestra propia trampa.

 

La propia realidad se ha vuelto dependiente de la decisión humana. El mismo Presidente que ordenó la inútil invasión de Camboya podría muy bien ordenar el uso efectivo de la bomba atómica. El “interruptor de Hiroshima” puede ahora cortar el ombligo del mundo. El hombre ha adquirido el poder de hacer que Caos aplaste tanto a Eros como Gaia. Este nuevo poder del hombre para cortar el ombligo de la Tierra es un recordatorio permanente de que nuestras instituciones no solo promueven sus propios fines, sino también tienen el poder de destruirse a sí mismas y a nosotros. Lo absurdo de las instituciones modernas es evidente en el caso de la institución militar. Las armas modernas pueden defender la libertad, la civilización y la vida sólo extinguiéndolas. En lenguaje militar, la seguridad significa la capacidad de destruir la Tierra.

 

Lo absurdo que subyace a las instituciones no militares no es menos evidente. No existe en éstas un interruptor que active su poder destructivo, pero tampoco necesitan ellas un interruptor. Su puño cromado ya sujeta la tapa del mundo. Ellas crean necesidades más rápido de lo que las satisfacen y, en el proceso de tratar de satisfacer las necesidades que generan, consumen la tierra. Esto es verdad para la agricultura y las manufacturas, y no lo es menos respecto a la medicina y la educación. La agricultura moderna envenena y agota los suelos. Mediante nuevas semillas, la “revolución verde” puede triplicar el rendimiento de una hectárea —aunque únicamente con un aumento proporcional e incluso mayor de fertilizantes, insecticidas, agua y energía—. La fabricación de estos, así como de todos los otros bienes, contamina los océanos y la atmósfera degradando recursos irremplazables. Si el consumo de combustibles sigue incrementándose a las tasas actuales, pronto consumiremos el oxígeno de la atmósfera más rápido de lo que puede reponerse. No tenemos razón para creer que la fisión o fusión pueda sustituir a los combustibles sin similares o aun mayores peligros. Los médicos sustituyen a las parteras y prometen convertir al hombre en otra cosa: planeado genéticamente, controlado con fármacos y capaz de soportar enfermedades prolongadas. El ideal contemporáneo es un mundo completamente higiénico: un mundo en el cual todos los contactos entre los hombres, y entre ellos y su mundo, son resultado de la previsión y manipulación. La escuela se ha convertido en el proceso planificado que instrumentaliza al hombre para un mundo planificado, la principal herramienta para atrapar al hombre en su propia trampa. Se espera que moldee a cada hombre hasta un nivel adecuado para jugar un rol en esta competencia mundial. De modo inexorable, cultivamos, procesamos, producimos y escolarizamos el mundo hasta extinguirlo.

 

La institución militar es evidentemente absurda. Lo absurdo de las instituciones no militares es más difícil de encarar. Es aun más aterradora, precisamente porque funciona de modo inexorable. Sabemos cuál interruptor debe permanecer abierto para evitar un holocausto atómico. Ningún interruptor impide un Armagedón ecológico.

 

En la antigüedad clásica, el hombre había descubierto que el mundo podía hacerse según los planes del hombre, y con esta intuición percibió asimismo que era intrínsecamente precario, dramático y cómico. Las instituciones democráticas evolucionaron y se consideró al hombre digno de confianza en el marco establecido por ellas. Las expectativas de un proceso esperado y la confianza en la naturaleza humana se equilibraban mutuamente. Se desarrollaron las profesiones tradicionales y con ellas las instituciones requeridas para su existencia.

 

De modo subrepticio, la fijación  en el proceso institucional ha sustituido a la confianza en la buena voluntad personal. El mundo ha perdido su dimensión humana y retomó su carácter de necesidad fáctica y sino fatídico que eran propios de los tiempos primitivos. Pero mientras que el caos del bárbaro se ordenaba constantemente en nombre de dioses misteriosos y antropomórficos, en el presente solo la planificación del hombre puede considerarse la razón para que el mundo esté así. El hombre se ha convertido en juguete de científicos, ingenieros y planificadores.

 

Vemos el funcionamiento de esta lógica en nosotros mismos y en otros. Conozco una aldea mexicana por la que no pasan más de una docena de coches por día. Un aldeano estaba jugando dominós sobre la nueva carretera pavimentada frente a su casa —donde posiblemente él se había sentado y jugado toda su vida—. Un coche pasó a toda velocidad y lo mató. El turista que me informó del hecho estaba muy enojado, y sin embargo dijo: “El hombre lo vio venir sobre él”.

 

A primera vista, el comentario del turista no es diferente de la afirmación de algún primitivo bosquimano dando cuenta de la muerte de un compañero que habría colisionado con un tabú y por tanto había muerto. Pero las dos declaraciones conllevan significados opuestos. El primitivo puede culpar a una trascendencia inaccesible y tremenda, mientras que el turista está intimidado por la lógica inexorable de la máquina. El primitivo no siente ninguna responsabilidad; el turista la siente pero la niega. En ambos casos, el modo clásico de lo dramático, el estilo de la tragedia, la lógica del esfuerzo personal y la rebelión están ausentes. El hombre primitivo aún no ha tomado conciencia de ella, y el turista la ha perdido. El mito del bosquimano y el mito del norteamericano están hechos de fuerzas inertes e inhumanas. Ninguno de ellos experimenta la rebelión trágica. Para el bosquimano, el incidente responde a las leyes de la magia; para el norteamericano, responde a las leyes de la ciencia. El incidente lo coloca bajo la fascinación de las leyes de la mecánica, que para él gobiernan los hechos físicos, sociales y psicológicos.

 

El estado anímico de 1971 es propicio para un gran cambio de dirección en la búsqueda de un futuro de esperanza. Los productos institucionales contradicen continuamente las metas institucionales. El programa contra la pobreza produce más pobres, la guerra en Asia más guerreros del Vietcong, la cooperación técnica más subdesarrollo. Las clínicas de control de la natalidad incrementan las tasas de supervivencia humana y aumentan aceleradamente la población, las escuelas producen más desertores escolares, y el freno a un tipo de contaminación normalmente provoca el incremento de otro tipo.

 

Los consumidores se dan cuenta de que cuanto más pueden comprar, más frustraciones  se tienen que tragar. Hasta hace poco parecía lógico que la culpa de esta inflación de disfunciones en todas partes debía cargarse al avance dificultoso de los descubrimientos científicos por detrás de las demandas tecnológicas, o a la perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de clase. Pero las expectativas tanto de un milenio científico como de una guerra que ponga fin a todas las guerras han disminuido.

Para el consumidor experimentado, no hay vuelta atrás a una ingenua confianza en tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido malas experiencias con computadoras neuróticas, infecciones engendradas en hospitales, y embotellamientos en lugares de tráfico en carretera, aire o teléfono. Hace apenas 10 años la sabiduría convencional anticipaba una vida mejor en base a un incremento de los descubrimientos científicos. Ahora los científicos asustan a los niños. Los lanzamientos a la luna ofrecen una demostración fascinante de que el error humano puede ser eliminado casi completamente entre los operadores de sistemas complejos —pero ello no calma nuestros temores de que el fracaso humano en consumir según las instrucciones pueda escaparse de control—.

 

Para el reformador social tampoco hay vuelta atrás a los supuestos de los 1940. Se ha desvanecido la esperanza de que el problema del reparto justo de los bienes pueda obviarse mediante la creación de una abundancia de ellos. El costo de los paquetes mínimos con capacidad de satisfacer los gustos modernos se ha disparado a los cielos, y lo que vuelve modernos a los gustos es su caducidad incluso antes de haber sido satisfechos.

 

Los límites de los recursos de la Tierra se han vuelto evidentes. Ningún avance científico o tecnológico podría proveer a cada hombre en el mundo con las comodidades y servicios que son ahora accesibles a los pobres de los países ricos. Por ejemplo, se requeriría la extracción de 100 veces más que las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo para alcanzar tal meta, incluso con la tecnología alternativa “más liviana”.

 

Por último, los profesores, los doctores y las trabajadoras sociales se dan cuenta que sus distintos cuidados profesionales tienen al menos un aspecto en común. Ellos crean más demandas para los servicios institucionales que proveen, y más rápidamente que la provisión factible de instituciones de servicio.

 

No únicamente una parte, sino la lógica misma de la sabiduría convencional se ha vuelto sospechosa. Incluso las leyes de la economía parecen poco convincentes fuera de los estrechos parámetros aplicables a la región geográfica social donde se concentra la mayor parte del dinero. El dinero es, efectivamente, la moneda más barata, pero solo en una economía orientada a la eficiencia medida en términos monetarios. Los países capitalistas y comunistas en sus diferentes variantes están comprometidos por igual con medir la eficiencia en términos de razón costo-beneficio expresados en dólares. El capitalismo presume de un mayor estándar de vida como pretensión de su superioridad. El comunismo alardea de una mayor tasa de crecimiento como un indicador de su éxito final. Pero al amparo de ambas ideologías el costo total de incrementar la eficiencia se incrementa geométricamente. Las instituciones más grandes compiten encarnizadamente por recursos que no están consignados en ningún inventario: el aire, el océano, el silencio, la luz solar y la salud. Ellas sacan a la luz pública la escasez de estos recursos sólo cuando ellos han sido degradados casi sin remedio. Por todas partes la naturaleza se vuelve venenosa, la sociedad inhumana, y la vida interior queda invadida y la vocación personal asfixiada.

 

Una sociedad dedicada a la institucionalización de los valores identifica la producción de bienes y servicios con la demanda de estos. La educación que te hace necesitar el producto está incluida en el precio del mismo. La escuela es la agencia de publicidad que te hace creer que necesitas la sociedad tal cual es. En una sociedad de este tipo, el valor marginal se ha vuelto algo que se trasciende constantemente. Obliga a los pocos grandes consumidores a competir por el poder de agotar la tierra, llenar sus propias barrigas abultadas, disciplinar a los consumidores más pequeños y desactivar a aquellos que todavía encuentran satisfacción en arreglárselas con lo que tienen. La atmósfera de insatisfacción se encuentra así en la raíz de la depredación ambiental, la polarización social y la pasividad psicológica.

 

Cuando los valores se han institucionalizado en procesos planificados y prediseñados, los integrantes de la sociedad moderna creen que la buena vida consiste en tener instituciones que definan los valores que tanto ellos como su sociedad creen necesitar. El valor institucional puede definirse como el nivel de rendimiento de una institución. El valor correspondiente del hombre se mide por su capacidad de consumir y degradar estos resultados institucionales creando así una nueva y mayor demanda. El valor del hombre institucionalizado depende de su capacidad como incinerador. Para utilizar una imagen: él se ha convertido en el ídolo de sus manufacturas. Ahora el hombre se define  a sí mismo como el horno que quema los valores producidos por sus herramientas. Y no hay un límite a su capacidad como tal. El suyo es el acto de Prometeo llevado al extremo.

 

El agotamiento y la contaminación de los recursos de la tierra son resultado, sobre todo, de una corrupción en la autoimagen del hombre, de una regresión en su conciencia. Para algunos habría que hablar de una mutación en  la conciencia colectiva que conduce a una concepción del hombre como un organismo dependiente no de la naturaleza ni de los individuos, sino más bien de las instituciones. Esta institucionalización de valores sustantivos, esta creencia en que un proceso planificado de los servicios termina dando los resultados deseados por el receptor, esta atmósfera consumista, está en el centro de la falacia prometeica.

 

Los esfuerzos por encontrar un nuevo equilibrio a nivel global dependen de la desinstitucionalización de los valores.

 

La sospecha de que hay algo estructuralmente equivocado en la visión de homo faber es común a una creciente minoría en países capitalistas, comunistas y “subdesarrollados” por igual. Esta sospecha es la característica compartida de una nueva elite. A ella pertenecen personas de todas las clases, ingresos económicos, credos y civilizaciones. Ellas se han vuelto desconfiadas de los mitos de la mayoría: de utopías científicas, de conspiraciones ideológicas y de la expectativa de una distribución de bienes y servicios con algún grado de igualdad. Ellas comparten con la mayoría la sensación de estar atrapados. Ellas comparten con los demás la conciencia de que la mayoría de nuevas políticas adoptadas por amplio consenso llevan consistentemente a resultados que son flagrantemente opuestos a los objetivos planteados. Pero mientras que la mayoría prometeica de aspirantes a astronautas todavía evade el tema estructural, la minoría que surge es crítica del deus ex machina científico, de la panacea ideológica, y de la cacería de demonios y brujas. Esta minoría empieza a formular su sospecha de que nuestros constantes autoengaños nos sujetan a las instituciones contemporáneas como las cadenas de Prometeo lo sujetaban a su roca. La confianza esperanzada y la ironía clásica (eironeia) deben conspirar ambas a fin de exponer la falacia prometeica.

 

Se piensa a menudo que Prometeo significa “previsión”, o incluso a veces “aquél que hace avanzar a la Estrella del Norte”. Él engañó a los dioses quitándoles su monopolio del fuego, enseñó a los hombres a usarlo en la forja del hierro, se volvió el dios de los tecnólogos y terminó encadenado.

 

La Pitonisa de Delfos ha sido reemplazada ahora por una computadora rodeada de paneles y tarjetas perforadas. Los hexámetros del oráculo han dado lugar a códigos de 16 dígitos con instrucciones. El hombre como timonel ha cedido su puesto a la máquina cibernética. Surge la máquina definitiva para dirigir nuestros destinos. Los niños fantasean con pilotear sus naves espaciales alejándose del crepúsculo de la tierra.

 

Desde las perspectivas del Hombre en la Luna, Prometeo podría reconocer a la Gaia azul brillante como el planeta de la Esperanza y como el Arca de la Humanidad. Un nuevo sentimiento de la finitud de la Tierra y una nueva nostalgia pueden ahora abrir los ojos del hombre a la elección de su hermano Epimeteo en casar a la Tierra con Pandora.

 

En este punto, el mito griego se torna en profecía esperanzadora porque nos cuenta que el hijo de Prometeo fue Deucalión, el Timonel del Arca quien, al igual que Noé, remontó el Diluvio para convertirse en el padre de una nueva humanidad que él hizo de la tierra con Pirra, la hija de Epimeteo y Pandora. Estamos llegando a comprender el significado del Pythos que Pandora trajo de los dioses como algo opuesto a la Caja: nuestra Ánfora y Arca.

 

Necesitamos ahora un nombre para aquellos que valoran la esperanza por encima de las expectativas. Necesitamos un nombre para aquellos que aman a las personas más que a los productos, aquellos que creen que

 

No existen personas que no sean interesantes.

Su destino es como la crónica de los planetas.

 

Nada en ellas no es particular,

y un planeta no se parece a otro planeta.

 

Necesitamos un nombre para aquellos que aman la tierra en la que cada uno pueda encontrarse con el otro,

 

Y si un hombre viviera en la oscuridad

encontrando a sus amigos en esa oscuridad,

la oscuridad no dejaría de ser interesante.

 

Necesitamos un nombre para aquellos que colaboran con su hermano prometeico en el encendido del fuego y el moldeado del hierro, pero que lo hacen para ampliar su capacidad de atender, cuidar y servir al otro, sabiendo que

 

para cada quien su mundo es privado,

y en ese mundo un minuto excelente.

Y en ese mundo un minuto trágico.

Estos son privados.**

 

Sugiero llamar epimeteicos a estas hermanas y hermanos esperanzados.

 

** Los tres párrafos con versos de Yevgeny Yevtushenko han sido extractados de “Gente” del libro Poemas Seleccionados del mismo autor.

 

 

*Traducción de Hernando Calla del original: Ivan Illich, Rebirth of Epimethean Man, Ch. 7 of “Deschooling Society”, Harper & Row, New York, 1972, p. 151-167 (julio 2013)

 


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