En las fotos, es modelo. Más que modelo: una suerte de tótem feminizado. En su postura, en su mirada, en su presencia no existe la inhibición. Mira a cámara, traspasa el lente, el espacio, el tiempo y genera una fascinación extraña, entre el misterio y la determinación. “Su belleza era espinosa y severa: rasgos eslavos y ojos almendrados, una expresión vigilante de sexo y desprecio al mismo tiempo, como en la cara de un gato”, la describió Lorrie Moore en A ver qué se puede hacer. Su mirada atrae y espanta, seduce y ofende, endulza y maldice. Los hombres que la conocieron caían torpemente rendidos a sus zapatos. “Parecía una loba, una loba fascinante… Pensé que si la volvía a ver, me enamoraría de ella sin remedio”, dijo el brasileño Ferreira Gullar. Un poeta estadounidense amenazó con suicidarse si ella no le correspondía. Y nadie la olvidaba. Nadie.
Primero nació Leia, después Tânia, y a la tercera, la última, le pusieron Chaya: nació el 10 de diciembre de 1920, cien años atrás, en un pueblo del Imperio Ruso, hoy Ucrania, llamado Chechelnik. Los padres de las tres nenas eran Pinjas y Mania. Al año siguiente, decidieron huir debido a la inestabilidad política y la violencia social en ese territorio, entre la contrarrevolución, el antisemitismo y los pogroms que se desataron en los tiempos posteriores a la Revolución Rusa. La ruta de escape empezaba en Moldavia, luego Rumania y con unos pasaportes rusos llegarían a Brasil. Allí los esperaba la hermana de Mania y su esposo. Todos se cambiaron el nombre como si empezaran una nueva vida. A Chaya le quedó Clarice. Clarice Lispector. A sus cinco años la familia se volvería a mudar, esta vez a a Recife, Pernambuco, y más tarde, a sus catorce, a Río de Janeiro. Clarice ya era una niña más del Brasil.
Tenía nueve cuando murió su madre. Tenía sífilis. Contrajo la enfermedad en Ucrania, cuando fue violada por un grupo de soldados rusos. Era una mujer inteligente y sensible que dejó un diario íntimo lleno de textos literarios y que Clarice encontró de grande, poco tiempo antes de morir, algo que parecía haber buscado durante toda su vida porque la literatura no era un capricho ni un escape, la literatura lo era todo. Todas las Lispector escribían. Sus dos hermanas también. No su padre, Pinjas, en Brasil Pedro, que se reposaba sobre el costado racional del mundo: era matemático. La posición intermedia que encontró Clarice cuando terminó el colegio fue la abogacía. Mientras tanto, leía en la senda del placer y escribía para diarios y revistas de la época. Cerca del corazón salvaje, su primera novela, la publicó a los 21. Ganó el premio Graça Aranha. En su narrativa asomaba, tímida y a la vez arrogante, una gran carrera literaria.
El amor llega más allá de las circunstancias. Maury Gurgel Valente era un diplomático emplazado en el noreste de Brasil, en una base estratégica de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, que le proponía recorrer el mundo. Se casó, viajó —Italia, Suiza, Francia, Inglaterra, Estados Unidos—, gozó, se deprimió, aprendió a ser amable, a tragarse la bronca, a escupirla en una máquina de escribir. Tuvo dos hijos: Paulo y Pedro. En Brasil su narrativa llegaba a más lectores; era el único país que la estaba esperando. A los 39 años decide que ya es suficiente, se separa y deja de escapar, como diría Borges, de su destino sudamericano. Nunca cortó el lazo: siguió allí publicando sus libros, escribiendo notas periodísticas y algunos cuentos para diferentes medios. Y es allí, en Brasil, ya instalada definitivamente, año 1963, cuando se publica La pasión según G. H., su gran obra maestra, dirá la crítica. Para entonces era un mito viviente.
Marcelo Cohen tradujo Felicidad clandestina y en el prólogo sostiene que “Lispector buscaba sortear las órbitas del lenguaje alrededor de las cosas y para eso escribía como quien respira. Un escritor solo era para ella una persona que escribía todo el tiempo. ‘Cuando no escribo estoy muerta’, se la ve decir en un documental”. ¿La escritura como un estado de tensión con el mundo frente a la pasividad de estar vivo? Escribe Florencia García Alegre en un texto publicado en Polvo: “La definieron cristiana, aunque era judía. Osaron publicar que su nombre no era tal, que era el seudónimo de un hombre. La creyeron de derecha y también comunista, el misterio que define su obra detentó millares de teorías en torno a las manos que escribían todo eso”. Alrededor de su obra, las especulaciones; ¿y adentro? “Abrí la boca, estaba por decirles la verdad: no sé cómo es”, escribe Lispector en Felicidad clandestina, como si disfrutara de todo lo que despierta.
La escritora y profesora francesa Hélène Cixous se inclinó ante su literatura. Si Kafka hubiera sido mujer, si Rilke hubiera sido un judío brasileño nacido en Ucrania, si Rimbaud hubiera sido madre, si Heidegger hubiera podido dejar de ser alemán… Con ese tipo de metáforas intentaba describir cómo una mujer en un país tercermundista y periférico estaba creando algo novedoso, interesante, revelador. Hace tres años, en esta misma fecha y en este mismo medio, Tamara Tenenbaun escribió: “Su forma de escribir, calificada muchas veces directamente de vanguardista, torció los límites de los géneros, de lo que alcanza para contar una historia y lo que no e incluso de la gramática portuguesa. Lispector no se adaptó a ningún corset: inventó su propia concepción de lo que podía ser un cuento o una novela y de los límites poéticos de la prosa”.
La taza de café enfriándose, el cigarrillo humeando sobre el cenicero y los dedos frenéticos golpeando la máquina de escribir durante la madrugada entera. Con las pastillas de dormir controlaba el arrebato y le ponía un punto a la jornada. Pero una extraña madrugada de 1966 se despertó en el medio del fuego. Se había quedado dormida con un cigarrillo encendido en la cama y ahora las llamas amenazaban con quemarlo todo. Pudo rescatar algunas cosas escritas. Su mano derecha sufrió quemaduras enormes. Casi la pierde. “Lo que pasó fue muy triste y prefiero no pensar en eso. Todo lo que puedo decir es que pasé tres días en el infierno, donde, según dicen, va la gente mala después de la muerte. No me considero una mala persona. Lo experimenté en vida”, dice Lispector y se lee en Clarice: una vida que se cuenta, la biografía escrita por Nádia Battella Gotlib.
Joven, con una gran carrera por delante, con una larga lista de libros que podría haber escrito, Clarice Lispector murió a pocos meses de publicar La hora de la estrella y un día antes de cumplir 57 años. Cáncer de ovario. Fue luego de una prolongada internación a la que le saboteó algunos escapes. Río de Janeiro, Brasil, 9 de diciembre de 1977, diez de la mañana. Novelista, por supuesto; también cuentista, poeta, periodista, autora de libros infantiles, pintora abstracta… ¿qué más? “En Francia, la vieron como una filósofa; y por momentos da la impresión de que llamarla novelista es como llamar dramaturgo a Platón”, escribió Lorrie Moore. El encasillamiento a veces falla. Incluso políticamente. Dice Moore también: “Era una especie de feminista, pero había escrito una columna de consejos de belleza y tenía el clóset lleno de vestidos de diseñador, entonces no era una feminista querida por las feministas”.
¿Qué era, qué fue y qué es ese fenómeno literario y extraliterario, ese tótem feminizado, esa dama de hielo con la mirada de fuego? Dice Benjamin Moser en la celebrada Por qué este mundo: una biografía de Clarice Lispector: “Emergió del mundo de los judíos de la Europa del Este, un mundo de santones y de milagros que ya había experimentado las primeras señales de la fatalidad. Trasladó esa ardiente vocación religiosa en declive a un nuevo mundo, un mundo en el que Dios había muerto (…) El alma expuesta en su obra es el alma de una sola mujer, en la que se encuentra todo el alcance de la experiencia humana”. Hay una escena en su novela Felicidad clandestina en la que una niña encuentra papel crepé que le sobró a alguien de un disfraz para el carnaval y consigue, con esas sobras, hacerse el suyo. “Por primera vez en la vida, lo que siempre había querido: ser otra que yo misma”. ¿Acaso no es eso la literatura?