El confinamiento fue una situación difícil para todas, pero mientras muchas de nosotras pasábamos nuestros monótonos días enviándonos memes, entre aburridas y ansiosas de no estar haciendo nada, otras muchas tenían hijas o personas dependientes a cargo y estaban absolutamente desbordadas. Muchas madres, además de estar encerradas en casa como todas, tuvieron que compatibilizar jornadas completas de teletrabajo con jornadas completas de trabajo de cuidados. El hecho es que, en esta pandemia, se ha intensificado la carga del trabajo doméstico al reducirse – prácticamente suprimirse, durante el confinamiento – los cuidados socializados, con la excepción de residencias, hospitales y poco más. Escuelas, extraescolares y centros de día cerrados, la posibilidad de compartir el cuidado de las niñas con familiares, amigas o canguros anulada. La carga entera de la reproducción social recaía sobre las familias y, dentro de las familias, como siempre, generalmente sobre las espaldas de las mujeres. Justo cuando nos empezábamos a dar cuenta, como sociedad, de que el trabajo de cuidados es, en efecto, trabajo esencial en el sentido literal de la palabra, cosa que muchas mujeres ya sabían – entre ellas, las trabajadoras domésticas (Pimentel et. al., 2020) –, atendíamos a un drástico incremento del desamparo de los cuidados, tanto de las personas que necesitan cuidados especiales como de las personas que llevan a cabo estas tareas.
Si el trabajo doméstico familiar ha sido una pesadilla, no han tenido mejor suerte las trabajadoras domésticas asalariadas. Hace cosa de un mes, la BBC sacó un pequeño reportaje sobre la situación de las trabajadoras domésticas en España durante la pandemia con testimonios de trabajadoras internas que seguían aún confinadas en noviembre: a muchas no les han permitido salir de la casa donde trabajan desde marzo por temor al contagio. Mencionan también la despedida masiva de trabajadoras domésticas que, además, como señala Rafaela Pimentel en una entrevista de Edu de Olga y Antxon Arizaleta, no han podido acceder a ningún tipo de ayuda pública ni cuentan con indemnizaciones o paro, dado que mayoritariamente trabajaban sin contrato.
En resumidas cuentas, el panorama es el siguiente: madres absolutamente desbordadas, trabajadoras domésticas internas secuestradas en sus lugares de trabajo, trabajadoras domésticas despedidas sin ayudas ni derecho a paro… ¿Qué ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Para entender esta situación, tendríamos que analizar de dónde venimos y en qué condiciones tenían lugar los cuidados. En primer lugar, debemos advertir que nada de esto es completamente nuevo: las madres o personas con familiares dependientes a cargo ya estaban desbordadas antes de la pandemia, las trabajadoras domésticas ya estaban precarizadas y desprotegidas y las trabajadoras domésticas internas ya estaban prácticamente secuestradas en casas ajenas.
Las madres o personas con familiares dependientes a cargo ya estaban desbordadas antes de la pandemia, las trabajadoras domésticas ya estaban precarizadas y desprotegidas y las trabajadoras domésticas internas ya estaban prácticamente secuestradas en casas ajenas.
Este desamparo respecto de los cuidados y las personas que se responsabilizan de ellos, especialmente en el caso del trabajo doméstico, no ha surgido de la pandemia. Lo único que ha hecho la pandemia es llevar todo esto al extremo. Varias autoras llevan años analizando estos fenómenos, entendiendo nuestra situación como una crisis de los cuidados. Cristina Carrasco, Cristina Borderías y Teresa Torns lo explican así:
“El incremento en la esperanza de vida y el envejecimiento de la población en los países ricos, junto a la cada vez mayor participación laboral de las mujeres y la escasez de oferta pública de servicios de cuidados, han provocado lo que ha venido a denominarse “la crisis de los cuidados”, poniendo de manifiesto que la oferta de los cuidados de las mujeres no es infinita (…) De forma más amplia, la crisis de los cuidados se entiende como un complejo proceso de reorganización de los trabajos de cuidados, que continúa descansando mayoritariamente sobre las mujeres, pero que cada vez más es incapaz de responder a las necesidades de cuidados de las personas”.
Básicamente, el tema es el siguiente: ¿Qué pasa cuando las mujeres, que somos quienes tradicionalmente nos hemos ocupado del trabajo doméstico de forma gratuita y sin reconocimiento, entramos masivamente al mercado laboral? Como nadie asume las tareas que realizábamos, lo que nos encontramos es, por una parte, este desamparo de muchas de las personas que requieren cuidados especiales y, por otra parte, esta doble jornada de trabajo para muchas mujeres, mientras que en las familias de clases acomodadas se externalizan estas cargas a otras mujeres (migrantes y de clases más bajas), a menudo en unas condiciones precarias y de aislamiento que fomentan todo tipo de abusos.
Como señalan las autoras antes citadas, la crisis de los cuidados en los países del Norte ha originado procesos migratorios de mujeres de los países del Sur Global hacia países más ricos ofreciendo trabajo de cuidadoras en lo que vendría a ser un expolio de cuidados de los países de la periferia por los países del centro. A su vez, este expolio provoca lo que Silvia Federici llama una crisis dentro de la reproducción social de las poblaciones de África, Asia y Latinoamérica. Se trata de “una nueva división internacional del trabajo que se aprovecha del trabajo de las mujeres de estas regiones en beneficio de la reproducción de la mano de obra «metropolitana»”. Tal y como argumenta la autora, esta apropiación por parte de los países del centro del trabajo reproductivo de las mujeres de los países de la periferia habría permitido “liberar” a ciertas mujeres para producir más trabajo exo-doméstico a costa de encerrar a otras mujeres, las migrantes, para cubrir las necesidades de cuidados de las clases acomodadas de los países ricos dejando desatendidas estas mismas necesidades en las poblaciones de otros países.
La crisis de los cuidados en los países del Norte ha originado procesos migratorios de mujeres de los países del Sur Global hacia países más ricos ofreciendo trabajo de cuidadoras en lo que vendría a ser un expolio de cuidados de los países de la periferia por los países del centro.
Con todo, lo único que ha ocurrido en esta pandemia es que el confinamiento ha intensificado una crisis y unas problemáticas que ya arrastrábamos desde los años 70-80. Pero… ¿De dónde viene esta crisis de los cuidados? ¿Qué sucedió en los años 70-80? ¿Dónde nos encontrábamos antes? Para comprender la complejidad de la situación actual respecto al trabajo doméstico y la crisis de los cuidados, debemos remontarnos mucho más atrás e incluso intentar comprender el origen del trabajo doméstico tal y como lo conocemos y su lugar en nuestro sistema económico.
En contra de lo que se podría pensar, el trabajo doméstico no es un trabajo inmutable que haya existido desde el principio de los tiempos ni una reminiscencia precapitalista, sino una forma históricamente específica de trabajo que, según Silvia Federici (2018: 69-70), se habría originado en su forma actual a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Para Federici (2018: 60), el trabajo doméstico es un producto histórico fruto de la separación entre producción y reproducción, trabajo retribuido y no retribuido, que no habría existido en sociedades precapitalistas que no estaban gobernadas por la ley del valor de cambio. En efecto, en una economía de subsistencia, todo el trabajo (o, al menos, el núcleo de la economía) está destinado a la reproducción de la vida y no a la acumulación, es decir, no se trabaja produciendo mercancías a cambio de un salario sino produciendo valores de uso para el autoconsumo, de manera que, aunque pueda haber una división sexual y social del trabajo, no existe esta separación y diferenciación entre el trabajo reproductivo y productivo (no existe esta barrera que dicta el salario).
Aunque esta separación entre producción y reproducción se impone con el inicio del capitalismo, la figura del ama de casa, trabajadora doméstica familiar a tiempo completo, no aparece hasta una fase más madura de este sistema, coincidiendo con lo que Marx analiza como el paso del plusvalor absoluto al plusvalor relativo (Federici, 2010 [1998]: 151). A pesar de que Karl Marx no analizó el nacimiento de la figura del ama de casa, ya que apenas empezaba este proceso estando él en vida, sí supo ver cómo se comenzaba a dar el paso de un tipo de explotación que producía plusvalor mediante la máxima prolongación de la jornada laboral (plusvalor absoluto) –y, añado yo, del máximo número de personas, incluyendo mujeres y niñas– a un tipo de explotación cuyo plusvalor surgía de la reducción del tiempo de trabajo necesario resultante del incremento en la productividad (plusvalor relativo) (Marx, 2017 [1867]: 388) y que, añado, permitía reducir el número de personas trabajando directamente para el capital, renunciando a la explotación directa de mujeres y niñas. Con todo, se trataba de una mejora en las condiciones de trabajo sin una reducción en la tasa de ganancia de los capitalistas.
Aunque esta separación entre producción y reproducción se impone con el inicio del capitalismo, la figura del ama de casa, trabajadora doméstica familiar a tiempo completo, no aparece hasta una fase más madura de este sistema.
Aunque esto estaba posibilitado por el progreso técnico (vinculado a un mayor grado de explotación de la naturaleza), este cambio se debía también a la posición que había logrado ocupar la clase obrera en la lucha de clases: la organización y las insurgencias de la clase obrera y, finalmente, sus revoluciones en varios países del mundo forzaron a la clase capitalista a hacer concesiones importantes a las demandas de las organizaciones obreras. Además, como señala Hobsbawm (2012 [1994]), las catástrofes económicas internacionales de principios de siglo XX, a las que solo la URSS parecía ser inmune, hicieron quebrar la doctrina de la no intervención del liberalismo clásico e impulsaron la introducción de mecanismos de planificación o intervención estatal en la economía de los países capitalistas.
En este contexto, los sindicatos y las fuerzas políticas socialdemócratas pudieron encontrar un terreno común con la clase capitalista para fundar un nuevo régimen basado en el salario familiar (salarios suficientemente altos para poder mantener a toda la familia solo con el sueldo del hombre) y la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado (con la excepción de los periodos de guerra). Su exclusión del mercado laboral no solo ayudaba a que los salarios no fueran a la baja sino que permitía una posición mucho más cómoda a los hombres obreros casados, que tenían una trabajadora doméstica a su disposición a tiempo completo. Desde el punto de vista de los capitalistas, esto representaba, además, una inversión en la reproducción de la fuerza de trabajo que podía repercutir, a corto plazo, en la productividad de los obreros y que, a largo plazo, podía suponer un incremento de la fuerza de trabajo disponible. En un texto titulado Women, the Unions and Work, or… What is Not to be Done, Selma James relata cómo los sindicatos escoceses habían impulsado un acuerdo con las patronales para que no les diesen trabajo a las mujeres casadas, planteando además que esto no era una rareza de Escocia sino una estrategia generalizada de los sindicatos, que habrían estado protegiendo a la clase a expensas de las mujeres. Dejando atrás sus altas tasas de participación en el trabajo asalariado en los inicios de la revolución industrial, las mujeres de las incipientes clases medias perdieron su independencia económica y pasaron a trabajar en sus casas en condiciones de aislamiento: es el momento fundacional del ama de casa a tiempo completo. Para que nos situemos, un momento culminante de este proceso de transición hacia el nuevo régimen basado en el salario familiar es el New Deal en los Estados Unidos.
¿Qué hizo acabar con el régimen del salario familiar? Por una parte, Silvia Federici (2018: 63) muestra cómo el avance del movimiento feminista y las luchas de las mujeres a escala internacional en los años setenta quiebran este “contrato social” que se había consolidado con la estrategia fordista y el New Deal al impulsar la entrada masiva de las mujeres en el mercado laboral. Por otra parte, a partir de los años 70-80, se empieza a construir un nuevo orden económico internacional neoliberal en respuesta a la crisis del petróleo del 73, a la que parecía imposible aplicar soluciones keynesianas, así como al derrumbe del denominado “socialismo real”. Aunque este proceso es mucho más complejo y hay muchos más factores que intervienen, el caso es que hay un retroceso en el poder de presión de la clase trabajadora respecto de las condiciones laborales y, con el avance del neoliberalismo (y, más adelante, con la crisis del 2008), una parte importante de las clases medias (de la aristocracia obrera y la pequeña burguesía) se empiezan a proletarizar. En esta situación, pues, ya no hay lugar ni para el salario familiar ni para el ama de casa, pues, como sabemos todas, un salario simplemente ya no da para tanto.
Federici muestra cómo el avance del movimiento feminista y las luchas de las mujeres a escala internacional en los años setenta quiebran este “contrato social” que se había consolidado con la estrategia fordista y el New Deal.
Sabiendo como todo esto termina en las crisis dentro de la reproducción social de las que hablábamos antes –con el desamparo de las personas que requieren cuidados especiales, la doble explotación de mujeres con hijas o personas dependientes al cargo, el expolio de cuidados de la periferia por el centro, los abusos laborales a las mujeres migrantes que trabajan en hogares, etc. – no parece que la incorporación de las mujeres al mercado laboral fuese una opción liberadora, especialmente si no iba acompañada de una reestructuración económica y social que tuviera en cuenta la reproducción social. Como ya venía avisando Mariarosa Dalla Costa en 1972 en su influyente texto Las mujeres y la subversión de la comunidad, aunque las condiciones laborales de aislamiento de las amas de casa y su separación respecto a la producción socializada directa dificultasen su rebelión, tampoco convenía seguir el mito de la liberación a través del trabajo:
“El capital se está apoderando del ímpetu mismo que creó un movimiento –el rechazo de millones de mujeres del lugar tradicional de la mujer– para rehacer la fuerza de trabajo incorporando cada vez a más mujeres (…) El reto que enfrenta el movimiento de mujeres es el de encontrar formas de lucha que, a la vez que liberen a las mujeres de la casa, eviten, por un lado, una esclavitud doble y, por otro, nos impidan llegar a otro nuevo grado de control y regimentación capitalista. Esta es, en definitiva, la línea divisoria entre reformismo y política revolucionaria dentro del movimiento de las mujeres” (Dalla Costa, 1979[1972]: 63-64).
La situación actual demuestra que Dalla Costa estaba en lo cierto. Debemos, pues, retomar estos esfuerzos de liberación aprendiendo de las experiencias del pasado y entendiendo la situación en la que nos encontramos hoy a la hora de plantear horizontes feministas para el futuro.
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