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La izquierda sin sujeto (r)

León Rozitchner  :: 21.12.20

«En tanto que nosotros les decimos a los obreros: ‘Vosotros tendréis que pasar por quince, veinte, cincuenta años de guerras civiles y guerras nacionales, no meramente para cambiar vuestras condiciones, sino con el fin de cambiaros vosotros mismos y volveros aptos para el poder político’».
-Marx, 15 de setiembre de 1850-

La izquierda sin sujeto

León Rozitchner

Lobo Suelto

20.12.2020

 

«En tanto que nosotros les decimos a los obreros: ‘Vosotros tendréis que pasar por quince, veinte, cincuenta años de guerras civiles y guerras nacionales, no meramente para cambiar vuestras condiciones, sino con el fin de cambiaros vosotros mismos y volveros aptos para el poder político’».

Marx, 15 de setiembre de 1850

 

La rigidez no es un atributo sólo de la derecha, así como el realismo no es una virtud que convenga siempre a la izquierda. Es fácil verificarlo: los que están a la izquierda —muchos de ellos— se complacen en hablar de las «leyes de la dialéctica», de las «leyes del desarrollo económico», de las «leyes de la lucha de clases» y de la «necesidad histórica de la Revolución», todo lo cual encuentra su término en una certeza final: el necesario tránsito del capitalismo al socialismo. La lógica es aquí de hierro: cada revolución que triunfa confirma el determinis-mo de la historia. Pero ¿esta certeza es para nosotros suficiente? Porque, cabe preguntarse: cada revolución que no llega a realizarse, cada revolución que fracasa, ¿qué determinismo niega? ¿A cuenta de qué irracionalidad debe ser colocada? ¿Quiere decir, en resumidas cuentas, que no era entonces necesaria?

No es que querramos convertirnos en una excepción a la ley histórica. Sucede solamente que por ahora nuestra propia realidad nacional, así ordenada y regulada por esa necesidad irónica a la que también estaríamos sometidos, se niega tenazmente a seguirla sin más, para cer- tificar lo cual basta una mera inspección de lo que a nuestro alrededor aparece dado. Pero lo dado, a pesar de que su rostro no sea el que promete la esperanza que racionalmente depositarnos en él, para el optimismo obcecado de cierta izquierda tiene necesariamente que dejarse regular por estas leyes y esta necesidad exterior la cual, sin embargo, no alcanzamos a ver ni cómo ni cuando orientarán y dirigirán un proceso que nada por ahora anuncia. ¿Deberán ellos, los optimistas, quedarse empecinadamente con la racionalidad, para permanecer nosotros, que señalamos la carencia, atados a lo irreductible, a lo irracional? El punto común de partida es el siguiente: el «deber-ser» está, por definición, en este ser actual. Hasta aquí se justifica la confianza en la razón. Pero confesemos lo que ellos no se atreven, lo que nos falta para dar término al proceso: que no sabemos cómo ponerla en marcha, cómo hacer para hacemos cargo y cumplir esta obligación de cuya realización estamos, unos a otros, todos pendientes.

Para salvar el escollo parecería que esta izquierda optimista también está teóricamente a cubierto y tiene a las «leyes de la dialéctica» de su lado: ¿acaso no hay —se dice— salto cualitativo del capitalismo al socialismo? Pera ni tanto ni tan poco: ese salto no es un brinco que con la imaginación vayamos a pegar sobre el vacío. Ése salto imaginado es un tránsito real que, de no ser enfrentado, encubre con su vacío el trabajo y la reflexión que todavía no fuimos capaces de crear. Constituye, digámoslo, el núcleo de irracionalidad vivida que nuestra izquierda es todavía incapaz de reducir, de convertir en racional.

 

 

Para no perturbar la certidumbre racional en la que se apoya la ineficacia de izquierda, y que de alguna manera nos alcanza su propio consuelo, ¿deberemos acaso ocultar el abismo que separa nuestras esperanzas de una realidad que no se deja guiar, lo comprobamos a diario, por el modelo con el que la pensamos? Porque el fracaso y los zig-zag de la izquierda, los seudopodios que emite hacia afuera para reconocer sus posibilidades de acción, la heroicidad individual o de grupo que segrega e intenta iniciar el proceso por su cuenta, vuelven a señalar la carencia de una elaboración común, de un sentido pensado en función de sus fuerzas y de su realidad: sacrificio estéril que puede ser grato al auto-aprecio que tenemos para con nosotros mismos, pero no ante la objetividad precisa de los hombres.

El hecho al cual llegamos, por demás decepcionante, es éste: par más que juntemos todas las racionalizaciones parciales de la izquierda, con todas ellas no hacemos una única racionalidad valedera. ¿No sera esta inadecuación la que impide que la realidad vaya a la cita que nuestra racionalidad quiso darle?

Debería ser evidente que las interpretaciones teóricas reducidas a lo político-socio-económico no bastan para justificar el hecho de que la revolución, tan esperada entre nosotros, no haya acudido a las innumerables citas que la izquierda le dio. Todas éstas son explicaciones con exterioridad, donde la distancia que media entre el contenido «objetivo» —datos económicos, políticos, históricos, etc.— hasta llegar a la densidad de nuestra realidad vivida, deja abierto un abismo de incomprensión que no sabemos cómo llenar. ¿Qué agregar a la necesidad ya descubierta a nivel teórico en la experiencia histórica del marxismo para que sea efectivamente necesaria? ¿Cómo llenar ese déficit de realidad por donde las fuerzas represivas y la inercia de la burguesía desbaratan, entre nosotros, toda teoría revolucionaria? ¿Cómo producir esa síntesis que nos lleve al éxito, cuya fórmula racional, el apriorismo revolucionario parecería habernos dado, pero que no nos llega con los detalles precisos que permitan encaminarla en la sensibilidad de nuestro propio proceso social? El problema sería éste: el marco «formal», teórico, de la revolución socialista, que juega para nosotros como un a priori — puesto que no surgió de nuestra experiencia sino de una ajena— está ya dado, para todos, en su generalidad. Pero su necesidad efectiva sólo aparecerá para nosotros aposteriort, cuando nuestra experiencia lo certifique: cuando realmente la revolución se haya realizado. Pero si vamos viendo que la racionalidad ya dada, tal cual la recibimos, no nos sirve para hacer el pasaje a la revolución ¿para qué confiar en ella, podría preguntarse, puesto que sólo se la descubriría como necesaria sólo una vez que la revolución fuese hecha, pero mientras tanto no? Entre lo pensado y lo real estamos nosotros, absortos en el pasaje. Así sucede con la «novedad» que nos sorprende en cada revolución inesperada: estalla allí donde la necesidad racional en la forma general con que la utilizamos, no establecía la imperiosidad de su surgimiento. ¿Cómo, entonces, fue posible? ¿Fue la suya una irrupción contra la razón? Y si no, ¿quién creó la nueva racionalidad de ese proceso innovador? ¿Cómo fue posible que nuestra racionalidad no la contuviera? Se entiende que con esto no queremos negar la racionalidad marxista; sólo queremos mostrar que una racionalidad a medias es a veces más nefasta que la falta completa de racionalidad. Y por eso nos preguntamos: ¿no será que pensamos la revolución con una racionalidad inadecuada? ¿No será que vivimos la racionalidad aprendida del proceso revolucionario fuera del contexto humano en el que la racionalidad marxista desarrolla su pleno sentido? ¿No será que estamos pensando la razón sin meter el cuerpo en ella?

La pregunta que me planteo, necesariamente teórica, es entonces ésta: ¿de qué modo comenzar a comprender esta realidad, de qué modo modificamos para hacer surgir en su seno ese futuro revolucionario que, preciso será reconocerlo, somos por ahora tan incapaces de pro-

 

 

mover como de despertar en los demás? ¿Cómo hacer para que lo que cada uno de nosotros asimila de esta realidad cultural nos hable, nos forme, nos prepare como hombres incompatibles con esta realidad misma que sin embargo nos constituye? El problema es temible: ¿cómo poder producir nosotros lo contrario de lo que el capitalismo, con todo su sistema productor de hombres, produce? Dicho de otro modo:

¿cómo remontar la corriente de la disolución, esta degradación de lo humano que parece estar inscripta en la necesidad de su desarrollo?

¿Cómo introducirnos nosotros en ese breve margen que, entre sístole y diástole, se abre en cada hombre como para que la revolución sea sentida como su propia necesidad?

 

I

 

Tratemos, a partir de este planteo, de comprender sintéticamente el problema que enfrenta toda «cultura revolucionaria». Si el objetivo que se persigue es la formación de hombres adecuados al trabajo de realizar la revolución, sabemos entonces proponer algunos supuestos básicos que no se detengan sólo en el plano político sino que deben alcanzar también al sujeto que interviene en él.

 

La tarea no es simple: para lograrlo es preciso vencer el determinismo de clase que lo abstrajo al hombre de su relación con la totalidad del proceso: devolverle lo que el sistema le sustrajo. La eficacia que buscamos para actuar dentro del sistema capitalista requiere tornar evidente la estructura del campo total en el cual cada acto se inscribe.

 

Esta necesidad de superar la contradicción en la que los individuos de una clase se encuentran respecto de otra, se halla sometida a formas de solución oficiales, respecto de las cuales las verdaderas soluciones aparecen como clandestinas y fuera de la ley. Las soluciones ratificadas por la cultura burguesa, adecuadas a sus categorías de ordenamiento y de acción; son las que mantienen, en vez de resolver, estos desequilibrios. El individuo sometido al sistema de producción capitalista — producción de objetos tanto como producción de ideas— encuentra preformados en la cultura que recibe —en sí mismo— aquellos modelos de solución que vuelven nuevamente a sumirlo en el conflicto y a condenarlo a la frustración y a la falta de salida.

 

 

Es, por otra parte; impedirle tomar conciencia de su propia unidad como centro integrador de toda referencia al sistema que sin embargo pasa por él. El hombre escindido de la cultura capitalista —en cuerpo y espíritu, en naturaleza y cultura, en oposición a los otros, y todo dentro de sí mismo— sólo puede adaptarse y establecer escindidamente su coherencia con la estructura del mundo burgués al cual refleja. Esta falsa coherencia, la única ofrecida como posible, deja fuera de sí, como ilícita, la única esencialmente humana: la que se basa en el reconocimiento del hombre por el hombre.

Algunos niveles de este proceso de sometimiento están ya sujetos a la crítica —por ejemplo, en la estructura económica, política, pero aquí mantienen su sentido sólo dentro de la abstracción científica capitalista, sin sintetizarla a nivel humano. Por el contrario, en otros niveles este trabajo crítico todavía no fue hecho: aquél, por ejemplo, que analice la correspondencia y la homogeneidad que existe entre a) el individuo producido por la cultura burguesa y b) las formas justificatorias del proceso de explotación que esa cultura adopta a nivel de las formas de la afectividad, de las categorías de la acción y del pensar, etc. La dificultad de este análisis es evidente: significa la puesta en duda radical de uno mismo y reconocer hasta qué punto, profundamente, hemos sido constituidos por ellas.

 

La única salida —pensada a nivel teórico y más general— consiste en suplantar el ordenamiento humano burgués (contradictorio no sola- mente a nivel lógico, sino destructor del hombre a nivel humano) por una racionalidad y organización revolucionaria (coherente en ambos niveles) que le permita al individuo concebir ese comienzo de coherencia que dé sentido revolucionario a su actividad en todos los niveles de la realidad social. Este proceso no abarca sólo el sistema económico de producción, sino también el orden que aparece en las categorías de pensar y de sentir que genera a nivel individual.

Cuando hablamos de racionalidad no nos referimos entonces a la racionalidad abstracta, puro esquema ideal que ningún cuerpo anima; sino a una teoría que, en tanto esquema de conciencia, englobe lo sensible del individuo, su forma humana material, hasta alcanzar desde ella un enlace no contradictorio con la materialidad sensible de los otros. Esto requiere, como objetivo, el tránsito hacia un sistema humano de producción que le dé término.

 

Marx no habla sólo de las condiciones materiales de producción en el sentido «economicista» de los términos: toda sociedad humana no es productora básicamente de cosas, sino productora de hombres. Todo sistema de producción entra en crisis porque su producción de

 

 

hombres, que involucra la producción de las cosas y las técnicas y las relaciones adecuadas (hombres divididos, hombres sin satisfacción, hombres sin objeto) producen la crisis. Fuerzas productivas y formas de producción son formas humanas. Es verdad que el sentido de la producción de hombres se revela en el modo como los hombres se objetivan en las cosas: en cómo las producen y son, indirectamente, producidos por ellas. Aquí nos volvemos a preguntar: ¿hemos desarrollado, nosotros, los que militamos en la izquierda, nuestra propia fuerza productiva? ¿O estamos, privilegiadamente, al margen del sistema de producción?

 

La cultura burguesa, se va viendo, abre en el hombre un ámbito privado, íntimo —unido a lo sensible— separándolo del ámbito social —el orden racional, lo externo— que sin embargo lo constituyó. Mantener esta separación en el militante de izquierda, dejar librado a la derecha lo que se piensa que es efectivamente el nido de víboras del sujeto, significa introducir y sostener un componente irracional en el seno de una racionalidad que engloba sin comprender, tanto lo objetivo como lo subjetivo. Y esto a pesar de que esta racionalidad pretenda pasar por revolucionaria. Semejante separación, en el centro mismo del hombre, lo desconecta del proceso histórico que lo produjo. Esta racionalidad al garete, excéntrica, que nunca encontrará entonces la tierra firme de una subjetividad, queda a merced de toda autoridad y sirve de ingenuo apoyo a toda política oportunista en el seno de la izquierda. Escisión que nos condena a buscar la coherencia racional en el orden social — proceso de producción económica, científica, etc.— sin poner la propia significación personal en el proceso, nos lleva a la búsqueda de una comunidad humana posible pero abstracta, sin contenido, que desaloja el índice subjetivo que aparece en lo sensible —a la persona misma en lo que tiene de más propio— como punto de apoyo para alcanzar los fines proclamados. Sólo le queda una racionalidad aprendida, coagulada, para alcanzarlo. Lo subjetivo, lo contenido, lo aparentemente irreductible a los otros porque se transforma en el lugar de la desconfianza, se convierte así, aún dentro de la izquierda, en un ámbito clandestino donde se elabora la dialéctica cómplice del compromiso, de lo no con-fesable ni transformable: aquello que persiste igual a sí mismo pese a todo proyecto político y a todo cambio social. Aquí se yerguen, indomables, las categorías burguesas que perseveran en el revolucionario de izquierda. Y son estas mismas categorías, que se pretendía haber radiado, las que siguen determinando la ineficacia de izquierda: porque nos dejan como único campo modificable lo que la burguesía estableció como objetivo, como visible, como externo: ese campo social sin subjetividad, sin humanidad, donde el hombre —a medias, incomprensible para sí mismo, inconsciente de sus propias significaciones y relaciones— mira y actúa sin comprender muy bien quién es ese otro con el que debe hacer el trabajo de la revolución. Así podremos darnos la presunción de actuar, hasta de jugarnos la vida, pero en realidad mantenemos tajante, burguesía mediante, la oposición creada entre el sujeto y la cultura, que es el fundamento de la alienación burguesa. La forma cultural burguesa nos separa, contra nosotros mismos, desde dentro de nosotros mismos.

 

 

 

Toda cultura revolucionaria debe, entonces, volver a anudar esa relación fundamental quebrada en el sistema escindente y dualista de la burguesía para que el individuo pueda convertirse él mismo en índice cierto, en creador y verificador de la realidad.

El descubrimiento de esta relación que yace oculta en nuestra cultura no se da inmediatamente: es, como sabemos, producto del análisis, de una experiencia reflexiva que enlaza lo visible a lo invisible —quiero decir, a lo que por no verse tampoco se sabe. Pero es preciso agregar que no es producto de cualquier análisis, sino de aquél que liga al sujeto con la actividad transformadora de la realidad, cosa que sólo se logra en función de una organización racional revolucionaria. Porque esta organización es el único ámbito de conocimiento que, desbaratando los falsos límites racionales de la burguesía; comienza a elaborar una racionalidad adecuada a la – solución de sus contradicciones, puesto que es el único que contiene la necesaria modificación de todo el sistema para darles término.

 

La organización revolucionaria que, concebida como organización política, gana paulatinamente todos los campos de la realidad social y los engloba en una actividad única —económicos, gremiales, científicos, familiares, etc.— no hace sino extender y prolongar esta racionalidad incipiente que tiene, en tanto proceso de verificación, la forma de hombre. Es precisamente en esta forma humana donde la necesidad sensible, pero acordada a los otros, verifica su entronque con las formas racionales de producción.

Sintetizando: toda cultura revolucionaria supone el descubrimiento de la escisión, de la incoherencia y del conflicto individual a nivel del sistema productor de hombres de la burguesía. Pero queremos acentuar aquí sobre todo otro aspecto: también supone descubrir la tenaz persistencia de las categorías burguesas en el sujeto revolucionario —y que no se corrigen por la sola participación en un proyecto político de mortificación del mundo. Este peligro caracteriza a nuestras formaciones de izquierda: como no hemos podido pasar a la realidad, nos encontramos aún realizando la tarea de tornar concreta nuestra decisión, eme se mantiene todavía a nivel imaginario: pasar de nuestra pertenencia a la burguesía hacia el ámbito de la revolución. Pero puesto que todavía no hemos encontrado cómo hacerlo y, por lo tanto, necesariamente formamos sistema con el sistema de burguesía, no hemos podido verificar la certidumbre de este pasaje. Lo que planteamos viene a querer decir lo siguiente: ¿cómo darnos un índice objetivo para leer nuestra inserción efectiva en el proceso revolucionario? Muchos, por el mero hecho de la militancia, ya lo tienen resuelto. Pero participar en las diversas organizaciones de izquierda no es una garantía para afirmar que estamos en la verdad del camino. Y podríamos agregar: la lectura «científica» de la realidad objetiva aunque sea «Marxista», tampoco es un signo suficiente, si bien es necesario, pues siempre será una lectura en perspectiva —para mí, para varios, para un partido— respecto de aquéllos en quienes esos índices adquieren relevancia y significación.

En este trabajo acentuaremos los caracteres que definen la actividad del sujeto. Este acentuamiento tal vez nos lleve a pecar por exceso, puesto que pondremos como fondo, sin destacarlos, las procesos colectivos ya suficientemente subrayados por la actividad crítica de la izquierda.

 

II

 

 

 

Por qué se necesita la radicalización de lo subjetivo en el proceso revolucionario.

Si creyéramos en la cultura revolucionaria a la manera como la burguesía cree y ejerce su poder de formación de hombres, la cosa sería fácil: bastaría con darle al sujeto aquello que, proviniendo de la cultura, sirve para ubicarlo en el proceso de la división del trabajo social, precisando su tarea y colocándolo en su sitio.

Pero no es ese el objetivo de la izquierda. Mediante este procedimiento los fines burgueses se logran, pero los fines marxistas se pierden: no se lo convierte al sujeto en activo reorganizador de la cultura que asimila. Por el contrario, se lo pasiviza. No hay misterio en este resultado: la ideología burguesa que atraviesa toda nuestra cultura es la contraparte necesariamente adaptada a un sistema de producción que requiere del sujeto una adhesión plena y limitada a los objetivos del sistema. Esta ideología se hace sustancia en el sujeto, se encarna como modo de ver en él: no le permite hacerse cargo de su propio proceso de formación. La ideología burguesa remacha la adhesión del sujeto al mundo que lo produjo, haciendo que su conciencia prosiga, inmutable, el camino de su «naturalidad»: su vida es directamente histórica, no toma conciencia de su llegar a ser consciente; refleja meramente el mundo que la produjo. Esta vida que se asienta en la ingenuidad de su cultura considerada como absoluta es la conciencia inmediata, sin reflexión, que no introdujo en su propia actividad consciente aquello que le permitiría su pleno ejercicio: el saber de la formación de sí misma. Queremos decir: no deshizo la trampa de la cultura que la formó. El sujeto no se convierte aquí en el lugar en el cual se elabora la verificación de la cultura. ¿Cómo podría hacerlo si la adecuación aparece para él invertida? Su persona no está adecuada al mundo, piensa porque el mundo la introdujo —lo cual le permitiría modificarla modificando al mundo— sino porque coincide, milagrosamente, desde el punto de vista del sujeto, con la estructura social. Tal para cual: la propia subjetividad es confirmación de la ancha y común objetividad. Este aparente milagro de la adecuación del individuo a la burguesía, que inmoviliza la subjetividad, encuentra su plácida confirmación en la afirmación de sí mismo como absoluto, certeza de ser que se confunde con la permanencia acorde del mundo objetivo capitalista.

Pero las cosas no varían solamente porque se haya cambiado la coincidencia «milagrosa» del sujeto con el mundo capitalista por la coin- cidencia «milagrosa» con el mundo de la revolución. Primero, porque el hombre que quiere hacer la revolución viene de la burguesía, y si hubiera coincidencia inmediata, sin proceso, entre lo subjetivo de la persona burguesa y lo objetivo de sus ideales revolucionarios, señal sería de que estamos en un equívoco: no podemos con el ser burgueses darnos sin más una estructura racional revolucionaria verdadera a nivel político: con el contenido sensible burgués no podemos encontrar la forma revolucionaria adecuada. Este tránsito es un trabajo, pero no de-legable: para realizarlo debemos participar en una dialéctica que elabore el pasaje y, movilizando las significaciones vividas en nuestra propia formación burguesa, las debemos hacer participar en un proceso paulatino de modificación. No hay una fórmula para todos; el tránsito es necesariamente único porque cada uno tiene, por sí mismo, que deshacer el sentido que aparece dado en un orden, e inscribirlo en otro. Aquí se abre el ancho mundo de las complicidades y renunciamientos, que no siempre nos atrevemos a enfrentar. Porque este proceso significa, al mismo tiempo, modificación de todo el contenido subjetivo, de las estructuras racionales y afectivas de toda la persona de izquierda, ¿cómo podríamos decir que hay una racionalidad que desde el individuo se prolonga para continuarse, coherente, con la revolución, si la razón no deshace las trampas de nuestra clandestinidad y nos ordena de otro modo? Esta clandestinidad que la burguesía

 

 

abrió en nosotros no es solamente el lugar de la complicidad: es la morada del deslinde histórico, de una temporalidad que sentimos infinita, radicalmente opuesta a la histórica, porque es el lugar de la ensoñación donde yacen todos los anhelos incumplidos, todas las frustraciones abandonadas (hacia afuera) pero conservadas (hacia adentro). Pasar de lo infinito a lo finito, de lo imaginario a lo real: esta tarea antes asignada a los dioses, esta conversión del cielo propio en la tierra común es, ni más ni menos, la cura que la revolución trae al hombre. Sí, es cierto que parece exagerado: pero ¿cómo el hombre enfrentaría por la revolución la muerte si en ello no le fuera la vida?

Volvamos nuevamente a la formulación más general: para ir con nuestra conducta incidiendo en el mundo de la burguesía para arrastrarlo hacia la revolución no hay otra salida: tenemos que convertirnos, a partir de las formulaciones más amplias que la teoría y la actividad revolucionaria nos adelante, en el lugar activo de la verificación de las estructuras burguesas sobre las cuales nos toca incidir. Y esa primera encarnación de la estructura burguesa que enfrentamos, ¿no lo somos acaso, nosotros mismos? ¿No somos, al mismo tiempo, obstáculo y remoción? ¿No hemos sido, de punta a punta, de pelos a uñas, hechos por ella? Pero no decimos que haya que modificarse primero uno, para pasar luego a lo otro. Decimos que en la modificación que perseguimos en el mundo debemos jugar nuestra propia transformación: debemos objetivarnos hasta tal punto en lo que hacemos como para enardecer las cosas del mundo, porque habremos pasado nosotros mismos a las cosas. Lo contrario sería condenarnos a la ineficacia, o creer que basta con el esquemita racional de la teoría marxista para actuar en la actividad política, mientras se posterga esa otra modificación sensible para tiempos de menor urgencia. Justamente lo mismo que hace la burguesía con los principios ideales siempre transgredidos: el ser del hombre podría esperar hasta que termine el proceso revolucionario y todo, entonces sí, esté preparado para recibirlo. Hasta que nos sorprenda la muerte.

Sospechamos que sin esta transformación el proceso no es efectivamente revolucionario. Sostengo que sin modificación subjetiva, sin ela- boración de la verdad de la situación total en la que participa el hombre, no hay revolución objetiva. En todo caso: no hay revolución en el sentido marxista.

Para resumirlo en pocas palabras: pasar de la cultura burguesa a la cultura revolucionaria significa enfrentar la siguiente dificultad básica:

 

Podríamos pensar que la primera dificultad; aunque parcialmente, se ha ido resolviendo. Pero el sentido con que fue resuelta depende, es forzoso, de cómo se haya enfrentado la segunda dificultad. Pensamos que si tampoco se realizó entonces bien la primera tarea, esto sucede porque de todo el proceso de tránsito de la burguesía a la revolución falta realizar el segundo movimiento: ver cómo la burguesía está en nosotros como un obstáculo para comprender y realizar el proceso revolucionario. Afirmo, en una crítica que también me incluye personalmente, que no hemos tornado a la propia transformación en campo de experiencia de la teoría y de la práctica revolucionaria. Que hemos permanecido, aceptémoslo o no, en la escisión.

 

III

 

 

 

La racionalidad teórica revolucionaria no establece la adecuación precisa del individuo a la historia; nos da sólo el esquema de una ade- cuación posible.

No se diga que esta necesidad —que el sujeto y lo subjetivo esté presente— es una complicación burguesa. Seamos coherentes. Si creemos que hay ya una racionalidad teórica revolucionaria que no requiere encontrar su término creador en el sujeto, ¿qué concepción del hombre aceptamos? Volvemos lisa y llanamente al dualismo que divide al hombre en sensibilidad propia y racionalidad externa, que abre un abismo entre lo subjetivo y lo objetivo. ¿Como enlazarlos luego, como hombres plenos, en el sistema de producción, en la creación del proceso histórico? Porque tanto en el burgués como en nuestro revolucionario el verdadero mundo no está todavía constituido: por más  que el primero compense el déficit de una régimen humano siempre en defecto por medio de la exaltación de los principios, o por más que el segundo proyecte sobre esa misma realidad una modificación radical que la haga visible. Pero ambos nos asentamos, por ahora, sobre una misma realidad. La distancia que media entre el principismo burgués y la imaginación revolucionaria consiste en que el primero no se proyecta modifica-doramente sobre el mundo hasta encontrar las condiciones de su transformación, mientras que el revolucionario sí

¿Siempre sí? No; el hombre de izquierda sólo lo alcanza si en función de la racionalidad revolucionaria sujeta y extiende su imaginación hasta tornarla en cuasi-real, solamente si descubre el contenido de su imaginación en lo posible que la realidad sugiere, y que sería precisamente lo que le falta para transformarla en realidad plena. Se hace pasar lo interior a lo exterior si conecta lo imaginario con lo real. Pero esto sería válido si es la suya una imaginación que no retorna al infinito del intimismo burgués, si no recuesta sus anhelos uno a uno en los nichos de la intimidad donde yacen las ilusiones perdidas: si es la suya una imaginación que da la cara, la propia y se atreve a enfrentar afuera la carencia que antes se reservaba para adentro. En otras palabras: se adecúa al tiempo y espacio histórico preciso de la necesidad humana, aquello que desde los años y los días de los hombres desciende para insertarse en el latido del propio tiempo sensible. Por eso decíamos que había que poner el cuerpo: porque este tiempo y este espacio no es el de las «categorías a priori de la sensibilidad». Es el tiempo y el espacio con el cual la corporeidad, la experiencia sensible vivida en el medio de los otros, llena a la racionalidad abstracta con la sustancia de su propia vida: le da su propia forma y la hace descender entre los hombres.

Es lo que pasa, por ejemplo, con el estudio de la lógica formal cientificista y la lógica dialéctica. La primera puede ser estudiada con el fondo de neutralidad y objetividad científica de las ciencias exactas que analizan objetos naturales, pero la segunda sólo puede ser comprendida si el fondo implícito sobre el que se apoya su estudio es el sujeto mismo que analiza. El tronco del sujeto histórico se prolonga en las nervaduras que, desde él, sostienen la hoja menuda de su pensar. A la lógica formal podemos estudiarla teniendo presente sólo la forma de la cosa; el sujeto, personalmente, estorba. A la segunda sólo si partimos de la forma humana: básicamente, de aquél que la hace suya y la ejerce como prolongación de su propia eficacia. La primera se apoya en la escisión cuerpo-espíritu; la segunda requiere la solución del dualismo y la tensión hacia la unidad en el hombre que la piensa. Pensar es ya una praxis. Con la dialéctica del proceso histórico pasa lo mismo, podemos analizar un proceso con el cuento de cómo fue, y la teoría que me dictan de cómo hacerlo. Pero el tránsito hacia el entronque con la historia sólo se descubre desde el sujeto mismo que asume el proceso histórico, que enlaza el sentido de su conflicto individual con la experiencia social que los produce. Volvemos entonces a preguntarnos: ¿es acaso necesario este sujeto que

 

 

vuelve por sus fueros? ¿Podemos prescindir de él en el proceso político, conformándonos con que sólo se adecué a la racionalidad externa que sabemos, se le dice, es «científicamente verdadera», aunque sea marxista? Porque toda verdad humana es aproxima– da, pero en este sentido: que requiere que el hombre que la comprenda se aproxime al fenómeno. Y la aproximación al fenómeno, la adecuación que cierra el momento de la comprensión, consiste en que en el sujeto se une lo racional y lo sensible, él es en quien se complementa la universalidad de la teoría con la particularidad del acontecimiento. Esa «ciencia» que no requiere la forma del hombre histórico para encontrar su versificación es lo que se llama metafísica: mensaje que el hombre

emite pero no crea. Por eso el marxismo necesita, en cada momento de la acción, la actualización de la teoría y la práctica, de adecuadores de la forma teórica a la materia histórica. ¿Y si no, quién? ¿Ud., tal vez, que me está leyendo, y que por una extraña prerrogativa que nadie le concede, conforma en su cabeza la forma de mi destino?

Recordemos cómo comienza Marx su crítica a la economía política: «Nosotros, dice, partimos de un hecho económico contemporáneo». Partimos de lo contemporáneo ¿se entiende? De allí donde estamos, tanto Ud. como yo, reunidos, habitando con los otros un mundo co- mún. ¿Para qué esta contemporaneidad, esta reivindicación de lo perceptivo que nos enlaza en un común tiempo y espacio, a no ser que sea aquella que nos permite verificar, con nuestro propio enlace sensible, que nos enlaza a los otros, la máxima densidad de mundo frente un pasado que sólo la imaginación retiene y a un futuro que no existe todavía? Esta preeminencia de lo actual, que da sentido a todo proceso, señala la preeminencia del enlace material del sujeto con el mundo humano material, el lugar de la verificación común. Volvemos otra vez: quiero señalar este mismo sitio donde está Ud. y donde estoy yo junto con los demás. ¿Se entiende que Ud., tanto como yo de la suya, necesita de mi perspectiva para dar término a su conocimiento? ¿Que todos estamos en la historia por derecho propio?

¿Qué debe hacer aquél que pretende modificar la realidad? Básicamente lo siguiente: no guiarse simplemente por las prácticas ratificadas por la burguesía, puesto que éstas contienen sólo los caminos trillados: modos de acción definidos culturalmente en cuanto a los objetivos a obtener y a los medios que se deben emplear. Una especie, por lo tanto, de «instinto social». Negando este modo canónico de ser, debemos recuperar un contacto, una pregnancia con la realidad que no es la que se requiere para efectuar un acto a nivel de la práctica convencional. Diferenciemos entre práctica y praxis. La práctica se realiza mediante la lectura de índices de adecuación al objeto que presupone, como punto de partida/una concordancia básica con la cultura. Estos índices son saliencias indicadoras que, sin transformar nuestra propia realidad individual, nos permiten repetir conductas que hasta ahora han sido eficaces dentro del orden de mundo burgués. Pero si necesitamos modificarnos para poder emprender conductas que apunten a modificar toda la realidad, necesitamos entonces quebrar el marco que para las modificaciones meramente prácticas (congruentes con la estructura burguesa) nos impone su cultura. Ese marco, en el cual inscribimos nuestra eficacia, somos nosotros, individual o colectivamente, quienes lo proyectamos sobre la realidad, que en tanto tal da para todo: para continuar la forma de ellos, para construir tal vez la nuestra. Para quebrar ese camino debemos aprender a ver y a  enseñar a ver: debemos romper sus índices de realidad, que son congruentes con el mantenimiento de su orden; debemos comprender, a la luz de la teoría y de la organización revolucionaria, la manera de hacernos converger a la realidad y ordenarla de otro modo. De allí la tarea tanto política como cultural que se requiere: hay que ir deshaciendo las significaciones coaguladas por la burguesía y con las cuales los hombres deforman su propia realidad y se perciben falsamente a sí mismos dentro de ella. Hay que ir detectando paso a paso los núcleos de

 

 

obstrucción racional sobre los cuales la burguesía se asienta, sobre los que todos reposamos, porque viven irreductiblemente tanto en ella como en nosotros. Hay que ir deshaciendo la «forma» burguesa, desmigajando su armadura hasta hacerla sensible e intolerante. Hay que volver a hacer sentir lo que se debe pensar, pero hay que volver a pensar profundamente para recomenzar a sentir y salir del entumecimiento.

Desde una perspectiva revolucionaria debemos crear entonces una nueva racionalidad que se adose a la materialidad de nuestra situación, abrace su forma y haga brotar de ella, como posible ya contenido, su futuro. Entonces los índices con que la percibimos ya no serán los mismos; ni el tiempo de la realización revolucionaria ni el espacio de su actividad serán aquellos que amojonaban el contorno vital de la burguesía. Ni siquiera entonces la percepción de nuestros propios límites serán idénticos: se abre aquí una experiencia que expande la contención que la burguesía anudó en nosotros para hacer acceder la posibilidad de un nuevo enlace. Con las categorías burguesas que ordenan nuestro modelo de ser personal no resulta posible pasar de la práctica burguesa a la praxis revolucionaria, aunque sólo sea porque en la segunda se abre un riesgo, un peligro, un fracaso posible que linda con la muerte y que la primera no contiene. En la burguesía la muerte es un accidente que sobreviene; en la revolución una posibilidad que vamos reparando.1

Pero a veces es también posible hacer como si hubiéramos pasado de la una a la otra: basta con ingresar a una comunidad revolucionaria institucionalizada donde la elaboración de las praxis, que viene dada

desde afuera, desde lo internacional, se confunde con la mera práctica: una adhesión más riesgosa pero que siempre, en última instancia, ocultará el riesgo de tener que destruir en sí mismo lo que más profundamente da miedo: los límites de la burguesía, que se confunden con nuestro propio ser.

Resumamos. En nuestra situación actual que pretende preparar el advenimiento de la revolución, ¿quiénes son los encargados de establecer la congruencia entre los índices de realidad y los objetivos revolucionarios que se persiguen?

Precisamente nosotros mismos que generalmente tenemos una estructura adecuada sólo a la realización burguesa de esos objetivos. No nos engañemos que la cosa no es tan fácil. La teoría revolucionaria requiere, para darse el campo de una actividad que persiga objetivos  que no están inscriptos a nivel de los objetivos burgueses, modificar la propia estructura individual para buscar esa nueva adecuación. El individuo debe hacerse el mediador entre la racionalidad teórica y la realidad sensible: la hace acordar, penetrar, conformarse al aconteci- miento, la va llenando con su propia sustancia personal hasta hacer que adquiera realidad, hasta que se encarne en el proceso histórico. Porque en su generalidad, en su abstracción, la teoría revolucionaria no es sino un esquema formal cuya amplitud, de prolongarse sin esta adecuación, se adosaría a la realidad sin modificarla. ¿Es el resultado a que nos lleva? Muy semejante al que persigue la burguesía: una buena conciencia de izquierda más.

 

IV

 

Cada militante, en la organización, debería vivir la racionalidad revolucionaria asumiéndola como una actividad que él mismo contribuye a revelar. Esta racionalidad vivida carecería de la conciencia de sus propios objetivos si el sujeto, hemos dicho, no se hiciera cargo de su fun-

 

 

ción activa y creadora. Pero consideremos lo que comúnmente ocurre en nuestra izquierda. Bien puede darse, y se da de hecho, que las organizaciones de izquierda le propongan al militante actuar de modo tal que lo lleven a interiorizar la racionalidad revolucionaria en un solo nivel, en el aspecto político-social, ocultando así que la acción lo abraza en todos aquellos niveles personales que lo impulsaron a ella. Pero esta parcialización es ya entonces una modalidad específicamente burguesa: corresponde a una de las facetas de su división del trabajo alienada.

¿Cómo no ver que yo, tanto como Ud., nos movemos como un todo, una unidad en la cual la distinción inconsciente de un nivel es ya esci- sión, postergación de lo más propio? ¿Qué se logra con esto? Que la actividad subjetiva, relegada a lo «privado», no se incorpore activamente al proceso, no se vea arrastrada también ella en la actividad modificadora revolucionaria: se condena a la subjetividad a no aprehender su sentido en lo objetivo, a despojar a lo objetivo de su densidad. A lo sumo se socializa el ámbito privado, se le hace comprender su determinación política en el modo del renunciamiento, del sacrificio, pero con ello no se introduce la actividad subjetiva, privada, en la actividad política. Se permanece, como siempre, inscripto en un sistema que no resuelve la contradicción entre lo objetivo y lo subjetivo; sólo se cambia una objetividad por otra, una forma social por otra, pero ambas, tanto la burguesa como ésta, que presume de revolucionaria, deja a lo más propio condenado el azar: se permuta un determinismo por otro en el «interior» del sujeto mismo. Y aunque esta intimidad esté ahora al servicio de la buena causa, aunque trate de sentir buenos sentimientos socialistas que se confunden, no es de extrañar, con los buenos sentimientos burgueses, sigue siendo un reducto marginado que no participa en la dialéctica de lo real. A esta conciencia que se asienta en las sombras de la cual no termina por surgir sólo se la determinó en función de otros «valores»: se le solidificó en otro nivel. Porque no nos engañemos a nosotros mismos: es tener una forma racional, tener el concepto teórico de un hombre, no es tener al hombre mismo: es tener una promesa de hombre. Así con el nombre de izquierda: se lo hizo «bueno» como antes se lo hizo «malo»: siempre desde afuera, sin tener la clave de la transformación, el secreto del trabajo que lleva al camino. Por eso., este tránsito de la burguesía hacia la actividad revolucionaria que debemos realizar, no alcanza a convertirse en una verdadera transformación: de allí los re- nunciamientos, las decepciones, las actitudes que quedan luego como un cosquilleo primaveral. En tanto actividad personal la experiencia del militante —lo vemos continuamente—, queda tan muda como antes: no puede alcanzar su propia palabra porque seguirá hablando con la voz ajena, la de su máximo dirigente, o la del conductor de turno. Pero no habremos construido una perspectiva humana verificadora, correctora, creadora de significación a lo que todavía carece de ella.

Si la racionalidad que se revela en la actividad política de la izquierda es más eficaz que la racionalidad contradictoria de la derecha no es porque cambie de signo: es porque recupera todo el fenómeno humano, todas las significaciones convergentes antes separadas por la bru- talidad del abstraccionismo economista. Por eso puede decirse que la política burguesa es analítica, separadora, abstracta mientras que la de la izquierda sintética, concreta. Esta incorporación de significaciones antes insignificantes (prácticamente toda la vida del sujeto marginali- zada así del ámbito social, toda su efectividad desconocida) es la que le permite adherir plenamente al fenómeno humano destruyendo las categorías que se ceñían estrictamente al contorno del privilegio y del temor capitalista.

Vamos viendo entonces en esta recuperación del sujeto no es un requisito «moral» que la dura lucha y la cruda realidad en su urgencia hagan prescindible. En efecto ¿qué dicen los Manuscritos de Marx? Entre muchas otras cosas, la siguiente: que la verdad pasa por el sujeto,

 

 

se elabora en él; que la objetivación, que da forma al mundo humano, es la objetivación del hombre. Dice que la forma humana del otro es la que, a través de la mía, da sentido a todo enlace con el mundo. Dice además que la alienación no es un sello impuesto pasivamente sobre el hombre desde afuera; que la enajenación es, por el contrario, autoena-jenación. Quiere decir: nosotros mismos hemos realizado, contribuido, al trabajo social de enajenarnos, y hemos participado por lo tanto activamente en la nuestra propia, sistema de producción mediante, si, es cierto, se nos dirá, que no podíamos hacer otra cosa, que sólo así podíamos llegar a adquirir «realidad social», adecuarnos al sistema de producción, satisfacer nuestras necesidades. Pero eso, adecuarnos al sistema, sí lo hicimos. Pero dice además que el camino para suprimir la autoenaje-nación pasa por el cambio que nos llevó a la autoenajenación misma. De este trabajo de suprimir la propia autoenajenación el hombre de izquierda no está exento por el sólo hecho de serlo. La supresión de la autoenajenación no es entonces un proceso instantáneo: implica deshacer en nosotros mismos la separación que escindió lo sensible de lo racional; así como una cosa hecha mercancía se escinde en valor de uso y valor de cambio. Significa devolverle el sentido a las cosas adquiriéndolo propiamente, O simultáneamente, nosotros mismos. Decir autoenajenación quiere decir que hemos tenido que hacer, sometiéndonos, lo que el mundo burgués nos solicitaba para habilitar a vivir en él. Lo característico de la cultura burguesa consiste básicamente en esa adecuación que impone a cada recién llegado: hacerse contra sí mismo, lo que los otros ya son. ¿El tránsito hacia la revolución mantendrá necesariamente este «contra sí mismo» como irreductible?

Por eso, hablar de «cultura revolucionaria» significa comprender primeramente cuáles son los caminos que nos permitan desarmar la tram- pa que la burguesía tendió en nosotros. Y el obstáculo que descubrimos cuando buscamos la actividad eficaz es el siguiente: los únicos caminos transitables, inmediatamente dados, por los cuales se nos permite conducir la actividad de izquierda, son los caminos amojonados por los modelos burgueses de rebeldía. Modelos que circulan atentos a las luces rojas y verdes, pero que sólo llevan, por último, al fracaso y a la justificación. Aquí, en estos modelos burgueses de rebeldía residen los enlaces sociales tolerados dentro de una congruencia que no fuimos capaces de deshacer: entre nuestra propia individualidad, nuestra sensibilidad así conformada, y el orden del mundo del cual depende. Y si la realidad está ordenada a la derecha desde dentro de nosotros mismos, puestos que fuimos hecha por ella, ¿cómo llenar con un contenido de izquierda a la teoría revolucionaria que recibimos con cargo de hacerla pasar a la realidad? ¿Cómo imbricar a la racionalidad revolucionaria para que anime a esta realidad social si no somos capaces de encarnarla, de situarla en el centro mismo de nuestra individualidad, por ahora ocupada por los modelos y las categorías de derecha? Una cosa es al menos cierta: la modificación no puede ser proyectada sólo a nivel de la objetividad política —que es el plano de la máxima generalidad— sino también convertir en política la propia subjetividad. Es decir-, ser uno mismo el índice, el más cercano, de la imposibilidad de alcanzar la unidad de sí mismo dentro de la racionalidad burguesa, y del requerimiento tenaz de construir otro orden que nos contenga.

Nada más evidente, se dirá. ¿Acaso no estamos todos en esto? ¿Acaso no es ésta la experiencia cotidiana del hombre de izquierda? Me temo que no. La racionalidad burguesa, dijimos, tendió su trampa en nosotros, y no es una metáfora: puesto que aprendimos a pensar sin comprometer nuestro cuerpo en el proceso, parecería que el tránsito de la burguesía a la revolución puede hacerse siguiendo el mismo esquema escindido de la burguesía: adaptarse a una idea sin un cuerpo que resuene, que se ordene con ella. Pero este escamoteo es posible: a nivel de la burguesía porque la sensibilidad, así desdeñada, sigue aferrada a la tierra firme del mundo burgués que la sostiene: no necesita hacer el esfuerzo de sentir al mundo de otro modo porque ya, por su propio surgimiento, está afirmada sólidamente en la realidad. Los burgueses piensan en un nivel, pero sienten afectivamente en otro: están bien instalados en los dos. Tienen para ello la propiedad privada de la palabra, que les permite pensar, y la propiedad privada de las cosas, que les permite sentir, y todo sin mutua contaminación. Pero en el hombre de izquierda este equívoco, que a los otros aprovecha, no puede correr sin riesgo para la racionalidad revolucionaria misma. Vamos viendo por qué. Porque si no asentamos nuestra sensibilidad, nuestro cuerpo, en otro orden material que debemos crear, esta sensibilidad que no puede dejar de sentir como tampoco de ser material, quedará entonces necesariamente asentada en el orden material de la derecha.

¿Qué pasa si desconocemos que el primer cuerpo material sobre el cual se asienta la racionalidad revolucionaria es el «cuerpo propio» del revolucionario que la hace posible? Pasará que esta sensibilidad de derecha será el campo, en tanto que ella se prolonga en nosotros, sobre el cual se asentará la pretendida racionalidad de izquierda ¿Quién podrá, ingenuo, creer en su «verdad»? ¿Qué podría resultar de este dualismo sino una patraña más? Ya lo hemos visto: una racionalidad ascética, pura, incorpórea, inmaculada, que oculta la trampa que la formó y que en mérito a su permanencia pide que nos cerremos aún más. Lo contrario de una racionalidad marxista que adhiere a la «naturaleza» del hombre y la transforma. ¿No encontramos aquí alguna de las modalidades de la racionalidad vigente en la izquierda?

 

V

 

Función del modelo humano revolucionario en el proceso histórico.

Recapitulemos nuestro trayecto. Habíamos partido de la escisión que la burguesía introducía en el hombre, por lo tanto de la división que necesariamente formó en cada uno de nosotros. Pero vimos que esta escisión se prolongaba también en el militante de la izquierda. Y que la racionalidad que el sujeto adoptaba para leer el sentido del proceso revolucionario podía corresponder a un ejercicio de la capacidad de actuar y de pensar que, viniendo de la derecha como necesariamente venía, se prolongaba también en el hombre de izquierda manteniendo las mismas categorías adecuadas a la burguesía. Basta para ello con vivir apoyándose en un dualismo personal, hecho modo de ser, que a veces tanto el prensar como el hacer trata de encubrir: una razón, un modo de ordenar el mundo y la relación con los otros que no se hace cargo de la significación del propio proceso personal; de su relación con la forma sensible humana que le da sentido, puesto que se aleja del poder de transformación que reside en la experiencia, entre dolorosa y gozosa, del propio cuerpo que encarna las significaciones revolucionarias. Y esta pérdida de sí era posible: porque el hombre de izquierda no había enardecido su experiencia hasta modificar su sensibilidad que quedaba aferrada así al peso muerto de nuestra pasividad de derecha.

El problema quedaba restringido en señalar, para nuestra izquierda, el necesario retorno a un sujeto que colmara ese hiato abierto en él mismo por la burguesía. Y no por mera retórica intelectual. Este sujeto se revelaba como necesario, imprescindible, para poder darse a la tarea de hacer surgir, entre nosotros, una comprensión que adhiere y abrace la peculiaridad, lo específico, de nuestro propio proceso histórico. Pero esta comprensión no la agotaba la racionalidad pensante del dualismo burgués: no era un acto que residiera en ese pensar a la izquierda que no se hace cargo de la inercia del cuerpo que siente a la derecha. Para aspirar a expresar la forma de lo leal esta comprensión revolucionaria exigía, hemos visto, que el sujeto reflejara el mundo en la medida en que, en su vivir sensible y pensante, se

 

 

hacía cargo de él. ¿Qué sucedía entonces? Que esta comprensión, al hacerlo, transgrediera los límites de la pura racionalidad y apareciera ya como un obrar en el acto mismo de pensar. O, dicho de otro modo: la posibilidad de pensar radicalmente la situación en que nos encontramos sumergidos sólo podía surgir de la decisión de modificación —de la propia prolongándose hacia el mundo—, pues era la única que podía mostrarnos la racionalidad más aproximada al proceso al vivificar el sujeto su propio «aparato» perceptor adecuándolo a la tarea: al reconocer la estructura efectiva de su propio movimiento enlazado al mundo y a los otros.

Porque si queríamos salir de la cabeza y del cuerpo encallecidos del burgués simiente y pensante ¿habría de serlo para penetrar en el enca- necimiento y en el endurecimiento de ese «militante» o «pensador» de izquierda que dio término a la dialéctica, que pegó el salto y cree estar ya instalado en el orden del futuro? Entonces, frente a este dogmatismo de su propio pasaje, nos preguntamos: ¿Para qué habría de servir el sujeto que necesitamos recuperar para la revolución si volvemos nuevamente a meternos en el molde del obrar que conformó en nosotros el modelo de hombre proporcionado por la división del trabajo capitalista, por más que esté al servicio, ahora, de la «causa» socialista?

Hablábamos de la modificación del sujeto mismo, y esto no es meramente un esquema ideal: lo encontramos necesariamente —y aquí vemos despuntar la necesidad histórica no como una causa externa sino a nivel de la libertad del sujeto— allí donde todo proceso revolucionario efectivamente se realizó. Si el tránsito de la burguesía a la revolución aparece como una necesidad surgida desde el régimen capitalista mismo, esa necesidad racional debe ser leída comprendiendo en ella los aspectos humanos sensibles también necesarios que la hicieron posible, y que el dogmatismo y el oportunismo de izquierda abstraen como innecesarios: leen la racionalidad del proceso dejando fuera, como irracional, lo que no son capaces de asumir ni de modificar: el sujeto mismo, a sí mismos. Son, pese a todo, los que conservan en el interior de la izquierda el pesimismo y la desazón y la amargura de la derecha. ¿Cómo confiar entonces en esa racionalidad presuntamente de izquierda que ellos sostienen desde su propia materialidad de derecha? ¿Cómo confiar en sus «tácticas» y en sus «estrategias»? Lo que diferencia la izquierda de la derecha no es meramente la organización del sistema de producción económica: es el sistema productor de hombres. Por eso la organización revolucionaria, su modo de prepararse y obrar, es ya la prolongación que adquiere la racionalización revolucionaria, su modo de prepararse y de obrar, es ya la prolongación que adquiere la racionalidad revolucionaria cuando pasa a la realidad. Y decíamos al comienzo que también la estructura política revolucionaria se verifica a nivel del sujeto, puesto que el «determinismo» del proceso histórico no puede ser leído como necesario, y se convierte en irracional, si no integramos aquello que la racionalidad revolucionaria exige: al hombre revolucionario mismo, al «modelo» humano de pasaje de una forma histórica a otra, sin el cual la nueva forma social no podría anunciarse nunca entre los hombres. Digámoslo de una vez: el proceso revolucionario es necesario porque el sujeto mismo lo requiere para dar término a sus propios conflictos, para realizar al proceso que la lleve a su coherencia y su unificación. Se va viendo hacia dónde pretendemos ir: cuando hablamos de la «racionalidad revolucionaria» no queremos decir que el obrero se con- vierta en un intelectual, ni el intelectual en un obrero: con ser sólo lo que son, ninguno de ellos tiene el privilegio de la verdad. Nos referimos en cambio a lo que da término a la mera racionalidad del intelectual, o a la sensibilidad del obrero: al modelo humano en el cual el conflicto que ambos expresan halla su superación. Nos referimos al modelo humano de racionalidad hecha cuerpo, al nuevo ordenamiento hecho proyecto de solución, de esa organización de la realidad que aparece, como prototipo, en los conductores y dirigentes

 

 

de los movimientos revolucionarios. ¿Conductores?, se me dirá. ¿Acaso Perón no fue uno de ellos? ¿Acaso no tenía él también su esquema revolucionario, su propia racionalidad? Pero entendámonos: no me refiero a la validez separada ni de la teoría ni de la actividad práctica. La doctrina «justicialista», en tanto abstracción, no tiene validez en sí misma, como tampoco en sí misma la tiene la teoría marxista. El justicialismo no solamente es una falsa racionalización desde el ángulo de las ideas revolucionarias; no, aquí no reside la verificación de su verdad. Es falso, sobre todo, por el modelo de hombres que necesariamente lo encarnaron en tanto «modelos» que lo hicieron comprensible y en los cuales se encarnó como verdad histórica. La falsedad de esta teoría aparece ligada necesariamente a la «forma humana» condenada al fracaso que la produjo y cuyo sentido, en tanto actividad, con ser lo que fue, no se inscribió en la dirección de un proceso de modificación revolucionaria. Desde algunos ángulos el proceso peronista tuvo su positividad: no lo vamos a discutir aquí. Pero a nivel de nuestro análisis y de su fracaso es un buen ejemplo, sin embargo, en tanto forma humana propuesta, de eficacia negativa, que linda con la contrarrevolución.

Modelo de contención burguesa ese, siguiendo el ejemplo, que les acercó Perón. Modelo de racionalidad adecuada al capitalismo; que al mismo tiempo que les proporcionaba el sentimiento de su propio poder los sujetaba a las formas de dominio y de dependencia de los intereses globales contrarios a su clase. Este ordenamiento hecho sensibilidad en cada peronista, este modelo de humanidad que se les impuso y que significó el abandono de la propia autonomía, fue el más tenaz de los dominios. Ya sabemos por qué. Porque surgió de una forma humana sensible que al ser aceptada, los llevó a encontrar su término lógico en las estructuras del poder burgués fomentadas y enaltecidas por el modelo. Aquí se ve bien cómo la forma humana es la expresión adecuada a las formas de las instituciones y de las categorías racionales de una clase determinada. Trampolín que desde el modelo, a través de su modo de pensar y obrar, lleva a enlazarnos con las estructuras de producción y dominio, como vemos, el modelo individual que el obrero sintió como propio en Perón, como adecuado a la salida para su propio problema, era una trampa que la misma burguesía decantó en ellos mismos: adherir desde lo propio, desde lo más personal, a lo que sintió como homogéneo consigo mismo. Perón «estaba en el corazón del pueblo»: cada uno lo llevaba latiendo en sí  como su propia forma. Sin darse cuenta sin embargo que esa homogeneidad sentida entre Perón y ellos, ese margen que la reflexión no delataba, era lo que tenían, en tanto obreros, en común con la burguesía misma: un sentido modo de adherir a una forma de vida que mantenía, como inamovible, la estructura global en la que cada cosa y cada acto cobraba su definitivo sentido. Así la conquista «material», efectiva con ser tan modesta, no revelaba un sentido humano: se inscribía con ligeras variantes en un mismo modelo de vida cuyos valores culminantes eran, exaltados para sí mismos ahora, los valores culminantes de la burguesía. La materialidad peronista era la misma materialidad abstracta del materialismo individualista burgués. Por eso el obrero no pudo sentir la diferencia de clase que Perón, como mediador, borraba. ¿Por qué? Porque esa diferencia era para ser sabida, racionalizada, no para ser sólo sentida. Aquí el orden afectivo del «sentir» permanece sin cobrar conciencia de la racionalidad muda que lo mueve, sin abrirse a un nuevo y distinto orden, aferrado a las categorías y al modelo de ser que la burguesía necesariamente conforma en todos sus hombres. El obrero sentía con todo lo mejor de sí mismo, tal vez, pero ese «mejor» sentido estaba modelado también por la contabilidad valorativa burguesa. De allí que esa complacencia que vivían a través de una imagen de sí mismos devuelta aduladoramente por Perón desde el poder fue una de las facetas del proceso que más daño le hicieron a la clase trabajadora: remachar la alienación condenándolos a perseguir la supresión del dominio capitalista

 

 

siguiendo el camino que los llevaba de nuevo a su punto de partida. Dicho de otro modo: no poder hacer el tránsito de la sensibilidad burguesa a la racionalidad revolucionaria. Con la imagen de Perón adentro no es muy ancho el camino de osadía y de reflexión que se podía seguir: un militar burgués que sigue latiendo adentro de cada uno señalando con su sístole y su diástole los límites de su irresponsabilidad: un «pobre de ellos» que se transformó en un «pobre de mí»: el despertar de un sueño ilusorio del que todavía no se salió. Pero este recurso a Perón no es más que un ejemplo en el camino que nos lleva a tratar de comprender que la racionalidad revolucionaria, la comprensión intelectual del proceso, debe encarnarse en la sensibilidad del hombre modelándola frente a estos nuevos objetivos que el descubrimiento intelectual le señalaba: que no hay cuerpo burgués, sensibilidad, sentir burgués que pueda proponerse, sin paralela mo- dificación, la racionalidad que buscamos para una transformación radical. Esta síntesis propia delegada en otro, este modelo de salida que fue Perón, que los llevaba a no desanudar el lazo de opresión sino a soslayarlo, fue una forma de tránsito aparente que contenía el fracaso como su límite, y es lo que nos muestra más claramente lo que queremos subrayar: la necesidad ineludible de la racionalidad también para la clase trabajadora, la ruptura para el oportunismo. Téngase presente que esta concepción que aquí desarrollamos no excluye la creación colectiva: sólo analiza uno de sus momentos. Por el contrario: si hay síntesis colectivas racionales éstas surgen como convergencia de síntesis parciales individuales que nacen de una acción común. Pero siempre hay alguien que las impulsa, algunos que la mueven, que las encarnan con mayor decisión. Esta síntesis vivida por todos debe verificarse como posible al menos en uno para alcanzar su dimensión de posibilidad humana: es la figura del héroe, del prototipo, que une en sí mismo lo racional con lo sensible y lo hace acceder, por su coraje, vividamente para los otros.

Hay uno que emerge haciendo visible, como forma humana de un tránsito real de la burguesía a la revolución, el camino hacia la transformación que todos podrán recorrer. Así adquiere forma humana sintética lo que hasta entonces era disgregación colectiva, anuncio vago, existencia virtual. El conocimiento, a nivel de la praxis social, siempre tiene «forma hombre» para poder ser vehículo de transforma- ción: siempre requiere tomar cuerpo en alguien para unificarse.

Sólo así se convierte en acceso a lo real la coherencia racional meramente pensada o sentida. Adquirir forma humana quiere decir que aquél que pensó y sintió necesariamente obró: que abrió el camino hacia la realidad al menos en su propia persona. Esta garantía mínima es una garantía revolucionaria: aquí no hay privilegios de extraterritorialidad para nadie. Entiéndase: el pensar y el sentir que se hacen obra, trabajo. Por lo tanto, que en cuanto pensar está ligado al de todos aquellos que piensan para abrir esta nueva racionalidad. Que en cuanto sentir está ligado a la carne de todos los que sufren el desequilibrio y fueron producidos por una estructura de dominio semejante. Y que en cuanto obrar trata de hacerlos acceder a esta dimensión de mundo que por su propia síntesis vivida prolonga. Así el modelo de hombre, ese esfuerzo de unificación de lo sensible y lo racional, significa el intento de abarcar concretamente al mundo: en lo que tiene de materia con sentido, de cuerpo con razón.

Esto es lo que determinará para los otros el camino humano de una modificación efectivamente posible, porque ya está ciertamente hecha al menos en uno. La realidad tiene ahora su límite preciso; la ensoñación vaga pierde su desborde y adquiere el contorno que la promoción realizada por el héroe, por el militante creador, le señala. Y esto se consigue porque en la figura del hombre que osó la racionalidad revo- lucionaria se hizo humana, corpórea, porque emergió desde ellos, desde el sostén de la fuerza en la que el modelo se apoyó para vencer la

 

 

fuerza represora de la burguesía y concebir una posibilidad distinta. Para vencer hacia afuera una represión efectiva, hecha prisión o fusil, es preciso sentir en el proletariado o en otros hombres esa fuerza que, disponible y orientada ya desde su propia necesidad, podrá reconocerse en quien la encarne y la dirija. Un riesgo, ciertamente, que sólo la fuerza individual que comunica con esa fuerza contenida logra correr, pero que nunca surge de la sola teoría. Y así se produce este proceso de «masas» que la burguesía no quiso nunca explicar, pero que siempre utilizó: la síntesis que les alcanza a todos, por identificación, de forma ajena a forma propia, de cuerpo a cuerpo, desde adentro, como adecuada a cada uno.

De allí la dificultad del tema que desarrollamos. Tratar el problema de la cultura revolucionaria encubre una osadía que sin embargo de- bemos enfrentar, y es ésta: ¿cómo ayudarle al hombre argentino a constituir las condiciones de objetividad destruidas, coartadas, abstraídas en el proceso de producción de hombres de la burguesía? ¿Cómo devolverles, a través de otra forma humana, la capacidad de desalienar la suya propia?

El énfasis puesto en la idea de alienación, que tantos ahora citan de Marx, significa poner en el centro del análisis algo mucho más grave: ni más ni menos que la primacía de la forma humana revolucionaria, la destrucción necesaria del dualismo personal para acceder a la comprensión del proceso histórico. La incoherencia en las ideas, a nivel intelectual, no es sino otra modalidad del escamoteo, a nivel personal. Quiere decir: debemos poner en el centro del análisis la necesaria modificación del individuo para poder percibir revolu- cionariamente el acontecimiento que se quiere modificar. Pero esto que se produce a nivel personal tiene mucha importancia a nivel político, porque dependerá de cómo el militante o el dirigente se perciba a sí mismo para que, a su vez, la percepción de los otros, de aquellos con quienes pretende trabajar para efectuar la revolución, se modifique. La imagen de esta época de «masas» con la que algunos revolucionarios de izquierda trabajan no difiere mucho, en los hechos, de la imagen de la «masa» que la burguesía se formó: se la «trabaja» a nivel de lo que se cree son sus «intereses» porque no se tiene el coraje de proyectar sobre ella una posibilidad distinta. Se la percibe a nivel de las reivindicaciones burguesas, pero como si ese ser dependiente fuese para ellos una modalidad «natural»: como si no hubieran tenido que realizar el proceso de la autoalienación, de la penetración individual en el ser alienado de la burguesía. Por eso se es incapaz de proponerles, desde allí, una alternativa coherente que enlace ese proceso con una actividad efectivamente revolucionaria que les permite desandar el camino de la propia alienación. Así se piensa el resultado —los obreros— sin el proceso: la enajenación que llevó a ese resultado. De allí la falsa imagen que se dan: la masa, que no entiende; la masa, que tiene el líder que se merece; la masa, halagable y sensiblera: la masa, que persigue sólo lo útil, etcétera. Pero esta reducción empirista no es el fruto de una percepción objetiva de la realidad: es fruto de la propia proyección individual, de la propia pobreza y falta de confianza en los principios que, sólo racionalmente, se dice sostener. El desafío personal que lleva implícito pensar a los hombres de otro modo es el que impera allí donde el proceso revolucionario, ya en camino, ha permanecido fiel a la forma del hombre. Pienso, por ejemplo —y bastaría uno solo— en la revolución cubana. Sin excesiva idealización podemos afirmar que allí sus miembros son considerados como «personas», no son «meloneados» «ni manejados» por alguien que, más vivo, poseyera la clave de la inteligibilidad de los demás y, por lo tanto, conociera el «mecanismo» para hacerlos marchar. Pero no porque deje de habérseles, en grandes concentraciones, en común; tampoco porque no se los organice colectivamente; ni siquiera porque no se hagan mitines o reuniones donde, según supone, la burguesía, el individuo «espiritual» pierde sus condiciones específicas para

 

 

adquirir caracteres cercanos a la animalidad: el momento propicio en el cual sus bajas pasiones contenidas habrían de desatarse. La fuerza de la multitud,

en efecto, puede ser una fuerza revolucionaria o una fuerza burguesa: puede aullar retornando a la «animalidad» que la burguesía le adjudica como su objetivo, porque permanecen, en tanto salen de ella, dentro de los valores específicos de la burguesía. Entonces la multitud no hace sino querer unlversalizar de golpe lo que cotidianamente, en la clandestinidad del privilegio, los miembros de la burguesía quieren. Pero la fuerza de la multitud que puede desecharlos y querer objetivos que se le descubran como propios, y encontrar en su fuerza reunida, pero organizada, el descubrimiento de cómo alcanzarlos en la realidad. El problema de la diferencia entre un modelo revolucionario y un modelo burgués está en lo que se solicita de los hombres, en la imagen que se les devuelve de sí mismos a través de los modelos de hombres que los conducen. Esa fuerza que Fidel Castro suscitó, por ejemplo, le permitió a él llegar a unificar en su momento lo disperso y lo posible de la clase trabajadora, que se reconoció en su modelo de modificación, de coraje, de riesgo, de osadía, de pensamiento: de hombría hecho prototipo de la forma humana necesaria para alcanzar la transformación efectiva de una realidad nacional. Él hizo con su vida, como ejemplo saliente de lo que muchos otros hicieron en común, la demostración de que lo pensado era humanamente posible. Un loco antes que se convierte, por el trabajo, en el supremamente cuerdo, en el índice de lo que todos debemos comprender como real. Y pasemos ahora a lo nuestro: ¿Qué hizo Perón con su vida, qué imagen les devolvió a nuestros trabajadores a través de sí mismo, qué nuevos valores humanos hizo acceder a nuestra realidad, qué nueva síntesis nos expresó con su existencia política y su destierro, qué hizo de la fuerza humana sobre la que se apoyó?

 

VI

 

¿Y nosotros?

En función de este acceso vivido a la realidad, de esta síntesis de lo que fue disperso por la incongruencia de la actividad burguesa, el mo- delo revolucionario procura hacer acceder a la realidad. Una unidad posible que él ya esbozó a partir de sí mismo. Atrevámonos a decirlo: la izquierda, entre nosotros, no supo suscitar ningún modelo de hombres revolucionarios que contuviera, que constituyera en síntesis personal, ese ideal por ahora abstracto de la izquierda. Ni formó ni ayudó a formar: nuestra izquierda, desconfiada de sí misma, ni siquiera ha sabido enaltecer a sus héroes, hacerlos vivir más allá de sus muertes y de sus sacrificios, aunque los valores que crearan fueran, como necesariamente lo son, parciales. Esta mezquindad de nuestra izquierda, celosa del grupo propio, desconfiada y hostil del ajeno, ¿cómo podría comprender la realidad si no comprende lo que está más próximo a ella, si un primer acto consiste en endurecerse frente a otro hombre de izquierda, como si ese acentuamiento de lo propio significara necesariamente la negación completa de lo ajeno? Es extraño, y significativo, que sigamos reservando el proceso de la síntesis para los juicios, remitiéndolos al plano de lo conceptual, pero no nos preocupemos por hacerla visible a nivel del hombre mismo. Pero esta síntesis no sólo no se realizó en un hombre (señal de que sus dirigentes, o cualquiera de nosotros, carecimos hasta ahora de la fuerza de encarnación, de concreción, como para materializar en una forma humana la creencia en los ideales que sostenemos). Tampoco hemos sido capaces de extraer de nuestra dispersión la exacerbación de

 

 

esa fuerza que la izquierda podría haber alcanzado —si realmente creyera en lo que hace—. No hablemos ya de la desconfianza en nosotros mismos. Si realmente creyéramos en el proletariado, si realmente contáramos con su fuerza y no fuese la suya sólo una imagen psicológicamente enardecida para complementar nuestra incongruencia vivida a nivel de lo real, esa energía que teóricamente le asignamos al proletariado realmente hubiera pasado a nosotros: se hubiera hecho acto político, se hubiera hecho teoría nacional, se hubiera hecho literatura revolucionaria. En cambio hemos hecho de la actividad política nuestra «obra de arte», quiero decir nuestro complemento imaginario que compensara así una deficiencia real que no asumimos fuera de este plano simbólico a pesar de que lo vivimos como si fuese real. Nuestra izquierda, en su mayoría, es expresionista, lo cual es una manera de decir que actuamos, que representamos nuestro propio drama del imposible tránsito de la burguesía a la revolución, tal vez para no reconocerlo, para no enfrentar las condiciones de la realidad misma como doloroso y cruel punto de partida.

Dijimos que la falta de percepción de nuestra propia realidad individual necesariamente deforma, al adaptarla a sus propósitos, la realidad social sobre la que debemos actuar. ¿Vemos, acaso, realmente al proletariado cómo es? ¿Hasta qué punto no hemos deformado su realidad? Porque sucede que la fuerza del proletariado, en la cual apoyarnos, aunque no estuviese con nosotros pero estuviese en lo suya, podríamos haberla sentido como propia: hubiéramos vivido así, desde nuestro marginalismo burgués, la decisión proletaria. Pero es preciso entenderse: si la clase obrera está alienada, y nosotros no hemos podido hacer lo nuestro porque no contamos con su fuerza, más allá de la verdad de esta afirmación queda algo irreductible: tampoco sin embargo hemos sabido extraer esa fuerza al menos del ámbito en el cual vivimos nuestros propios conflictos de clase: de nosotros mismos. ¿Somos una fuerza o no? ¿Qué quiere decir entonces este conglomerado de izquierda que siempre mira de costado, más allá de sí mismo, hacia la clase trabajadora pidiéndole que ella sí haga la unidad, que ella sí supere su alienación, que ella sí realice los actos de pasar a la realidad, pero que no mira hacia sí mismo para ver nuestra propia dispersión, nuestra propia incapacidad de reunir esta energía desperdiciada e impulsar hasta constituirla en una efectiva fuerza que se juega en actos propios dentro de la realidad? ¿No jugará en unos y otros la misma represión? ¿No será la misma presencia del poder represivo que detiene la eficiencia de nuestros actos, la profundidad de nuestro pensamiento, el reconocimiento de una realidad que no puede ser asumida revolucionariamente sin poner de relieve lo que el poder oculta: el riesgo de la vida? Pero este riesgo de la vida, ya lo vimos, no es sólo —y especialmente para la izquierda— la presencia del fusil y la picana: son los límites que la burguesía estableció en nosotros, con sus categorías mentales y morales que señalan en cada acto nuestro el desvío sentido como peligroso, la presencia de lo desconocido que debemos afrontar: los límites de realidad que ella nos fijó como propios.

Y si fuéramos incapaces de asumir el riesgo, siquiera éste que tiende a desentrañar el sentido de lo real, entonces ¿para qué simularlo? Y cuando lo asumimos, la gratuidad misma del resultado inscripto en una realidad deformada por el temor, esa gratuidad ¿no nos muestra este drama del hombre de izquierda separado que todos alguna vez hemos sentido: el sacrificio estéril cuyo recuerdo se borrará para siempre de la memoria de los hombres? ¿Y si para no enfrentar aquello de lo que sí realmente somos capaces estuviésemos acentuando una diferencia sólo para sentirla, agrandando su imagen —la imagen de la revolución— pero para no construirla, paso a paso, en la realidad?

Por eso decimos que no se trata de crear voluntariamente al héroe: éste surge, y nunca solo, con su propio sacrificio comprometiendo el nuestro cuando las fuerzas de producción lo citan indirectamente, porque en esas circunstancias alguien gira su propia vida contra el futuro

 

 

que esa fuerza contiene. Estas fuerzas han creado el lugar humano en el cual logran sintetizarse y aparecer como hombre posible. Por lo tanto, como aquél hombre que va señalando con su actividad propia el modelo de un camino transitable, puesto que se evidencia como humano para todos. Ni la clase trabajadora ni la izquierda supo darse ni reconocerse en un «modelo» nacional revolucionario, y si el éxito aquí se confunde con las más profundas ambiciones burguesas de hacerle trampas a la realidad, de hacer las cosas como si se las hiciera verdaderamente, porque otros adquirieron así el poder, esto señala la persistencia entre nosotros de un modelo de tránsito, confesémoslo o no, burgués pero no revolucionario. Así con el modelo de Perón por ejemplo. La permanencia de la figura de Perón como modelo de tránsito hacia la clase trabajadora —eslabón hacia la revolución— que muchos utilizan todavía, es una resultante nuestra que qiferrámoslo o no, hemos necesariamente interiorizado. Esa imagen quedó entre nosotros como una imagen de éxito y de eficacia allí donde toda otra eficacia de tránsito hacia sus trabajadores, inscripta a nivel de una revolución verdadera, aparece con el rostro de una muerte posible que es necesario eludir. Por un motivo u otro el modelo de Perón fue nuestro. ¡Generación de Pepsi! ¡Somos la «generación de Perón»! De allí que su imagen sea la seducción inconfesa que todos, en la izquierda, hemos por un momento sentido: constituye, la suya, una categoría «nacional» que nos tenemos merecida. Si esta realidad lo hizo su héroe, si de su substancia está amasada, como imagen de triunfo y de eficacia, todo tránsito a la realidad, Perón tiene entonces la sacralidad que une lo finito y lo infinito: tiene para la izquierda la clave de un misterio —el tránsito al proletariado— que no pudimos de otro modo hasta ahora resolver. Porque debemos reconocerlo: algo, tiene Perón que no tiene la izquierda. Sí, efectivamente, algo tiene, que es necesario que nos lo saquemos definitivamente de la cabeza para pensar la realidad: la fuerza de la derecha, la no creación de un pasaje revolucionario a la realidad, la permanencia en lo homogéneo de la propia clase. Tiene aquello con lo que nosotros no podemos contar, a no ser que abandonemos el sentido de nuestros objetivos que contienen la destrucción de este modelo humano burgués como su necesidad.

Este esfuerzo de creación no puede sernos ahorrado. Y en última instancia, aunque nada es seguro, sabemos ya anticipadamente que este camino al menos lleva al fracaso y a la frustración. Consecuentemente, que sólo nos queda una salida. Y esa salida está por ser creada entre nosotros. ¿Seremos capaces de aceptar nuestro destino, de animar la densidad de la historia con la fugacidad de una vida?

 

* León Rozitchner, Doctor en Filosofía de la Universidad de París y Licenciado en la misma Universidad. Fue profesor en las Universidades: del Litoral, de La Plata, de La Habana y actualmente en la de Buenos Aires.

Autor de los libros Persona y comunidad (Eudeba), Moral burguesa y revolución (Lautaro), así como de ensayos y artículos sobre temas de filosofía y política. Formó parte de la dirección de la revista Contorno. Actualmente prepara un libro sobre Marx y Freud.

El artículo que presentamos formula una temática muy rica y nos obligamos a publicar circunstanciadamente en el próximo número, nuestra visión crítica del mismo. Entendemos que es útil debatir opiniones en este y otros campos, todavía insuficientemente despejados en nuestro país por la metodología marxista.

 

  1. Esta referencia a la norma «occidental» en la muerte burguesa es la que sirve para ocultar el escándalo cultural de la muerte que llega por la propia mano del hombre. Así como ese infeliz de Guillermo Martínez Márquez, colaborador naturalmente de La Prensa, que hace el siguiente cómputo sobre la muerte de los norteamericanos en Vietnam: «A pesar de la intensificación de las operaciones militares en Vietnam, bastaría comparar el caso con otro cualquiera para comprender que lo que está en juego no es tan importante desde el punto de vista material como moral. Por ej., durante el año 1965 los (norte) americanos muertos en accidentes de tránsito fueron 49000, mientras las víctimas de Vietnam ascendieron a 1.724. Los heridos en el tránsito llegaron a tres millones y medio, y en Vietnam a sólo 6.100. Y el costo de los accidentes llegó a cerca de 8 mil millones de dólares». (Z« Prensa, 2/II/66). Naturalmente, este cubano al servicio de sus amos no integra en sus cómputos de «pérdidas» la vida de los otros. Sólo se trata allí de la vida ajena. Véase cómo se ejerce así la destrucción del sentido cultural: la muerte intencional queda aquí reducida al residuo que deja una mera práctica social: lo accidental.
  2.  

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