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Aceitada máquina civilizatoria: Los nexos entre el petróleo y la crisis sistémica global

Emiliano Teran Mantovani :: 23.12.20

Los estrechos vínculos entre las crisis civilizatoria, el capitalismo y el patrón energético dominante

Aceitada máquina civilizatoria: los nexos entre el petróleo y la crisis sistémica global

Emiliano Teran Mantovani

Observatorio de Ecología Política de Venezuela

 

Los estrechos vínculos entre la crisis civilizatoria, el capitalismo y el patrón energético dominante

Hay cada vez una mayor conciencia social y política de que nos encontramos ante una crisis
de carácter extraordinario, que está poniendo en entredicho la propia posibilidad de vida en
la Tierra. El aumento de la temperatura media del planeta ya llega a cifras de 1º C desde la
llamada ‘etapa pre-industrial’ –2019 fue el segundo año más caliente desde que se tenga
registro– y parece cuesta arriba no cruzar el umbral de 1,5 o 2º C de aumento, lo que nos
remite a un ‘cambio climático catastrófico’. Presenciamos la ocurrencia de ‘eventos
extremos’ –como los incendios en la Amazonía o Australia en 2019– y cambios en los
ecosistemas que nos revelan preocupantes tendencias. Por otro lado, la crisis económica
mundial, que surge desde 2008-2009, ha evidenciado no sólo limitaciones coyunturales del
sistema capitalista global, sino también factores de crisis estructural e histórica (Wallerstein,
2004; Harvey, 2014), los cuáles se yuxtaponen a otras crisis, como la energética,
alimentaria, demográfica, entre otras.
Sería un error concebir estas crisis como elementos separados; muy al contrario, nos
encontramos ante un proceso de carácter multidimensional en el cual estos ámbitos se
encuentran estrechamente imbricados. Desde esta perspectiva, caracterizamos la misma
como una crisis civilizatoria, que involucra todo un orden histórico que se encuentra en
declive. Con el surgimiento de la pandemia de la Covid19 a fines de 2019, se ha revelado
con mayor claridad no sólo la sensible articulación entre las diversas dimensiones de la
crisis (por ejemplo, la epidemiológica, la económica, la ambiental y la energética), sino
también han quedado al desnudo, a la vista de todos, los dramas sociales y económicos que
produce el sistema. Estas cuestiones han venido reforzando y otorgando más aceptación a
la idea de que nos encontramos en, o nos dirigimos hacia, un colapso sistémico.
En medio de este convulso tiempo, las disputas por los sentidos, interpretaciones y
significados de esta crisis se mantienen. Además de los sectores negacionistas –que
rechazan la existencia de problemas como el cambio climático, o rehúyen de su abordaje–,

grupos más reformistas vinculados al “desarrollo sostenible” y a diferentes ideas y políticas
de la “economía verde” (impulso masivo de la industria automotriz eléctrica, geoingeniería,
‘agricultura inteligente’, etc), promueven interpretaciones y lecturas muy fragmentadas y
parciales de estas complejas realidades, al tiempo que evaden una discusión profunda
sobre la propia naturaleza del sistema global. Estas lecturas no sólo son insuficientes para
comprender estos procesos, sino que también están tendenciosamente vinculadas a los
intereses de grupos económicos y políticos de gran magnitud. Requerimos, en cambio,
marcos interpretativos y lecturas integrales que nos permitan abrir caminos no sólo para la
justicia social y ambiental –señalando los principales actores y patrones responsables de la
crisis– sino también para promover un profundo cambio sistémico. En este sentido, además
del muy desigual y opresivo conjunto de relaciones sociales e institucionales que se
configura a escala internacional, nacional y local, necesitamos evaluar qué tipo de
relaciones se establecen con la naturaleza; cómo estas estructuras de poder y modelos de
sociedad configuran también particulares regímenes metabólicos –de flujos de energía,
agua y materiales–, geografías de la extracción, que finalmente son las que alimentan y
posibilitan el funcionamiento de dichos sistemas socio-políticos.
Este artículo que presentamos examina la relación entre el sistema capitalista global, la
crisis civilizatoria y el patrón energético dominante, específicamente el basado en los
hidrocarburos, tratando de resaltar el rol constitutivo de este último en el devenir de los
acontecimientos mundiales del último siglo y lo que va del siglo XXI.
Las lecturas dominantes sobre la ‘energía’, un término que comenzó a ser muy difundido
desde el siglo XIX, con una fuerte carga científico-técnica y fundamentalmente
instrumentalizado en función del desarrollo capitalista, han logrado imponer una idea de la
misma muy despolitizada, que suele remitirse a indicadores cuantitativos, grandes
infraestructuras y sistemas de transmisión y almacenamiento. Desde esta visión el ‘asunto
energético’ básicamente se ha enfocado al problema del acceso y distribución de la energía,
de sus mejores y más eficientes usos económicos e institucionales, y en la búsqueda de la
mejor fuente para ello (Lohmann y Hildyard, 2014). Pero estas interpretaciones no logran
decir casi nada sobre cómo los sistemas socio-energéticos se configuran a la luz de
sistemas socio-políticos, de particulares estructuras de poder, que le dan sentido,
valoración, funcionalidad y forma a la energía. No hay un sentido unívoco sobre la energía:
piense, por ejemplo, en la importancia del carbón para las sociedades occidentales en las
primeras fases de la Revolución Industrial y para la expansión del Imperio Británico, y haga
contraste con la concepción que los indígenas añuu, en el lago de Maracaibo, tenían del
me’enee (el petróleo), entendido para estos como una manifestación del espíritu de la tierra.

Así pues, cada concepción de la energía expresa un particular entendimiento de la sociedad
y las relaciones con la naturaleza, y por tanto, un estilo de vida, un modelo de sociedad.
El petróleo, más que sólo ese viscoso y deseado líquido negro, expresa precisamente eso:
un particular modelo de sociedad que se construyó en torno a él, primordialmente en y
desde el siglo XX. Desde una perspectiva eco-política, en este artículo queremos mirar
cómo la emergencia de un patrón energético basado en los hidrocarburos, especialmente en
el petróleo, va a generar un significativo punto de inflexión en la historia de las civilizaciones
y el capitalismo, abriéndonos hacia una espiral de crecimiento geométrico de la devastación
ambiental, de las desigualdades sociales y de la concentración de poder y riqueza global,
que no sólo nos van a llevar a la configuración de una civilización petrolera, sino a los
umbrales de un colapso civilizatorio, los que podríamos considerar los nuevos escenarios
del antropoceno.

El petróleo y su mundo: punto de inflexión en el modelo civilizatorio
La emergencia de la civilización petrolera ocurre en un período de la historia que, como ya
mencionamos, va a generar un significativo punto de inflexión en los modos de
relacionamiento sociedad-naturaleza, en las formas de gestión y apropiación de la energía y
en la configuración de estructuras de poder (que serán de carácter global), que van a
potenciar extraordinariamente la conformación de esta crisis histórica que vivimos. Sin
embargo, la configuración de estos nuevos metabolismos y códigos socio-políticos en esta
era petro-capitalista, en realidad profundizan viejos patrones pre-existentes. Nuestra
concepción de la crisis civilizatoria, inspirada en la ecología social, propone una mirada
genealógica de la misma, y resalta otros hitos fundamentales previos a la emergencia de la
civilización petrolera; previos incluso a la configuración del sistema capitalista mundial
(Teran-Mantovani, 2020).
La crisis civilizatoria debe ser vista también como un largo proceso que comienza a
desarrollarse desde hace unos 9.000-7.000 años con la llamada ‘Revolución neolítica’, a
inicios del Holoceno –a nuestro juicio, el verdadero origen del antropoceno. Dicho proceso
va a generar un quiebre fundamental de las formas ancestrales de organización humana y
de estas con la naturaleza: surgen las grandes civilizaciones, las economías de excedentes,
nuevos metabolismos sociales, mientras que germinan los primeros enfoques y
cosmovisiones de dominación sobre la naturaleza. Estos patrones civilizatorios se
conforman desde la consolidación de estructuras jerárquicas de poder, la formación de
Estados, la génesis del patriarcado, la sociedad de castas y clases, las lógicas imperiales.

Las sociedades horticultoras e igualitarias va siendo desplazadas, se expanden las disputas
por la tierra cultivable, y por ende la guerra se hace cada vez más común. En este entorno,
van emergiendo los asuntos políticos y militares, con claros patrones masculinos, y estos
asuntos van a escindirse, jerárquicamente, sobre la esfera doméstica. Estos elementos
generaron un significativo punto de inflexión en la larga historia del homo sapiens, de unos
300.000 años, y modificó drásticamente el marco de relacionamiento socio-político, socio-
ecológico y metabólico de las sociedades humanas.
Estos patrones civilizatorios evolucionaron y se complejizaron, antecediendo a lo que
pudiésemos entender como otro hito histórico fundamental, la Génesis de la modernidad
capitalista colonial, que se va a desarrollar desde mediados/fines del siglo XV. En este
período, que va a ser constitutivo de la posterior emergencia de la civilización petrolera, se
allana el camino para la configuración de, al menos, tres aspectos que van a ser cruciales
en el curso de los acontecimientos en los siglos subsiguientes: primero, la expansión
geográfica de circuitos comerciales que, por primera vez en la historia de la humanidad, va a
crear un sistema y una economía mundial; segundo, la imposición de una lógica de
colonización civilizatoria, también de carácter expansivo, que va a tener como uno de sus
objetos de dominación fundamentales a la Naturaleza ––e incluso creando patrones de
poder que emergieron de esta dominación, sentando las bases histórica del extractivismo–;
y tercero, el establecimiento de dinámicas de crecimiento económico geométrico, algo sin
precedentes en la historia –todo el crecimiento había sido aritmético–, que van evolucionar
al calor de los procesos de acumulación originaria y las revoluciones industriales, implicando
cada vez mayores consumos de energía y recursos de la Tierra.
Precisamente con el desarrollo de las revoluciones industriales del siglo XVIII y XIX, va a
producirse un cambio energético nunca visto en la historia de la humanidad: por milenios las
sociedades y economías funcionaron básicamente con la energía humana, de los animales,
del viento, de la leña, de la fuerza de las aguas, etc. Todo va a ir cambiado con el paulatino
proceso de maquinización de la producción y la correspondiente necesidad de fuentes de
energía que potenciara este boyante capitalismo de máquinas y motores. Así, el sistema
capitalista comienza a reestructurarse en torno a los combustibles fósiles, funcionales para
estos nuevos patrones productivos y dinámicas de movilidad y apropiación de riqueza,
teniendo inicialmente el protagonismo el carbón –que en su momento alimentaba la
emblemática máquina de vapor– hasta que será, entrado en el siglo XX, donde se impondrá
el petróleo. Es en este proceso donde la energía va a dejar de ser una fuerza sólo localizada
e inmediatamente disipada, para convertirse en algo generado masivamente por grandes
centrales, trasladado a través del espacio geográfico por medio de enormes y extensas

infraestructuras de transmisión y almacenado en variados dispositivos, lo cual se va a
desarrollar en muy buena medida en torno a la creación de sistemas eléctricos.
La emergencia del capitalismo fordista desde principios del siglo XX, de muy alta
productividad –como nunca antes se había visto– va a tener como factor posibilitante al
petróleo. En el ínterin de las dos Guerras Mundiales, y mientras los grandes carteles del
petróleo se iban formando, llegaríamos a un punto de inflexión a mediados de ese siglo, con
la imposición del orden de la posguerra (Bretton Woods, Conferencia de Yalta y el inicio de
la llamada “Guerra Fría””), que va a configurar “La Gran Aceleración”, un proceso en el cual
las tasas de uso de energía, crecimiento del PIB, crecimiento de la población, de las
emisiones de CO 2 , entre otros, se disparan a niveles insospechados, intensificando esta
particular relación depredadora con la naturaleza.

 

Ha sido debido y en torno al petróleo que este mundo contemporáneo se configuró.
Prácticamente todo el estilo tecnológico dominante se adaptó al petróleo, expandiendo este
esquema a otras ramas de la producción, como la agroindustria intensiva y extensiva –el
patrón de la que posteriormente sería llamada la “Revolución Verde”–, la gigantesca
petroquímica, las diversas ramas industriales (livianas, pesadas, etc), la construcción e
infraestructura, el transporte y la comercialización. Se fue imponiendo un estilo de vida
basado en la electrificación de todo el hogar; en el ascenso del automóvil como su ícono
principal, el desarrollo de movilidades de alta velocidad y la urbanización de los espacios
geográficos, que avanzaba a medida que crecía la disposición de energía (Terán-Mantovani,
2014). Gracias a los crudos emergieron las sociedades de consumo y sobre este líquido
viscoso se creó un potente imaginario de riqueza y futuro –una actualización del mito de El

Dorado, rebautizado como el ‘oro negro’– que movilizó masas, sostuvo fastuosos planes
desarrollistas y levantó Petro-Estados.
Al potenciar los procesos de acumulación de capital a escala global, el petróleo contribuyó
notablemente a una mayor concentración de riquezas en pocas manos, intensificando las
desigualdades sociales. Y en geopolítica, así como el Imperio británico fue posible en muy
buena medida gracias al carbón, la hegemonía estadounidense mundial despegó y se
mantuvo con el petróleo.
Además de la emergencia de la una civilización petrolera y un particular petro-capitalismo,
ha sido este proceso descrito base fundamental para el despliegue de la globalización
neoliberal y el particular momento actual del antropoceno y la crisis civilizatoria.

Globalización, neoliberalismo y crisis energética
A partir de la década de los 70, el patrón de acumulación global va a evidenciar síntomas de
crisis interna, y con más claridad, de altas perturbaciones en relación a los ciclos naturales
del planeta. El giro neoliberal impulsado desde la década de los 80 se va a enfocar en
recuperar los circuitos y procesos de acumulación globales que se estaban estancando, a
costa de lo que fuese. Para ello promovió una brutal sobreexplotación de todos los ámbitos
–ecológico, energético, laboral, etc– haciendo de este período el que más energía ha
quemado en toda la historia de la humanidad, e intensificando además los factores de
insostenibilidad del sistema. El acelerón de la civilización petrolera va a permitir la
configuración de la globalización capitalista –abarcando la totalidad del planeta–, al tiempo
que va a abrir caminos hacia el asalto a las últimas fronteras geográficas y biológicas –la
Amazonía, el Ártico, intervenciones en el ADN y en la composición genética de especies, en
los átomos, etc–, y hacia un desajuste del ciclo natural del carbono (y los efectos del cambio
climático), originado primordialmente por la creciente y frenética extracción y quema de
combustibles fósiles, lo que va a crear un nuevo y sombrío escenario socio-ambiental.
Como parte de esta crisis multi-dimensional, dada la alta complejidad e interconectividad del
sistema global, el ámbito del modelo energético también va a entrar en crisis, impactando al
mismo tiempo otras dimensiones del proceso de declive civilizatorio. Es en este sentido que
se habla de crisis energética (Mieres, 1979; Fernández-Durán, 2011; Klare, 2020), la cual
está definida por los desajustes, brechas, cuellos de botella y depresiones de los factores
internos del propio patrón energético dominante. Desde la década de los años 70, comienza
a desarrollarse un proceso crítico que inaugura el “fin de la era del petróleo barato” –los

precios generales no van a recobrar los bajos valores promedio que tuvieron en sus
primeras décadas–, lo que ha ido evolucionando hacia intempestivas alzas y una tremenda
volatilidad de los precios internacionales del crudo, que se ha venido convirtiendo en la
normalidad. El declive de las fuentes convencionales de hidrocarburos –que algunos han
llamado el ‘pico del petróleo’– ha tenido un gran impacto económico y en el acceso a los
hidrocarburos, provocando un progresivo aumento de costos de producción, disminuciones
generales de la extraordinaria rentabilidad que tuvo el negocio petrolero por muchos años, y
las necesidades del capital transnacional y gobiernos nacionales de explorar y explotar
nuevas fuentes no convencionales, tales como los esquistos, arenas bituminosas, petróleos
de aguas profundas o crudos extrapesados, entre otros –hidrocarburos de mucha más difícil
explotación, económicamente más costosos y ambientalmente más dañinos. De esta
manera, el negocio petrolero se ha hecho más inestable y menos rentable, provocando
caídas relativas de las inversiones en exploración petrolera, lo que va en detrimento del
desarrollo de nuevas fuentes y, por ende, del aumento de la oferta para que se corresponda
con el de la creciente demanda mundial. Además, cada vez se va necesitando emplear más
energía para la obtención de nueva energía útil, siendo casos en que la primera es mayor
que la nueva obtenida, lo cual básicamente hace inviable a este patrón energético –esto es,
la ‘Tasa de Retorno Energético’ cae a niveles negativos.
Estos y otros factores de orden estructural, unidos a una generalización de los diversos tipos
de conflictos que se generan en torno a los crudos, son centrales para el desacoplamiento
que se ha generado entre la oferta y demanda de los mismos, cuestión medular que
amenaza no sólo el flujo y suministro de energía global –bajo un sistema eminentemente
expansivo que requiere disponer de manera creciente de más y nuevas fuentes energéticas
para sobrevivir–, sino también los procesos de acumulación de capital que viven de este.
De esta manera, el patrón energético basado en los hidrocarburos no sólo ha potenciado el
cambio climático y el hecho de rebasar los límites del planeta, sino que también la crisis
energética ha sido un detonante de otros procesos críticos en diversas dimensiones de la
crisis civilizatoria. Por ejemplo, el auge de la explotación de hidrocarburos no
convencionales ha promovido la generación de mayores emisiones de gases de efecto
invernadero, lo que a su vez intensifica el problema del cambio climático, provocando la
mayor incidencia de climas extremos, con alto impacto en la agricultura, y por tanto, en la
seguridad y soberanía alimentaria. También pudiese mencionarse que, como una de las
falsas soluciones a la crisis energética, ha sido propiciada la expansión de los llamados
“agrocombustibles” –agroetanol, producidos a partir de cultivos como la caña de azúcar,
remolacha o maíz; o agrodiesel, hechos con oleaginosas como el girasol o la palma–, lo cual

fue un factor crucial para el alza del precio de los alimentos a nivel mundial, y el desarrollo
de la crisis alimentaria.

Siglo XXI: tiempo de umbrales y el nuevo (des)orden mundial de la civilización
petrolera
El siglo XXI, lamentablemente, nos ha revelado una intensificación y agravamiento de los
factores críticos históricos que la civilización petrolera ha potenciado, así como de la
situación de insostenibilidad sistémica. En este siglo, pese a las críticas, movilizaciones y
señalamientos acerca del peligroso rumbo que hemos tomado, el consumo de petróleo no
ha hecho sino incrementarse, mientras que el relativo estancamiento que la producción de
crudos había experimentado por años, se ha sorteado momentáneamente desde mediados
de la década de 2010 gracias, principalmente, al auge de los petróleos de esquistos en los
Estados Unidos, obtenidos mediante la muy controversial técnica del fracking. Esto último es
muy revelador, pues nos muestra cómo sectores de gran poder global más bien pisan el
acelerador hacia el abismo: radicalizando la maquinaria depredadora energética, con una de
las peores técnicas extractivistas conocidas, medida impulsada además por el Gobierno de
Trump, caracterizado por ser un negacionista del cambio climático y despreciar el problema
ambiental.
Pero precisamente, en estos últimos años se ha hecho también más evidente que nos
encontramos en un tiempo de umbrales, de cambios repentinos y acelerados en los
sistemas, de eventos extremos, de colapsos, como ya mencionamos al inicio de este
artículo. Se trata de una fase determinante de esta larga crisis civilizatoria, que parece
mostrarnos que ya nada será igual que antes. Y la pandemia de la Covid19, es quizás una
de las más estremecedoras evidencias de ello. Esta pandemia, que es producto de la
mercantilización neoliberal de la vida y la ocupación de nuevas fronteras ecosistémicas en
las últimas décadas, de la agricultura y avicultura intensivas, del comercio de animales
salvajes y exóticos; que es parte de una cadena previa de pandemias de la globalización
–recuérdese la ‘gripe porcina’, el MERS o el ébola–; que ha tenido un alcance global como
nunca ha sido visto en la historia; nos muestra hoy el retrato de un sistema enfermo que
está profundizando drásticamente la crisis, y que en relación al patrón energético, ha
reducido la demanda de energía mundial y generado un shock tremendo en los mercados
petroleros, llevando los precios del crudo a los subsuelos –a niveles desconocidos, como los
-37$ por barril en abril de 2020–, mientras se va detonando un nuevo período de recesión
económica global.

Desde principios del siglo XX, el petróleo representó la gran promesa de riqueza súbita y
modernidad a nivel mundial. Incluso numerosos proyectos de luchas en el Sur Global lo
tuvieron como un instrumento principal para la ‘Liberación Nacional’. Pero hoy, como nunca,
es evidente que se trata de una promesa rota. Esta percepción mágica del ‘oro negro’ se ha
venido resquebrajando seriamente. Cierto es, que el petróleo sigue siendo muy requerido,
pero a la vez está siendo muy contestado socialmente, debido a sus impactos ambientales y
su relación directa con el cambio climático. A su vez, este petro-capitalismo se muestra cada
vez más incapaz para sostener el mundo que ha construido sobre sus hombros. El tiempo
de auge, estable dominio y expansión de la civilización petrolera parece haber llegado a su
fin. El petróleo, que otrora construyera horizontes de futuro, ahora es el emblema de la
inestabilidad.
La volatilidad de los precios y el shock en los mercados petroleros son equivalentes y están
estrechamente relacionados con la convulsión social y política que está girando en torno al
petróleo. Recordemos, por mencionar un ejemplo, cómo en septiembre de 2019, rebeldes
houti atacaban con drones las instalaciones de Aramco, la mayor petrolera del mundo,
ubicada en el segundo país productor de crudo del planeta, Arabia Saudí, afectando de un
plumazo la mitad de la capacidad de producción de la empresa, unos 5 millones de barriles
diarios. El conflicto geopolítico y la crisis energética se retroalimentan peligrosamente.
Pero en un sentido muy diferente, y motivados por la emergencia climática que se asume
cada vez con más fuerza en el mundo, miles de activistas en varias partes del mundo se
vuelcan a las calles, ya no sólo a protestar, sino a ejecutar acciones directas de ocupación
de espacios y cortes de ruta para tratar de detener máquinas, proyectos y flujos de
mercancías que siguen contribuyendo al aumento de las emisiones de gases de efecto
invernadero; pero también, para tratar de sacudir el mundo, de generar una reacción social.
Esto lo hemos visto con las acciones de miles de activistas del movimiento internacional
‘Extinction Rebellion’ en varias ciudades europeas como Londres, Amsterdam, París, Berlín,
Madrid o Roma; las ocupaciones de minas de carbón por el grupo Ende Gelände en
Alemania; las resistencia contra la explotación petrolera en la Amazonía ecuatoriana por
parte de indígenas Sapara, Shuar y Achuar; o los bloqueos de oleoductos en Standing Rock
en los Estados Unidos; mientras nuevas acciones de rebelión climática se van planteando.
Una prueba más de que el petróleo nunca había sido tan impopular como en la actualidad.
A su vez, la inestabilidad del acceso a los combustibles, que siguen siendo muy requeridos
por millones de personas para el desarrollo de su vida cotidiana, está conectada con la
emergencia de numerosas de las explosiones sociales que vemos en años recientes.
Recordemos, por ejemplo, las intensas protestas en Haití en 2019, motivadas por el colapso

del suministro de combustibles en ese país, debido al fin de los envíos que la ex-potencia
petrolera Venezuela dirigía a esa nación caribeña, en el marco de la alianza ‘PetroCaribe’; o
las revueltas en el Ecuador ese mismo año, vinculadas a la eliminación de subsidios a los
combustibles –lo que revela la relación entre crisis económica y el aumento de dificultades
para el acceso social a estos líquidos.
Estas expresiones turbulentas también podemos registrarlas en los propios Estados-
nacionales erigidos en torno al petróleo. Irak, ha venido viviendo una oleada de protestas
desde 2019, que evidencia una profunda crisis económica y política interna, en un proceso
crítico desatado desde la intervención militar estadounidense y el derrocamiento de Sadam
Husein a principios del siglo XXI. Una guerra desatada en primer lugar por petróleo. Y
Venezuela, probablemente la expresión más clara de la crisis de la civilización petrolera, es
un reflejo en pequeño del colapso sistémico de un mundo construido alrededor de los
hidrocarburos. La que ayer fuese la gran promesa de la modernidad, la estabilidad y la
riqueza en el Sur Global, hoy se encuentra en medio de un extraordinario colapso de toda la
sociedad –generando la desintegración del Petro-Estado–, motivado a factores históricos y
coyunturales de declive del modelo petrolero, y potenciado por las sanciones e
intervenciones de los Estados Unidos desde 2017. Venezuela es el reflejo del nuevo
(des)orden del mundo de los hidrocarburos.
Antes que eventos aislados, estos conflictos sociales y geopolíticos descritos laten al ritmo
de un tiempo límite. Son también el movimiento proactivo o reactivo de las volátiles e
inestables ondulaciones de este sistema global petrolizado. Así que estamos en un crucial
período de redefiniciones en el cual, además, se está jugando el mantenimiento de las
condiciones que hacen posible la vida en el planeta.
Ya no hay nada futuro que prometer con el petróleo. El camino es claramente otro. Pero no
bastará sólo con salir del petróleo; no bastarán energías renovables, si no se produce un
profundo cuestionamiento a un modelo civilizatorio capitalista, colonial, patriarcal y
antropocéntrico, sobre el cual el patrón energético de los hidrocarburos se asentó. El cambio
es de sistema.
La profundidad de la crisis es de tal magnitud, que paradójicamente nos ha abierto una,
muchas oportunidades, para transitar hacia otros horizontes civilizatorios.

Referencias bibliográficas
Fernández Durán, R. (2011). La quiebra del capitalismo global: 2000-2030. Editorial Virus-
Baladre-Libros en Acción.
Harvey, D. (2014). Seventeen Contradictions and The End of Capitalism. Londres: Profile
Books.
Klare, M. T. (2020). Guerras por los recursos El futuro escenario del conflicto global (Vol.
21). Ediciones LAVP.
Lohmann, L. Hildyard, N. (2014). Energy, Work and Finance. Corner House. Disponible en
http://www.thecornerhouse.org.uk/resource/energy-work-and-finance
Mieres, F. (1979). Crisis capitalista y crisis energética. México D.F.: Editorial Nuestro
Tiempo, S.A.
Teran-Mantovani, E. (2014). El fantasma de la Gran Venezuela. Dilemas del Petro-Estado
en la Revolución Bolivariana. Caracas: Fundación Celarg.
Teran-Mantovani, E. (2020). ¿Por qué hablamos de crisis civilizatoria? Breve genealogía de
nuestro actual tiempo extraordinario. Observatorio de Ecología Política de Venezuela.
Disponible en https://www.ecopoliticavenezuela.org/2019/12/15/por-que-hablamos-de-crisis-
civilizatoria-breve-genealogia-de-nuestro-actual-tiempo-extraordinario/
Wallerstein, Immanuel (2004). Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos. Madrid:
Akal Ediciones.


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