Clajadep :: Red de divulgación e intercambios sobre autonomía y poder popular

Imprimir

Los dos textos fundamentales de Marx que permiten sintetizar su pensamiento y comprender el desarrollo actual de la crisis económica y del antagonismo

Karl Marx :: 23.12.20

Nos referimos al Fragmento de las máquinas donde explica la ley de tendencia decreciente de la tasa de ganancia y al capítulo 3 de La guerra civil en Francia donde aprende la experiencia de la Comuna de París que la comuna cumple las funciones del estado.

Fragmento sobre las máquinas

KARL MARX

[Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, vol, 2, México. Siglo XXI, 1972, pp. 216-230. Traducción del alemán de Pedro Scaron.]

https://textos.wordpress.com/2006/05/23/fragmento-sobre-las-maquinas/

 

El capital fixe, o capital que se consume en el proceso mismo de producción es, en un sentido riguroso, medio de producción. En un sentido más amplio todo el proceso de producción y cada momento del mismo, así como la circulación en la medida en que se considera desde un punto de vista material- no es más que medio de producción para el capital, para el cual sólo el valor existe como un fin en sí mismo. Desde el punto de vista material la materia prima es medio de producción para el producto, etc..

 

Pero la determinación del valor de uso del capital fixe como aquello que se consume en el proceso de producción mismo se identifica con el hecho de que en ese proceso sólo se le emplea como medio, y que incluso existe meramente como agente para la transformación de la materia prima en producto. En esa calidad suya de medio de producción su valor de uso puede consistir en el hecho de ser sólo condición tecnológica para efectuarse del proceso (los lugares en los que ocurre el proceso de producción), así como en el caso de los edificios, etc.; o en que es una condición inmediata para el operar del verdadero medio de producción, como todas las materias instrumentales. Ambos, a su vez, son materiales para el efectuarse del proceso de producción general, o para la aplicación y conservación del medio de trabajo. Éste, empero, en sentido estricto, sólo presta servicios dentro de la producción y para la producción, y no tiene ningún otro valor de uso.

 

En un principio, cuando considerábamos la transformación del valor e capital, se incluyó sencillamente el proceso de trabajo en el capital y, con arreglo a sus condiciones materiales, con arreglo a su existencia material, el capital se presentó como la totalidad de las condiciones de este proceso y se escindió, conforme a éste, en ciertas porciones cualitativamente diferentes: material de trabajo (es ésta, no materia prima, la expresión correcta y conceptual), medios de trabajo y trabajo vivo. Por una parte el capital, conforme a su existencia material, se fraccionaba en esos tres elementos; por el otro, la unidad dinámica de los mismos constituía el proceso de trabajo (o la incorporación conjunta de esos elementos en el proceso), la unidad estática constituía el producto. En esta forma los elementos materiales -material de trabajo, medios de trabajo y trabajo vivo- se presentan únicamente como los momentos esenciales del proceso mismo de trabajo, de los cuales se apropia el capital. Pero este aspecto material -o su determinación en cuanto valor de uso y proceso real- se separa totalmente de su determinación formal. En ésta,

 

1] los tres elementos en los cuales se presenta el capital previamente al intercambio con la capacidad de trabajo, antes del proceso efectivo, aparecían sólo como porciones del capital cuantitativamente distintas, como cuantos de valor cuya unidad la constituye el capital mismo en calidad de suma. La forma material del valor de uso, bajo la cual existen esas porciones diversas, nada modifica en la homogeneidad de esta determinación Con arreglo a la determinación formal, se presentaban tan sólo como si el capital se escindiera cuantitativamente en porciones;

Advertisement

Report this ad

 

2] dentro del proceso mismo, desde el punto de vista de la forma, los elementos del trabajo y los otros dos elementos sólo se distinguían en que los unos estaban determinados como valores constantes, y el otro como lo que pone valor. La diversidad en cuanto valores de uso, 0 sea el aspecto material, en la medida en que entra en escena, lo hace sin embargo quedando por entero al margen de la determinación formal del capital. Ahora, en cambio, en la diferencia entre capital circulante (materia prima y producto) y capital fixe (medios de trabajo), la diferencia entre los elementos en cuanto valores de uso está puesta al. propio tiempo como diferencia del capital en cuanto capital, en su determinación formal. La relación recíproca de los factores, que sólo era cuantitativa, se presenta ahora como diferencia cualitativa del capital mismo y como determinante de su movimiento total (rotación). El material de trabajo y el producto del trabajo, el precipitado neutro del proceso laboral, en cuanto materia prima y producto, tampoco están ya materialmente determinados como material y producto del trabajo, sino como el valor de uso del capital mismo en fases diversas.

 

Mientras el medio de trabajo en la verdadera acepción de la palabra se mantiene como medio de trabajo, tal como ocurre cuando el capital lo incluye inmediata, históricamente en su proceso de valorización, experimenta una modificación. formal únicamente en cuanto pasa a aparecer no sólo como medio de trabajo según su aspecto material, sino a la vez como modo especial de existencia determinado por el proceso global del capital: como capital fixe. Pero una vez inserto en el proceso de producción del capital, el medio de trabajo experimenta diversas metamorfosis la última de las cuales es la máquina o más bien un sistema automático de maquinaria (sistema de la maquinaria; lo automático no es sino la forma más plena y adecuada de la misma, y transforma por primera vez a la maquinaria en un sistema), puesto en movimiento por un, autómata, por fuerza motriz que se mueve a sí misma; este autómata se compone de muchos órganos mecánicos e intelectuales, de tal modo. que los obreros mismos sólo están determinados como miembros conscientes de tal sistema. En la máquina, y aun más en la maquinaria en cuanto sistema automático, el medio de trabajo está transformado -conforme a su valor de uso, es decir a su existencia material- en una existencia adecuada al capital fixe y al capital en general, y la forma bajo la cual el medio de trabajo, en cuanto medio inmediato de trabajo, se incluye en el proceso de producción del capital, es superada bajo una forma puesta por el capital y a él correspondiente. La máquina en ningún aspecto aparece como medio de trabajo del obrero individual. Su differentia specifica en modo alguno es, como en el caso del medio de trabajo, la de trasmitir al objeto la actividad del obrero, sino que más bien esta actividad. se halla puesta de tal manera que no hace más que transmitir a la materia prima el trabajo o acción de la máquina, [a la] que vigila y preserva de averías. No es como en el caso del instrumento, al que el obrero anima, como a un órgano, con su propia destreza y actividad, y cuyo manejo depende por tanto de la virtuosidad de aquél. Sino que la máquina, dueña en lugar del obrero de la habilidad y la fuerza, es ella misma la virtuosa, posee un alma propia presente en las leyes mecánicas que operan en ella, y así como el obrero consume comestibles, ella consume carbón, aceite, etc. (matières instrumentales) con, vistas a su automovimiento continuo. La actividad del obrero, reducida a una mera abstracción de la actividad, está determinada y regulada en todos los aspectos por el movimiento de la maquinaria, y no a la inversa. La ciencia, que obliga a los miembros inanimados de la máquina -merced a su construcción- a operar como un autómata, conforme, un fin, no existe en la conciencia del obrero, sino que opera a través de la máquina, como poder ajeno, como poder de la máquina misma sobre aquél. La apropiación del trabajo vivo a través del trabajo objetivado -de la fuerza o actividad valorizadora a través del valor que es para sí mismo-, implícita en el concepto del capital, está, en la producción fundada en la maquinaria, puesta como carácter del proceso de producción mismo también desde el punto de vista de sus elementos y de sus movimientos materiales. El proceso de producción ha cesado de. Ser proceso de trabajo en el sentido de ser controlado por el trabajo como unidad dominante. El trabajo se presenta, antes bien, solamente como órgano consciente, disperso bajo la forma de diversos obreros vivos presentes en muchos puntos del sistema mecánico, y subsumido en el proceso total. de la maquinaria misma, sólo como un miembro del sistema cuya unidad no existe en los obreros vivos, sino en la maquinaria viva (activa), la cual se presenta frente al obrero, frente a la actividad individual e insignificante de éste, como un poderoso organismo. En la maquinaria el trabajo objetivado se le presenta al trabajo vivo, dentro del proceso laboral mismo, como el poder que lo domina y en el que consiste el capital -según su forma- en cuanto apropiación del trabajo vivo. La inserción del proceso laboral como mero momento del proceso de valorización del capital es puesta, también desde el punto de vista material, por la transformación del medio de trabajo en maquinaria y del trabajo vivo en mero accesorio vivo de esta maquinaria, e medio para la acción de ésta. Tal como hemos visto, el aumento de la fuerza productiva del trabajo y la máxima negación del trabajo necesario son la tendencia necesaria del capital. La realización de esta tendencia es la transformación del medio de trabajo en maquinaria. En la maquinaria el trabajo objetivado se enfrenta materialmente al trabajo vivo como poder que lo domina y como subsunción activa del segundo bajo el primero, no por la apropiación del trabajo vivo, sino en el mismo proceso real de producción; en el capital fijo que existe como maquinaria, la relación del capital como el valor que se apropia de la actividad valorizadora, está puesta. a la vez como la relación del valor de uso del capital con el valor de uso de la capacidad laboral; el valor objetivado en la maquinaria se presenta además como supuesto frente al cual la fuerza valorizadora de la capacidad laboral individual desaparece como algo infinitamente pequeño; merced a la producción en enormes masas, la cual queda puesta con la maquinaria, desaparece igualmente en el producto. toda relación con la necesidad inmediata del productor y por consiguiente con el valor de uso inmediato; en la forma en que se produce el producto y bajo las circunstancias en que se produce, está ya puesto que sólo se le produce en cuanto portador de valor y que su. valor de uso no es más que una condición para ello. En la maquinaria, el trabajo objetivado ya no se presenta directamente sólo bajo la forma del producto o del producto empleado como medio de trabajo, sino bajo la forma de la fuerza productiva misma. El desarrollo del medio de trabajo como maquinaria no es fortuito para el capital, sino que es la metamorfosis histórica del medio de trabajo legado por la tradición, transformado en adecuado para el capital. La acumulación del saber y de la destreza, de las fuerzas productivas generales del cerebro social, es absorbida así, con respecto al trabajo, por el capital y se presenta por ende como propiedad del capital, y más precisamente del capital fixe, en la medida en que éste ingresa como verdadero medio de producción al proceso productivo. La maquinaria, pues, se presenta como la forma más adecuada del capital fixe y el capital fixe -en cuanto se considera al capital en su relación consigo mismo- como la forma más adecuada del capital en general. Por otra parte, en la medida en que el capital fixe está inmovilizado en su existencia como valor de uso determinado, no corresponde al concepto del capital, que en cuanto valor es indiferente a toda forma determinada del valor de uso y puede asumir o abandonar cualquiera de ellas como encarnación indiferente. Desde este punto de. vista, el de la relación del capital hacia afuera, el capital circulante aparece como la forma adecuada del capital, con respecto al capital fixe.

 

Por cuanto la maquinaria, además, se desarrolla con la acumulación de la ciencia social, de la fuerza productiva en general, no es en el obrero sino en el capital donde está representado el trabajo generalmente social. La fuerza productiva de la sociedad se mide por el capital fixe, existe en él en forma objetiva y, a la inversa, la fuerza productiva del capital se desarrolla con este progreso general, del que el capital se apropia . gratuitamente. No es éste el lugar para abordar en detalle el desarrollo de la maquinaria, sino sólo desde un punto de vista general; en aquello en que en el capital fixe el medio de trabajo, en su aspecto material, pierde su forma inmediata y se contrapone materialmente, como capital, al obrero. En la maquinaria, la ciencia se le presenta al obrero como algo ajeno y externo, y el trabajo vivo aparece subsumido bajo el objetivado, que opera de manera autónoma. El obrero se presenta como superfluo en la medida en que su acción está condicionada por la necesidad [de capital].

 

El pleno desarrollo del capital, pues, tan sólo tiene lugar -o el capital tan sólo ha puesto el modo de producción a él adecuado- cuando el medio de trabajo está determinado no sólo formalmente como capital fixe, sino superado en su forma inmediata y el capital fixe se presenta. frente al trabajo, dentro del proceso de producción, en calidad de máquina; el proceso entero de producción, empero, no aparece como subsumido bajo la habilidad directa del obrero, sino como aplicación tecnológica de la ciencia. Darle a la producción un carácter científico es, por ende, la tendencia del capital, y se reduce al trabajo a mero momento de este proceso. Así como ocurre en la transformación del valor en capital, en un análisis más preciso del capital se aprecia que éste por un lado presupone un desarrollo determinado de las fuerzas productivas, históricamente dado, -y entre estas fuerzas productivas también la ciencia- y por otro lado lo impulsa hacia adelante.

 

El volumen cuantitativo y la eficacia (intensidad) con los que el capital se ha desarrollado en cuanto capital fixe, indican por ello en general el grado en que el capital en cuanto capital, en cuanto poder sobre el trabajo vivo, se ha desarrollado y ha sometido a sí mismo el proceso de producción en general. También en el sentido de que ello expresa la acumulación de las fuerzas productivas objetivadas e igualmente del trabajo objetivado. Pero si bien el capital tan sólo en la maquinaría y otras formas de existencia materiales del capital fijo, como ferrocarriles, etc. (a las qué volveremos más: adelante) se confiere su forma adecuada como valor de uso dentro del proceso de producción, ello en absoluto significa que ese valor de uso -la maquinaria en sí- sea capital, o que su existencia como maquinaria sea idéntica a su existencia como capital; del mismo modo que el oro no dejaría de tener su valor de uso como oro si cesara de ser dinero. La maquinaria- no perdería su valor de uso cuando dejara de ser capital. De que la maquinaria sea 1a forma más adecuada del valor de uso propio del capital fixe, no se desprende, en modo alguno, que la subsunción de la relación social del capital sea la más adecuada y mejor relación social de producción para el empleo de la maquinaria.

 

En la misma medida en que- el tiempo de trabajo -el mero cuanto de trabajo- es puesto por el capital como único elemento determinante, desaparecen el trabajo inmediato y su cantidad como principio determinante de la producción -de la creación de valores de uso-; en la misma medida, el trabajo inmediato se ve reducido cuantitativamente a una proporción más exigua, y cualitativamente a un momento sin duda imprescindible, pero subalterno frente al trabajo científico general, a la aplicación tecnológica de las ciencias naturales por un lado, y por otro frente a la fuerza productiva general resultante de la estructuración social de la producción global, fuerza productiva que aparece como don natural del trabajo social (aunque [sea, en realidad, un] producto histórico). El capital trabaja, así, en favor de su propia disolución como forma dominante de la producción.

 

Si bien, por un lado, la transformación del proceso productivo a partir del proceso simple de trabajo en un proceso científico -que pone a su servicio las fuerzas naturales y, de esta suerte, las obliga a operar al servicio de las necesidades humanas- se presenta como cualidad del capital fixe frente al trabajo vivo; si bien el trabajo individual en cuanto tal cesa en general de aparecer como productivo, y más bien sólo es productivo en los trabajos colectivos que subordinan las fuerzas naturales a sí mismos, y este ascenso del trabajo inmediato a trabajo social aparece como reducción del trabajo individual al desamparo frente a la colectividad representada, concentrada en el capital; por otra parte, la conservación del trabajo en una rama de la producción en virtud del co-existing labour en otra rama, aparece ahora como cualidad del capital circulant. En la pequeña circulación el capital adelanta el salario al obrero, que éste intercambia por productos necesarios para su consumo. El dinero recibido por el obrero tiene ese poder sólo porque simultáneamente se trabaja al lado de él; y es sólo porque el capital se ha apropiado de su trabajo, que puede darle al obrero, con el dinero, una asignación sobre trabajo ajeno. Este intercambio del trabajo propio por el ajeno no se presenta aquí mediado y condicionado por la coexistencia simultánea del trabajo de los demás, sino por el adelanto que hace el capital. El hecho de que el obrero, durante la producción, pueda llevar a cabo el intercambio de sustancias necesario para su consumo, aparece como una cualidad de aquella parte del circulating capital entregada a1 obrero, y del circulating capital en general. No aparece como intercambio material por parte de las fuerzas de trabajo simultáneas, sino como intercambio material por parte del capital. De este modo, todas las fuerzas del trabajo aparecen traspuestas en fuerzas del capital; en el capital fixe, la fuerza productiva del trabajo (que está puesta externamente a éste y como si existiera(a la manera de una cosa) independientemente del mismo); y en el capital circulant, por un lado, el hecho de que el obrero mismo haya establecido como supuesto las condiciones de su trabajo, y por otro el que el intercambio de este trabajo suyo está mediado por el trabajo coexistente de otros, aparecen de tal suerte como si el capital por un lado le hiciera adelantos y por otro pusiera la simultaneidad de las ramas de trabajo. (Las dos últimas determinaciones corresponde tratarlas, en realidad, en la acumulación.) Como mediador entre los diversos labourers, el capital se pone bajo la forma de capital circulant.

 

El capital fixe, en su determinación como medio de producción cuya forma más adecuada es la maquinaria, produce valor, esto es, aumenta el valor del producto sólo en dos aspectos: 1] en la medida en que tiene valor, esto es, es el mismo producto del trabajo, cierto cuanto de trabajo en forma objetivada; 2] en la medida en que aumenta la proporción entre el plustrabajo y el trabajo necesario, capacitando al trabajo, a través del aumento de su fuerza productiva, a crear en un tiempo más breve una masa mayor de productos necesarios para el mantenimiento de la capacidad viva de trabajo. Es pues, una frase burguesa extremadamente absurda, la que afirma que el obrero comparte algo con el capitalista porque éste, mediante el capital fixe (que por lo demás no es él mismo más que un producto del trabajo, y sólo trabajo ajeno que el capitalista se ha apropiado) le facilita el trabajo (por medio de la máquina más bien, despoja al trabajo de toda su independencia y carácter atractivo) o reduce su trabajo. Antes bien, el capital sólo emplea la máquina en la medida en que le permite al obrero trabajar para el capital durante una parte mayor de su tiempo, relacionarse con una mayor parte de su tiempo como con tiempo que no le pertenece, trabajar más prolongadamente para otro. A través de este proceso, efectivamente, se reduce a un mínimo el cuanto de trabajo necesario para la producción de un objeto dado, pero sólo para que un máximo de trabajo se valorice en el máximo de tales objetos. El primer aspecto es importante, porque aquí el capital -de manera totalmente impremeditada- reduce a un mínimo el trabajo humano, el gasto de energías. Esto redundará en beneficio del trabajo emancipado y es la condición de su emancipación. De lo dicho se desprende el absurdo de Lauderdale cuando quiere convertir al capital fixe en una fuente de valor, independizada del tiempo de trabajo. Es tal fuente. sólo por cuanto él mismo es tiempo de trabajo objetivado y por cuanto pone tiempo de plustrabajo. La maquinaria misma presupone históricamente para su empleo, brazos excedentes (véase Ravenstone, arriba). Sólo donde existe la profusión de fuerzas laborales hace su aparición la maquinaria para emplazar trabajo. Sólo en la imaginación de los economistas acude en ayuda del obrero individual. No puede operar si no es con una masa de obreros, cuya concentración frente al capital es, como hemos visto, uno de sus supuestos históricos. No entra en escena para sustituir fuerza de trabajo faltante, sino para reducir a su medida necesaria la que ya existe masivamente. La maquinaria sólo se introduce allí donde la capacidad laboral existe en masa. (Volver sobre este punto.)

 

Lauderdale cree haber hecho un gran descubrimiento cuando afirma que la maquinaria no aumenta la fuerza productiva del trabajo, ya que más bien sustituye o hace aquello que el trabajo no puede efectuar con sus fuerzas. Forma parte concepto del capital, que la acrecentada fuerza productiva del trabajo esté puesta más bien como aumento de una fuerza exterior al trabajo y como el propio debilitamiento de éste. El medio de trabajo vuelve autónomo al trabajador, lo pone como propietario. La maquinaria -en cuanto capital fixe– lo pone como no autónomo, como objeto de la apropiación. Este efecto de la maquinaria sólo se produce en la medida en que está determinada como capital fixe, y está determinada en cuanta tal sólo porque el obrero se relaciona con ella como asalariado, y el individuo activo en general como mero obrero.

 

Mientras que hasta aquí el capital fixe y el circulant se presentaban meramente como diversas determinaciones transitorias del capital, ahora se han cristalizado en modos de existencia especiales de aquél, y junto al capital fixe aparece el capital circulant. Existen ahora dos tipos especiales de capital. En la medida en que se considera un capital en determinada rama de la producción, aquél se presenta dividido en esas dos porciones o se escinde, en determinada p[rop]orción, en esos dos tipos de capital.

 

La diferencia[ción] dentro del proceso productivo, originariamente entre medio de trabajo y material de trabajo, y a la postre producto de trabajo, se presenta ahora como capital circulant (los dos primeros) y capital fixe. La diferenciación del capital en lo tocante a su aspecto puramente material, es retomada al presente en su forma misma y aparece como diferenciándolo.

 

Para la tesis que, como Lauderdale, etc, quisiera hacer que el capital en cuanto tal, separado del trabajo, creara valor, y por tanto también plusvalor (o beneficio), el capital fixe -particularmente aquel cuya existencia o valor de uso material es la maquinaria- es todavía la forma que confiere más apariencia a sus superficiales fallacies. Contra ellos [se sostiene], por ejemplo en Labour Defended, que ciertamente el constructor de caminos querría compartir algo con el usuario de los caminos, pero no el “camino” mismo.

 

Una vez, presupuesto que el capital circulant recorre efectivamente sus diversas fases, la disminución o aumento, la brevedad o prolongación del tiempo de circulación, el tránsito más expeditivo o más penoso por los diversos estadios de la circulación, originan una reducción del plusvalor que, de no existir estas interrupciones, podría crearse en un lapso dado, ya sea porque merma la cantidad de las reproducciones o porque se contrae el cuanto del capital constantemente empeñado en el proceso de producción. En ambos casos no estamos ante una reducción del valor previamente puesto, sino ante una velocidad reducida de su crecimiento. Pero no bien el capital fixe se ha desarrollado hasta cierto punto (y ese punto es, como señaláramos, el índice del desarrollo de la gran industria en general; el capital fixe aumenta por tanto en proporción al desarrollo de las fuerzas productivas de aquélla y él mismo es la objetivación de esas fuerzas productivas, es ellas mismas en cuanto producto presupuesto), a. partir de ese momento toda interrupción del proceso productivo opera directamente como merma del capital mismo, de su valor previamente puesto. El valor del capital fijo sólo se reproduce en la medida en que se le consume en el proceso de producción. Si no se le utiliza pierde su valor de uso sin que su valor se transfiera al producto. Por consiguiente, cuanto mayor sea la escala en que se desarrolla el capital fixe -en la acepción con que aquí lo analizamos -tanto más la continuidad del proceso de producción o el flujo constante de la reproducción se vuelve una condición extrínsecamente forzosa del modo de producción fundado sobre el capital.

 

La apropiación del trabajo vivo por el capital adquiere en la maquinaria, también en este sentido, una realidad inmediata. Por un lado, lo que permite a las máquinas ejecutar el mismo trabajo que antes efectuaba el obrero, es el análisis y la aplicación -que dimanan directamente de la ciencia- de leyes mecánicas y químicas. El desarrollo de la maquinaria por esta vía, sin embargo, sólo se verifica cuando la gran industria ha alcanzado ya un nivel superior y el capital ha capturado y puesto a su servicio todas las ciencias; por otra parte, la misma maquinaria existente brinda ya grandes recursos. Las invenciones se convierten entonces en rama de la actividad económica y la aplicación de la ciencia a la producción inmediata misma se torna en un criterio que determina e incita a ésta. No es a lo largo de esta vía, empero, que ha surgido en general la maquinaria, y menos aun la vía que sigue en detalle la misma, durante su progresión. Ese camino es e1 análisis a través de la división del trabajo, la cual transforma ya en mecánicas las operaciones de los obreros, cada vez más, de tal suerte que en cierto punto el mecanismo puede introducirse en lugar de ellos. (An economy of power.) El modo determinado de trabajo pues, se presenta aquí directamente transferido del obrero al capital bajo la forma de la máquina, y en virtud de esta transposición, se desvaloriza su propia capacidad de trabajo. De ahí la lucha de los obreros contra las máquinas. Lo que era actividad del obrero vivo, se convierte en actividad de la máquina. De este modo la apropiación del trabajo por el capital, el capital en cuanto aquello que absorbe en sí trabajo vivo -”cual si tuviera dentro del cuerpo el amor”- se contrapone al obrero de manera brutalmente palmaria.

 

El intercambio de trabajo vivo, por trabajo objetivado, es decir el poner el trabajo social bajo la forma de la antítesis entre el capital y el trabajo, es el último desarrollo de la relación de valor y de la producción fundada en el valor. El supuesto de esta producción es, y sigue siendo, la magnitud de tiempo inmediato de trabajo, el cuanto de trabajo empleado como el factor decisivo en la producción de la riqueza. En la medida, sin embargo, en que la gran industria se desarrolla, la creación de la riqueza efectiva se vuelve menos dependiente del tiempo de trabajo y del cuanto de trabajo empleados, que del poder de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo, poder que a su vez -su powerful effectiveness– no guarda relación alguna con el tiempo de trabajo inmediato que cuesta su producción, sino que depende más bien del estado general de la ciencia y del progreso de la tecnología, o de la aplicación de esta ciencia a la producción. (El desarrollo de esta ciencia, esencialmente de la ciencia natural y con ella de todas las demás, está a su vez en relación con el desarrollo de la producción material.) La agricultura, por ejemplo se transforma en mera aplicación de la ciencia que se ocupa del intercambio material de sustancias, de cómo regularlo de la manera más ventajosa para el cuerpo social entero. La riqueza efectiva se manifiesta más bien -y esto lo revela la gran industria- en la enorme desproporción entre el tiempo de trabajo empleado y su producto, así como en la desproporción cualitativa entre el trabajo, reducido a una pura abstracción, y el poderío del proceso de producción vigilado por aquél. El trabajo ya no aparece tanto corno recluido en el proceso de producción, sino que más bien el hombre se comporta como supervisor y regulador con respecto al proceso de producción mismo. (Lo dicho sobre la maquinaria es válido también para la combinación de las actividades humanas y el desarrollo del comercio humano.) El trabajador ya no introduce, el objeto natural modificado, como eslabón, intermedio, entre la cosa y sí mismo, sino que inserta el proceso natural, al transforma en industrial, como medio entre sí mismo y la naturaleza inorgánica, a la que domina. Se presenta al lado del proceso de producción, en lugar de ser su agente principal. En esta transformación lo que aparece como el pilar fundamental de la producción y de la riqueza no es ni el trabajo inmediato ejecutado por el hombre ni el tiempo que éste trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza productiva general, su comprensión de la naturaleza y su dominio de la misma gracias a su existencia como cuerpo social; en una palabra, el desarrollo del individuo social El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparado con este fundamento,. recién desarrollado, creado por la gran industria misma. Tan pronto como el trabajo en su forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el valor de cambio [deja de ser la medida] del valor de uso. El plustrabajo de la masa ha dejado de ser condición para el desarrollo de la riqueza social, así como el no-trabajo de unos pocos ha cesado de serlo para. el desarrollo de los poderes generales del intelecto humano. Con ello se desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al proceso de producción material inmediato se le quita la forma de la necesidad apremiante y el antagonismo. Desarrollo libre de las individualidades, y por ende no reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a poner plustrabajo, sino en general reducción del trabajo necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde entonces la formación artística, científica, etc., de los individuos gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios creados para todos El capital mismo es la contradicción en proceso, [por el hecho de] que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza. Disminuye, pues, el tiempo de trabajo en la forma de tiempo de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma del trabajo excedente; pone por tanto, en medida creciente, el trabajo excedente como condición –question de vie et de mort– del necesario. Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la creación de la riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en e11a. Por el otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas. gigantescas fuerzas sociales creadas de esta suerte y reducirlas a 1os límites requeridos para que el valor ya creado se conserve como valor. Las fuerzas productivas y las relaciones sociales -unas y otras aspectos diversos del desarrollo del individuo social- se le aparecen al capital únicamente como medios, y no son para él más que medios para producir fundándose en su mezquina base. In fact, empero, constituyen las condiciones materiales para hacer saltar a esa base por los aires. “Una nación es verdaderamente cuando en vez de 12 horas se trabajan 6. Wealth no es disposición de tiempo de plustrabajo” (riqueza efectiva), “sino disposable time, aparte el usado en la producción inmediata, para cada individuo y toda la sociedad”. [The Source and Remedy, etc., 1821, p.6.]

 

La naturaleza no construye máquinas, ni locomotoras, ferrocarriles, electric telegraphs, selfacting mules, etc. Son éstos, productos de la industria humana: material natural, transformado en órganos de la voluntad humana sobre la naturaleza o de su actuación en la naturaleza. Son órganos del cerebro humano creados por la mano humana; fuerza objetivada del conocimiento. El desarrollo del capital fixe revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y remodeladas conforme al mismo. Hasta qué punto las fuerzas productivas sociales son producidas no sólo en la forma del conocimiento, sino como órganos inmediatos de la práctica social, del proceso vital real.

 

 

[Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, vol, 2, México. Siglo XXI, 1972, pp. 216-230. Traducción del alemán de Pedro Scaron.]

——————————————————————

 

Carlos Marx

 

La Guerra Civil en Francia

Manifiesto del Consejo General de
la Asociación Internacional de los Trabajadores

https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gcfran/guer.htm#s3

Capítulo III

    En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de “Vive la Commune!” ¿Qué es la Comuna, esa esfipge que tanto atormenta los espíritus burgueses?

    “Los proletarios de París — decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de marzo –, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos . . . Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder.”[73] Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.

    El Poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura — órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo –, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin embargo, su desarrollo se veía entorpecido por toda la basura medioeval: derechos señoriales, privilegios locales, monopolios municipales y gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la Revolución Francesa del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban ante la superestructura del edificio del Estado moderno, erigido en tiempos del Primer Imperio, que, a su vez, era el fruto de las guerras de coalición[74] de la vieja Europa semifeudal contra la Francia moderna. Durante los regímenes siguientes, el Gobierno, colocado bajo el control del parlamento — es decir, bajo el control directo de las clases poseedoras –, no sólo se convirtió en un vivero de enormes deudas nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción irresistible de sus cargos, prebendas y empleos, acabó siendo la manzana de la discordia entre las fracciones rivales y los aventureros de las clases dominantes; por otra parte, su carácter político cambiaba simultáneamente con los cambios económicos operados en la sociedad. Al paso que los progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el Poder estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase. Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases, se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del Poder del Estado. La Revolución de 1830, al dar como resultado el paso del Gobierno de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del Poder del Estado en nombre de la Revolución de Febrero, lo usaron para provocar las matanzas de Junio, para probar a la clase obrera que la República “social” era la República que aseguraba su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que podían dejar sin peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los “republicanos” burgueses. Sin embargo, después de su única hazaña heroica de Junio, no les quedó a los republicanos burgueses otra cosa que pasar de la cabeza a la cola del Partido del Orden, coalición formada por todas las fracciones y fracciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora abiertamente declarado, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este gobierno de capital asociado era la República Parlamentaria, con Luis Bonaparte como presidente. Fue éste un régime de franco terrorismo de clase y de insulto deliberado contra la vile multitude [vil muchedumbre]. Si la República Parlamentaria, como decía el señor Thiers, era “la que menos los dividía” (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus discordias imponían al Poder del Estado bajo régimes anteriores, y, ante el amenazante alzamiento del proletariado, se sirvieron del Poder estatal, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas productoras les obligaba, no sólo a revestir al Poder Ejecutivo de facultades de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte parlamentario — la Asamblea Nacional –, de todos sus medios de defensa contra el Poder Ejecutivo, uno por uno, hasta que éste, en la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la República del Partido del Orden fue el Segundo Imperio.

    El Imperio, con el coup d’Etat por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera, y, finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase obrera no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria de las masas contrastaba con la ostentación desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El Poder del Estado, que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de la sociedad a la que había salvado, fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar la sede suprema de este régime de París a Berlín. El imperialismo es la forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel Poder estatal que la sociedad burguesa naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital.

    La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “República social”, con que la Revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una República que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta República.

    París, sede central del viejo Poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte social de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento de Thiers y los “rurales” de restaurar y perpetuar aquel viejo Poder que les había sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir fue únicamente porque, a consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército, substituyéndolo por una Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros. Ahora se trata de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado.

    La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del Gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los servidores públicos debían devengar salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de ser propiedad privada de los testaferros del Gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa ejercida hasta entonces por el Estado.

    Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la fuerza física del antiguo Gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el “poder de los curas”, decretando la separación de la Iglesia y el Estado y la expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el poder del Gobierno.

    Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables.

    Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régime comunal, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejercito permanente habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un período de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de Delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandat impératif (instrucciones formales) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un gobierno central, no se suprimirían, como se ha dicho, falseando intencionadamente la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales que, gracias a esta condición, serían estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el Poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, de la cual no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos puramente represivos del viejo Poder estatal habían de ser amputados, sus funciones legitimas serían arrancadas a una autoridad que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirlas a los servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante habían de “representar” al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo mismo las compañias que los particulares, cuando se trata de negocios saben generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada podía ser más ajeno al espiritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por una investidura jerárquica[75].

    Generalmente, las creaciones históricas por completo nuevas están destinadas a que se las tome por una reproducción de formas viejas e incluso difuntas de la vida social, con las cuales pueden presentar cierta semejanza. Así, esta nueva Comuna, que quiebra el Poder estatal moderno, ha sido confundida con una reproducción de las comunas medievales, que, habiendo precedido a ese Estado, le sirvieron luego de base. Al régimen comunal se le ha tomado erróneamente por un intento de fraccionar, como lo soñaban Montesquieu y los girondinos[76], esa unidad de las grandes naciones en una federación de pequeños Estados, unidad que, aunque instaurada en sus origenes por la violencia política, se ha convertido hoy en un poderoso factor de la producción social. El antagonismo entre la Comuna y el Poder estatal se ha presentado equivocadamente como una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo. Circunstancias histórícas pe culiares pueden en otros países haber impedido el desarrollo clásico de la forma burguesa de gobierno, tal como se dio en Francia, y haber permitido, como en Inglaterra, completar en las ciudades los grandes órganos centrales del Estado con asambleas parroquiales [vestries ] corrompidas, concejales concusionarios y feroces administradores de la beneficencia, y, en el campo, con jueces virtualmente hereditarios. El régimen comunal habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento Con este solo hecho habría iniciado la regeneración de Francia. La burguesía de las ciudades de la provincia francesa veía en la Comuna un intento de restaurar el predominio que ella había ejercido sobre el campo bajo Luis Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había sido suplantado por el supuesto predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen comunal colocaba a los productores del campo bajo la dirección intelectual de las cabeceras de sus distritos, of reciéndoles aquí, en las personas de los obreros, a los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la Comuna implicaba, evidentemente, la autonomia municipal, pero ya no como contrapeso a un Poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la cabeza de un Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre y hierro, gusta de volver a su antigua ocupación, que tan bien cuadra a su calibre mental, de colaborador del Kladderadatsch (el Punch de Berlín)[77], sólo en una cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de París la aspiración de reproducir aquella caricatura de la organización municipal francesa de 1791 que es la organización municipal de Prusia, donde la administración de las ciudades queda rebajada al papel de simple rueda secundaria de la maquinaria policíaca del Estado prusiano. Ese tópico de todas las revoluciones burguesas, “un gobierno barato”, la Comuna lo convirtió en realidad al destruir las dos grandes fuentes de gastos: el ejército permanente y la burocracia del Estado. Su sola existencia presuponía la no existencia de la monarquía que, en Europa al menos, es el lastre normal y el disfraz indispensable de la dominación de clase La Comuna dotó a la República de una base de instituciones realmente democráticas. Pero, ni el gobierno barato, ni la “verdadera República” constituían su meta final, no eran más que fenómenos concomitantes.

    La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo.

    Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una impostura. La dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado el trabajo, cada hombre 

    Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y escrito con tanta profusión durante los últimos sesenta años acerca de la emancipación del trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman resueltamente la cosa en sus manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de los portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud asalariada (hoy, el propietario de tierras no es más que el socio sumiso del capitalista), como si la sociedad capitalista se hallase todavía en su estado más puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en germen, con sus engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin desnudar. ¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción — la tierra y el capital — que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe — y no son pocos — se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, sino comunismo, comunismo “realizable”?

    La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantar par decret du peuple [por decreto del pueblo]. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente liberar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resulta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección profesoral de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus perogrulladas de ignorantes y sus sectarias fantasías con un tono sibilino de infalibilidad científica.

    Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus “superiores naturales” y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el mas alto de los cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica es el sueldo mínimo del secretario de un consejo de instrucción pública de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.

    Y, sin embargo, fue ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran masa de la clase media parisina — tenderos, artesanos, comerciantes –, con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de la misma clase media: el conflicto entre acreedores y deudores.[78] Estos mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en el aplastamiento de la Insurrección Obrera de Junio de 1848, habían sido sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de entonces[79]. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en torno a la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la Comuna y el Imperio, cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste resucitase. El Imperio los había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pública, con las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la concentración artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus componentes. Los había oprimido politicamente, y los había irritado moralmente con sus orgias; había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a los frères ignorantins [80], y había sublevado su sentimiento na cional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caida del Imperio. En efecto, tan pronto huyó de París la alta bohème bonapartista y capitalista, el auténtico Partido del Orden de la clase media surgió bajo la forma de “Unión Republicana”[81], se colocó bajo la bandera de la Comuna y se puso a defenderla contra las malévolas desfiguraciones de Thiers. El tiempo dirá si la gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de estos momentos. 

    La Comuna tenía toda la razón cuando decía a los campesinos: “Nuestro triunfo es vuestra única esperanza”.[82] De todas las mentiras incubadas en Versalles y difundidas por los ilustres mercenarios de la prensa europea, una de las más tremendas era la de que los “rurales” representaban al campesinado francés. ¡Figuraos el amor que sentirían los campesinos de Francia por los hombres a quienes después de 1815 se les obligó a pagar mil millones de indemnización![83] A los ojos del campesino francés, la sola existencia de grandes propietarios de tierras es ya una usurpación de sus conquistas de 1789. En 1848, la burguesia gravó su parcela de tierra con el impuesto adicional de 45 céntimos por franco, pero entonces lo hizo en nombre de la revolución; ahora, en cambio, fomentaba una guerra civil en contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los campesinos la carga principal de los cinco mil millones de indemnización que había que pagar a los prusianos. La Comuna por el contrario, declaraba en una de sus primeras proclamas que las costas de la guerra tenían que ser pagadas por los verdaderos causantes de ella. La Comuna habría redimido al campesino de la contribución de sangre, le habría dado un gobierno barato, habria convertido a los que hoy son sus valnpiros — el notario, el abogado, el agente ejecutivo y otros chupasangre de juzgados en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo. Le habría librado de la tirania del alguacil rural, el gendarme y el prefecto; la ilustración en manos del maestro de escuela habría ocupado el lugar del embrutecimiento por parte del cura. Y el campesino francés es, ante todo y sobre todo, un hombre calculador. Le habría parecido extremadamente razonable que la paga del cura, en vez de serle arrancada a él por el recaudador de contribuciones, dependiese de la espontánea manifestación de los sentimientos religiosos de los feligreses. Tales eran los grandes beneficios que el régimen de la Comuna — y sólo él — brindaba como cosa inmediata a los campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los problemas más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de resolver — y que al mismo tiempo estaba obligada a resolver –, en favor de los campesinos, a saber: la deuda hipotecaria, que pesaba como una pesadilla sobre su parcela; el prolétariat foncier (el proletariado rural), que crecia constantemente, y el proceso de su expropiación de dicha parcela, proceso cada vez más acelerado en virtud del desarrollo de la agricultura moderna y la competencia de la producción agrícola capitalista.

    El campesino francés había elegido a Luis Bonaparte presidente de la República, pero fue el Partido del Orden el que creó el Segundo Imperio. Lo que el campesino francés quiere realmente, comenzó a demostrarlo él mismo en 1849 y 1850, al oponer su maire al prefecto del gobierno, su maestro de escuela al cura del gobierno y su propia persona al gendarme del gobierno. Todas las leyes promulgadas por el Partido del Orden en enero y febrero de 1850[84] fueron medidas descaradas de represión contra el campesino. El campesino era bonapartista porque la gran revolución, con todos los beneficios que le había conquistado, se personificaba para él en Napoleón

 Pero esta ilusión, que se esfumó rápidamente bajo el Segundo Imperio (y que era, por naturaleza, contraria a los “rurales”), este prejuicio del pasado, ¿cómo hubiera podido hacer frente a la apelación de la Comuna a los intereses vitales y necesidades más apremiantes de los campesinos?

    Los “rurales” — tal era, en realidad, su principal temor — sabían que tres meses de libre contacto del París de la Comuna con las provincias bastarían para desencadenar una sublevación general de campesinos, y de ahí su prisa por establecer el bloqueo policíaco de París para impedir que la epidemia se propagase.

    La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad francesa, y por consiguiente, el auténtico gobierno nacional Pero, al mismo tiempo, como gobierno obrero y como campeón intrépido de la emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de la palabra. A los ojos del ejército prusiano, que había anexado a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexaba a Francia los obreros del mundo entero.

    El Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita, los estafadores de todos los países habían acudido corriendo a su llamada para participar en sus orgías y en el saqueo del pueblo francés. Y todavía hoy la mano derecha de Thiers es Ganesco, el crápula valaco, y su mano izquierda Markovski, el espía ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el honor de morir por una causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por su traición, y la guerra civil, fomentada pot su conspiración con el invasor extranjero, la burguesía encontraba tiempo para dar pruebas de patriotismo, organizando batidas policíacas contra los alemanes residentes en Francia. La Comuna nombró a un obrero alemán su ministro del Trabajo. Thiers, la burguesía, el Segundo Imperio, habían engañado constantemente a Polonia con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras en realidad la traicionaban por los intereses de Rusia, a la que prestaban los más sucios servicios. La Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia, colocándolos a la cabeza de los defensores de París. Y, para marcar nítidamente la nueva era histórica que conscientemente inauguraba, la Comuna, ante los ojos de los vencedores prusianos, de una parte, y del ejército bonapartista mandado por generales bonapartistas de otra, echó abajo aquel símbolo gigantesco de la gloria guerrera que era la Columna de Vendôme[85].

    La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del trabajo nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el patrono se adjudica las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo, y, además, se embolsa el dinero. Otra medida de este género fue la entrega a las asociaciones obreras, bajo reserva de indemnización, de todos los talleres y fábricas cerrados, lo mismo si sus respectivos patronos habían huído que si habían optado por parar el trabajo.

    Las medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación, hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación de una ciudad sitiada. Teniendo en cuenta el latrocinio gigantesco desencadenado sobre la ciudad de París por las grandes empresas financieras y los contratistas de obras bajo la tutela de Haussmann, la Comuna habría tenido títulos incomparablemente mejores para confiscar sus bienes que los que Luis Napoleón había tenido para confiscar los de la familia de Orleans. Los Hohenzollern y los oligarcas ingleses, una buena parte de cuyos bienes provenían del saqueo de la Iglesia, pusieron naturalmente el grito en el cielo cuando la Comuna sacó de la secularización 8.000 míseros francos.

    Mientras el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y de fuerzas, empleaba contra la Comuna las medidas más violentas; mientras ahogaba la libre expresión del pensamiento en toda Francia, hasta el punto de prohibir las asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras sometía a Versalles y al resto de Francia a un espionaje que dejaba chiquito al del Segundo Imperio; mientras quemaba, por medio de sus inquisidores-gendarmes, todos los periódicos publicados en París y violaba toda la correspondencia que procedía de la capital o iba dirigida a ella; mientras en la Asamblea Nacional, los más tímidos intentos de aventurar una palabra en favor de París eran ahogados con unos aullidos a los que no había llegado ni la Chambre introuvable de 1816; con la guerra salvaje de los versalleses fuera de París y sus tentativas de corrupción y conspiración por dentro, ¿podía la Comuna, sin traicionar ignominiosamente su causa, guardar todas las formas y apariencias de liberalismo, como si gober- 

    Era verdaderamente indignante para los “rurales” que, en el mismo momento en que ellos preconizaban como único medio de salvar a Francia la vuelta al seno de la Iglesia, la pagana Comuna descubriera los misterios del convento de monjas de Picpus y de la iglesia de Saint Laurent[86]. Y era una burla para el señor Thiers que, mientras él hacía llover grandes cruces sobre los generales bonapartistas, para premiar su maestria en el arte de perder batallas, firmar capitulaciones y liar cigarrillos en Wilhelmshöhe[10], la Comuna destituyera y arrestara a sus generales a la menor sospecha de negligencia en el cumplimiento del deber. La expulsión de su seno y la detención por la Comuna de uno de sus miembros*, que se había deslizado en ella bajo nombre supuesto y que en Lyon había sufrido un arresto de seis dias por simple quiebra, ¿no era un deliberado insulto para el falsificador Jules Favre, todavía a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Francia, y que seguía vendiendo su país a Bismarck y dictando órdenes a aquel incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que la Comuna no presumia de infalibilidad, don que se atribuían sin excepción todos los gobiernos de viejo cuño. Publicaba sus acciones y sus palabras y daba a conocer al público todas sus imperfecciones.

    En todas las revoluciones, al lado de sus verdaderos representantes, figuran hombres de otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes y devotos de revoluciones pasadas, sin visión del movimiento actual, pero dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida honradez y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones estereotipadas contra el gobierno del día, se han robado una reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron desempeñar papeles preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitió, entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que otros de su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las revoluciones anteriores. Estos elementos constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.

    Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna en París. De aquel París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París ya no era el lugar de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses,[87] ex esclavistas y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de siervos y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en la morgue, ni asaltos nocturnos, y apenas uno que otro robo; por primera vez desde los días de febrero de 1848, se podía transitar seguro por las calles de París, y eso que no había policía de ninguna clase. “Ya no se oye hablar — decía un miembro de la Comuna — de asesinatos, robos y atracos; diríase que la policía se ha llevado consigo a Versalles a todos sus amigos conservadores”. Las cocottes [damiselas] habían reencontrado el rastro de sus protectores, fugitivos hombres de la familia, de la religión y, sobre todo, de la propiedad. En su lugar, volvían a salir a la superficie las auténticas mujeres de París, heroicas, nobles y abnegadas como las mujeres de la antigüedad. París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.

    Frente a este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de Versallesi aquella asamblea de legitimistas y orleanistas, vampiros de todos los régimes difuntos, ávidos de nutrirse del cadáver de la nación, con su cola de republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la Asamblea el motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su República Parlamentaria a la vanidad del senil saltimbanqui que la presidía y caricaturizando la revolución de 1789 con la celebración de sus reuniones de espectros en el Jeu de Paume Así era esta Asamblea, representación de todo lo muerto de Francia, sólo mantenida en una apariencia de vida por los sables de los generales de Luis Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles, todo mentira, una mentira que salía de los labios de Thiers.

    “Les doy a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado”, dice Thiers a una comisión de alcaldes del departamento de Seine-et-Oise. A la Asamblea Nacional le dice que “es la Asamblea más libremente elegida y más liberal que en Francia ha existido”; dice a su abigarrada soldadesca, que es “la admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia”; dice a las provincias que el bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito: “Si se han disparado-algunos cañonazos, no ha sido por el ejército de Versalles, sino por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que luchan, cuando en realidad no se atreven a asomar sus caras”. Poco después, dice a las provincias que “la artillería de Versalles no bombardea a París, sino que simplemente lo cañonea”. Dice al arzobispo de París que las pretendidas ejecuciones y represalias (!) atribuidas a las tropas de Versalles son puras invenciones. Dice a París que sólo ansía “liberarlo de los horribles tiranos que lo oprimen” y que el París de la Comuna no es, en realidad, “más que un puñado de criminales”. 

    El París del señor Thiers no era el verdadero París de la “vil muchedumbre”, sino un París fantasma, el París de los francs-fileurs [88], el París masculino y femenino de los bulevares, el París rico, capitalista; el París dorado, el París ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a Saint-Denis, a Rueil y a Saint-Germain, con sus lacayos, sus estafadores, su bohème literaria y sus cocottes. El París para el que la guerra civil no era más que un agradable pasatiempo, el que veia las batallas por un anteojo de larga vista, el que contaba los estampidos de los cañonazos y juraba por su honor y el de sus prostitutas que aquella función era mucho mejor que las que representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que caían eran muertos de verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y además, ¡todo era tan intensamente histórico! 

    Este es el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de Coblenza[89] era la Francia del señor de Calonne.

 


https://clajadep.lahaine.org