En un texto publicado en El último lector, Ricardo Piglia evoca escenas de la vida de Ernesto Guevara que le permiten reflexionar acerca de las relaciones tensas y productivas entre lectura y política. Una de las de mayor dramatismo se sitúa en el desembarco del Granma en diciembre de 1956. Guevara es herido y ante la inminencia de la muerte busca en la literatura un modelo para afrontar su final. “Inmediatamente -anota en Pasajes de la guerra revolucionaria- me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska”. El recuerdo lo visita como una lección de entereza y soberanía ante una muerte inevitable. La literatura, que le había servido de modelo para vivir, ahora le prestaba las herramientas morales para morir con templanza. Pero, como sabemos, no murió allí, sino once años después en Bolivia, donde transcurre otra de las escenas que recuenta Piglia. Ya capturado y mantenido como prisionero en la escuelita de La Higuera, Guevara es visitado por una profesora del pueblo que le lleva algo de comer. Con las pocas fuerzas que le quedan, el Che le indica que falta un acento en la oración que está escrita en la pizarra. La oración es: Yo sé leer. “Que sea esa la frase -subraya Piglia-, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, como una cristalización casi perfecta”.
Revisité este texto hace unos meses cuando me concentré en la correspondencia amorosa de Rosa Luxemburgo. Su relación con la lectura me pareció coincidente con la que Piglia encontraba en Guevara. Sin embargo, el conocimiento reciente de una escena previa a su asesinato -gracias a una exhaustiva investigación del cineasta alemán Klaus Gietinger-, me hizo pensar en afinidades más profundas entre estas dos figuras descollantes de la historia del movimiento revolucionario.
Getinger indagó por años en archivos judiciales y relatos de testigos, buscando materiales para filmar un documental sobre el asesinato de Rosa Luxemburgo. No pudo materializar su proyecto por falta de recursos pero acabó escribiendo un libro, estilo novela policial, en el que ofrece toda la documentación que logró reunir. Entre los anexos que acompañan su narración, se encuentran dos entrevistas realizadas a Waldemar Pabst, jefe de los paramilitares que asesinaron a Rosa Luxemburgo y Karl Liebkchnet la noche del 15 de enero de 1919. En estas conversaciones, que datan de los años sesenta, Pabst entrega detalles del doble asesinato, sus móviles y la cadena de encubrimientos e impunidad en que grandes empresarios, paramilitares ultraderechistas y la dirección de la Socialdemocracia en el poder, se trenzaron sin aspavientos.
Un fragmento del relato permite conocer la última escena de lectura en la vida de Rosa Luxemburgo. Corresponde al momento en que es interrogada por Pabst en una habitación del Hotel Edén, a la sazón cuartel general de un comando de freikorps. ““¿Es usted Frau Luxemburg?”. En respuesta, ella dijo: “Por favor, decida por usted mismo”. A lo que respondí: “de acuerdo con esta fotografía debe ser usted”. A lo que ella respondió: “¡Si usted lo dice!” […] Delante de Pabst, en cuya oficina estaba, arregló el dobladillo de su falda que se había dañado durante el viaje y leyó un poco del Fausto de Goethe”.
Rosa Luxemburgo, capturada y conducida al despacho del encargado de la operación que culminaría con su asesinato, realiza sus últimos actos de desafío al poder y de libertad interior. Se dirige con ironía a sus captores. “Decida por usted mismo” y “Si usted lo dice”, son formas de responder con insumisión. Luego, se arregla el vestido, otro gesto de dignidad, y lee unas páginas del Fausto de Goethe. La sola imagen de Rosa Luxemburgo leyendo a minutos de ser asesinada, provoca respeto y recogimiento, pero que su última lectura haya sido un libro de Goethe es todavía más conmovedor, por la relación que durante su vida había establecido con esta monumental figura del romanticismo.
La posición de Goethe en la cultura alemana de fines del siglo XIX y comienzos del XX no tiene parangón. Rosa Luxemburgo participó de la devoción que se construyó en torno a este genio mayor y en esto no hay nada que le sea particular o distintivo. Sin embargo, el lugar que la lectura ocupó en su economía íntima, y el de Goethe al interior de ella, no se agota en la absorción pasiva de la cultura oficial, sino que pasa, sobre todo, por el tipo de vínculo que Rosa Luxemburgo estableció con la literatura y, más ampliamente, con aquellas prácticas que, como la pintura, la botánica o la observación de la naturaleza, impactaban en su ánimo.
Su correspondencia abunda en ejemplos. A su amiga Sonia Liebknecht, compañera de Karl, le escribe desde la cárcel acerca del “efecto Goethe” a propósito de una poesía: “era la cadencia de las palabras y el encanto misterioso del poema lo que me seducía, envolviendo en calma mi espíritu. No sabría explicar por qué una bella poesía, de Goethe sobre todo, obra tan poderosamente sobre mí cuando me siento agitada o estremecida. La sensación que experimento en esos momentos es casi fisiológica, algo así como si, teniendo los labios resecos, bebiera un delicioso licor que refrescara todo mi ser, devolviendo la salud a mi alma y a mi cuerpo”.
La lectura como elemento reconstituyente del ánimo es una de las figuras recurrentes en las confesiones que Rosa hace a su círculo íntimo de amigas y de amantes. Leer como acto reconfortante, placentero y consolador. Asimismo, la literatura y los poetas como modelos de templanza para enfrentar el torbellino cruento de la historia, son invocados con frecuencia. A Luise Kautsky, otra de sus grandes amigas y destinataria habitual de sus cartas, le propone a Goethe como modelo para hacer frente a la adversidad:
“[…] cuando el mundo entero se sale de quicio, lo único que me preocupa es saber el qué y el por qué de lo que ocurre, y desde el momento en que sé que he hecho lo que tenía que hacer, recobro la tranquilidad y el buen humor. Ultra posse nemo obligatur. Además, todavía me queda todo cuanto hasta hace poco era para mí motivo de satisfacción: la música y la pintura, las nubes, y la herborización en primavera, y los buenos libros, y Mimí, y tú, y muchas otras cosas más; en fin, que soy tan rica como Creso y confío serlo hasta el último instante de mi vida. Este hundimiento total en medio de la miseria cotidiana es incomprensible e insoportable para mí. Observa, por ejemplo, la fría serenidad con que un Goethe se sobreponía a los acontecimientos. Y piensa por todo lo que hubo de pasar durante su vida: la gran Revolución francesa, que, vista de cerca, debía de producir el efecto de una mascarada sangrienta y sin finalidad alguna; luego, de 1793 a 1815, una serie de guerras que se suceden sin interrupción y que vuelven a dar al mundo la apariencia de un manicomio suelto. ¡Y con qué tranquilidad, con qué equilibrio intelectual proseguía él, entretanto, sus estudios sobre la metamorfosis de las plantas, sobre la teoría de los colores, sobre mil cosas diversas! Yo no te pido que hagas versos, como Goethe, pero su modo de concebir la vida -el universalismo de los intereses, la armonía interior- está al alcance de cualquiera, o, por lo menos, todos pueden pugnar por alcanzarla. Y si me dices que Goethe no era un político militante, te replicaré que el político de acción es quien debe sobreponerse a los acontecimientos, si no quiere naufragar, estrellándose contra el primer escollo que se presente”.
La literatura como escuela ética y estética al alcance de todos quienes estén dispuestos a trabajar sobre su propia existencia. La vida como una materia moldeable, como resultado un trabajo conciente, como una obra de arte, son tópicos del ideario romántico del que Goethe era el representante mayor. En él, y en otros poetas, escritores y artistas, Rosa Luxemburgo encontró los elementos para trabajar su concepción del mundo, su universo sensible y su modelo humano.
En “Guevara, rastros de lectura”, Piglia propone la hipótesis de que el Che es “el último lector”, es decir, una figura bisagra entre dos formas de vida, la lectura y la política, que colisionan. “Guevara es el último lector porque ya estamos frente al hombre práctico en estado puro, frente al hombre de acción […] el hombre de acción por excelencia, ese es Guevara (y a veces habla así). A la vez Guevara está en la vieja tradición, la relación que mantiene con la lectura lo acompaña toda su vida”.
Ahora bien, en esto que resalta Piglia, Guevara no es un ave extraña. Marx, Trotsky, Gramsci o Mariátegui, por nombrar cabezas de serie, pertenecen a su misma especie. Rosa Luxemburgo, por cierto, se ubica en esta constelación por derecho propio. Ella es un modelo paradigmático de la tensión entre acción política y lectura, entre actividad orientada a la transformación del mundo y trabajo interior. Ella encarna la coexistencia de estos dos espíritus en pugna. “En un principio existía la acción” debe haber leído tantas veces en el Fausto al tiempo que se rendía al placer solitario de leer, de pintar o de admirar la naturaleza. La acción y la contemplación como dos polos, dos campos gravitatorios que conforman la vida de los luchadores sociales y militantes políticos. José Carlos Mariátegui, que compartió la fina sensibilidad estética de Rosa Luxemburgo, reparó en este hilo que recorre la historia del movimiento revolucionario encarnado en sus grandes líderes.
Discutiendo con quienes creían ver en el marxismo un bruto materialismo, sostuvo una airada polémica en la que subrayó la dimensión ética del socialismo resaltando la figura de Rosa Luxemburgo: “Marx inició este tipo de hombre de acción y pensamiento. Pero en los líderes de la revolución rusa aparece, con rasgos más definidos, el ideólogo realizador. Lenin, Trotsky, Bukharin, Lunatcharsky, filosofan en la teoría y la praxis. Lenin deja, al lado de sus trabajos de estratega de la lucha de clases, su Materialismo y Empiriocriticismo. Trotsky, en medio del trajín de la guerra civil y de la discusión de partido, se da tiempo para sus meditaciones sobre Literatura y Revolución. ¿Y en Rosa Luxemburgo, acaso no se unimisman, a toda hora, la combatiente y la artista? ¿Quién, entre los profesores, que Henri de Man admira, vive con más plenitud e intensidad de idea y creación? Vendrá un tiempo en que, a despecho de los engreídos catedráticos, que acaparan hoy la representación oficial de la cultura, la asombrosa mujer que escribió desde la prisión esas maravillosas cartas a Luisa Kautsky, despertará la misma devoción y encontrará el mismo reconocimiento que una Teresa de Ávila. Espíritu más filosófico y moderno que toda la caterva pedante que la ignora -activo y contemplativo al mismo tiempo-, puso en el poema trágico de su existencia el heroísmo, la belleza, la agonía y el gozo, que no enseña ninguna escuela de la sabiduría”.
Rosa Luxemburgo es también una “última lectora”. Una mujer que cruza el límite que separa literatura, vida y política; que encarna una forma extrema de leer y de vivir, condensada en esa escena final en que la vemos desafiando a sus asesinos e invocando a ese poeta que tenía el don de aliviar su angustia y de brindarle un modelo de serenidad ante las mascaradas sangrientas del devenir histórico que estaban a punto de arrastrarla hacia la muerte.
No sabemos qué fue exactamente lo que leyó antes de que un culatazo la dejara inconciente, de que un disparo le atravesara la sien, de que su cuerpo fuera arrojado a un canal y de que la soldadesca le robara su Fausto y una carta que no había alcanzado a enviarle a Clara Zetkin. Pero sí sabemos que Rosa Luxemburgo se convirtió en una figura libertaria universal, a la que generaciones y generaciones han acudido en busca de inspiración cada vez que la historia se ha abierto y el presente ha ido a buscar en el pasado los eslabones de esa cadena inmensa de precursores a la que está unido.
Hoy nos encontramos nuevamente en momentos de aceleración del tiempo e intensificación de la lucha. Y, como profetizó Mariátegui, Rosa Luxemburgo vuelve a despertar devoción y reconocimiento. Leerla nosotrxs, con la misma intensidad con la que ella leyó a Goethe hace un siglo atrás, puede ser nuestra mejor forma de rendirle homenaje y de prolongar esa especie de lectorxs a la que todxs estamos invitadxs a pertenecer.