Etimológicamente, la palabra “inaugurar” significa “consagrar por augurio”, buscar señales que indiquen lo que vendrá al comienzo de una nueva era. Desde 1937, la toma de posesión presidencial tiene lugar los veinte de enero, y durante el último medio siglo también se ha convertido en un día de resistencia, ya que muchas personas comunes se niegan a confiar el futuro a las tradiciones de los políticos. Hoy, al entrar en la era Biden, miramos hacia atrás por el camino recorrido en los años de Trump para orientarnos en el camino a seguir.
En la mañana del 20 de enero de 2017 me paré en la intersección de la calle 12 y la calle L en el centro de Washington, DC. Ante mí, una doble línea de policías antidisturbios me separaba de las personas rodeadas por el dispositivo policial que encerraba a los participantes del Bloque Negro, aislándolos de la masiva marcha que acababa de atravesar la ciudad para oponerse a la asunción de Donald Trump.
La estrecha franja de tierra de nadie que nos separaba de la línea del frente de mercenarios acorazados estaba sembrada de ropa negra abandonada: camisetas, rompevientos, máscaras, guantes, bufandas, bolsos. Sin saber lo que les esperaba a los detenidos (resultó que prácticamente todos fueron acusados de ocho o más delitos graves cada uno, aunque ninguno de esos cargos finalmente se mantuvo) pensé que sería mejor si la calle no estuviera llena de cosas que podrían ser utilizadas como pruebas. Empecé a recoger los escombros.
Levantar esos artículos justo en frente de la fila de oficiales fue una idea arriesgada. ¿Qué pasa si la policía también me agarra y me detiene? Tratando de parecer indiferente, me las arreglé para agarrar una bufanda, luego un par de gafas de sol. Uno de los elementos más grandes parecía ser una mochila. Estaba justo al pie de un policía ceñudo. Alguien más valiente que yo se lanzó hacia adelante y lo agarró, balanceándolo y retirándose rápidamente entre la multitud de nuestro lado de la línea policial. Pude ver por la forma en que la mochila se balanceaba que era pesada. Terminé cargando con esa mochila y con un montón de ropa negra. Había algo en el paquete, eso era seguro. Algo pesado y sólido.
La multitud a lo largo de la línea policial fue superada en número; lo mejor que podía hacer por mis camaradas era sacar esas cosas de allí. Di unos pasos atrás y me dirigí hacia el sur por la calle 12. Pasé por la boca de un callejón, también sembrado de ropa.
El centro de Washington, DC en la tarde del 20 de enero de 2017
Las correas de la mochila me cortaban los hombros. Necesitaba ir a un lugar privado para poder abrirla y echar un vistazo. No serviría de nada abrirla en medio de una calle concurrida a la vista de los agentes de policía y de la Guardia Nacional, sin tener idea de lo que podría haber dentro. Caminé hasta Franklin Square y encontré una cafetería que estaba abierta. Una docena de manifestantes universitarios de rostro fresco esperaban en la fila para ir al baño. Esperé quince minutos, pero la fila apenas se movió.
Finalmente me di por vencido y comencé a buscar otro establecimiento. La mayoría de los otros lugares estaban cerrados; algunos de ellos habían perdido sus ventanas por los martillos del Bloque Negro. Las calles de esta parte de DC habían estado desoladas al principio del día, pero ahora se estaban llenando de manifestantes, periodistas, lugareños curiosos y algún ocasional partidario de Trump.
Caminé una cuadra hacia el oeste hasta McPherson Square. Allí quedaba algo de la infraestructura de la protesta, incluida una carpa y Food Not Bombs preparándose para servir una comida, pero no había la suficiente privacidad que pudiera aprovechar para inspeccionar mi cargamento.
Cuanto más llevaba la mochila, más pesada se volvía y más siniestro se volvía su peso. ¿Qué había dentro? ¿Y si estuviera caminando por Washington, DC con una bomba en la espalda? Empezaba a tener miedo de ser un personaje de una historia de William S. Burroughs.
Mirando esa escena desde el punto de vista de 2021, cuatro años después, parece una alegoría de la mano dura. La mochila era la caja de Pandora que contenía todas las pruebas y tribulaciones de la era naciente de Trump. Su peso significaba todas las cosas impensables que pronto se normalizarían: prohibiciones de viajar a muchos países, fascistas disparando a las personas en manifestaciones. La mochila contenía el dolor de todos los niños perdidos dentro del sistema de detención, separados de sus padres por la Patrulla Fronteriza. Contenía los cadáveres de las cuatrocientas mil personas que murieron de COVID-19 durante la administración de Trump.
Y tenía el peso de nuestra responsabilidad, de nuestra capacidad para responder a estas tragedias. No fue hasta que llegué a casa esa noche, después de un día completo de aventuras y escapadas, que finalmente pude dejar la mochila y mirar dentro. Abrí la cremallera revelando un bote de metal rojo, un extintor de incendios. Los números de serie habían sido borrados de las etiquetas para que él también pudiera participar en la fuerza colectiva anónima del Bloque Negro. En el fondo de la caja de Pandora, estaba la esperanza, en la forma de las acciones que podemos emprender y el arrojo necesario para estar a la altura de las circunstancias.
A quienes eligieron ir equipados de esa manera al punto de partida de la era Trump, gracias. Tu secreto estuvo a salvo conmigo.
Versión en castellano: Catrina Jaramillo. El texto completo (en inglés) puede leerse aquí.