“Ser humano significa, para cada uno de nosotros, pertenecer a una clase, a una sociedad, a un país, a un continente y una civilización; y para nosotros los moradores europeos, la aventura desarrollada en el corazón del Nuevo Mundo significa en primer lugar que no era nuestro mundo y que tenemos responsabilidades en el crimen de su destrucción.”- Claude Lévi-Strauss
Texto del antropólogo, filósofo y etnólogo francés Claude Lévi-Strauss, publicado en su libro Race et histoire & Race et culture en el año 1983.
¿No nos encontramos entonces ante una extraña paradoja? Tomando los términos en el sentido que les hemos dado, hemos visto que todo progreso cultural se debe a una coalición entre culturas. Esta coalición consiste en la confluencia (consciente o inconsciente, voluntaria o involuntaria, intencionada o accidental, buscada o impuesta) de las oportunidades que cada cultura encuentra en su desarrollo histórico. En fin, hemos admitido que esta coalición era más fecunda cuando se establecía entre culturas diversificadas. Dicho esto, parece que nos encontramos frente a condiciones contradictorias, ya que este juego en común del que resulta todo progreso, ha de conllevar consecuentemente a término más o menos corto, una homogeneización de los recursos de cada jugador. Y si la diversidad es una condición inicial, hay que reconocer que las oportunidades de ganar son más escasas cuanto más se prolonga la partida.
Para esta consecuencia ineluctable parece no haber más que dos remedios. Uno consiste en que cada jugador provoque distancias diferenciales, lo cual es posible porque cada sociedad (el «jugador» de nuestro ejemplo teórico) se compone de una coalición de grupos: confesionales, profesionales o económicos y porque la aportación de la sociedad está hecha de la aportación de todos estos constituyentes. Las desigualdades sociales son el ejemplo más llamativo de esta solución.
Las grandes revoluciones que hemos elegido como ilustración: la neolítica y la industrial, vienen acompañadas no solamente de una diversificación del cuerpo social como bien lo había visto Spencer, sino además de la instauración del estatus diferencial entre los grupos, sobre todo desde el punto de vista económico. Desde hace tiempo observamos que los descubrimientos del neolítico habían suscitado rápidamente una diferenciación social, con el nacimiento en el Antiguo Oriente de grandes concentraciones urbanas, la aparición de los Estados, castas y clases. La misma observación se aplica a la revolución industrial, condicionada por la aparición de un proletariado y terminando con formas nuevas y más avanzadas de explotación del trabajo humano.
Hasta ahora se tendía a tratar estas transformaciones sociales como consecuencia de transformaciones técnicas, a establecer entre éstas y aquéllas una relación de causa a efecto. Si nuestra interpretación es exacta, la relación de causalidad (con la sucesión temporal que implica) debe abandonarse —como por otra parte tiende a hacerlo la ciencia moderna— en beneficio de una correlación funcional entre los dos fenómenos. Comentemos de pasada que el reconocimiento de que el progreso técnico haya tenido por correlativo histórico el desarrollo de la explotación del hombre por el hombre, nos incita a cierta discreción en las manifestaciones de orgullo que tan fácilmente nos inspira el primero de estos dos fenómenos nombrados.
El segundo remedio está en gran medida condicionado por el primero: es el de introducir con gusto o a la fuerza en la coalición, nuevos miembros, externos esta vez, cuyas «aportaciones» sean muy distintas de las que caracterizan la asociación inicial, lista solución ha sido igualmente puesta en práctica y si el término capitalismo permite, grosso modo, identificar la primera, los términos de imperialismo y colonialismo ayudarán a ilustrar la segunda. La expansión colonial del siglo XIX ha dado amplio permiso a la Europa industrial para renovar (y no ciertamente para su beneficio exclusivo) un impulso que, sin la introducción de los pueblos colonizados en el circuito, habría corrido el riesgo de agotarse mucho más rápidamente.
Observamos que, en los dos casos, el remedio consiste en alargar la coalición, ya sea por diversificación interna o por la admisión de nuevos miembros. A fin de cuentas, siempre se trata de aumentar el número de jugadores, o sea, de volver a la complejidad y a la diversidad de la situación inicial. Pero también observamos que estas soluciones no pueden sino aminorar provisionalmente el proceso. No puede haber explotación salvo en el seno de una coalición: entre los dos grupos, dominante y dominado, existen contactos y se producen intercambios. A su vez, y pese a la relación unilateral que en apariencia les une, los dos deben, consciente o inconscientemente, poner de acuerdo sus posturas, y progresivamente las diferencias que les oponen tienden a disminuir. Las mejoras sociales por un lado, y el acceso gradual de los pueblos colonizados a la independencia por otro, nos hacen presenciar el desarrollo de este fenómeno; y aunque aún haya mucho camino por recorrer en estas dos direcciones, sabemos que las cosas irán inevitablemente en ese sentido.
Quizá haya que interpretar verdaderamente como una tercera solución, la aparición en el mundo de regímenes políticos y sociales antagonistas. Se puede concebir que la diversificación, renovándose cada vez en un plano distinto, permita mantener indefinidamente este estado de desequilibrio del que depende la supervivencia biológica y cultural de la humanidad, a través de formas variables que no cesarán jamás de sorprender a los hombres.
Sea lo que fuere, es difícil representarse de otro modo que no sea contradictorio un proceso que podemos resumir en la manera siguiente: para progresar, es preciso que los hombres colaboren. En el curso de esta colaboración, ellos ven identificarse gradualmente las aportaciones cuya diversidad inicial era precisamente lo que hacía su colaboración fecunda y necesaria.
Pero aunque esta contradicción sea insoluble, el deber sagrado de la humanidad es el de conservar ambos términos igualmente presentes en la persona, de no perder de vista a uno en beneficio exclusivo del otro; guardarse por supuesto, de un particularismo ciego, que tendería a reservar el privilegio de humanidad para una raza, una cultura o una sociedad. También el de nunca olvidar que ninguna fracción de la humanidad dispone de fórmulas aplicables a la generalidad y que una humanidad confundida en un género de vida único es inconcebible porque sería una humanidad osificada.
A este respecto, las instituciones internacionales tienen ante ellas una tarea inmensa, y cargan con responsabilidades. Tanto unas como otras son más complicadas de lo que pensamos porque la misión de las instituciones internacionales es doble: por un lado consiste en una liquidación y por otro, en un despertar. En primer lugar, deben ayudar a la humanidad a hacer lo menos penosa y peligrosa posible, la absorción de sus diversidades muertas, residuos sin valor de modos de colaboración cuya presencia en estado de vestigios putrefactos constituye un riesgo permanente de infección del cuerpo internacional. Deben aligerar, amputar si es necesario, y facilitar el nacimiento de otras formas de adaptación.
Pero al mismo tiempo deben estar atentísimas al hecho de que para poseer el mismo valor funcional que las precedentes, estos nuevos modos no pueden reproducirlos o ser concebidos con el mismo modelo, sin quedar reducidos a soluciones cada vez más insípidas y finalmente impotentes. Por el contrario, tienen que saber que la humanidad es rica en posibilidades imprevistas que cuando aparezcan, siempre llenarán a los hombres de estupor; que el progreso no está hecho a la imagen cómoda de esta «similitud mejorada» donde buscamos un relajado reposo, sino que está lleno de aventuras, de rupturas y escándalos. La humanidad está constantemente enfrentada a dos procesos contradictorios de los cuales, uno tiende a instaurar la unificación, mientras que el otro considera mantener o reestablecer la diversificación.
La posición de cada época o cada cultura en el sistema, la orientación según la cual la humanidad se encuentra comprometida son tales, que uno solo de los dos procesos tendrá sentido para ella, siendo el otro la negación del primero. Pero decir que la humanidad se deshace a la vez que se hace, que podíamos tener esa inclinación, procedería aún de una visión incompleta, pues se trata de dos maneras diferentes de hacerse en dos planos y en dos niveles opuestos.
La necesidad de preservar la diversidad de las culturas en un mundo amenazado por la monotonía y la uniformidad, no ha escapado ciertamente a las instituciones internacionales. Éstas también comprenden que para alcanzar esta meta, no será suficiente con cuidar las tradiciones locales y conceder un descanso a los tiempos revueltos. Es el hecho de la diversidad el que debe salvarse, no el contenido histórico que le ha dado cada época y que ninguna podría perpetuar más allá de sí misma. Hay pues que escuchar crecer el trigo, fomentar las potencialidades secretas, despertar todas las vocaciones en conjunto que la historia tiene reservadas. Además hay que estar preparados para considerar sin sorpresa, sin repugnancia y sin rebelarse lo que de inusitado seguirán ofreciéndonos todas estas nuevas formas sociales de expresión.
La tolerancia no es una posición contemplativa que dispensa las indulgencias a lo que fue o a lo que es; es una actitud dinámica que consiste en prever, comprender y promover aquello que quiere ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor y ante nosotros. La única exigencia que podríamos hacer valer a este respecto (creadora para cada individuo de obligaciones correspondientes) es que se realice bajo formas, de modo que cada una de ellas sea una aportación a la mayor generosidad de los demás.