” En nombre de la historia, de la ciencia, de la filosofía, el individuo es canalizado dentro de un corredor de pasividad, un mundo cubierto de muros; el conocimiento y la teoría constituyen otras muchas barreras infranqueables que impiden ver a los otros, dialogar con ellos” -Jacques Camatte-
Texto del escritor y teórico francés Jacques Camatte, publicado por primera vez en la revista Invariance, mayo de 1973, bajo el titulo “Contre la domestication”
Nunca antes la sociedad capitalista ha conocido un período tan crítico como el que vivimos. Todos los elementos de la crisis clásica existen en estado permanente, con excepción de una disminución de la producción que sólo afecta, y de manera limitada, a ciertos países. Asistimos a una descomposición de las relaciones sociales y de la conciencia tradicional. Cada institución recupera para sobrevivir el movimiento que se le opone (la Iglesia católica ya ha dejado de contar el número de sus aggiornamenti); la violencia y la tortura, que deberían sublevar a todos los hombres, movilizarlos, están en su apogeo y en estado endémico a escala mundial; cara a la tortura que es practicada actualmente, la «barbarie» nazi aparece como una producción artesanal, arcaica. Todos los elementos están reunidos para que haya una revolución. ¿Qué es lo que inhibe a los hombres, qué les impide utilizar todas estas crisis para transformar los trastornos ocasionados por la nueva mutación del capital en una catástrofe para este mismo?
La domesticación que se ha realizado en el momento en que el capital se ha constituido en comunidad material, ha recompuesto al hombre que, al comienzo de su proceso, el capital había destruido-fragmentado. Lo ha recompuesto a su imagen, en cuanto ser capitalizado, lo cual constituye el complemento de su proceso de antropomorfosis. Otro fenómeno íntimamente vinculado al anterior termina por acentuar la pasividad de los hombres: el desaprisionamiento del capital. Se da una pérdida de control de los fenómenos económicos, y aquellas personas que se encuentran en la posición de influir en ellos se dan cuenta de que son impotentes, de que quedan completamente desbordados. A escala mundial esto se traduce en una crisis monetaria, en sobrepoblación, contaminación, agotamiento de los recursos naturales. Estos dos fenómenos explican que quienes profesan la revolución y creen poder intervenir para impulsarla o acelerar su curso, reciten en realidad roles del siglo pasado; la revolución se les escapa. Cuando se da un estremecimiento, éste se produce independientemente de ellos. Deben entonces correr detrás de la «revolución» para poder ser reconocidos.
Los seres humanos se encuentran, en sentido estricto, superados por el movimiento del capital, sobre el cual no tienen, desde hace mucho tiempo, ningún punto de agarre. De ahí que para algunos la única solución sea la huida al pasado a través de la investigación mística (cf. la ola del zen, del yoga, del tantrismo, etc., en los Estados Unidos) y la de los viejos mitos, la desestimación hacia de la ciencia despótica que rige de hecho la totalidad de la vida, y de la técnica; casi siempre combinado con la práctica de la droga que proporciona la ilusión de un acceso rápido a un mundo diferente al mundo de horror en que vivimos (peor que el mundo sin corazón del que hablaba Marx en Crítica de la filosofía del derecho de Hegel). Para otros, la solución sólo puede venir dada por la ciencia y la técnica. Es así como muchos adeptos al movimiento de liberación de la mujer ven su emancipación en la partenogénesis o la fabricación de bebés en probetas; otros piensan poder combatir la violencia desarrollando remedios contra la agresividad, etc. De manera general, para estas personas, cada problema encontrará su solución científica. Así pues, son pasivas; el hombre a sus ojos se convierte en un simple objeto manipulable. Son incapaces de crear nuevas relaciones interhumanas (y es entonces cuando se encuentran con los adversarios de la ciencia), y no se dan cuenta de que una solución científica es una solución capitalista, dado que elimina al hombre y permite un control absoluto sobre la sociedad.
De este modo, quienes quieren hacer algo se dan cuenta de que no tienen ningún punto sólido de agarre sobre la realidad. Cuando intentan ocultar este hecho, su impotencia se transparenta aún más claramente. Los otros, la «mayoría silenciosa», se encuentran penetrados por la inutilidad de la acción puesto que no tienen ninguna perspectiva. Su silencio no es aceptación pura y simple, sino más bien incapacidad de intervención. La prueba está en que cuando son movilizados, no se movilizan en favor de algo, sino en contra de algo. Se trata de la pasividad negativa.
Es importante remarcar que los dos grupos no pueden se catalogados como unos de derechas y otros de izquierdas. La vieja dicotomía política ya no puede seguir operando aquí. Es un elemento de confusión importante porque, antes, quienes reivindicaban la ciencia eran personas de izquierda, mientras que, ahora, ésta es condenada por la nueva izquierda, por ejemplo en los Estados Unidos. La dicotomía persiste en lo que concierne a los viejos agrupamientos, los chantajes del pasado (partidos de izquierda y derecha) pero, aquí, es realmente superflua; de una manera u otra todos defienden claramente al capital; siendo entre ellos los más activos los diversos partidos comunistas, puesto que lo defienden en su actual estructura científica, racional.
Todos, en cuanto que existen, operan en un mismo movimiento, que es el de la destrucción de la especie humana. En efecto, tanto reducirla a un cierto número de conductas pasadas como someterla a un mecanismo tecnológico conduce a un mismo resultado. Esta dualidad, que participa de un mismo devenir y lo funda, aparece en el momento en que el modo de producción capitalista (MPC) comienza a dominar realmente el proceso de producción y se convierte en una fuerza en el seno de la sociedad (comienzos del siglo XX). A los apologetas del capital se opone Carlyle, por ejemplo. Marx constituye una superación: afirma la «necesidad» del desarrollo de las fuerzas productivas (por lo tanto de la ciencia y la técnica) y denuncia su efecto negativo inmediato sobre los hombres; para él, esto conducirá a una contradicción tal que el desarrollo de las fuerzas productivas sólo será posible mediante la destrucción del MPC. Entonces los hombres las dirigirán: ya no habrá alienación. Pero esto presupone que el capitalismo no podría autonomizarse en verdad, que no podría escapar de los constreñimientos de su base social-económica sobre la que se ha edificado: la ley del valor, el intercambio capital-fuerza de trabajo, el equivalente general riguroso, etc.
Ahora bien, el capital se ha autonomizado con respecto de su base, base que sencillamente ha interiorizado, y, a partir de aquí, el capital se ha desaprisionado. De ahí su desarrollo impetuoso que desde hace varios años amenaza gravemente a la humanidad y a la naturaleza entera. Ni siquiera los detentadores del discurso eufórico y somnífero pueden ignorarlo. En cierta medida están obligados a colocarse en el terreno de quienes sustentan el discurso apocalíptico. El apocalipsis está de moda porque nuestro mundo se encuentra en su fin. Un mundo en el que el hombre, por degradado o lisiado que fuera, continuaba siendo una norma, un referencial. Tras la muerte de dios, la muerte del hombre ha sido proclamada. Tanto el uno como el otro ceden su lugar a la diosa-sierva del capital: la ciencia, que se presenta ahora como a la búsqueda de mecanismos adaptativos (acomodación, integración) de los seres humanos y de la naturaleza al MPC. Es evidente que los seres menos destruidos, en primer lugar los jóvenes, no puedan aceptar tal adaptación-domesticación; de ahí su rechazo al sistema.
El proceso de domesticación se ha consumado a veces de manera violenta (acumulación primitiva), pero la mayoría de las veces lo ha hecho de manera insidiosa, porque los revolucionarios aceptaban los mismos elementos que el capital, el desarrollo de las fuerzas productivas, y exaltaban la misma divinidad, la ciencia. Así la domesticación y la conciencia represiva nos habían fosilizado más o menos en una actitud centenaria, fijando nuestros gestos, estereotipando nuestros pensamientos. Formábamos un ejército de estatuas de sal giradas hacia el pasado, incluso cuando creíamos codiciar el futuro. Pero la vida ha irrumpido y relanzado el movimiento, el devenir al comunismo. En efecto, no ha habido producción de una nueva teoría ni de nuevos modos de acción. Lo importante fue aquello a lo que se apuntaba, el punto sobre el cual se apoyó la contestación reivindicativa. No se trataba de política, de ideología ni de ciencia, ni siquiera social puesto que ésta fue renegada en su totalidad; se ha afirmado una exigencia vital a la vez contra y por fuera de esta sociedad: acabar con la pasividad impuesta por el capital, recuperar la comunicación entre los seres, alcanzar una creatividad liberada, una imaginación sin frenos en el seno de un devenir humano.
Todo cambió y todo cambia a partir de mayo-junio de 1968. Es por esto que no es posible comprender la insurrección estudiantil y su posible devenir sin hacer referencia a este movimiento.
Hemos caracterizado mayo-junio del 68 como lo que manifiesta la emergencia de la revolución y hemos afirmado que a partir de entonces se iniciaba un nuevo ciclo revolucionario. Sin embargo, lo habíamos hecho basándonos en un esquema clasista. De esta manera, afirmamos que el movimiento de mayo tendría por resultado conducir al proletariado a su base de clase. Además encontrábamos en los acontecimientos de la época la confirmación del desenvolvimiento de la revolución según Marx. Primero intervienen las clases, las capas sociales más próximas a la comunidad en turno, las más vinculadas objetivamente al Estado, después las clases oprimidas que resuelven de manera radical las contradicciones que las otras capas sociales intentaron reformar. El desenvolvimiento de la revolución inglesa, así como el de la francesa, fueron el sustrato de la reflexión de Marx. En el curso de esta última, se dio en un primer momento la intervención de los nobles (la famosa revolución nobiliaria de antes de 1789) que implicó-facilitó la lucha de los burgueses, al mismo tiempo que ésta provocó el despotismo ilustrado, después fueron las capas burguesas menos vinculadas al Estado, formando una especie de intelligentsia como señaló Kautsky. Pero el fracaso de la reforma, la cesura al interior del sistema y la subsiguiente caída de la monarquía, impulsaron a los campesinos y a los bras-nus (el cuarto-estado, el futuro proletariado): son ellos quienes finalmente operaron la discontinuidad y crearon la imposibilidad de todo retorno hacia atrás; sin ellos la revolución hubiera sido, en cuanto cambio de modo de producción, mucho más larga. En Rusia hubo un desenvolvimiento similar. Así, se puede decir que los más oprimidos, y que tienen objetivamente el mayor interés para rebelarse —constituyendo para algunos la verdadera clase revolucionaria—, en realidad sólo pueden ponerse en movimiento cuando el derrumbe se ha producido en el seno de la sociedad, donde el Estado ha sido considerablemente debilitado. A partir de este momento puede emerger alguna perspectiva, aunque sólo sea a través de la constatación de que la vida no puede volver a desenvolverse como antes. Es entonces cuando se hace necesario emprender algo. Este desenvolvimiento es uno de los elementos que contribuye a dar a toda revolución un carácter no estrictamente clasista. Para la revolución comunista esto será más acentuado, porque no será la obra de una clase, sino de la humanidad sublevándose contra el capital.
En el seno de aquello que en un momento dado hemos nombrado «clase universal» y que podemos simplemente designar como humanidad (hoy en día el conjunto de los esclavos del capital), las capas sociales más próximas al capital (que anteriormente definimos como las clases medias y los estudiantes) se han rebelado contra el sistema. Se percibieron como capas distintas, en la medida en que se proclamaron detonadores de un fenómeno que debía revolucionar, impulsar, al proletariado. La revolución reapareció por tanto revistiéndose con ropas viejas, embutida en viejos esquemas.
No obstante el análisis clasista que realizamos sólo estaba interpretando un fenómeno real; de ahí también la posibilidad para los actores esenciales de mayo de percibirse según los esquemas antiguos. En efecto, fueron —y esto se verifica cada vez más— los hombres y las mujeres que son llevados a ocupar las funciones más estrictamente vinculadas al proceso de vida del capital y, sobre todo, que deben justificarlo y mantener su representación, quienes se rebelaron; pero esta revuelta era absolutamente recuperable en la medida en que se movía con la vieja rutina de la lucha de clases: querer regenerar al proletariado que debe consumar su misión.
Es aquí donde se desvela el impasse. El papel del proletariado consistía en destruir el MPC con el fin de liberar las fuerzas productivas aprisionadas en él; no pudiendo comenzar el comunismo sino a partir de este acto. Ahora bien, lejos de inhibirlas, el capital las exalta, puesto que no están hechas para el hombre sino para el capital mismo. Entonces el proletariado es superfluo. La inversión indicada más arriba —posibilitada gracias al desarrollo de la ciencia— es correlativa a la domesticación de los hombres, es decir, a su aceptación del devenir del capital, teorizado por el marxismo mismo, encarnizado defensor del crecimiento de las fuerzas productivas. En el curso de este devenir el proletariado en cuanto productor de plusvalía fue negado por la generalización del asalariamiento y la destrucción de toda distinción posible entre trabajo productivo e improductivo. A partir de este momento, lo que había sido designado y exaltado como proletariado se convertía en el sostén más seguro del MPC. ¿Qué quiere este proletariado y qué quieren aquellos que hablan en su nombre o se contentan con venerarlo? El pleno empleo, la autogestión, es decir, la perennidad del MPC gracias a su humanización. Para todos ellos, considerando que el proceso de producción es racionalidad en acto, bastaría con hacerlo funcionar par los hombres. Ahora bien, esta racionalidad es el capital.
La mitología del proletariado explica lo que hemos llamado el populismo de Mayo, que es más bien el proletarismo de Mayo; ir al proletariado, despertar sus virtudes combativas, recordarle sus capacidades de abnegación; entonces huirá de sus malvados jefes para seguir a los proletaristas en el camino de la revolución.
Con Mayo del 68 comienza el tiempo del desprecio y de los malentendidos. Uno se desprecia porque no es «prole» y desprecia al otro por la misma razón, mientras que cada uno comete un malentendido acerca del proletariado que es considerado como la clase siempre potencialmente revolucionaria. Es tan sólo otra forma de expresar el impasse en el que se encuentra el movimiento de contestación de la sociedad en turno. Pero ésta no se desveló clara y súbitamente, ya que la fase de entusiasmo que siguió al Mayo otorgó una cierta vida al movimiento contestatario permitiéndole poner entre paréntesis las cuestiones esenciales. Además, el conflicto de Mayo había hecho revivir, reemerger, corrientes del movimiento obrero que habían sido sepultadas en el olvido, bajo el desprecio de los partidos en turno: el movimiento de los consejos con todas sus variantes, el KAPD, o individualidades como Lukács, Korsch, etc. Esta resurrección del pasado fue un indicio a la vez de la imposibilidad de un punto de agarre directo sobre la realidad y de la incapacidad de ésta para engendrar otras formas de lucha, otras aproximaciones teóricas. Rehacer en el pensamiento un camino recorrido es todavía una forma de revuelta, ya que es no aceptar el dictado de lo simplemente devenido. Esta forma de revuelta puede ser el punto de partida de la búsqueda del momento en que se produjo la errancia de la humanidad; primera tentativa para abatir la fatalidad que la lanzó fuera de su vía humana, al infierno productivista.
Impasse es una imagen insuficiente, es decir, no engloba en sí todos los elementos del devenir que aquí se quiere proyectar. De hecho, es al término del impasse, ante el muro, donde se encuentran los diferentes grupos de esta vasta corriente; este muro es el proletariado, su representación. Los militantes pasan de un grupo a otro al mismo tiempo que «cambian» de ideología, llevándose cada vez en sus maletas la misma dosis de intransigencia y de sectarismo. Algunos realizan amplias trayectorias. Van del leninismo al situacionismo para regresar a un neobolchevismo pasando por el consejismo. Todos se topan con este muro y son remitidos más o menos lejos en el tiempo. Se trata del límite de un conjunto práctico-teórico en el interior del cual es posible una combinatoria; así en Alemania tenemos incluso trotskistas anti-autoritarios, trotskistas korschistas, etc.
En el interior de estos grupos como en el de ciertas individualidades, no hay más que aspectos negativos, dado que aunque se han comprendido algunas cosas todo se echa a perder por un espíritu de bricolaje, complemento espiritual de la combinatoria grupuscular…
Es evidente, como lo señalan los artículos precedentes, que es imposible superar el obstáculo que constituye esta representación del proletariado sin poner en entredicho la concepción marxiana del desarrollo de las fuerzas productivas, de la ley del valor, etc. No obstante, es el fetiche proletario el que, como consecuencia de sus implicaciones práctico-éticas, es el elemento que más peso tiene en la conciencia de los revolucionarios. Atacar el fetiche, reconocerlo como tal, equivale a derrumbar todo el edificio teórico-ideológico. ¡Menuda confusión! Tanto más cuanto que hay algo que no se dice: la necesidad de depender de un grupo, de identificarse con él para sentirse seguro, para tener la fuerza para enfrentarse al enemigo. No es sólo el miedo a estar solo lo que se manifiesta aquí —y por tanto también la comprensión correlativa de la unión necesaria para constituir la fuerza para abatir el MPC— sino que es también el miedo a la individualidad, la incapacidad de afrontar de manera «autónoma» las cuestiones fundamentales de nuestra época. Se trata de una manifestación más de la domesticación de los seres humanos que sufren un complejo de dependencia.
Es a partir de aquí donde el movimiento estudiantil (primavera de 1973) revela su importancia: lleva a primer plano lo que en Mayo del 68 apenas se había esbozado, la crítica de la consciencia represiva. Consiste en una figura de la consciencia que nació con el marxismo en cuanto concreción de la solución del devenir de la especie humana: la revolución proletaria debe producirse cuando lo consienta el desarrollo de las fuerzas productivas. Se trata de una consciencia legislante y represiva que opera para negar los levantamientos de los hombres que son tachados de prematuros, de pequeñoburgueses, de movimientos de irresponsables, etc. Se trata en fin de la consciencia en el seno de la reificación, ya que no puede sino estar organizada; partidos, sindicatos, grupúsculos son sus encarnaciones. Cada uno de ellos organiza la represión contra aquellos que no están organizados o que no lo están según sus propias leyes. La diferencia entre estas organizaciones se mide por la cuantía de represión que tienen la capacidad de ejercer.
La crítica no ataca el mito del proletariado directamente, poniendo en cuestión a este último, sino que lo ignora, o lo toma a broma. A partir del momento en que los jóvenes no han caído en la trampa y no han ido a buscar a las organizaciones obreras para hacer un frente unido estilo Mayo del 68, los políticos de todos los órdenes intentaron precipitarlos hacia ellas. El PCF, el PS, el PSU, la CGT, la CFDT, etc. se apresuraron hacia los estudiantes a fin de «supervisarlos». Éstos, es cierto, desertaron a menudo las manifestaciones unitarias y se pudo ver la farsa política desplomarse sin decencia alguna: los perros viejos de la política y las viejas habladoras acartonadas del PCF y de la CGT —descubriendo 5 años después de Mayo del 68 la importancia política de la juventud— desfilaron reivindicando una prórroga para todos, ante el ojo burlón de lo estudiantes. ¿Acaso la juventud se había equivocado de cuerpo?
Hemos tenido motivos de mofa también cuando, en el curso de estos acontecimientos, los políticos de diversos ambages volvieron a afirmar la primacía del proletariado y declararon que el momento clave fue la huelga de los O. S., ya que no pueden concebir una revolución más que vestida de overol azul. Ahora bien, los O. S. no planteaban nada que amenazara al sistema capitalista. El MPC ha aceptado desde hace mucho tiempo aumentos de salario y, en lo que respecta a las condiciones laborales, está dispuesto a mejorarlas. La necesidad de abolir el trabajo en cadena también se reconoce en ciertos círculos patronales.
El movimiento estudiantil ridiculizó las instituciones y a los hombres que las defienden. El precio de la recuperación fue el ridículo que exhibieron, a regañadientes, todos aquellos que querían ponerse al alcance de «nuestros valientes jovencitos». Quienes quisieron por el contrario oponerse de entrada al movimiento y no lo consiguieron, se expusieron también al ridículo al manifestar su decepción. Así se lamentaban los hombres del gobierno: de cualquier modo se han conformado diputados, un parlamento; es con esto con lo que debemos resolver las cuestiones pendientes… Los jóvenes se comportaron como si nada de esto existiera. De nuevo, como en Mayo del 68, se reveló la incomunicación, lo inasible. «No estamos cerrados a los argumentos, pero actualmente no veo qué es lo que se desea» (Fontanet). Una bella ilusión la de creer que los jóvenes quieren dialogar con ellos, oponerles argumentos. Se trata de una sublevación de la vida, una búsqueda de otro modo de vida. El diálogo sólo podía darse entre los esbozos de realización, y no entre el orden social y quienes se sublevan. Si hay aún alguna posibilidad de diálogo, ésta se debe a la etapa de los balbuceos del movimiento.
Lo que es fundamental, como ya lo hicimos notar en Mayo del 68, es un fenómeno profundo: «la inadecuación de la vida humana, en el alba de su desarrollo, con la sociedad capitalista», que es la muerte organizada bajo apariencias de vida. No se trata ya de la muerte como momento más allá de la vida, sino de la muerte en la vida, de la muerte como sustancia de la vida; el hombre ha muerto y es tan sólo un rito del capital. Los jóvenes tienen aún la fuerza de rechazar la muerte. Se rebelan contra la domesticación y son exigencia de vida. Es evidente que, para todos aquellos que tienen la boca llena de tierra y los ojos llenos de fantasmas, esta exigencia aparece como algo irracional o en el mejor de los casos como la exigencia de un paraíso por definición inaccesible.
La juventud es un mal para el capital porque es lo que todavía no ha sido domesticado. Los estudiantes se han manifestado tanto contra el servicio militar y el ejército como contra la escuela, la universidad y la familia. La escuela es la organización de la pasividad del ser, incluso cuando en ella se practican métodos activos, emancipatorios. Liberar la escuela sería liberar la opresión. En nombre de la historia, de la ciencia, de la filosofía, el individuo es canalizado dentro de un corredor de pasividad, un mundo cubierto de muros; el conocimiento y la teoría constituyen otras muchas barreras infranqueables que impiden ver a los otros, dialogar con ellos; el discurso debe tomar prestados determinados canales y ya está. Al fondo del corredor se encuentra la fábrica de domesticación: el ejército. Éste organiza al individuo con la voluntad de matar al otro; lo cual estructura la dicotomía trazada en su mente por la moral laica: la patria y los otros, todos ellos enemigos potenciales. Al individuo se lo educa, se lo adiestra, para saber justificar lo injustificable: matar hombres y mujeres.
No negamos que un fenómeno reformista también se ha manifestado en el curso de las últimas agitaciones antes de Pascua. Es sobre éste donde puede implantarse inmediatamente la recuperación, pero no es lo que nos interesa, porque no nos proporciona ninguna información sobre el movimiento real de la lucha de la especie contra el capital. Como en Mayo del 68, este movimiento superficial, que por otra parte no puede llegar a la superficie sino impulsado por una agitación más radical, permitirá estructurar mejor el despotismo del capital, realizar su «modernización».
La universidad y la escuela son estructuras demasiado rígidas para el proceso global del capital; igualmente ocurre con el ejército. Con respecto a este último, es necesario señalar la superchería que consiste en oponer el ejército nacional al ejército de profesión, y desvelar el estúpido chantaje: si se suprime el servicio militar tendremos un ejército de profesión, un ejército pretoriano, y entonces ¡cuidado con el fascismo! De hecho, el sistema actual combina los dos: hay un ejército de profesión que educa y adiestra al contingente, al ejército nacional. Por otro lado, ¿qué ha dado el ejército nacional tan alabado por Jaurès? La sagrada unión de 1914, es decir, la sagrada carnicería que todavía hoy se venera.
La rápida caducidad del saber, el desarrollo de los medios masivos de comunicación, han destruido la escuela. El maestro y el profesor son, para el capital, seres inútiles. Éste tiende a eliminarlos (enseñanza programada y distribuida por máquinas) de la misma manera en que tiende a eliminar la burocracia, elemento inhibidor de la transmisión de información, fundamento mismo de la movilidad del capital. Los malentendidos juegan aquí un papel, en el sentido de que muchos de los que plantean la necesidad de la vida están dispuestos a aceptar soluciones que eliminan la vida humana porque ellas consistirían en confiar la enseñanza a máquinas. Por regla general, quienes quieren la modernización proclaman su propia condena como seres que tienen una cierta función en esta sociedad; estas personas reivindican su despojo. Incluso aquellos que predican el regreso al autoritarismo rígido de antes de Mayo del 68 sufrirán la misma suerte, porque para hacer triunfar su reivindicación sólo pueden apoyarse en el capital, ¡que se aprovecha así tanto de la izquierda como de la derecha!
El despotismo del capital crea nuevos modos de ser para las cosas que impone a los seres humanos. Las características de estos modos de ser son: la movilidad, lo efímero, la diversidad, al menos aparente, la insignificancia. Estos modos de ser están obligatoriamente en oposición con los viejos comportamientos, las viejas actitudes y formas del pensamiento. Las cosas son los verdaderos sujetos e imponen su ritmo de vida a los hombres y su sentido limitado a su propia existencia, etc. Pero los objetos, las cosas, son movidas ellas mismas por el movimiento del capital. Esta nueva opresión puede provocar el estallido de un movimiento insurreccional contra él. Sin embargo, el capital puede a su vez aprovecharse de esta subversión para consolidarse, como ocurrió durante los primeros años de este siglo. La revuelta del proletariado limitada al terreno de la fábrica, al plano de la producción, fue un elemento favorable al capital para realizar su dominación real: eliminación de las capas inútiles para su proceso, triunfo del pleno empleo, abandono de los esquemas liberales, etc.
Con esto no queremos decir que la revolución deba nacer directamente de este choque, ni que los hombres y las mujeres más conservadores serán sus autores. Queremos subrayar un hecho importante: el capital debe dominar a todos los seres humanos y, para hacerlo, ya no puede apoyarse únicamente en las viejas capas sociales que se ven a su vez amenazadas. Borkenau ya había comprendido este fenómeno: «La distancia desmesurada respecto a las revoluciones precedentes supone un hecho nuevo. Hasta hace unos años, la revolución se apoyaba generalmente en las fuerzas reaccionarias, técnica e intelectualmente inferiores a las fuerzas de la revolución. La situación ha cambiado con el advenimiento del fascismo. A partir de ahora, toda revolución deberá afrontar de un modo muy probable el ataque del aparato más moderno, más eficaz, más despiadado que haya existido nunca. Ello significa el fin de la era en que las revoluciones evolucionaban libremente según sus propias leyes».
No hay que olvidar que al trastornar constantemente el modo de vida, el capital es él mismo revolución. Lo cual lleva a replantear la naturaleza de ésta, a darse cuenta de que el capital puede, para trastornar el orden establecido, apropiarse de las fuerzas durante las insurrecciones dirigidas contra la sociedad que él domina. Más que nunca la visión y la comprensión son necesarias. Ahora bien, la incapacidad de pensar teóricamente, de afrontar la realidad en su devenir histórico, es el resultado del proceso de domesticación de los hombres; al igual que la impotencia para arraigar este pensamiento teórico en el devenir material de nuestro planeta y de nuestra especie se debe al corte sentidos/cerebro, a la vieja división trabajo manual/trabajo intelectual (la cual se ve superada por el capital en el mecanismo automatizado).
La revolución ya no es estrictamente un sinónimo de destrucción de lo antiguo, de lo que es conservador, puesto que esto ya lo ha llevado a cabo el capital. La revolución aparece como regreso a algo (una revolución en el sentido matemático del término), a la comunidad; no a una forma de comunidad particular que ya haya existido. La revolución se manifestará en la destrucción de lo más moderno, lo más progresista, puesto que la ciencia es capital. Al mismo tiempo se tratará de una reapropiación de todo lo que haya podido ser manifestación, tendencia a la afirmación de un ser humano. No es necesario resucitar un discurso maniqueo para captar esta tendencia: fue ella la que constituyó un obstáculo para el movimiento de autonomización del valor. Si el triunfo del comunismo supone una creación de la humanidad, para que esta creación sea posible haría falta que el deseo ya estuviera apuntando a ella durante siglos. No obstante, hoy todavía nada es fácil, ni evidente, ni está exento de dudas. Se puede dudar de lo que es humano después del colonialismo, del nazismo, más tarde otra vez del colonialismo que intenta mantenerse pese a la revuelta de los países oprimidos (las masacres y las torturas cometidas por los ingleses en Kenia, por los franceses en Argelia, por los estadounidenses en Vietnam, por dar algunos ejemplos destacados), así como en presencia de la violencia bestial y endémica que causa estragos cotidianamente. ¿No está la humanidad demasiado corrompida, demasiado hundida en su «maléfica» errancia para poder salvarse?
El movimiento estudiantil manifiesta el carácter de la revolución comunista: la revolución a título humano. En efecto, ha abordado —quizá no en toda su amplitud— la cuestión de la violencia: rechazo del ejército, rechazo del servicio militar, rechazo del derecho de matar para todos. Los grupúsculos de izquierda y de extrema izquierda, dejando fuera a los anarquistas, preconizan la necesidad de aprender a matar porque creen poder «redirigir» la muerte contra el capital. Ahora bien —y esto va para todos los extremistas—, no se dan cuenta de que plantean de entrada la necesidad de destruir seres humanos para llevar a cabo la revolución. ¿Cómo exaltar una revolución poniéndola en el extremo de un fusil? Aceptar el ejército por la razón que sea es reforzar en todos los niveles la estructura opresiva; es en particular situarse de nuevo bajo el despotismo de la conciencia represiva. Según ésta, hace falta reprimir el no-deseo de matar porque, más tarde, éste será necesario (algunos exaltan incluso esta necesidad). La conciencia me impone ser inhumano con el pretexto de que un día, decretado por un destino teórico, podría por fin metamorfosearme en humano.
«Su preocupación [la de diferentes corrientes de izquierda y de extrema izquierda] en este asunto es evitar que se produzca una convergencia entre la voluntad “burguesa” de suprimir el servicio militar y el pacifismo libertario sobre la base de la objeción de conciencia, todavía más o menos latente entre los jóvenes» (T. Pfister, en Le Monde de 11/03/1973).
La violencia es una circunstancia de facto de la sociedad actual: se trata de destruirla. La revolución es un desencadenamiento de la violencia: se trata de dominar esta última y no de dejarla operar ciegamente ni, sobre todo, de exaltarla y extender su campo de acción. Estas afirmaciones, por justas que sean, son insuficientes en la medida en que no precisan la naturaleza de la violencia, que está fundamentalmente determinada por su objeto. La violencia que se debe preconizar, exaltar, es aquella que está dirigida contra el sistema capitalista y no contra los hombres. Pero es verdad: éste está representado por hombres, por tanto la violencia alcanza al sistema a menudo a través de ellos. Es aquí cuando se plantea la pregunta por sus límites, si no continuaremos en el plano del capital. El despotismo de este último generaliza la violencia contra los hombres; no puede dominar más que oponiendo entre ellos a los seres humanos y, para ello, los inviste de diferentes roles. Por otra parte, en el momento del conflicto, cada uno de los dos campos presenta al otro como estando formado de seres no-humanos (es así como los estadounidenses procedieron aún con respecto a los vietnamitas). Sólo se puede destruir a los hombres si, previamente, se les despoja de su humanidad. Aceptar proceder de la misma manera durante la lucha revolucionaria, ¿no es simplemente copiar los métodos capitalistas y contribuir así a la destrucción de los hombres? Pero, ¿qué hacen los izquierdistas cuando teorizan la destrucción de la clase dominante (y no sencillamente la destrucción de aquello que es el soporte de ésta) o la destrucción de los policías (el único poli bueno ¡es el poli muerto!)? Si es cierto que se puede hacer la identificación antimotines=SS a nivel de una consigna, ya que traduce bien la realidad de ambos roles, esto no basta para justificar una destrucción. Puesto que 1) esto impide toda posibilidad de minar el cuerpo policial. Sintiéndose reducidos los policías a un estadio infra-humano, se rebelan en cierto sentido contra los jóvenes para afirmar una humanidad que les es negada, ya que no es como máquinas de matar, de reprimir, como ellos se ven a sí mismos… 2) Todo antimotines, todo policía es de cualquier modo un hombre. Es un hombre con un papel bien definido, como todos nosotros. Es peligroso delegar toda la inhumanidad a una fracción del corpus social y toda la humanidad a otra. No se plantea ya, a partir de aquí, predicar la no-violencia,13 sino definir rigurosamente qué violencia se debe ejercer, cuál es su finalidad. Para esto aún hace falta precisar: 1) no hay que aceptar las máscaras, los roles que nos son impuestos por el capital; 2) hay que rechazar la teoría que postula que quienes defienden el capital deben pura y simplemente ser destruidos; 3) hay que rehusar excusarlos con el pretexto de que no son libres, de que es el sistema el que produce policías como produce a los revolucionarios. La aceptación de esta última proposición conduce, o bien a la no-violencia, o bien a reducir a los seres humanos a autómatas y por tanto a justificar toda violencia ejercida contra ellos. Al contrario, hay que enfrentarse a ellos como seres humanos. Si de entrada se les niega toda posibilidad de humanidad, ¿cómo podremos hacerla aparecer después? En realidad la mayoría piensa en la solución radical: suprimir a los otros, lo cual todavía es un método de una sociedad de clases. Incluso en este plano la revolución se afirma según su ser: una revolución a título humano. En el momento del enfrentamiento —puesto que es inevitable— con los diferentes individuos que sostienen el MPC, se trata de no reducir al adversario a un estadio «bestial» o mecánico, sino a plantearlo en su humanidad, la que cree poseer y la que potencialmente puede recuperar. El combate concierne entonces también al dominio espiritual, conciencial. Hay que evidenciar la mistificación de la representación del capital, poner a estos seres en contradicción, proporcionarles la duda.
Es desde esta perspectiva que hay que abordar el terrorismo. Su nocividad ha sido denunciada pero no es algo que baste. Aceptar el terrorismo es capitular ante el poder del capital, porque consiste únicamente en una destrucción de hombres. El terrorismo apela a la muerte para suscitar una hipotética rebelión. Se lo puede recoger como tal, sin aprobación ni condena, pero no se lo puede proponer como modo de acción. El terrorismo implica percibir el «muro» como un obstáculo infranqueable, indestructible. Es admitir la derrota. Todos los ejemplos recientes lo prueban de manera suficiente.
Si se reconoce la dominación aplastante del capital, se debe reconocer que opera sobre todos. No se puede designar como elegidos a algunos agrupamientos, que estarían exentos de su despotismo. La lucha revolucionaria, lucha a título humano, debe reconocer en el otro lo humano posible. La violencia debe ejercerse sobre uno mismo —rechazar la domesticación del capital, las explicaciones tranquilizadoras y gratificantes— como se ejerce fuera de uno en el conflicto con los chantajistas grupusculares, los «capitalistas», los diversos policías, etc.
Esto sólo adquiere todo su sentido si, simultáneamente, se da un rechazo de los viejos métodos de lucha. La importancia del movimiento estudiantil consiste en haber puesto de relieve —como lo hizo, en menor medida, el movimiento de Mayo del 68— que persistir utilizando los métodos habituales conducía inevitablemente a la derrota. A partir de tal época se ha comprendido que las manifestaciones-paseos, espectáculos o fiestas, no desembocaban en nada. Agitar pancartas, pegar carteles, distribuir panfletos, golpearse con la policía, atañe a un ritual en el que esta última desempeña el papel del eterno vencedor. Así pues, resulta importante criticar en su raíz los métodos de lucha para retirar un obstáculo que impide la creación de nuevos modos de combate. Para esto hace falta igualmente rechazar el viejo terreno de lucha: ya sea el lugar de trabajo o bien la calle. Mientras no se lleve la revolución a su propio terreno, mientras permanezca en el del capital, no habrá ninguna superación notable, ningún salto cualitativo revolucionario. Y sin embargo es de eso de lo que se trata ahora, porque si no la revolución se va a estancar, se va a atascar; la regresión nos acechará durante años. Para desertar los viejos centros de lucha del capital, se requiere simultáneamente tender a la creación de nuevos modos de vida. ¿De qué sirve ocupar las fábricas, las de automóviles, por ejemplo, cuando lo que hace falta es suprimir su producción? ¡Ocupar para gestionar! Así es como todos los prisioneros del sistema se apoderan de sus prisiones, para poder gestionar mejor su detención. Una forma social nueva no se funda en la antigua; son escasas las civilizaciones superpuestas. La burguesía pudo triunfar porque libró la batalla en su terreno, en las ciudades. Esto es tanto más válido para el comunismo, que ni es una nueva sociedad desnuda ni un nuevo modo de producción. Hoy no es en las ciudades ni en los campos14 donde la humanidad puede librar el combate contra el capital, sino por fuera de ambos; de ahí la necesidad de que aparezcan formas comunistas que serán las verdaderas antagonistas del capital, puntos de concentración de las fuerzas revolucionarias. Con Mayo del 68 aparecieron las exigencias de la revolución. El capital tuvo que tomarlas en consideración. Por este hecho, la contrarrevolución se vio obligada a remodelarse, ya que no puede existir sino con respecto a la revolución. La contrarrevolución intenta justamente limitar el desarrollo de su adversario, pero no consigue hacerlo porque éste se manifiesta realmente, es decir que es irracional. La irracionalidad es el carácter fundamental de la revolución. Todo lo que es racional para el orden establecido es englobable, recuperable. Sin embargo, la revolución puede verse frenada si permanece en el terreno de su adversario; está aún encadenada. Sólo puede destruir sus lazos y llegar a su auge irreprimible conquistando el terreno de su efectuación.
El objetivo de la revolución es alcanzar la comunidad humana. Ya en su propio movimiento debe manifestarse este objetivo; no es posible utilizar los medios de la sociedad de clases, inhumanos, para alcanzar el objetivo indicado De esta manera, es absurdo querer penetrar en las instituciones en turno para hacerlas funcionar al servicio del movimiento revolucionario. Operar de esta manera es permanecer en la mistificación en cuanto proceso histórico que tiene su punto culmen en el capital. Es necesario hacer aparecer la mistificación que consiste en presentar al hombre como inesencial, no determinante, inútil. En el sistema capitalista, en efecto, el hombre se vuelve superfluo, pero es claro que desde su emergencia el hombre como invariante no ha sido aún destruido, si no, no existiría siquiera la idea misma de una revuelta y, desde el momento en que la domesticación no ciñe a la juventud, todo es posible. He aquí por qué la lucha debe tender cada vez más a hacer resurgir el componente humano que persiste en cada ser, lo que implica no caer en la trampa de presentar a los hombres únicamente en su apariencia-envoltura reificada. Ya que incluso en el caso en que el individuo ha alcanzado un grado considerable de reificación, que lo convierte en un autómata orgánico del capital, sigue habiendo la posibilidad de hacer estallar toda esta construcción. Aquí, se debe seguir el viejo consejo de Marx: no sólo hace falta hacer visible la cadena, sino hacerla vergonzosa. Cada ser debe ser puesto en crisis. En el enfrentamiento con la policía, hay que tender no sólo a eliminar una fuerza de represión que obstaculiza el movimiento del comunismo, sino tender a hacer estallar el sistema, provocando al interior de los policías la resurgencia de lo humano.
No se puede llegar a este resultado con la ayuda de los viejos métodos de enfrentamiento directo, sino con unos nuevos, como el que consiste en ridiculizar las instituciones,15 que vuelve a llevarlas a la trampa de su propia existencia.
Teorizar, generalizar tal método, sería absurdo. Un hecho es cierto, y es que este método fue eficaz y puede serlo todavía, pero hará falta encontrar muchos otros. El punto esencial es el siguiente: comprender que es necesario cambiar el campo de lucha y los medios. Esta necesidad, por otra parte, ha sido comprendida de manera limitada y a veces negativa: la gente que abandona todo y se lanza al camino expresa su voluntad de salir del círculo vicioso de las luchas actuales.
Los izquierdistas continúan en el famoso ciclo de provocación-represión-subversión que debería, en un momento dado, engendrar la revolución. Ahora bien, tal posición es inadmisible porque conduce a sacrificar a hombres y mujeres a fin de poder poner a otros en movimiento. La revolución comunista no exige mártires, porque no necesita exigir nada. El mártir se convierte en un señuelo que debe seducir. Qué valor tiene una revolución que toma la muerte como señuelo. La muerte que se convierte en un elemento esencial del proceso constitutivo de la conciencia es, decididamente, difícil de transmitir. El paso desde lo exterior hacia lo interior es demasiado laborioso, menos mal que tenemos las soluciones temporales, los atajos. Siempre hay alguien que muere en el momento oportuno (a riesgo de facilitar su defunción) y unos van agitando su cadáver para atraer las moscas revolucionarias.
La revolución comunista es el triunfo de la vida. De ninguna forma puede glorificar la muerte o pretender explotarla, lo que supondría entrar aún más en el terreno de la sociedad de clases. Los muertos al servicio del capital algunos los oponen o los sustituyen por los que cayeron por la revolución: ¡el mismo carnaval de carroñeros!
Este profundo error proviene del hecho de que la revolución jamás se ha presentado como un fenómeno necesario de la amplitud de un fenómeno natural; parece que, en todo momento, la revolución depende estrictamente de cualquier grupo pirotécnico de explosiones de conciencia. Ahora bien, en este momento nos encontramos frente a la siguiente disyuntiva: o se produce una revolución efectiva (paso de la formación de revolucionarios a la destrucción del MPC), o se produce la destrucción, de una u otra manera, de la especie humana. Las cosas no pueden ser de otra manera. En el momento en que ésta se desencadene, ya no será cuestión justificar cualquier cosa, sino de ser suficientemente potente para evitar los excesos. Y sin embargo, esto sólo puede hacerse si los hombres y las mujeres tienden individualmente, antes de la explosión revolucionaria, a ser autónomos, a no depender más de un jefe, y por consiguiente están preparados para dominar su propia revuelta. Está bastante claro que esto sólo puede ser un fenómeno tendencial. Sin embargo, el único medio para que esto tenga una oportunidad de realización es terminar con el discurso caníbal que presenta la revolución como un arreglo de cuentas, como la exterminación física de una clase o de un grupo de hombres. Si en verdad el comunismo es una necesidad para la especie, no necesita tales prácticas para imponerse.
En general, gran parte de los revolucionarios dudan de la llegada de la revolución; para convencerse de ella, la justifican, lo cual permite conjurar la espera pero muchas de las veces también enmascara el no-reconocimiento de sus manifestaciones. Para exorcizar la duda, se refugian en la violencia verbal (un sustituto más) y en un proselitismo encarnizado, obstinado; lo cual permite mantener el proceso de justificación: en cuanto se han conseguido algunos reclutas, se toma como prueba de que las condiciones son favorables y por consiguiente que hay que continuar con la agitación, y así sucesivamente… Agitarse es revolucionar, es exportar la conciencia. No consiguen comprender que el día en que haya revolución, será justamente porque ya no habrá nadie para defender el antiguo orden. La revolución triunfa porque ya no tiene adversarios. Lo que viene a continuación ya es otra cosa y es entonces cuando vuelve a plantearse el problema de la violencia. La necesidad del comunismo es una necesidad para todos los hombres. El momento en que la revolución explote será aquel en que esta exigencia aparezca con mayor o menor claridad. Lo cual no quiere decir que, de uno a otro día, se habrán desembarazado del viejo embrollo de la sociedad anterior. Queremos decir con esto que los que lleven a cabo la revolución serán tanto los hombres de izquierdas como de derechas y que tras esto, una vez destruidos los elementos superestructurales del MPC, frenado el proceso de producción global, pero intactos todavía los presupuestos del capital, las viejas actitudes, los antiguos esquemas, etc., tenderán a reaparecer en la misma medida en que cada vez que la humanidad aborda un nuevo momento, una creación, lo hace revestida del pasado, actualizándolo. Ciertamente, la revolución comunista no se desarrollará como las revoluciones anteriores, pero si este fenómeno tiene una menor extensión, no dejará de ser por ello un elemento integrante del movimiento post-revolucionario. Éste tenderá a consolidar, a vigorizar la comunidad humana (a darle otras dimensiones), que se manifestará ya en el curso de la revolución. Es entonces cuando los viejos esquemas institucionales pueden reaparecer (en los momentos difíciles) y cuando incluso los elementos que quieran reafirmar solapadamente sus privilegios, intentarán hacer prevalecer soluciones que les favorezcan. Otros querrán reimpulsar la autogestión: éstos no habrán comprendido aún que el comunismo no es un modo de producción, sino un nuevo modo de ser.
Es en este momento que el viejo método chantajista que procede por etiquetado deberá ser eliminado para siempre. Habrá que comprender que lo nuevo puede surgir bajo el velo del pasado. Tener en cuenta sólo las apariencias del pasado es equivocarse por completo. No se trata de concebir el momento post-revolucionario como la apoteosis de la reconciliación inmediata, aboliéndose como por milagro todo el pasado opresor. Habrá una lucha efectiva para que el nuevo modo de ser de los hombres se generalice. Es la modalidad de la lucha lo que aquí está puesto en cuestión. Todo espíritu sectario, inquisidor, es un agente letal para la revolución; con mayor razón aún, no cabrá plantearse el recurrir a la dictadura clásica, porque se recompondría un modo de ser de las sociedades de clases. No se puede superar el momento de transición sino a través de una manifestación liberadora de los diferentes seres humanos. Es la presión comunista, es decir, la presión de la inmensa mayoría de seres humanos al crear la comunidad humana, lo que permitirá, lo que ayudará a deshacerse de los obstáculos, gracias a una afirmación de la vida en la que «si suponemos al hombre como hombre y a su relación con el mundo como una relación humana, sólo se puede intercambiar amor por amor, confianza por confianza» (Marx). Los casos de enfrentamientos violentos sólo podrán ser excepcionales.
Pensar que sería necesaria una dictadura es pensar que la sociedad humana nunca será lo suficientemente madura como para pasar al comunismo. Pero es largo, doloroso, difícil llegar al punto particular en el que se desvela la mistificación, es decir, la comprensión de la errancia de la humanidad, el hecho de que la humanidad se haya comprometido con la vía de la destrucción y que esto se debe en buena medida al hecho de que ha confiado su destino a este monstruoso sistema automatizado, el capital, la prótesis, como la llaman G. Cesarano y G. Collu. Entonces, los hombres y las mujeres se darán cuenta de que son ellos los componentes determinantes, de que no pueden abdicar su poder sobre la máquina, alienar así todo su ser, creyendo alcanzar así la felicidad.
En el momento en que se alcanza este punto, todo ha terminado. Será imposible volver atrás. Toda la representación del capital se derrumbará como un castillo de naipes. Al no tener ya el hombre al capital en la cabeza, podrá reencontrarse y reencontrar a sus semejantes; a partir de ahí la creación de una comunidad humana es imparable.
La ideología, la ciencia, el arte, etc. a través de todas las instituciones y de las organizaciones, intentan hacernos aceptar que en términos absolutos el hombre es inesencial, que no puede hacer nada (y no un hombre en particular, en una época concreta, sino el hombre como invariante), que si hemos llegado al estadio actual es porque no podía ser de otra manera desde el momento mismo en que aceptamos utilizar y desarrollar la técnica. Existe una fatalidad vinculada a la técnica. Si el hombre no acepta esta última, no puede progresar. Por tanto, sólo se pueden remediar algunos males, pero no escapar al engranaje que constituye esta misma sociedad. Lo determinante en esta caída en una trampa, la inmovilización de los hombres, es la representación del capital, que consiste en lo siguiente: representarse un proceso social racional como proceso del capital, lo cual implica que el sistema no puede entonces percibirse ya como opresivo, de ahí que explicar sus aspectos negativos sea apelar a fenómenos designados como extra-capitalistas.
Lo esencial es por tanto romper con el comportamiento que permite parasitar el cerebro humano mediante la representación del capital. Hay que destruir la mentalidad del criado, en la cual el amo es el capital. Esto resulta tanto más urgente cuanto que hoy en día la vieja dialéctica del amo y del esclavo tiende a ser abolida en virtud la inesencialidad del esclavo: el hombre.
La lucha contra la domesticación debe estar comprendida a escala mundial. Ahí también se erigen fuerzas importantes; así, todos aquellos que ponen en cuestión el esquema unilineal de la evolución humana, que impugnan que el MPC haya podido constituir un progreso para todos los países, desmitifican la racionalidad a priori, universal, del sistema capitalista.
Los países que, a los ojos de los profetas del crecimiento, del despegue económico, son retaguardias o están en vías de desarrollo, son en realidad países donde el MPC no consigue implantarse. En Asia, en Sudamérica, en África, millones de hombres no terminan de plegarse al despotismo del capital. Su resistencia es a menudo negativa, en el sentido de que son incapaces de plantear otra comunidad. Ésta es sin embargo esencial para mantener, a escala mundial, un polo de contestación humana que sólo la revolución comunista puede transformar en movimiento de constitución de una nueva comunidad; además, cuando estalle la revolución, este polo tendrá una influencia determinante en la obra de destrucción del capital.
En los países subdesarrollados se ha sublevado la juventud (en Ceylán, en la Madagascar de 1972, pero también con menos potencia en Senegal, en Túnez, en el Zaire, etc.), con eslóganes diferentes apuntan a las mismas exigencias que en Occidente. Así, desde hace más de diez años, la insurrección de la juventud afirma su carácter fundamental: la antidomesticación. Sin querer hacer de profetas, es importante intentar discernir aquí alguna perspectiva. En Mayo del 68, recordamos la previsión de A. Bordiga sobre una reactivación del movimiento revolucionario alrededor de 1968 y la revolución para el periodo 1975-1980. Mantenemos esta última «profecía». Los últimos acontecimientos político-sociales y económicos confirman esta previsión y diversos autores han llegado a la misma conclusión. El MPC se encuentra ante una crisis que lo sacude de arriba abajo. No es una crisis al estilo de 1929, aunque pueden encontrarse algunos de sus elementos; es una crisis de transformaciones profundas: hace falta que el capital se reestructure para poder frenar las consecuencias destructivas de su proceso de producción global. Todo el debate sobre el crecimiento lo ha puesto claramente en evidencia, pero sus protagonistas creen poder contener el movimiento del capital y afirman que es necesario ralentizar el tiempo, desacelerar… Es por ello que el único medio para el capital de no seguir confrontado a la oposición de los hombres es acceder a una dominación absoluta sobre ellos. Es contra una dominación como ésta que se perfila con claridad en el horizonte de nuestras vidas, contra la que se erige el vasto movimiento de la juventud, el cual comienza a ser comprendido y apoyado por diversos adultos.
Casi en todas partes hemos asistido a este ascenso revolucionario con la excepción de un inmenso país, la URSS, que podría desempeñar un papel inhibidor tal que la revolución podría verse frenada durante mucho tiempo, contradiciendo nuestra previsión, transformándola en un voto piadoso. Ahora bien, los acontecimientos de Checoslovaquia y de Polonia, el reforzamiento constante del despotismo en las repúblicas soviéticas indican, negativamente, que la subversión tampoco está ausente allí; incluso si sólo nos llegan débiles ecos. Hubo que reprimirla tanto más violentamente en la medida en que había que impedir la generalización de un levantamiento. Por otra parte, el movimiento de desestalinización desempeña —teniendo en cuenta las diferencias históricas considerables— un papel similar al de la revuelta nobiliaria de 1825, remplazada por la de revuelta de la intelligentsia y después por el movimiento populista en sentido amplio. Pensamos por esto que hoy en día existe una subversión que va bastante más allá de la oposición democrática del académico Zakharov. Han de tenerse en cuenta, además, ciertas constantes históricas. Es en Francia y en Rusia donde hemos asistido a una generalización de fenómenos revolucionarios de procedencia extranjera; es en estos dos países donde han adquirido su mayor radicalidad. La revolución francesa generalizó la revolución burguesa al continente europeo; la revolución rusa generalizó la revolución doble, al interior de la cual triunfó al final únicamente la revolución capitalista. La revuelta estudiantil no nació en Francia, y es sin embargo aquí donde pudo hacer tambalearse a la sociedad capitalista, que todavía hoy sufre sus consecuencias. En la URSS no puede haber una sacudida revolucionaria mientras no se hayan agotado las consecuencias de la revolución de 1917: la serie de revoluciones anticoloniales. Ahora que la más importante de ellas, la revolución china, ha cerrado un ciclo, se va a ver la apertura en la URSS del nuevo ciclo revolucionario.
Hay un desfase histórico importante entre la revolución francesa y la revolución rusa, así como en lo que se refiere al surgimiento del nuevo ciclo revolucionario. En nuestra época, el despotismo del capital es mucho más poderoso de lo que nunca llegó a ser el del zar y, además, la santa alianza URSS-USA se revela más eficaz que la del siglo pasado entre Inglaterra y Rusia. El fenómeno puede verse retrasado, pero no abolido; podemos prever que en la URSS la dimensión «comunitaria» de la revolución será más nítida que en Occidente, haciéndola progresar a pasos de gigante.
En un período de contrarrevolución total, Bordiga sólo pudo resistir a su efecto disolvente porque tenía una visión de la revolución venidera y sobre todo porque realizaba un desplazamiento del punto de reflexión sobre la lucha: ya no inclinarse únicamente hacia el pasado —simple peso muerto en aquellos períodos— ni hacia el presente dominado por el orden establecido, sino hacia el futuro. Afirmó: «Sólo nosotros podemos instalar nuestra acción sobre el futuro».
Ya en 1952 había escrito: «Se nos da mejor la ciencia del futuro que la del pasado presente» («Explorateurs de l’avenir», en Battaglia Comunista, nº 6).
Mantenerse de esta manera conectado al futuro le permitió percibir el movimiento revolucionario actual (aunque no en sus características propias). A partir de aquella época, la industria del futuro nació y alcanzó una gran amplitud. El capital penetra en este nuevo dominio y comienza a explotarlo, provocando una nueva expropiación de los hombres y reforzando su domesticación. Esta confiscación del futuro distingue el MPC de otros modos de producción. Desde el principio, para el capital, la relación con el pasado y el presente se revela menos importante que la relación con el futuro. En efecto, el único intercambio vivificante para él es el que realiza con la fuerza de trabajo; la plusvalía creada, capital potencial, sólo puede convertirse en capital efectivo intercambiándose por trabajo futuro. Es decir que en el mismo momento en que se genera la plusvalía, ésta sólo tiene realidad si en un futuro, que no puede ser más que hipotético y que no es necesariamente un futuro próximo, hay manifestación de una fuerza de trabajo. Si este futuro no se hace presente (a partir de ahora pasado), asistimos a su abolición: desvalorización por pérdida total de sustancia. Es claro por ello que de entrada el capital debe dominar el futuro, para que haya garantías de cumplimiento del proceso de producción. El sistema de crédito le permite realizar esta conquista. A partir de entonces el capital se ha apropiado del tiempo, el cual modela a su imagen, el tiempo cuantitativo.18 No obstante, a través del intercambio con el trabajo futuro, es la plusvalía presente la que se realiza, se valoriza; con el desarrollo de la industria del futuro encontramos la capitalización del propio futuro. Dicha capitalización reclama una programación del tiempo que se expresa de manera científica en la futurología. A partir de entonces el capital produce el tiempo.19 En lo sucesivo, ¿dónde pueden los hombres situar sus utopías y sus ucronías?
En las épocas anteriores, en que las sociedades dominaban el presente y, en menor medida, el pasado, el movimiento revolucionario tenía para sí el futuro. Las revoluciones burguesas y las revoluciones proletarias debían asegurar el progreso, que sólo era posible por la existencia *de un futuro puesto en valor en relación a un presente y un pasado que abolir. En ambos casos, de forma más o menos acentuada, el pasado era el imperio de las tinieblas, y el futuro, el de las luces. El capital ha conquistado el futuro. Ya no teme a las utopías, incluso tiende a producirlas. El futuro es rentable. Producir un futuro es condicionar a los hombres, a partir de ahora, en función de una determinada producción, es la programación absoluta. El hombre, osamenta del tiempo (Marx), es excluido del tiempo. La dominación del pasado, del presente y del futuro con la exclusión del hombre permite la representación estructural en que todo es combinatoria de relaciones sociales, de fuerzas productivas, de mitemas, etc. Al concluirse, la estructura elimina la historia. Ahora bien, la historia es aquello que han hecho los hombres.
Se concibe a partir de aquí que la revolución comunista debe no sólo plantear otro tiempo sino, sobre todo, unirlo a un nuevo espacio. Ambos serán creados simultáneamente en virtud de una nueva relación entre los seres humanos y la naturaleza: la reconciliación. Ya lo hemos dicho, todo lo que es parcelario es pasto de la contrarrevolución. No es la mera totalidad lo que se debe reivindicar, sino la unión de lo que ha sido separado, mediatizado por el ser futuro: individualidad y Gemeinwesen. Este ser futuro existe ya en cuanto exigencia total y es esta exigencia la que mejor expresa el carácter revolucionario del movimiento de Mayo del 68 y del movimiento de estudiantes de la primavera del 73.
La lucha revolucionaria es lucha contra la dominación que se manifiesta en todos los lugares, en todos los tiempos, así como en los diversos aspectos de la vida. Desde hace cinco años, la contestación invade todos los espacios de la vida del capital. Ahora la revolución puede plantearse su verdadero terreno de lucha, en el que el centro está por todas partes y la superficie en ninguna, tan infinita es su tarea: destruir la domesticación planteando la infinita manifestación del ser humano por venir. No es optimismo lo que nos dice que en cinco años comenzará la revolución efectiva: ¡la destrucción del MPC!