El 14 de mayo del 2020, el gobierno federal publicó en el Diario Oficial de la Federación (DOF) el acuerdo por el que estableció una estrategia para la reapertura de las actividades sociales, educativas y económicas, conocida como “la nueva normalidad”, regida por el semáforo epidemiológico, que se encarga de monitorear el grado de contagio por el Covid -19, que existe en las diferentes regiones del país. En el artículo cuarto del acuerdo, incorpora la actividad minera como parte de los trabajos esenciales que iniciaron labores el primero de junio.
Es claro que para el gobierno federal el extractivismo minero forma parte de las actividades estratégicas para el desarrollo del país, por esta razón el presidente Andrés Manuel López Obrador declaró que mantendrá intocadas las concesiones mineras que son de 50 años, sin que por el momento se otorguen nuevos permisos. Para darle certeza a sus inversiones y proporcionarle seguridad al emporio minero, el ejecutivo federal atendió una de las demandas más sentidas de los empresarios relacionada con la seguridad de sus instalaciones. A finales de octubre se difundió en los medios de comunicación la graduación de la primera generación de la “Policía minera”, que cuenta con 118 agentes del Servicio de Protección Federal (SPF), dirigido por el ex panista Manuel Espino.
Tomando como referencia el reglamento del Servicio de Protección Federal, expedido por Enrique Peña Nieto, el 16 de enero del 2015, el nuevo gobierno federal lo retoma para proporcionarle a las empresas mineras protección por parte del Estado. El artículo tercero de este reglamento dispone que este servicio tiene a su cargo la protección, custodia, vigilancia y seguridad para las dependencias y entidades de la administración pública federal, y también cuando se requiera preservar la seguridad de bienes nacionales, de actividades concesionadas o permisionadas por el Estado. Con este reglamento los empresarios mineros lograron que la Secretaría de la Seguridad Pública forme policías para proteger sus intereses particulares.
Se trata de una policía de élite que protegerá el modelo de la minería a cielo abierto, que devasta el medio ambiente y destruye el hábitat de las comunidades rurales. La alta conflictividad social que protagonizan los dueños de estos territorios desencadenará una mayor confrontación con los cuerpos de seguridad del Estado que ahora se erigen como guardianes del capital.
Con la 4T, las instalaciones mineras pasan a formar parte de las instituciones estratégicas del país, como si se tratara de PEMEX, los aeropuertos o el sistema portuario mexicano. Ahora contaran con elementos que tienen un entrenamiento militar y que portan armamento exclusivo de las fuerzas armadas. Se prioriza la seguridad de las empresas mineras en detrimento de la seguridad de las regiones y comunidades donde se encuentran asentadas las empresas y donde pululan los grupos de la delincuencia organizada.
En lugar de elaborar análisis de riesgo para proteger los territorios ancestrales de los pueblos indígenas contra la arremetida del crimen organizado, la SPF hará estos trabajos para las empresas mineras. Previamente, durante 5 meses varios funcionarios de estos servicios federales realizaron visitas en 10 entidades de la república, para tener un diagnóstico sobre los riesgos que enfrentan estas empresas instaladas en Sonora, Chihuahua, Zacatecas, San Luis Potosí y Guerrero.
La incorporación de otro actor armado del Estado, en regiones marcadas por la pobreza y la violencia colocará a las comunidades rurales contra el paredón. El grave problema de los desplazamientos internos forzados se da en el marco de estas disputas territoriales protagonizadas por grupos de la delincuencia organizada. este fenómeno se ha multiplicado en varias comunidades de la sierra, zona norte y tierra caliente de Guerrero. A pesar de la militarización, las familias quedan a merced de la delincuencia que toma el control de sus comunidades. La percepción de la gente al constatar la inacción del ejército, deduce que protege a un grupo y más bien, encubre sus actividades ilícitas. Para poder transitar en estas regiones necesariamente se tiene que pactar con los grupos que controlan pasos estratégicos. Los diferentes giros económicos son obligados a dar su cuota impuesta por la delincuencia y se ha llegado al extremo de contratar a miembros del crimen organizado para realizar tareas de seguridad. Varios ayuntamientos comparten la seguridad con elementos de la delincuencia. Es un entramado que está anclado en las estructuras del estado, que permite que los poderes facticos de la delincuencia impongan su ley.
La seguridad que han demandado las comunidades y sobre todo su exigencia para desmantelar a las organizaciones criminales, han quedado relegadas y más bien son criminalizadas y perseguidas. Las autoridades focalizan su acción contra los lideres comunitarios y organizaciones de derechos humanos que los acompañan. Desacreditan su trabajo vinculándolos con el grupo contrario de la misma delincuencia. Las intervenciones de las mismas corporaciones policiales no están orientadas a proteger a la población inerme y a respetar el trabajo de las defensoras y defensores de derechos humanos, se obstinan en señalarlos como los responsables de las acciones violentas. Esta situación la han padecido integrantes del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, y un periodista de la revista Proceso, quienes también han tenido que salir del estado para ponerse a salvo. En estas comunidades, donde están ausentes las instituciones del Estado, se ha robustecido el tejido criminal, y el rol que juegan las autoridades municipales es contrario a sus responsabilidades, porque se transforman en comparsas de los jefes que regentean las plazas de sus municipios.
Los análisis de riesgo que el Servicio de Protección Federal brindará a las empresas mineras, para garantizarle una mejor seguridad, es lo que requieren con urgencia estas familias. Sin embargo, para las autoridades no hay recursos financieros ni personal suficiente que realice estos trabajos e implemente acciones orientadas a proteger los derechos de las familias desplazadas. Es lamentable que las autoridades federales no diseñen un plan estratégico de seguridad para las comunidades indígenas y campesinas, centrado en la protección de la vida, la seguridad y el patrimonio de las familias; reactivando sus actividades productivas e implementando programas que fortalezcan el núcleo comunitario. Si se descuida a las comunidades que son las dueñas de estos territorios explotados por las empresas mineras, zanjaremos más la relación que se encuentra debilitada y fracturada con las instituciones del Estado, que le han dado preminencia a la seguridad de las empresas mineras, a costa del resquebrajamiento de la vida comunitaria y de la destrucción de su hábitat.