Comunizar
¿Por qué esta utopía de masas que fue el sueño del siglo veinte hoy nos parece una quimera desmesurada rayana en el totalitarismo y la catástrofe?»
I. De Buck-Morss a Jameson
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Estamos en 1933. ¿Qué tiene que ver una estatua gigantesca de Lenin sobre el Palacio de los Soviets con el enorme King Kong, que aparece luchando en la escena final de su primera película para el gran público? King Kong fue un espectáculo cinematográfico de masas acerca de una bestia capturada, “un rey y un dios en su propio mundo” en conflicto con la civilización urbana industrial. Como destaca Susan Buck-Morss en su extraordinario Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste (La Balsa de la Medusa, 2004), el proyecto del Palacio de los Soviets era un símbolo orgulloso de la arquitectura proletaria basado en una imagen que había circulado mucho a nivel internacional durante los años treinta. King Kong, con David Selznick como productor, se convirtió en el primer clásico del cine de proporciones monstruosas, un “milagro mastodóntico de la industria del cine”. El Palacio de los Soviets era, por su parte, un edificio monstruoso, con un aforo planificado para el salón del gran congreso de 21.000 asientos, y la estatua de Lenin, que, cual Goliat, se describía como un “asalto a los cielos”. ¿Por qué estas dos imágenes estéticamente tan similares se contraponen, sin embargo, para nuestro sentido común actual? ¿Por qué estas fantasmagorías seductoras en el siglo pasado fueron sueños colectivos de masas parecidos que hoy se interpretan como diferentes? La respuesta que brinda Buck-Morss es la cancelación del futuro. El Palacio de los Soviets se ha convertido en un icono de la monumentalidad totalitaria estalinista y King Kong es la forma kitsch de todo un género de películas de ciencia ficción, desde Godzilla a Parque Jurásico. ¿Pero qué hemos olvidado que tenían en común?
Ha arraigado tanto en nuestro inconsciente social la rígida contraposición entre totalitarismo y democracia desde la Guerra Fría que parece inconcebible comprender que hubo un tiempo no muy lejano, el siglo pasado, en el que este antagonismo, reforzado bajo la imagen del Telón de Acero, quedaba eclipsado bajo un horizonte común: el mundo soñado de la modernidad. ¿Por qué esta utopía de masas, que fue el genuino sueño del siglo veinte, hoy nos parece una quimera desmesurada rayana en el totalitarismo y la catástrofe? Ciertamente, el mito de la democracia de masas de la modernidad industrial —la creencia según la cual una intervención técnica en la realidad social es capaz de producir progreso y felicidad material en sociedades de masas— se ha visto erosionado en gran medida por la desintegración del socialismo europeo, por las exigencias neoliberales de la reestructuración capitalista de los setenta, así como por la inevitable ampliación de la conciencia ecológica en las últimas décadas.
Sin embargo, esta no es toda la historia. Aceptar el fracaso y la catástrofe del sueño de la modernidad no significa, escribe Buck-Morss, sino que “estos efectos catastróficos necesitan ser evaluados en nombre de la esperanza democrática y utópica a la que el sueño dio expresión y no como rechazo del mismo”. Es decir, si el balance de las “catástrofes” del siglo pasado arrojó como resultado la impugnación absoluta de toda promesa de futuro fue porque, con ella, toda una interesada maniobra ideológica terminó siendo hegemónica: la contracción del futuro, el ocaso del sueño utópico de masas.
Así pues, si merece la pena regresar a Mundo soñado y catástrofe es porque nos permite entender algo decisivo para cualquier cartografía de la imaginación política en el siglo XXI: seguimos hipotecando nuestro futuro desde un relato histórico hegemónico que, forjado básicamente tras la caída del muro de Berlín, resulta cuando menos muy discutible. A grandes rasgos, podríamos resumir así esta fábula tranquilizadora: tras la caída de los socialismos realmente existentes la libertad derrotó al totalitarismo y la madurez del realismo histórico se terminó imponiendo a esa funesta hybris colectiva en busca de los mundos soñados. Conocemos perfectamente este mantra y su arraigo en nuestro imaginario cultural, pero ¿y si se nos estuviera ocultando en este relato algo importante?
Buck-Morss plantea una pregunta decisiva: ¿en qué medida la caída del mundo soñado socialista también fue la caída del mundo soñado occidental? ¿En qué medida el fin de la Guerra Fría inició un proceso en el que, perdido ese antagonismo productivo entre bloques, se borró el horizonte de la modernidad de masas y su sueño colectivo, pero también diluyó en cinismo una atmósfera crítica orientada al futuro? El experimento histórico del socialismo se encontraba tan profundamente arraigado en la tradición modernizante occidental que su derrota no podía sino poner en tela de juicio la totalidad de la narrativa occidental y, con ello, la desorientación en la izquierda.
Comentando cómo el fin de la Guerra Fría congeló las complicidades críticas y el diálogo en un grupo de pensadores del Este y el Oeste, Buck Morss advierte que el problema no era que todavía estuvieran viviendo en mundos diferentes, sino que, más bien, sus mundos se estaban convirtiendo rápidamente en uno solo, en unos términos que hacía que el pensamiento crítico fuera precario por causas ajenas a la censura política y la diferencia cultural. “Desde luego, cada uno de nosotros sabía que el otro lado no realizaba nuestras esperanzas de forma perfecta, pero la mera existencia de un sistema diferente era prueba suficiente que nos permitía pensar que el sueño es posible —algo ‘normal’ fuera del propio sistema de uno y que permitía describir la lógica interna del sistema como algo absurdo; otra organización social de la existencia humana que permitía pensar que el estado dado de cosas no era ni natural ni inevitable, por lo que la historia todavía podría preverse como un espacio de libertad humana”.
Considerando la posibilidad de que, al celebrar la derrota del sueño totalitario de la URSS, hemos también celebrado ingenuamente la derrota de nuestro sueño de democracia y libertad, el método de Buck-Morss no solo adopta la mirada antihistoricista de Walter Benjamin: impedir que la óptica sea la de los vencedores de la historia; además, pone ante nuestra mirada los dignos fragmentos residuales y sus promesas a contrapelo del relato eufórico de su triunfo. Podríamos considerar que la función política de la utopía consiste precisamente en interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado. Incluso aunque no se acepten los términos de una visión utópica particular, es central para cualquier forma de imaginación política luchar, antes que nada, por la interrupción y ruptura de los futuros falsificados.
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Tiene alto valor simbólico que 1984 fuera el año en el que Fredric Jameson publicara su decisivo artículo “Postmodernism, or The Cultural Logic of Late Capitalism”, más tarde ampliado hasta conformar un libro tremendamente influyente en los debates posteriores. En un momento en el que el mundo se hacía orwelliano, Jameson desvelaba la otra cara de una sociedad agotada de presente, sumida afectivamente en la nostalgia y condenada estéticamente al pastiche. El teórico norteamericano, en un análisis canónico, mostraba toda la sintomatología del final de la historia y auscultaba los signos de una época revisionista y vuelta de espaldas al futuro, que había bloqueado a través de una lógica cultural singular tardocapitalista, la fase posmoderna, la facultad de pensar y actuar en términos históricos. Y lo que era políticamente más peligroso: la capacidad de imaginar alternativas al orden establecido e innovar. “No hay una tarea más urgente —escribía— que analizar y diagnosticar infatigablemente el miedo y la ansiedad ante la Utopía misma”. Sin embargo el crimen nunca es perfecto. Jameson sostiene además que, incluso en las distopías o en las utopías deformadas, hay en juego un cumplimiento desplazado de deseos, es decir, en toda ideología, por funesta que sea, podemos también encontrar una profunda pulsión de comunidad, algo que la sociedad individualista actual echa de menos.
Esto se expresa en la siguiente reflexión: “es más fácil para nosotros hoy en día imaginar el profundo deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el colapso del capitalismo tardío; quizá esto se deba a alguna debilidad en nuestra imaginación”. Que se haya convertido en un lugar común acudir a la famosa cita de Jameson, en su obra Semillas del tiempo, indica también algo interesante sobre los bloqueos de nuestra imaginación política. Hay algo extraño en la idea de utopía: por mucho que aspire a un mundo otro, su carácter alternativo siempre habla de alguna forma de este mundo. Terry Eagleton lo comenta con sorna. Pensemos en los abundantes relatos de abducciones alienígenas. Lo que hace que esas historias resulten tan sospechosas, comenta, no es el carácter exótico de los extraterrestres, sino justamente lo contrario: son alienígenas ridículamente familiares. “Aparte de uno o dos miembros de más, la ausencia de orejas, un olor desagradable o algunos centímetros de altura añadida o sustraída, se parecen bastante a Bill Gates o a Tony Blair. Su habla y sus cuerpos son grotescamente diferentes a los nuestros, excepto por el hecho de que tienen cuerpos y de que pueden hablar. Vuelan en naves que pueden atravesar agujeros negros pero que inexplicablemente pierden el control en el desierto de Nevada”. De ahí la importancia de la ciencia-ficción o de las distopías: hablan de nuestras ansiedades más profundas. En un blockbuster de Hollywood podemos ver perfectamente a Tom Cruise luchando contra una terrible invasión extraterrestre. No importa, si atendemos al argumento veremos que es la excusa perfecta para que el protagonista pueda resolver sus problemas familiares.
Si es más fácil imaginar, ciertamente, escenas apocalípticas para la Tierra que la transformación política más modesta del capitalismo, esto debe decir algo profundo de las proyecciones de nuestra sociedad. En cierto modo, también ocurre con el pasado. Como dice también Eagleton, hay quien se lo imagina como Los Picapiedra, donde “el pasado más remoto es la vida residencial americana más dinosaurios”.
II. De Jameson a Fisher
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Posiblemente, haya sido Mark Fisher quien mejor ha reflexionado en los últimos tiempos sobre el significado del “realismo capitalista” para bloquear la imaginación como tema político. Parafraseando a Jameson, el interés de la obra de Fisher estriba, más allá de modas coyunturales, en un modo de revelar las causas de por qué hoy nos es más difícil imaginar toda mediación cultural o tentativa hegemónica de futuro que cualquier repetición indefinida de nuestro presente.
Aunque su impactante suicidio en 2017 pueda mostrarle de forma morbosamente sensacionalista como una suerte de “Kurt Cobain” o “Ian Curtis de los estudios culturales” —ese aura de sismólogo trágico que acompaña también a Walter Benjamin—, ese cliché de hombre sensible eclipsa una reflexión más interesante sobre los límites y urgencias de una tarea pedagógica a la altura de nuestros tiempos. Su amiga Nina Power definió su misión en los términos de una confrontación incesante con “la violencia de una positividad que no priva, sino que satura; no excluye sino que agota”. No le faltaba razón: perteneciente a una generación posterior de la New Left, Fisher podía sentir cómo el experimento social del thatcherismo estaba también contrayendo lentamente toda expectativa de imaginación política y, con ello, la tarea de transmisión cultural respecto a sus alumnos. De ahí su identificación con “Bifo” Berardi y su diagnóstico acerca de la “lenta cancelación del futuro”. Aunque la tentación inmediata aquí es enmarcar este diagnóstico pesimista dentro de una narrativa cansina y familiar boomer —“lo viejo afirma que todo pasado fue mejor y no puede aceptar lo nuevo”—, Fisher sostiene que es justo esta imagen, “la suposición de que los jóvenes están automáticamente a la vanguardia del cambio cultural”, la que está empezando a ser anticuada. ¿Cómo escribir, pues, en un mundo donde se ha atascado la tensión dialéctica entre lo nuevo y lo viejo?
Se puede entender el “realismo capitalista” como “estructura de sentimiento”, cabría decir evocando la conocida categoría acuñada por Raymond Williams ante el telón de fondo de la disolución del “espíritu del 45” en la sociedad británica. Si bien la renovada continuidad de la crítica cultural fisheriana con la herencia del intelectual orgánico, modelado en la New Left, se muestra en el análisis de esta “estructura de sentimiento” del realismo capitalista, hay diferencias con la explícita refracción gramsciana de las generaciones anteriores (E. P. Thompson, Raymond Williams, Stuart Hall). En Fisher el plano histórico que necesita cualquier tarea pedagógica previa con intención política ha quedado bloqueado desde los setenta en la nueva lógica cultural tardocapitalista. Hay aquí, por tanto, una orientación psicoanalítica en el análisis de esta condición afectiva: a diferencia de las generaciones anteriores, la cultura contemporánea vive en la secuela de un trauma que no puede recordar, provocado por la lenta erosión de la ecología cultural que facilitó el momento socialdemócrata, una fase histórica, el “modernismo popular”, que no es evocada nostálgicamente tanto en sí misma por Fisher como en sus promesas incumplidas. Este trauma, al no poder ser recordado por la fragmentación de la experiencia de la realidad posmoderna, no puede tampoco ser objeto de duelo (ya que somos incapaces de reconocer que haya una promesa que hayamos perdido). Oprimida por un descontento vago e impreciso que no alcanzamos a reconocer y que negamos compulsivamente, la expresión cultural en el realismo capitalista se encuentra temporalmente bloqueada y sumida en un estado de tristeza crónica, una tristeza enmascarada que Fisher distingue, por ejemplo, en la euforia vacía de la mayor parte de la música pop actual.
Puede entenderse la obra crítica de Fisher acerca del “realismo capitalista” y su sugerente apuesta por un “modernismo popular” desde esta clave: el neoliberalismo también ha generado ideológicamente una restauración conservadora en lo cultural que, bajo la bandera de una agresiva libertad antiautoritaria, ha terminado desertizando las mediaciones que en otro tiempo permitían desclasamientos fructíferos entre las clases trabajadoras y capitales culturales en principio ajenos. Como sostiene rotundamente Fisher, vale recorder la peculiar lógica que exitosamente ha impuesto el neoliberalismo desde aproximadamente la década de los setenta: “Tratar a las personas como si fueran inteligentes, se nos ha hecho creer, es ‘elitista’, mientras que tratarlas como si fueran estúpidas es ‘democrático’. No hace falta decir que el ataque al elitismo cultural ha sido la contracara de una agresiva restauración de la élite material”.
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No es casualidad que en este contexto de realismo depresivo Mark Fisher, como ya lo hiciera Walter Benjamin en el análisis de lo sueños de masas, explore para un pensamiento pedagógico de izquierda algunas ideas de Nietzsche, particularmente su peculiar aportación a la crítica contemporánea bajo la figura del “médico de la cultura”. En su extraordinaria “segunda intempestiva”, titulada Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida, el a la sazón aún filólogo alemán, con la vista puesta en Goethe, muestra una sugerente aproximación a un pensamiento de la práctica diferente del marxismo clásico, que resuena hoy a la vista de un asfixiante ecosistema mediático donde la reproducción del sistema se lubrica mediante los sueños baratos de un reality show incesante.
Las evocaciones de Fisher al aspecto “educativo” de los artistas pop y rock en décadas anteriores, buscan explorar una música política que no solo se contenta con la comunicación de un mensaje textual, sino que libra una lucha en el sistema nervioso por los propios medios de percepción. Que el oyente hoy nunca pueda ser sorprendido, invadido por lo inesperado o “abducido”, es para Fisher un signo de un ecosistema cultural sintomáticamente asfixiante. Si ese ”museo histórico” de datos, estilos de vida y gestos que era para Nietzsche síntoma del fracaso pedagógico del historicismo y su cinismo, ha llegado hoy a la fase del “realismo capitalista” diagnosticado por Fisher, es porque la lógica capitalista de la mercantilización en valor de cambio no ha hecho sino intensificarse abrumando y des-erotizando al receptor cultural. Esta búsqueda del placer inmediato como una “obligación que nunca afloja” es, para él, la fórmula de un hedonismo que no puede ya entenderse más que como trabajo.
En el mundo actual, y en nuestra praxis educativa como militantes del cambio, no nos es tan urgente, por tanto, una información “apegada a los hechos”, o un uso autónomo de la denuncia crítica, como una “ecología mediática” que nos permita neutralizar fuentes tóxicas que fomentan nuestra pasividad reactiva o impiden, en su aceleración comunicativa, cualquier deliberación democrática o metabolismo productivo por parte del receptor. Entender, por tanto, que los recursos comunicativos también deben ser “culturalmente sostenibles” para las condiciones de una vida política no desequilibrada. Resulta muy sugerente aquí leer las advertencias de Fisher contra las agrias polémicas y psicodramas de izquierda que tienen lugar en las redes sociales —lo que denomina “el castillo del vampiro”—, como una recuperación de la problemática nietzscheana del resentimiento en contextos de aceleración digital e intoxicación de climas de confianza.
La existencia digital, donde la distancia desaparece a favor de la simultaneidad, ha disuelto los filtros y mediaciones que antiguamente permitían dosificar las interpelaciones de la realidad y, por tanto, mantener una interacción equilibrada entre el individuo y el entorno. “El círculo de los sentidos, ampliado artificialmente a través de la prótesis mediática, se ha desligado por completo del círculo de la acción. Ya no somos capaces de traducir el estímulo en acción y darle salida a través de ella”, escribe el filósofo Rüdiger Safranski evocando a Goethe y Nietzsche. “Se olvida a veces que no solo nuestro cuerpo requiere una protección inmunológica, sino también nuestro espíritu. No podemos permitir que todo entre en nosotros; ha de entrar solo en la medida en que podamos apropiarnos de ello”.
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El problema del realismo capitalista para una política cultural emancipatoria es que, por otro lado, refuerza en las clases subalternas lo que Fisher, siguiendo a Jameson, denomina una “impotencia reflexiva”, su reconocimiento cultural de inferioridad. Lo que quiere decir es que el reconocimiento en las clases populares de la desigualdad de su situación choca además con la aceptacion de sus limitaciones culturales respecto a las clases dominantes. Es la fuerza de esta resignación —“esto no puede ser para mí”, “no estoy hecho para eso”— lo que hace de esta impotencia una profecía autocumplida.
Este “realismo”, que no es sino un fatalismo resignado, refuerza justamente el plano estructural de la dominación de clase. Este punto es importante para advertir cómo una comprensión “realista” de la cultura vista solo como el velo imaginario de la desigualdad material, y no también como oportunidad de desclasamiento, reproduce lo que busca cuestionar. De ahí la importancia emancipatoria de la experiencia cultural, en un mundo donde todo invita a no salir de las casillas sociales de partida. Porque Fisher es consciente, por decirlo en terminología de Bourdieu, de la extraordinaria fuerza del habitus y su fuerza de gravedad con respecto a posibles desclasamientos; entiende también la fuerza política de la promesa cultural para generar imaginación política. Es muy interesante reparar en esto, a tenor de la fuerte predisposición al naturalismo de la política cultural de izquierda y la “jerga antiposmoderna, así como, en ocasiones, su tramposa demanda de claridad en todo momento y ante todo público, como si el lenguaje político tuviera que ser un tutorial o el prospecto de un medicamento”.
Esto es lo que llama Fisher “popismo”: esa figura cultural en la que encontramos, en realidad, un desprecio condescendiente y paternalista del “pueblo” desde arriba que, a veces, termina comprándose también desde abajo. “Hay —escribe Fisher en Fantasmas de mi vida—, una dimensión de clase muy definida en mi rechazo al popismo”. El popismo, en el fondo, no es sino una astuta reelaboración de los complejos de la clase dominante. Es como “una señora de alta sociedad que se permite disfrutar de placeres prohibidos: ‘Debería gustarnos la música clásica, ¡pero a nosotros nos encanta el pop!’”. Pero para aquellos que, como Fisher, no fueron criados en la alta cultura, las cosas son muy diferentes: “el llamado del popismo a mostrarse siempre entusiastas frente a la cultura de masas es bastante similar a que te digan (tus superiores de clase, por supuesto) que te contentes con tu lote”.
La importancia para Fisher del “modernismo popular” y de fenómenos musicales como el pospunk radican, en cambio, en que dieron acceso a aspectos de la alta cultura en un espacio que deslegitimaba la exclusividad y el privilegio de la alta cultura: “El espacio utópico que abrieron era uno en el cual la ambición no tenía por qué terminar en asimilación, donde la cultura de masas podía tener toda la sofisticación e inteligencia de la alta cultura: un espacio que apuntaba a acabar con la presente estructura de clase, no a invertirla”.
Germán Cano
Profesor de filosofía de la UCM. Publicación de El rumor de las multitudes, febrero de 2021.