Un cuerpo planteado en la vía pública, una lectura en voz alta, un deambular por la ciudad, o una pequeña impresión de un cartel, son todas expresiones de una misma cosa: un gesto. El gesto, a diferencia de un discurso político, no busca efectuar una acción, puesto que simplemente aparece en la escena, sigue el ritmo del cuerpo, e irrumpe en la secuencia del tiempo.
Cuando nos preguntamos por qué el poder del Estado cubano persigue a las jóvenes artistas con tanta insistencia, nos parece que es justamente porque saben que un gesto es más fuerte que los principios y los discursos políticos que sostienen una realidad defectuosa. Ya lo ha dicho con nitidez la artista Celia González: “la generación de nuestros padres se derrumba”.
¿Qué significa que el mundo de la autoridad se encuentre en ruinas?
En primer lugar, que la legitimidad de ese ordenamiento institucional ahora carece de respuestas adecuadas para atender los anhelos de una juventud que busca defender una simbolización igualitaria. Como sabemos, un gesto carece de jerarquías, y, por lo tanto, tampoco es divisa exclusiva del “artista”. Al contrario, el gesto es la apertura del deseo de una existencia común por la cual los cuerpos se juntan con otros para escapar el amedrentamiento. El gesto es el punto de partida para transfigurar la realidad. Y, por lo tanto, es deseo de estar y perdurar en libertad.
No es contradictorio que el gesto de las jóvenes artistas del 27N tenga una pulsión central en el deseo femenino. Cuando decimos “deseo femenino” no estamos apuntando a una postura meramente subjetiva —reducida a la diferencia sexual en términos estrictamente biológicos y dicotómicos con respecto al mundo masculino—, sino que remite a la postura excéntrica de lo femenino en la simbolización de la realidad. Por eso, el deseo femenino expresa un “no-todo” que deshace las mediaciones (políticas, sociales, y culturales) que buscan someterlo a parámetros normativos. El deseo femenino marca su diferencia ante la subsunción de un poder que se intensifica tras la orfandad de su propia autoridad.
La fuerza del deseo femenino excede el contenido de sus discursos, ya que su protagonismo fragmenta la aspiración del Estado. Ya sea en la lectura de poesía de la joven curadora Carolina Barrero o cuando Camila Lobón insiste en la separación entre Estado y sociedad, el deseo tiene la fuerza capaz de desficcionalizar al Estado total. Así, la esencia del gesto genera un saber que habita en un umbral por el cual se regeneran formas de crear, imaginar, y estar juntos. Por eso el deseo tiene lugar cuando la voz separa vida y realidad, abriendo otras posibilidades desde el cuerpo.
Ciertamente, la separación del deseo femenino supone siempre en cada caso una enorme soledad. Solo basta recordar la transgresión de Antígona en la polis. Y debemos defender la soledad de la transgresión. Esta soledad no se refugia en las compensaciones psíquicas de la melancolía ni en un pathos donado al resentimiento. Al contrario, la soledad del deseo abre nuevos encuentros que renuevan una comunidad de amigos desde una lengua que es ajena a pasiones reactivas como el odio, la ira, o la culpa.
Todo esto puede explicar por qué el poder estatal intenta una y otra vez intervenir en el espacio de lo clandestino; a tal punto de que la joven historiadora de arte Carolina Barrero ha sido arrestada bajo la oscura figura legal del artículo 210 de la Constitución cubana, que proscribe la “clandestinidad de impresos” (el objeto del caso han sido unas inofensivas tarjetas impresas con la figura de José Martí). Pero, ¿no es lo esencial de una vida siempre aquello que acontece en la clandestinidad, esa región inapropiable por los poderes económicos o políticos?
La guerra en curso contra las jóvenes artistas es también un intento de sitiar el espacio impolítico de la vida —que en la tradición se ha conocido como el oikos— para traducir a la vida en presa de cacería sin tregua (Chamayou).
Lo sabemos: la clandestinidad es siempre la ex lex de la vida, porque allí nos damos cita con las complicidades, los rumores, las luces de los cuerpos, y el raro acontecimiento de la poesía. Como señalara en su momento Dionys Mascolo, en el espacio de la clandestinidad nos entregamos al amor como seres exiliados que experimentan una relación sin privación. En otras palabras, en la clandestinidad disolvemos el reino del “yo” y sus fantasías del mandato. El deseo de esta juventud cuida la clandestinidad que le es propia a cada vida.
De los malabaristas de las calles de Panguipulli a las jóvenes artistas de La Habana, asistimos hoy a la misma eficacia del poder: el dispositivo policial contra una insurrección corporal que enarbola una salida del terror. Si la eficacia del poder acosa incesantemente a estos cuerpos, es porque sospecha que, en el sol negro de la clandestinidad, comienzan a derrumbarse las ficciones de su mando.