Chaplin es una amenaza para las instituciones” Senador Richard Nixon. Una escena de ‘Tiempos Modernos’ resulta provocadora y sobresale del resto: Charlot busca empleo, camina la calle y observa como algo cae de un camión. Se trata de una bandera roja de peligro, que ingenuamente agita en mitad de la calle para llamar la atención del camionero despistado. La secuencia es perfecta: en cuestión de segundos, mientras avanza agitando la bandera, una multitud de obreros se encolumna detrás, y marcha. Sorprendido, Charlot, descubre que acaba de transformarse en agitador político, en la chispa que enciende la rebelión.
Lejos de la mirada ingenua de su personaje, Charles Chaplin desnuda, en apenas unos segundos, la otra cara del sistema opresor. Y lo hace del único modo que conoce: por medio de la comedia y con Charlot como un espejo reflejo de su tiempo. Por eso Hollywood mira con recelo a aquel pequeño actor de simpático bigotito y boicotea algunas de sus películas. Por eso Estados Unidos nunca termina de tragarse su discurso humanista y se preocupa por hostigarlo. Porque Chaplin los desnuda, los deja a la intemperie y los humilla, se ríe de ellos y los ridiculiza, mostrándolos tan absurdos y miserables como son.
“Pueden decir que detesto las películas sonoras. Arruinan el arte más viejo del mundo: el arte de la pantomima. Aniquilan la gran belleza del silencio”. La sentencia de Chaplin expresa la dificultad que le impuso el cambio a su trabajo creativo, y su decisión de resistir a la modernidad con la tozudez de su rebeldía. Con el nuevo cine sonoro, la sensibilidad de los cuerpos quedaba atrás, ahora la estructura narrativa se asentaba sobre la potencia de la palabra. Chaplin lo sabía: Charlot no tendría lugar en ese mundo hostil y por ello, con la genialidad de ‘Tiempos modernos’, le tenía reservada la genial despedida.
Nunca antes en la historia del cine un pobre había sido protagonista de una película. Y mucho menos un vagabundo, un marginado con el dilema del empleo siempre presente. La constante preocupación por garantizar su subsistencia digna empuja al protagonista a buscar trabajo. Charlot es un trabajador desocupado que pelea cada día por derrotar el hambre. Sin embargo, no idealiza nunca la pobreza, la muestra lo más crudamente posible, terrible y desgarradora. “No conozco a un pobre que añore la pobreza o que halle libertad en ella”, aclaró una vez. Después, cuando Charlot consigue empleo, no puede con su genio y siembra el desconcierto y subvierte el orden, escenario ideal para el despliegue de un arsenal de torpezas a través del gag, la acción física y la sorpresa.
No hay en el personaje rasgos del héroe clásico, por el contrario, su principal preocupación es gambetear los conflictos y engañar el hambre con el único recurso de su habilidad. Ese carácter rebelde, que lejos de amedrentarse ante la autoridad, la emprende a patadas en el culo, mordiendo narices o pinchando con alfileres a sus adversarios de turno, escandaliza al espectador burgués, que rechaza -al menos en sus primeras películas- su actitud reñida con la moral y las buenas costumbres. Por eso su impronta perturbadora: porque Chaplin no es uno de ellos, porque desnuda a los dueños de casi todas las cosas, y los deja en ridículo, los expone frente a los auditorios populares que pierden el respeto con la carcajada, que comprenden lo artificioso de la distancia que impone el dinero, que toman pequeña revancha burlándose de aquellos que los explotan y los excluyen diariamente. Por eso el cine de Chaplin es una amenaza, por ese destello subversivo que se vuelve contagioso, porque exhibe en carne viva al capitalismo, injusto y desigual.
“Al público le gusta ver humillado al poderoso -sintetiza Chaplin-. Si coloco una cáscara de banana en el suelo y la pisa una empleada doméstica, el público se sentiría indignado porque la desafortunada les daría lástima. Pero si el que se resbala y cae es un corpulento millonario, la platea estallará en toda clase de carcajadas por el placer que siente al ver ridiculizada la vanidad humana”.
Una personalidad libertaria en el contexto de una sociedad represiva. De allí sus repetidos problemas con la ley encarnada en su gran antagonista: el policía. Porque para el buscavidas que vive en las calles y pelea todos los días por mitigar el hambre, no hay presencia más temida que la del esbirro uniformado.
Estrenada en febrero de 1936, ‘Tiempos modernos’ es, una vez más, el registro del mundo contemporáneo a los ojos de Chaplin, y no existe un documento cultural más potente de los años que siguieron a la Gran Depresión de 1929 que aquella película. La alienación del trabajador industrial que produce en serie, el hombre como un engranaje de la maquinaria fordista, la desesperación de perder el empleo y quedar al margen del sistema, la pelea por la subsistencia en las calles, las huelgas obreras y la salvaje represión policial, emergen en el filme con la misma fuerza que la risa ante las hábiles estratagemas del Charlot proletario, para sobrellevar el penoso escenario.
Víctima de un sistema que no termina de entender ni cuestionar, que entra en crisis debido, justamente a la superproducción que él ayuda a crear, es impelido a recorrer los caminos; como en realidad recorrieron millones de estadounidenses desocupados durante aquellos años. Nunca antes Charlot había asumido un papel simbólico de tan alta significación. En su figura se condensa simultáneamente la marea humana productora de bienes y la masa de los desposeídos.
“¿Es usted comunista?” fue la pregunta, multiplicada por mil, que escuchó Charles Chaplin a lo largo de toda su vida. La respuesta fue casi siempre la misma: “No lo soy, pero no tengo nada contra los comunistas”. Lo que cambió a lo largo de los años, en todo caso, fue la voz de quién lo interrogaba. Durante los años de la ‘caza de brujas’, fue la voz del senador Joseph McCarthy, presidente de la Comisión de Actividades Antinorteamericanas la que replicaba enfermizamente en busca del mínimo indicio que le permitiera liquidar para siempre la carrera del irreverente comediante. Fueron los tiempos en que Hollywood se llenó de ‘listas negras’, y el apellido Chaplin aparecía en cada una de ellas. Tiempos en que actores, directores y productores de renombre, como Gary Cooper, Elia Kazán o Walt Disney, construyeron para siempre su fama de soplones al ser considerados por el FBI como ‘testigos amistosos’ por delatar a colegas sospechosos de simpatizar con esas ideas que amenazaban con destruir el sistema americano. Tiempos en que, el entonces senador, Richard Nixon sentenciaba: “Chaplin es una amenaza para las instituciones”.
Esta aversión que despertó en los sectores dominantes de la sociedad estadounidense tiene sus raíces en la contemporaneidad de sus temas, en su aguda visión de las relaciones sociales, en su humanismo sin claudicaciones y en la férrea defensa de su dignidad. Porque si fue un eximio actor, un mimo incomparable, un músico inspirado, un talentoso director, nada de eso tiene importancia aisladamente, frente a la verdadera dimensión de su arte, caracterizado por plantear con descarnada lucidez las contradicciones de su tiempo.
Chaplin llegó al cine para cambiarlo todo. A través de la comedia y de la risa, desnudó las miserias del capitalismo. Cierta moral, ciertas costumbres, son satirizadas y demolidas, mientras pone en primer plano las desventuras y anhelos de pobres y trabajadores. Charlot, un personaje entrañable y popular, es uno de ellos. Se burla de los poderosos y paga el precio de crear y transgredir en un país que lo hostigó como una amenaza para el ‘American way of life’.
“No he comenzado todavía ninguna revolución, ni estoy planeando comenzarla”, comentó irónico Chaplin, atajándose ante sus censores en plena persecución política.
El dramaturgo Darío Fo señaló que una vez escuchó a una anciana calabresa sintetizar en pocas palabras la fascinación del pueblo por el cine de Chaplin: “Charlot era una persona capaz de hacernos llorar por cosas de las que normalmente nos reímos, y de hacernos reír con cosas que todos los días nos hacen llorar. Era uno que hablaba de nosotros, porque era uno de nosotros”. Su silenciosa revolución había comenzado, y ellos lo sabían.