Paradoja de las utopías
Raúl Prada Alcoreza
Las utopías del siglo XIX ya se dieron de la única manera que puede realizarse la utopía; cuando se materializa lo hace como resultado de la correlación de fuerzas concurrentes. Por eso, al adquirir su realización concreta, se singulariza en composiciones combinadas y compuestas. El resultado no es el esperado, pues su efectuación no es abstracta, al ser concreta, resulta un más acá de la utopía, que, más bien es decepcionante.
El siglo XIX es antecedido, atravesado, en parte, y cruzado por el siglo de las luces, el de la ilustración, que comienza a mediados del siglo XVIII y se extiende hasta un primer periodo del siglo XIX, siglo que se convierte en la temporalidad de la revolución industrial y de la emergencia y concurrencia de los imperialismos europeos. Esta modernidad, de la revolución industrial, se afinca y emerge de la larga modernidad barroca, que comienza en el siglo XVI y se extiende hasta el siglo XVII, siendo el siglo XVIII de transición y desplazamiento de la modernidad barroca por la modernidad industrial. La modernidad barroca tiene su hegemonía geográfica en el sur del orbe terráqueo, en tanto que la modernidad de la revolución industrial tiene su hegemonía geográfica en el norte. La mundialización del sistema mundo capitalista se ha dado, primero de una manera barroca, después de una manera homogénea.
La paradoja de la concreción de la utopía es que se realiza contradictoriamente. Perdiendo el encanto de la promesa utópica. Por eso las revoluciones entusiasman al principio, cuando se las hace, como creación de la rebelión de las multitudes, empero, desencantan cuando se institucionalizan. Como dijimos varias veces, las revoluciones cambian el mundo, pero se hunden en sus contradicciones; después de destruir el Estado lo vuelven restaurar para cumplir con la “defensa de la revolución”, creyendo que esta defensa radica en la violencia, la dictadura y la represión. Usan las misma armas que los amos, patrones, castas y burguesías dominantes, que derrumbaron. Al hacerlo no reparan, no solamente que hacen lo mismo que los enemigos de la revolución, sino que se convierten en los nuevos amos, en la nueva casta dominante.
La utopía socialista, al realizarse, se concretó en el socialismo real, que no era otra cosa que el capitalismo de la escasez, la inquisición moderna, institucionalizada en la religión burocrática de la nomenclatura del partido único, compuesto de los sacerdotes del dogma de las leyes de la historia, la nueva providencia de los intelectuales “materialistas”. De la misma manera, lo mismo aconteció con la utopía indigenista; al realizarse, se concretiza como la continuidad de la colonialidad por otras vías, la del despotismo de la convocatoria del mito, la del caudillo “indígena”, que no es otra cosa que la máscara indígena del modelo colonial extractivista del capitalismo dependiente. La revolución indigenista sueña con los símbolos anacrónicos de una modernidad ya transcurrida, que demostró fehacientemente sus limitaciones y mediocridades, a pesar de la racionalidad instrumental. También, a su modo, igual que los caudillos nacional populares, sueñan con la industrialización, cuando ya la crisis ecológica evidenció su obsolescencia destructiva.
A diferencia del indigenismo, una versión nativa de la colonialidad, aunque con otro discurso, otros ropajes y otros ritos y ceremonialidades, el indianismo, expresión radical de la guerra anticolonial y anticapitalista, se propone la clausura del horizonte moderno y la apertura a otros horizontes civilizatorios, proyectando reinsertar la sociedad humana a los ciclos vitales planetarios. La convivencia con las otras sociedades orgánicas, en integración dinámica y ecológica. La anticolonialidad y el anticapitalismo se sustentan en la actualización de los saberes colectivos y culturales, liberándose de sus camisas de fuerza ideológicos y de los fetichismos de la demagogia folclórica, así como de los fetichismos de la racionalidad instrumental. Lo que implica liberar a la ciencia y a la tecnología de las ataduras que le impone el capitalismo, convirtiéndolas en meros instrumentos de la acumulación de capital, es decir, de la destrucción de la vida y del planeta. También implica liberar a la creatividad de los saberes de las instituciones académicas, por ejemplo, las universidades. Las dinámicas de los saberes se abren a la gestión multidisciplinaria y pluriversa.