Hace casi un año estamos conviviendo, en Brasil, con la COVID-19, una enfermedad causada por el coronavirus que recibió el nombre SARS-CoV-2. Hablamos de una enfermedad que ha matado más de 2 millones de personas alrededor del mundo y que hasta el momento tiene más de 96 millones de casos confirmados, de acuerdo a la página web de la Organización Panamericana de la Salud. En Brasil, son más de 215 mil muertes y más de 8 millones de personas infectadas. Todas las personas saben que estamos haciendo muy pocos exámenes – a pesar de la orientación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de “testar, testar, testar” – lo que puede aumentar, y mucho, el número de casos y muertes por COVID-19. A esto se suma la absoluta incompetencia y negligencia del gobierno federal brasileño en cuidar, con algún grado de responsabilidad, la vida de las personas en el contexto de la mayor crisis sanitaria que vivimos, una emergencia mundial de salud pública, decretada por la OMS en marzo de 2020 y que ha demandado de la gestión pública y de nosotros mismos estrategias y estructura para definir prioridades y revisar los caminos posibles en el contexto de esta guerra biológica que vivimos.
Estamos aún aprendiendo mucho sobre esta enfermedad que nos asusta, que entró a nuestras vidas robándonos cierta tranquilidad y tirándonos lo más precioso que conservamos: vidas. Vidas de amigas, de familiares en general, de compañeros de trabajo, personas conocidas, cercanas y distantes. Vidas. Poco se habla, pero tenemos que convivir con las secuelas transitorias y permanentes que se han instalado en las vidas de las personas que han sido asoladas por esta enfermedad, que es mucho más que una simple “gripita”. Poco hablamos de las secuelas que ya teníamos y que se han instalado en nuestras vidas por la simple existencia de la pandemia.
En menos de un año apostamos y descartamos tratamientos con medicaciones cuya eficacia no fue comprobada, en términos científicos. En menos de un año vimos dos instituciones públicas brasileñas ganando mayor notoriedad de la que tenían, pero principalmente, ganando espacio de respeto en las conversaciones, en las mesas y casas de las familias, entre los profesionales de salud por su importante papel en el enfrentamiento de la pandemia por COVID-19. Vemos, por ejemplo, al Instituto Butantan, una institución pública, considerado uno de los principales centros científicos del mundo, vinculado a la Secretaria de Salud del estado de São Paulo y con notable trabajo en salud pública, siendo el principal productor de inmunobiológicos de Brasil, responsable por un gran porcentaje de la producción de insumos que componen las vacunas utilizadas en el Programa Nacional de Inmunizaciones, el PNI, del Ministerio de la Salud.
Durante ese mismo tiempo, vemos a la Fiocruz, una institución pública, vinculada al Ministerio de la Salud, que comienza su historia en 1900, pasando por el enfrentamiento a la peste bubónica y la fiebre amarilla, por reformas sanitarias y dictaduras militares, además de participar en la preparación de la vacuna BCG que nos protege contra las formas más graves de tuberculosis y meningitis tuberculosa. En menos de un año tenemos algunas vacunas contra la COVID-19, que nos traen esperanza, aunque las investigaciones hayan ocurrido en tiempos muy inferiores a los deseados. Sin embargo, vimos a las instituciones públicas, en otros momentos tan desvalorizadas, involucradas en el proceso de producción de las vacunas, a pesar de toda la injerencia que presenciamos por parte de la gestión del gobierno Bolsonaro.
Estamos aprendiendo mucho. Mucho más de lo que llevaríamos para aprender si tuviésemos más tiempo. Estamos aprendiendo que el tiempo lo cura casi todo, o nos enseña a convivir con dolores y situaciones que no podemos cambiar. Pero el tiempo también nos ha demostrado mucho más que a convivir con dolores y sufrimientos, y también a valorar más las vidas que tenemos, las alegrías y realizaciones. Estamos teniendo la oportunidad de entender que vivimos en tiempos difíciles, tiempos muy muy difíciles, tiempos casi insoportables, mas, particularmente para las personas negras, no son momentos de nuevas dificultades, son los mismos tiempos. Estamos aprendiendo a conocer y valorar el más grande sistema de salud pública, de acceso universal y gratuito del mundo. Uno de los instrumentos más importantes para la reducción de las desigualdades en Brasil, que ha venido desempeñando un papel fundamental en el combate a la pandemia en Brasil.
Estamos aprendiendo a valorar al SUS, que tiene origen en la organización social y popular, con el objetivo de democratizar el acceso a la salud para todas las personas en el territorio nacional, donde quiera que estén. Estamos viendo al SUS suceder desde siempre y aún más en este momento, a pesar del desfinanciamiento y de la constante y creciente chatarrización desde el inicio.
Estamos reconociendo el concepto de salud – pensado y que da sustento a la existencia del SUS – para todas las personas como resultado, sobretodo, de las formas como la sociedad se organiza y produce sus desigualdades (Brasil, 1987). Por lo tanto, cuando hablamos de salud y hablamos de las desigualdades producidas socialmente, hablamos de los lugares en que nos encontramos la mayoría de veces. Y estamos en las filas del SUS. En el año de 2020, en que el SUS completó 30 años de existencia, tuvo su madurez testada y dio y está dando respuestas sorprendentes a las demandas de la COVID-19 y las demás demandas que permanecen existiendo, incluso en el contexto de la pandemia.
En el contexto de la pandemia, nosotras, las personas negras
El contexto de la pandemia de COVID-19 ha sido un gran desafío para nuestra existencia y sobrevivencia, y ha exigido reestructuración. Sin embargo, ni de lejos la pandemia nos permitió enfocarnos en los cambios que la nueva enfermedad que nos afecta demanda. La Sars-Cov 2 llega a nosotros como un instrumento más de promoción del genocidio del pueblo negro, dada la precariedad ya vivida en el territorio brasileño como resultado del odio anti-negro que se nos ha impuesto a lo largo del tiempo en lugares de no-acceso. La brutalidad policial y el odio que se ha impulsado contra nosotras desde que fuimos retiradas del continente africano se renuevan y se reafirman como elementos que componen una continuación de secuelas.
En menos de un año vivimos un festival de horrores más, como el asesinato de George Floyd el 25 de mayo de 2020; un hombre negro, sofocado por un policía blanco en Minneapolis (Estados Unidos), frente a las cámaras, con imágenes indescriptibles que se extendieron por todo el mundo, resultando en inúmeras movilizaciones, manifestaciones, acciones en las calles del mundo, sobre todo en los Estados Unidos.
Aquí en Brasil, entre otras muertes brutales, la ejecución de Floyd de antecedida por la muerte del joven João Pedo, de 14 años, asesinado en una operación de la policía de Río de Janeiro, cuyo cuerpo estuvo desaparecido por 17 horas, colocando a la familia en un estado de sufrimiento inenarrable e inconmensurable. Nos sufocamos con la muerte del niño Miguel Otávio, de cinco años de edad, al ser abandonado en un ascensor en la ciudad de Recife (Pernambuco) y tener su vida negligenciada y su humanidad negada por la patrona blanca de su madre el día 2 de junio de 2020. Sufrimos junto a los familiares y amigos la muerte del pequeño Micael, de 11 años de edad, que cayó en la mira de la Policía Militar (PM) del estado de Bahía durante una operación en el barrio Nordeste de Amaralina, en la meca negra de Brasil, Salvador, el día 14 de junio de 2020. En ese mismo barrio también el niño Joel de 10 años fue asesinado por la PM mientras se preparaba para dormir el día 21 de noviembre de 2010, y en el mismo barrio que el primo de Joel, Carlos Alberto, fue perseguido y muerto por la mismísima PM bahiana, en 2013, obligando a la familia y comunidad local a enterrar más un cuerpo negro, cuya vida le fue quitada por el Estado.
Fuimos testigos de la ejecución pública de otro hombre negro más, João Alberto Freitas, en Porto Alegre (Rio Grande do Sul) en la víspera del día 20 de noviembre, el día de la Conciencia Negra en Brasil. El 4 de diciembre de 2020, las primas Emily y Rebeca que jugaban en el frente de su casa, de 4 y 7 años de edad, respectivamente, tuvieron sus vidas apagadas al ser disparados proyectiles de armas de fuego, según la familia, disparadas por la Policía Militar del estado de Río de Janeiro. En los primeros nueve meses de 2020, el estado de Bahía fue el estado brasileño con el mayor número de asesinatos: 97% de los 650 muertos por la policía en el año de 2019 fueron personas negras.
Ciertamente hay muchos más casos y ejemplos de la situación drástica del pueblo negro. Sin embargo entiendo que no será posible agotar aquí los números y, sobre todo, la profundidad de lo que vivimos colectivamente a respecto de la violencia estatal y del silencio frente a tal violencia. Son tiempos en que vemos ocurrir situaciones absolutamente indignantes, pero son situaciones que se repiten incansablemente en nuestras vidas. El nuevo comandante de la PM del estado de Bahía al asumir el comando normaliza la alta letalidad de negros en Bahía, informando que “hay más negros”. Una cuenta que no cuadra cuando se trata de acceso a bienes públicos, a la salud, a la educación, a los cargos del alto escalón de la gestión nacional y de los estados, ni siquiera donde hay más negros, como en la ciudad de Salvador, como en el estado de Bahía; donde ni por haber más negros hay más jueces negros, profesoras universitarias negras, presentadores de televisión negras y negros, estudiantes en universidades públicas negros, odontólogos negros, ingenieras e ingenieros negros o médicos negros. Ni siquiera los jueces y juezas involucradas en la venta de sentencias son negros. Ni siquiera el secretario de seguridad pública del estado de Bahía, Mauricio Teles Barbosa, acusado de estar involucrado en crímenes de pago de coimas a juezas en la primera y segunda instancia del proceso judicial, entre otros crímenes, es negro.
Y no es que estemos paradas, posando en las redes sociales como personas negras exitosas, o hablando cosas que no reflejan nuestra realidad colectiva. No estamos celebrando nuestro mundo particular prieto. Estamos en lucha y organizándonos y reorientando caminos en una guerra racial con muchos cuerpos negros en el suelo para un mundo colectivo prieto. Fueron y han sido muchas las pérdidas, muchas muertes. En el contexto de la pandemia, las asimetrías raciales se profundizan. Personas prietas y pardas (mestizas) representan más del 67% de las personas que utilizan el SUS exclusivamente como acceso a los cuidados de salud y estamos viendo cómo la escasez de recursos está contribuyendo para desmantelar este sistema público desde su nacimiento, con consecuencias más drásticas para el pueblo negro. Comenzamos a aprender y reconocer quiénes son las personas que componen la sociedad en la que vivimos, en el país del “usted no sabe quién soy yo”. Estamos vivenciando un momento en el que personas que no componen los grupos prioritarios para la recién llegada vacuna, se saltan la fila, lo registran y divulgan, sin la menor vergüenza, aunque tengan formación en el campo de la salud, como el caso investigado en Manaos (Amazonas), donde mientras la gente se muere por falta de oxígeno, las gemelas recién graduadas en medicina Gabrielle Kirk Lins e Isabelle Kirk Lins, hijas del dueño de la Universidad Nilton Lins, fueron contactadas hace algunos días por la secretaria municipal de salud y recibieron las vacunas antes que profesionales de salud venían actuando en la línea de frente del enfrentamiento a la COVID-19.
En un país donde los privilegios blancos permanecen intocables y grandes desigualdades socio-raciales se profundizan mientas enfrentamos una pandemia, corremos serios riesgos que el acceso a la vacuna se convierta en un privilegio más.
Mantengamos esperanza en la lucha, en la organización política comunitaria en defensa de nuestro derecho a la humanidad y en prácticas de promoción de la vida de las personas negras. Esperanza en el combate a la brutalidad y al terror racial y al desarrollo de nuestra inmunidad colectiva como pueblo negro frente a estas prácticas de nuestra eliminación. Mantengamos la esperanza en el cuerpo de enfermeras y técnicas de enfermería, en su mayoría negras, que están en la línea de frente del combate a la COVID-19, como Mônica Calazans, negra, de 54 años, la primera persona a tomar la vacuna contra la COVID-19 en Brasil, que inclusive siendo del grupo de riesgo para enfermarse de la forma más grave y de muerte por el coronavirus, estuvo y está diariamente trabajando en el cuidado de personas que buscan el SUS, la única alternativa de acceso a la salud.
Mantengamos la esperanza en la responsabilidad y compromiso identificadas a través de la práctica del Dr. Wandson Padilha, médico negro, especialista en Medicina Familiar y Comunitaria, que ha venido discutiendo y construyendo caminos de cuidados para las personas trans en una unidad de salud pública del SUS y nos permite acceso a informaciones para mejorar nuestra práctica de cuidados e informaciones para ese público, a través de sus redes sociales. Fue él mismo quien, felizmente esta semana, al ser vacunado, nos emocionó y nos inspira al usar su camisa con la insignia del SUS y con su carné de vacunación en la mano, recordándonos que no se trata de un show particular, sino de un Programa Nacional de Inmunización, una política de erradicación y prevención de enfermedades del SUS. Una fotografía que representa una lucha colectiva – no individual – que necesitamos seguir llevando en defensa de la vida de las personas negras, en defensa del SUS público, de calidad, universal y ecuánime y en defensa del derecho a la vida de todas las personas.
Referencias
Reis, Tiago Siqueira. A FIOCRUZ ENTRE O PÚBLICO E O PRIVADO. https://www.ufjf.br/facesdeclio/files/2014/09/3.Artigo-D5.Tiago-Reis.pdf.
Brasil, 1987. Anais da Oitava Conferência Nacional de Saúde, 1986.
Teia Dos Povos
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